Rorden no pudo escapar hasta una hora después de la cámara del Consejo. El retraso fue enloquecedor, y cuando llegó a sus habitaciones supo que ya era demasiado tarde. Se detuvo en la entrada, preguntándose si Alvin habría dejado algún mensaje, y advirtiendo por primera vez lo vacíos que serían los años venideros sin la presencia del muchacho.
El mensaje estaba allí, pero su contenido resultó completamente inesperado. Aunque lo leyó varias veces, Rorden quedó aturdido.
«Reúnete conmigo en la Torre de Loranne».
Sólo había estado una vez antes en aquella torre, cuando Alvin lo llevó allí para que contemplara la puesta de sol. Eso fue años atrás; la experiencia le pareció inolvidable, pero las sombras de la noche extendiéndose sobre el desierto le aterraron tanto que huyó, perseguido por las bromas de Alvin. Había jurado que nunca volvería a aquel lugar.
Sin embargo allí estaba, en la helada cámara llena de pozos de ventilación. No había ni rastro de Alvin, pero cuando lo llamó, la voz del muchacho le respondió de inmediato.
—Estoy en el parapeto…, atraviesa el pozo central.
Rorden vaciló, había muchas otras cosas que preferiría hacer. Pero un momento después se encontró junto a Alvin, de espaldas a la ciudad, con el desierto extendiéndose infinito ante él.
Se miraron en silencio durante un instante. Entonces Alvin dijo tristemente:
—Espero no haberte causado problemas.
Rorden se sintió emocionado, y lo que iba a decir murió bruscamente en sus labios.
—El Consejo estaba muy ocupado discutiendo como para preocuparse por mí —dijo en cambio, y se echó a reír—. Jeserac hacía una defensa muy acalorada cuando me marché. Me temo que le juzgué mal.
—Lo siento por Jeserac.
—Tal vez estuvo mal jugar con el viejo, pero creo que se está divirtiendo. Después de todo, había algo de verdad en tu observación. Él fue el primero en mostrarte el mundo antiguo, y se siente culpable.
Por primera vez, Alvin sonrió.
—Es extraño —dijo—, pero hasta que perdí los nervios no llegué a comprender lo que quería hacer. Les guste o no, voy a romper el muro que existe entre Diaspar y Lys. Pero eso puede esperar: ahora ya no es importante.
Rorden se alarmó un poco.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ansiosamente. Por primera vez, advirtió que sólo uno de los robots le acompañaba—. ¿Dónde está la segunda máquina?
Alvin alzó lentamente la mano y señaló al desierto, hacia las irregulares montañas y la larga hilera de dunas, que se entrecruzaban como olas petrificadas. Muy lejos, Rorden pudo ver el brillo inconfundible del metal resplandeciendo al sol.
—Te hemos estado esperando —dijo Alvin tranquilamente—. En cuanto dejé el Consejo, me fui a por los robots. Tenía que asegurarme de que, pasara lo que pasase, nadie me los arrebataría antes de que aprendiera todo lo que pueden enseñarme. No tardé mucho, pues no son muy inteligentes y saben menos de lo que esperaba. Pero he descubierto el secreto del Maestro.
Hizo una pausa, y volvió a señalar al robot casi invisible.
—¡Mira!
La mota resplandeciente remontó el vuelo y se detuvo a unos trescientos metros sobre el suelo. Al principio, sin saber qué esperar, Rorden no pudo ver ningún otro cambio. Entonces, sin dar apenas crédito a sus ojos, vio que una nube de polvo se alzaba lentamente.
Nada es más terrible que el movimiento donde no debe existir, pero Rorden había olvidado ya la sorpresa o el miedo cuando las grandes dunas empezaron a separarse. Bajo el desierto, algo empezaba a moverse como un gigante que despierta de su sueño, y poco después Rorden pudo oír el rumor de la tierra al caer y las rocas al ser aplastadas por una fuerza irresistible. Entonces, de repente, un gran géiser de arena se alzó cientos de metros y el terreno quedó oculto a la vista.
El polvo empezó a asentarse lentamente alrededor de la herida abierta en la superficie del desierto. Pero Rorden y Alvin mantuvieron los ojos fijos en el cielo, donde hacía sólo un instante apenas se hallaba el robot. Rorden no era capaz de imaginar lo que Alvin estaba pensando. Por fin, supo lo que había querido decir el muchacho cuando dijo que nada más era importante ahora. La gran ciudad tras ellos y el inmenso desierto que los aguardaba, la timidez del Consejo y el orgullo de Lys…, todos esos asuntos parecían triviales ahora.
La cobertura de tierra y roca podía nublar, pero no ocultar, las orgullosas líneas de la nave que aún ascendía del suelo del desierto. Mientras Rorden seguía observando, giró lentamente hacia ellos hasta que se convirtió en un círculo. Luego, muy despacio, el círculo empezó a expandirse.
Alvin habló rápidamente, como si el tiempo apremiara.
—Sigo sin saber quién era el Maestro, o por qué vino a la Tierra. El robot me ha dado a entender que aterrizó en secreto y que ocultó su nave donde podría ser encontrada fácilmente si volvía a necesitarla. En todo el mundo no podría haber habido un escondite mejor que el Puerto de Diaspar, que ahora yace bajo esas arenas y que incluso en la época del Maestro debió de estar completamente abandonado. Puede que viviera algún tiempo en Diaspar antes de ir a Shalmirane: en aquellos días el camino debía de estar aún abierto. Pero nunca volvió a necesitar la nave, y todo este tiempo ha estado esperando bajo la arena.
La nave estaba ahora muy cerca, mientras el robot de control la guiaba hacia el parapeto. Rorden pudo ver que tenía unos treinta metros de largo y era fusiforme en ambos extremos. Parecía que no había ventanas ni ninguna otra abertura, aunque la densa capa de tierra hacía imposible estar seguro.
De repente, la arena los cubrió cuando una sección del casco se abrió hacia fuera, y Rorden pudo ver una pequeña sala desnuda con una segunda puerta al fondo. La nave gravitaba ahora a medio metro del parapeto, al que se había acercado lentamente, como si fuera un ser vivo y sensible. Rorden se apartó atemorizado.
Para él, la nave simbolizaba todo el terror y el misterio del Universo, y evocaba, como no podía hacer ningún otro objeto, los temores que durante tanto tiempo habían paralizado la voluntad de la raza humana. Al mirar a su amigo, Alvin comprendió los pensamientos que cruzaban por su mente. Casi por primera vez, advirtió que había fuerzas en la mente de los hombres sobre las que no tenía ningún control, y que el Consejo merecía más lástima que desprecio.
En completo silencio, la nave se separó de la torre. Rorden pensó que era extraño haberse despedido de Alvin por segunda vez en su vida. El pequeño mundo cerrado de Diaspar sólo conocía una despedida, y estaba reservada a la eternidad.
La nave era ahora una mancha oscura contra el cielo, y de repente Rorden la perdió del todo. Nunca vio su marcha, pero produjo en el cielo el sonido más aterrador que el hombre había creado jamás: el largo trueno de la caída del aire, kilómetro tras kilómetro, en un túnel que se abría súbitamente en el cielo.
Después de que los últimos ecos se apagaran en el desierto, Rorden no se movió. Pensaba en el muchacho que se había marchado, preguntándose, como tantas veces con anterioridad, si comprendería alguna vez aquella mente diferente y aturdidora. Alvin no crecería nunca: para él, todo el Universo era un juguete, un rompecabezas que desentrañar para su propia diversión. En sus juegos había encontrado un juguete mortal y definitivo que podría destruir lo que quedaba de la civilización humana. Pero fuera cual fuese el resultado, para él seguiría siendo un juego.
El Sol se ponía ya sobre el horizonte, y un viento helado soplaba desde el desierto. Pero Rorden siguió esperando, conquistando su miedo, y por primera vez en su vida vio las estrellas.
Ni siquiera en Diaspar había visto Alvin tanto lujo como el que encontró cuando se abrió la compuerta interior. Al principio no comprendió sus implicaciones; entonces empezó a preguntarse, inquieto, cuánto tiempo tendría que pasar en este mundo diminuto en su viaje entre las estrellas. No había controles de ningún tipo, pero la gran pantalla ovalada que cubría por completo la pared demostraba que no se trataba de una habitación ordinaria. Dispuestos en semicírculo ante él había tres asientos bajos; el resto de la cabina estaba ocupado por dos mesas, vanas sillas acogedoras y muchos aparatos curiosos que por el momento Alvin no pudo identificar.
Cuando se puso cómodo ante la pantalla, buscó los robots a su alrededor. Para su sorpresa, habían desaparecido. Entonces los localizó, perfectamente situados en el techo. Su acción había sido tan completamente natural que Alvin supo de inmediato el propósito para el que habían sido creados. Recordó a los Robots Maestros: éstos eran los Intérpretes, sin los cuales ninguna mente humana podía controlar una máquina tan completa como una nave espacial. Habían traído a la Tierra al Maestro y luego, como fieles sirvientes suyos, lo habían seguido a Lys. Ahora estaban preparados, como si no hubieran transcurrido eones, para volver a ejecutar sus antiguas funciones.
Alvin les dio una orden experimental, y la gran pantalla cobró vida. Ante él se hallaba la Torre de Loranne, curiosamente diminuta y al parecer tendida de costado. Nuevas pruebas le proporcionaron imágenes del cielo sobre la ciudad y de grandes extensiones de desierto. La definición era de una claridad brillante, casi antinatural, aunque parecía no haber posibilidad de aumento. Alvin se preguntó si la nave se movía mientras la imagen cambiaba, pero no encontró ningún medio de comprobarlo. Experimentó un rato hasta que pudo obtener cualquier visión que se le antojara. Entonces se dispuso a comenzar.
—Llévame a Lys.
La orden era simple, ¿pero cómo podía obedecerla la nave cuando él mismo no tenía ni idea de la dirección? Alvin nunca lo había pensado, y cuando lo hizo, la máquina ya atravesaba el desierto a enorme velocidad. Se encogió de hombros, aceptando agradecido lo que no podía entender.
Era difícil juzgar la escala de las imágenes que aparecían velozmente en la pantalla, pero debían de pasar muchos kilómetros cada minuto. No lejos de la ciudad, el color del suelo había cambiado bruscamente a un gris sombrío, y Alvin supo que volaba sobre el lecho de uno de los océanos perdidos. Antiguamente, Diaspar debió de encontrarse muy cerca del mar, aunque no había ninguna pista de ello ni siquiera en los archivos más antiguos. Por vieja que fuera la ciudad, los océanos debían de haber muerto mucho antes de su construcción.
Cientos de kilómetros más tarde, el terreno se alzó bruscamente y volvió a aparecer el desierto. En una ocasión, Alvin detuvo su nave sobre una curiosa pauta de líneas entrecruzadas que aparecían tenuemente sobre la arena. Se sintió aturdido durante unos instantes, hasta que comprendió que estaba contemplando las ruinas de alguna ciudad olvidada. No se quedó mucho rato: era deprimente pensar que miles de millones de hombres no habían dejado ninguna otra huella de su existencia que estas marcas en la arena.
La suave curva del horizonte se quebró por fin, para convertirse en montañas que quedaron atrás casi tan pronto como aparecieron. La nave reducía ahora su velocidad, cayendo a la tierra en un gran arco de ciento cincuenta kilómetros de longitud. Y entonces, a sus pies, apareció Lys, sus bosques e interminables ríos formando un escenario de tan incomparable belleza que durante un momento Alvin no continuó su viaje. Al este, la tierra se ensombrecía y los grandes lagos flotaban sobre ella como charcos de noche más oscura. Pero hacia el ocaso, las aguas danzaban y resplandecían de luz, produciendo colores que Alvin no había imaginado jamás.
No resultó difícil localizar Airlee, lo cual fue una suerte, pues los robots no pudieron seguir guiándole. Alvin lo esperaba, y se alegró al descubrir que sus poderes tenían límites. Después de experimentar un poco, posó la nave en la falda de la montaña desde la que vio por primera vez Lys. Era bastante fácil controlar la máquina: sólo tenía que indicar sus deseos generales y los robots se encargaban de los detalles. Imaginó que probablemente ignorarían cualquier orden peligrosa o imposible, pero no pretendía hacer ese experimento.
Alvin estaba seguro de que nadie podía haber visto su llegada. Consideraba esto muy importante, pues no tenía ningunas ganas de volver a enzarzarse en un combate mental con Seranis. Sus planes seguían siendo un poco vagos, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo hasta haber vuelto a establecer con ella relaciones amistosas.
El descubrimiento de que el robot original ya no le obedecía fue toda una sorpresa. Cuando le dio una nueva orden, se negó a moverse y permaneció inmóvil, observándole desapasionadamente con sus múltiples ojos. Para alivio de Alvin, la réplica le obedeció al instante, pero no había manera de conseguir que el prototipo ejecutara ni siquiera las acciones más simples. Alvin estuvo preocupado durante un rato, hasta que se le ocurrió una explicación a su actitud. A pesar de todas sus maravillosas cualidades, los robots no eran muy inteligentes, y los hechos de las últimas horas debieron de ser demasiado para la desafortunada máquina. Había visto cómo las órdenes del Maestro eran desafiadas una a una, órdenes que había obedecido fielmente durante millones de años.
Ya era demasiado tarde para lamentar nada, pero Alvin se reprochó haber hecho un único duplicado. Pues el robot prestado se había vuelto loco.
Alvin no encontró a nadie en el camino de Airlee. Resultaba extraño estar sentado en la nave espacial mientras su campo de visión se movía sin esfuerzo a lo largo del familiar sendero y los susurros del bosque resonaban en sus oídos. Todavía era incapaz de identificarse plenamente con el robot, y el esfuerzo para controlarlo seguía siendo considerable.
Era casi de noche cuando llegó a Airlee, cuyas casitas flotaban en medio de lagunas de luz. Alvin se mantuvo en la sombra, y apenas había alcanzado la casa de Seranis cuando fue descubierto. De repente, se produjo un agudo zumbido y su visión quedó bloqueada por un aleteo. Retrocedió involuntariamente ante el asalto; entonces advirtió lo que había sucedido. Krif no aprobaba nada que volara sin alas, y sólo la presencia de Theon le había impedido atacar al robot en ocasiones anteriores. Como no quería hacer daño a aquella hermosa y estúpida criatura, Alvin hizo detenerse al robot y soportó como mejor pudo los golpes que parecían caer sobre él. Aunque estaba sentado cómodamente a más de un kilómetro de distancia, no podía evitar esquivar los ataques y se alegró cuando Theon salió a investigar.