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EL CONSEJO

Alvin estaba todavía aturdido, pero empezó a comprender lentamente lo que debía de haber sucedido. Su robot no podía ser obligado a desobedecer las órdenes que le habían dado hacía tanto tiempo, pero podía construirse un duplicado con todo su conocimiento y sin el infranqueable bloqueo de memoria. Por hermosa que fuera la solución, no resultaba aconsejable que la mente permaneciese concentrada demasiado tiempo en los poderes que lo habían hecho posible.

Los robots se movieron al unísono cuando Alvin los llamó. Pronunciando sus órdenes en voz alta, como hacía a menudo para beneficio de Rorden, formuló de nuevo la pregunta que tantas veces había hecho de formas distintas.

—¿Puedes decirme cómo llegó a Shalmirane tu primer amo?

Rorden deseó que su mente pudiera interceptar la silenciosa respuesta, pues nunca había llegado a captar ni un solo fragmento. Pero esta vez no hubo prácticamente necesidad, pues la alegre sonrisa que apareció en el rostro de Alvin fue suficiente respuesta.

El muchacho le miró, triunfal.

—El Número Uno sigue igual —dijo—. Pero el Dos está dispuesto a hablar.

—Creo que deberíamos esperar a volver a casa antes de empezar a plantear preguntas —sugirió Rorden, tan práctico como siempre—. Necesitaremos los Asociadores y Registradores cuando empecemos.

Aunque estaba impaciente, Alvin tuvo que admitir lo acertado del consejo. Mientras se volvía para marcharse, Rorden sonrió ante su ansiedad y dijo tranquilamente:

—¿No te olvidas de algo?

La luz roja del Interpretador destellaba todavía, y su mensaje aún brillaba en la pantalla.

POR FAVOR COMPRUEBE Y FIRME

Alvin se acercó a la máquina y examinó el panel sobre el que parpadeaba la luz. Dentro había una especie de ventana hecha de una sustancia casi invisible, con una pluma que la atravesaba verticalmente. La punta de la pluma descansaba en una hoja de material blanco que ya contenía varias firmas y fechas. La última tenía casi cincuenta mil años de antigüedad, y Alvin reconoció el nombre de un presidente del Consejo. Sobre su firma sólo había otros dos nombres visibles, ninguno de los cuales significaba nada para Rorden ni para él. Esto no resultaba sorprendente, pues habían sido escritos veintitrés y cincuenta y siete millones de años antes.

Alvin no encontró sentido a este ritual, pero sabía que nunca podría comprender la mente de los que habían construido este lugar. Con una leve sensación de irrealidad cogió la pluma y empezó a escribir su nombre. El instrumento parecía completamente libre para moverse en el plano horizontal, pues en esa dirección la ventana no ofrecía más resistencia que la pared de una burbuja de jabón. Sin embargo, toda su fuerza era incapaz de moverlo verticalmente: lo sabía, pues lo había intentado.

Con cuidado, Alvin escribió la fecha y soltó la pluma. Ésta se movió lentamente sobre la hoja hasta su posición original, y el panel con su luz parpadeante desapareció.

Mientras Alvin se marchaba, se preguntó por qué sus antepasados habían venido aquí y qué habían conseguido de la máquina. Sin duda, dentro de miles o de millones de años en el futuro, otros hombres mirarían el panel y se preguntarían: «¿Quién fue Alvin de Loronei?». ¿O no? Tal vez exclamarían en cambio: «¡Mira! ¡Aquí está la firma de Alvin!».

La idea no era extraña en él, pero sabía que sería mejor no compartirla con su amigo.

Al llegar a la entrada del corredor, se volvieron a contemplar la caverna, y la ilusión fue más fuerte que nunca. Tras ellos había una ciudad muerta de extraños edificios blancos, una ciudad iluminada por una fiera luz que no estaba concebida para ojos humanos. Podía estar muerta, puesto que nunca había vivido, pero Alvin sabía que cuando Diaspar hubiera desaparecido estas máquinas estarían todavía aquí, sin apartar sus mentes de los pensamientos que hombres superiores les habían concedido hacía mucho tiempo.

Hablaron poco en el camino de regreso. Las calles de Diaspar estaban bañadas por una luz que parecía pálida y débil tras el fulgor de la ciudad de las máquinas. Cada uno pensaba en el conocimiento que pronto sería suyo, y no prestaron atención a la belleza de las grandes torres que dejaban atrás, ni a las curiosas miradas de sus conciudadanos.

A Alvin le pareció extraña la manera en que todo le había conducido a este momento. Sabía bien que los hombres eran los creadores de su propio destino, aunque desde que conoció a Rorden las cosas parecían haberse movido automáticamente hacia un objetivo predeterminado. El mensaje de Alaine, Lys, Shalmirane… a cada paso podía haberse vuelto sin ver nada, pero algo le había hecho continuar. Era agradable fingir que el destino le había favorecido, pero su mente racional sabía que no era así. Cualquier hombre podría haber encontrado el sendero que sus pasos habían seguido, e incontables veces en eras pasadas otras personas debían de haber llegado igual de lejos. Él era, simplemente, el primero en tener suerte.

El primero en tener suerte. Las palabras resonaron burlonas en sus oídos mientras atravesaban la puerta de la cámara de Rorden. Esperándolos en silencio, con las manos cruzadas pacientemente sobre el regazo, había un hombre ataviado con una curiosa túnica que Alvin nunca había visto antes. Alvin miró dubitativo a Rorden, y se quedó sorprendido por la expresión de su amigo. Supo que Rorden sabía quién era el hombre.

Éste se puso en pie cuando entraron e hizo un saludo estirado y formal. Sin decir palabra, tendió un pequeño cilindro a Rorden, que lo aceptó y rompió su sello. La rareza casi inaudita de un mensaje escrito hizo doblemente impresionante el silencioso encuentro. Cuando hubo terminado, Rorden devolvió el cilindro con otra leve inclinación de cabeza. Alvin, a pesar de su ansiedad, no pudo contener una sonrisa.

Rorden parecía haberse recuperado con rapidez, pues cuando habló su voz sonó perfectamente normal.

—Parece que el Consejo quiere hablar con nosotros, Alvin. Me temo que lo estamos haciendo esperar.

Alvin ya lo había supuesto. La crisis se había producido antes, mucho antes, de lo que esperaba. Se dijo que no temía al Consejo, pero su interrupción era enloquecedora. Sus ojos se dirigieron involuntariamente a los robots.

—Tendrás que dejarlos aquí —dijo Rorden con firmeza.

Se miraron a los ojos. Entonces Alvin se volvió hacia el mensajero.

—Muy bien —dijo en voz baja.

De camino a la cámara del Consejo, el grupo guardó silencio. Alvin reflexionaba sobre los argumentos en los que nunca había pensado adecuadamente, pues creía que no tendría que recurrir a ellos durante muchos años. Estaba más molesto que alarmado, y se sentía enfadado consigo mismo por no estar preparado.

Sólo esperaron unos minutos en la antesala, pero fue lo suficiente para que Alvin se preguntara por qué le temblaban las piernas si no tenía miedo. Entonces las grandes puertas se replegaron, y Alvin y Rorden avanzaron hacia los veinte hombres reunidos en torno a su famosa mesa.

Alvin sabía que ésta era la primera reunión del Consejo desde su nacimiento, y se sintió un poco halagado al advertir que no había ningún asiento vacante. No sabía que Jeserac era uno de los miembros. Ante sus sorprendidos ojos, el anciano se agitó incómodamente en su silla y le dirigió una mirada furtiva, como diciendo: «Esto no tiene nada que ver conmigo». La mayoría de las otras caras eran familiares para Alvin, y sólo dos eran completos desconocidos.

El Presidente empezó a hablarle con voz amistosa, y al mirar a los rostros conocidos que tenía delante, Alvin no pudo ver ningún motivo para la alarma de Rorden. Empezó a recuperar la confianza; decidió que Rorden era un poco cobarde. En eso hacía poca, justicia a su amigo, pues aunque el valor nunca había, sido una de las cualidades más destacadas de Rorden, su preocupación se refería tanto a su antiguo oficio como a su propia persona. Nunca a lo largo de la historia había sido cesado de su puesto un Guardián de los Archivos: Rorden no deseaba crear un precedente.

En los pocos minutos transcurridos desde que entró en la cámara del Consejo, los planes de Alvin experimentaron un notable cambio. Olvidó el discurso que tan cuidadosamente había ensayado; descartó reluctante las hermosas frases que había preparado. En su apoyo apareció su más traicionero aliado: la sensación de ridículo que siempre le imposibilitaba tomar en serio ni siquiera las ocasiones más solemnes. El Consejo podía reunirse una vez cada mil años, podía controlar los destinos de Diaspar, pero los que se sentaban ante él eran sólo ancianos cansados. Alvin conocía a Jeserac, y no creía que los demás fueran muy distintos. Sintió una desconcertante piedad por ellos y de repente recordó las palabras que Seranis le había dirigido en Lys: «Hace muchos siglos sacrificamos nuestra inmortalidad, pero Diaspar todavía sigue con el falso sueño». Eso era en efecto lo que habían hecho estos hombres, y Alvin no creía que les hubiera traído la felicidad.

Así, cuando, tras la invitación del Presidente, Alvin empezó a describir su viaje a Lys, bajo todas las apariencias no era más que un muchacho que había tropezado por casualidad con un descubrimiento que consideraba poco importante. No hubo ningún atisbo de plan o de propósito más profundo: sólo la curiosidad natural le había, hecho salir de Diaspar. Aquello podría haberle sucedido a cualquiera, aunque se esforzó para dar la impresión de que esperaba elogios por su astucia. No dijo nada de Shalmirane y los robots.

Fue una actuación bastante buena, aunque Alvin era la única persona que podía apreciarla del todo. El Consejo en conjunto pareció favorablemente impresionado, pero la expresión de Jeserac mostraba la pugna del alivio con la incredulidad. Alvin no se atrevió a mirar a Rorden.

Cuando terminó, se produjo un breve silencio mientras el Consejo consideraba su declaración. Entonces el Presidente volvió a hacer uso de la palabra.

—Consideramos que tuviste los mejores motivos para hacer lo que hiciste —dijo, escogiendo las palabras con obvio cuidado—. Sin embargo, has creado una situación algo difícil para nosotros. ¿Estás seguro de que tu descubrimiento fue accidental, y que nadie, digamos, influyó en ningún modo?

Sus ojos se volvieron, con expresión pensativa, hacia Rorden.

Por última vez, Alvin recurrió a su astucia.

—Yo no diría eso —replicó, tras hacer como que reflexionaba.

Los miembros del Consejo mostraron su inquietud y su interés, y Rorden se agitó incómodo junto a Alvin, que dirigió a su público una sonrisa que no carecía de candor, y añadió rápidamente con una vocecita inocente:

—Estoy seguro de que debo mucho a mi tutor.

Ante este cumplido insospechado, todos los ojos se volvieron hacia Jeserac, que empezó a ponerse rojo, intentó hablar y luego lo pensó mejor. Se produjo un incómodo silencio, hasta que intervino el Presidente.

—Gracias —dijo apresuradamente—. Permanecerás aquí mientras consideramos tu declaración.

Rorden emitió un audible suspiro de alivio, el último sonido que Alvin escuchó durante algún tiempo. Una capa de silencio descendió sobre él, y aunque podía ver al Consejo discutiendo acaloradamente, ni una sola palabra de sus deliberaciones llegó hasta él. Al principio resultó divertido, pero el espectáculo pronto se volvió tedioso, y se alegró cuando el silencio cesó.

—Hemos llegado a la conclusión de que se ha producido una desgraciada situación de la que nadie puede ser considerado responsable, aunque consideramos que el Guardián de los Archivos debió habernos informado antes —dijo el Presidente—. Sin embargo, quizá sea buena cosa que se haya hecho este peligroso descubrimiento, pues ahora podemos dar los pasos adecuados para impedir que vuelva a producirse. Nos ocuparemos del sistema de transporte que has encontrado, y tú —añadió, dirigiéndose a Rorden por primera vez— te asegurarás de que todas las referencias a Lys sean borradas de los Archivos.

Hubo un murmullo de aplausos y expresiones de satisfacción en los rostros de los consejeros. Se habían enfrentado rápidamente con una situación difícil, habían evitado la desagradable necesidad de castigar a Rorden, y ahora podían continuar con sus vidas sintiendo que, como ciudadanos prominentes de Diaspar, habían cumplido con su deber. Si las cosas iban bien, pasarían siglos antes de que volviera a surgir la necesidad de reunir al Consejo.

Incluso Rorden, algo decepcionado, se sentía aliviado por el resultado. Las cosas podrían haber salido mucho peor…

Una voz que nunca había oído antes interrumpió su alegría y dejó petrificados a los consejeros en sus asientos, mientras las sonrisas complacientes desaparecían lentamente de sus rostros.

¿Y por qué vais a cerrar el camino a Lys?

Pasaron unos instantes antes de que la mente de Rorden, poco dispuesta a reconocer el desastre, admitiera que era Alvin quien había hablado.

El éxito de su subterfugio había dado a Alvin sólo un momento de satisfacción. Durante el discurso del Presidente, su furia se había acumulado rápidamente al advertir que, a pesar de toda su astucia, sus planes iban a ser aplastados. Los sentimientos que experimentó en Lys cuando Seranis le presentó su ultimátum volvieron con fuerza renovada. Había vencido en aquella prueba, y el sabor del poder le parecía aún dulce.

Esta vez no tenía ningún robot para ayudarle, y no sabía cuál sería el resultado. Pero ya no tenía miedo de estos tontos ancianos que se consideraban los gobernantes de Diaspar. Había visto a los auténticos dueños de la ciudad, y les había hablado en medio del grave silencio de su brillante mundo enterrado. Así, en su furia y su arrogancia, Alvin apartó su disfraz y los consejeros buscaron en vano al niño inocente que les había hablado hacía tan sólo unos instantes.

¿Por qué vais a cerrar el camino a Lys?

La Sala del Consejo permaneció en silencio, pero los labios de Jeserac se retorcieron en una lenta sonrisa secreta. Este Alvin era nuevo para él, pero resultaba menos extraño que el que había hablado antes.

El Presidente decidió al principio ignorar el desafío. Tal vez no era capaz de creer que se trataba de algo más que una pregunta inocente, a pesar de la violencia con la que había sido expresada.

—Ése es un asunto de alta política que no podemos discutir aquí, pero Diaspar no puede arriesgarse a ser contaminada por otras culturas —dijo pomposamente, y dirigió a Alvin una sonrisa benévola pero ligeramente preocupada.

—Es extraño que en Lys me dijeran exactamente lo mismo que en Diaspar —dijo Alvin fríamente. Se alegró al ver que sus palabras provocaban malestar, pero no dio a los consejeros tiempo de replicar—. Lys es mucho más grande que Diaspar y su cultura no es inferior —continuó—. Siempre ha sabido de nosotros, pero ha decidido no revelarse…, como tú mismo dices, para evitar ser contaminada. ¿No es obvio que todos estamos equivocados?

Contempló expectante la fila de rostros, pero en ninguno de ellos vio comprensión. Su furia hacía aquellos hombres de ojos de plomo creció. La sangre le latía con fuerza en las mejillas, y aunque su voz era ahora más firme, contenía una nota de helado desdén que ni siquiera el más pacífico de los consejeros pudo ignorar.

—Nuestros antepasados construyeron un imperio que alcanzó las estrellas —empezó a decir Alvin—. Los hombres iban y venían a su antojo entre todos esos mundos, y ahora sus descendientes tienen miedo de franquear los muros de una ciudad. ¿He de deciros por qué?

Hizo una pausa; no hubo ningún movimiento en la desnuda habitación.

—Es porque tenemos miedo de algo que sucedió al principio de la historia. En Lys me dijeron la verdad, aunque la sospechaba desde hacía tiempo. ¿Debemos escondernos para siempre como cobardes en Diaspar, fingiendo que no existe nada más, porque hace cincuenta mil millones de años los Invasores nos obligaron a regresar a la Tierra?

Había puesto el dedo en su miedo secreto, el miedo que nunca había compartido y cuyo poder no podría comprender jamás. Que hicieran lo que se les antojara, él había dicho la verdad.

Su furia remitió y volvió a ser él mismo, y se sintió un poco alarmado ante lo que había hecho. Se volvió hacia el Presidente en un último gesto de independencia.

—¿Tengo permiso para marcharme?

Nadie dijo nada, pero la leve inclinación de cabeza le dio permiso. Las grandes puertas se abrieron ante él y poco después de cerrarse, la tormenta estalló en la cámara del Consejo.

El Presidente esperó a que se produjera la calma. Entonces se volvió hacia Jeserac.

—Me parece que primero deberíamos oír tu opinión.

Jeserac examinó la observación, en busca de posibles trampas.

—Creo que Diaspar va a perder su cerebro más destacado —replicó.

—¿Qué quieres decir?

—¿No es obvio? A estas alturas, el joven Alvin estará a medio camino de la tumba de Yarlan Zey. No, no debemos intervenir. Lamentaré perderle, aunque nunca le importé demasiado. —Dejó escapar un suspiro—. De hecho, nunca se ha preocupado por nadie que no fuera Alvin de Loronei.