8
LA HISTORIA DE SHALMIRANE

Se produjo un breve silencio mientras todos se observaban mutuamente. Entonces el anciano habló, y las tres máquinas hicieron eco a su voz durante un momento, hasta que algo las desconectó.

—Así que venís del norte, y vuestra gente ya ha olvidado a Shalmirane.

—¡Oh, no! —respondió Theon rápidamente—. No hemos olvidado. Pero no estábamos seguros de que aquí viviera todavía alguien, y desde luego no esperábamos que quisieras estar solo.

El anciano no replicó. Moviéndose con una lentitud que resultaba doloroso contemplar, atravesó la puerta y desapareció, mientras las tres máquinas flotaban silenciosamente a su alrededor. Alvin y Theon se miraron sorprendidos: no les gustaba la idea de seguir al anciano, pero su despedida (si de eso se trataba) había sido muy brusca. Empezaban a discutir el asunto cuando una de las máquinas volvió a aparecer de repente.

—¿A qué estáis esperando? ¡Venid! —ordenó. Y desapareció de nuevo.

Alvin se encogió de hombros.

—Parece que nos invitan. Creo que nuestro anfitrión es un poco excéntrico, pero parece amistoso.

Una amplia escalera de caracol conducía hacia abajo. Terminaba en una pequeña habitación circular de la que surgían varios pasillos. Sin embargo, no había ninguna posibilidad de confusión, pues todos los pasadizos excepto uno estaban cubiertos de escombros.

Alvin y Theon habían recorrido solamente unos cuantos metros cuando se encontraron en una habitación grande e increíblemente desordenada con una asombrosa variedad de objetos. Un extremo de la cámara estaba ocupado por máquinas domésticas (sintetizadores, destructores, equipos de limpieza y cosas similares), aparatos que uno normalmente esperaba ocultos a la vista dentro de paredes y suelos. Alrededor había amontonados transcriptores y cintas de pensamiento, formando pirámides que casi llegaban al techo. Toda la habitación estaba incómodamente caliente debido a la presencia de una docena de fuegos perpetuos esparcidos por el suelo. Atraído por la radiación, Krif voló hacia la más cercana de las esferas metálicas, extendió las alas ante ella y se quedó dormido al instante.

Los muchachos tardaron un poco en darse cuenta de que el anciano y sus tres máquinas los esperaban en una pequeña zona despejada que recordó a Alvin un claro en la jungla. Había varios muebles: una mesa y tres cómodos sillones. Uno de éstos era viejo y ajado, pero los otros eran tan sospechosamente nuevos que Alvin tuvo la certeza de que habían sido creados hacía tan sólo unos minutos. Mientras observaba, el familiar brillo de advertencia del campo sintetizador destelló sobre la mesa y el anciano se acercó en silencio. Los muchachos le dieron las gracias formalmente y empezaron a probar la comida y bebida que había aparecido de repente. Alvin advirtió que se había cansado un poco de la invariable dieta del sistema sintetizador portátil de Theon, y agradeció de veras el cambio.

Comieron en silencio durante un rato, dirigiendo de vez en cuando alguna mirada subrepticia al anciano. Éste parecía sumido en sus propios pensamientos, como si los hubiera olvidado por completo, pero en cuanto terminaron de comer alzó la cabeza y empezó a interrogarlos. Cuando Alvin explicó que no era nativo de Lys, sino de Diaspar, el anciano no mostró sorpresa. Theon hizo todo lo posible por responder a las preguntas; para tratarse de alguien a quien no le gustaban las visitas, el anciano parecía muy ansioso de noticias del mundo exterior. Alvin decidió rápidamente que su actitud anterior debía de ser una pose. Poco después, el anciano volvió a guardar silencio. Los dos muchachos esperaron haciendo acopio de paciencia; el anciano no les había dicho nada de sí mismo, ni de lo que hacía en Shalmirane. La señal luminosa que los había atraído a este lugar seguía siendo un misterio, aunque no se atrevían a exigir ninguna explicación. Así que permanecieron sentados en medio de aquel incómodo silencio, observando la sorprendente habitación, encontrando a cada momento algo nuevo e inesperado. Por fin, Alvin interrumpió las meditaciones del anciano.

—Tendremos que marcharnos pronto —recalcó.

No era tanto una declaración como una sugerencia. El rostro arrugado se volvió hacia él, pero los ojos seguían estando muy lejos. Entonces, la voz cansada e infinitamente vieja empezó a sonar. Era tan débil que al principio los dos muchachos apenas pudieron oírla; cuando pasó un rato, el anciano debió de advertir su dificultad, pues de repente las tres máquinas empezaron a repetir una vez más sus palabras.

Alvin y Theon nunca podrían comprender gran parte de lo que les dijo el anciano. A veces usaba palabras que les resultaban desconocidas, en otras ocasiones, hablaba como repitiendo frases o parlamentos completos que debían de haber escrito otras personas hacía mucho tiempo. Pero los puntos principales de la historia estaban claros, e hicieron que los pensamientos de Alvin volvieran a las épocas con las que soñaba desde la infancia.

El relato comenzaba, como muchos otros, en medio del caos de los Siglos de Transición, cuando los Invasores ya se habían marchado pero el mundo seguía recuperándose de sus heridas. En esa época apareció en Lys el hombre que más tarde sería conocido como el Maestro. Le acompañaban tres extrañas máquinas (las mismas que los observaban ahora), actuando como sus sirvientes y poseedoras de inteligencia propia. El origen del Maestro fue un secreto que él mismo nunca reveló, y con el tiempo se asumió que había venido del espacio, abriéndose paso de algún modo entre el bloqueo de los Invasores. Entre las lejanas estrellas podía haber aún islas de humanidad que las mareas de la guerra no habían engullido.

El Maestro y sus máquinas poseían poderes que el mundo había perdido, y a su alrededor se congregó un puñado de hombres a quienes enseñó muchas cosas. Su personalidad debía de ser sorprendente, y Alvin pudo comprender un atisbo del magnetismo que había atraído a tanta gente. Los hombres de las ciudades en decadencia habían acudido a millares a Lys, buscando paz y descanso espiritual tras los años de confusión. Entre los bosques y montañas, escuchando las palabras del Maestro, encontraron por fin la paz.

Al final de su larga vida, el Maestro pidió a sus amigos que le llevaran a terreno descubierto para poder contemplar las estrellas. Esperó, mientras sus fuerzas se desvanecían, hasta la culminación de los Siete Soles. Mientras moría, la resolución con la que había mantenido tanto tiempo su secreto pareció debilitarse, y farfulló muchas cosas sobre las que se escribieron incontables libros en los años venideros. Una y otra vez hablaba de los «Grandes», que habían abandonado este mundo pero que seguramente regresarían algún día, e instó a sus seguidores a que se quedaran para recibirlos cuando volvieran. Aquéllas fueron sus últimas palabras racionales. Nunca volvió a ser consciente de lo que le rodeaba, pero justo antes del final murmuró una frase que reveló al menos parte de su secreto y durante eras dejó perplejas las mentes de todos aquéllos que las oyeron: «Es hermoso contemplar las sombras de colores en los planetas de luz eterna». Entonces murió.

Así surgió la religión de los Grandes, pues en una religión llegó a convertirse. Tras la muerte del Maestro, muchos de sus seguidores se dispersaron, pero otros muchos permanecieron fieles a sus enseñanzas, que elaboraron lentamente a lo largo de las eras. Al principio creyeron que los Grandes, fueran quienes fuesen, regresarían pronto a la Tierra, pero esa esperanza se desvaneció con el paso de los siglos. Sin embargo, la hermandad continuó, congregando a nuevos miembros de las tierras cercanas, y lentamente su fuerza y su poder aumentaron hasta dominar todo el sur de Lys.

A Alvin le resultaba muy difícil seguir la narración del anciano. Las palabras que usaba eran tan extrañas que no podía distinguir la verdad de la leyenda, si es que la historia contenía algo verdadero. Sólo obtuvo una imagen confusa de generaciones de fanáticos que esperaban que un gran suceso que no comprendían aconteciera en alguna fecha futura y desconocida.

Los Grandes nunca regresaron. Lentamente, el poder del movimiento se desvaneció, y el pueblo de Lys lo hizo replegarse a las montañas, hasta que se refugió en Shalmirane. Ni siquiera entonces perdieron los observadores su fe, sino que juraron que por larga que fuera la espera estarían preparados cuando vinieran los Grandes. Hacía mucho que los hombres habían aprendido una forma de desafiar al tiempo, y el conocimiento había sobrevivido, aunque muchas otras cosas se habían perdido. Tras dejar a unos pocos miembros de su grupo para vigilar desde Shalmirane, los demás entraron en el sueño sin sueños de la animación suspendida.

Su número se redujo lentamente a medida que los durmientes eran despertados para que reemplazaran a aquéllos que iban muriendo, pero los observadores mantuvieron su fe en el Maestro. Por sus palabras de moribundo parecía seguro que los Grandes vivían en los planetas de los Siete Soles, y en años posteriores se hicieron intentos de enviar señales al espacio. Hacía tiempo que las señales se habían convertido en un ritual sin significado, y ahora la historia se acercaba a su fin. Dentro de poco sólo quedarían en Shalmirane las tres máquinas, guardando los huesos de los hombres que habían venido a este lugar hacía tanto tiempo siguiendo una causa que sólo ellos podían comprender.

La vocecita del anciano se apagó y los pensamientos de Alvin regresaron al mundo que conocía. Más que antes, el alcance de su ignorancia le abrumó. Un diminuto fragmento del pasado había sido iluminado durante un instante, pero ahora la oscuridad volvía a cerrarse a su alrededor.

La historia del mundo era una maraña de hilos desconectados, y nadie podía decir cuáles eran importantes y cuáles triviales. Este fantástico relato del Maestro y los Grandes tal vez no fuera más que otra de las incontables leyendas que de algún modo habían sobrevivido desde las civilizaciones del Amanecer. Sin embargo, aquellas tres máquinas no se parecían a nada que Alvin hubiera visto antes. No podía descartar toda la historia, como había intentado hacer, considerándola una fábula compuesta de delirios sobre una base de locura.

—Esas máquinas —dijo bruscamente—. ¿Han sido interrogadas? Si vinieron a la Tierra con el Maestro, deben de conocer todavía sus secretos.

El anciano sonrió cansinamente.

—Ellas lo saben, pero no hablarán nunca —dijo—. El Maestro se encargó de eso antes de entregar el control. Lo hemos intentado innumerables veces, pero es inútil.

Alvin comprendió. Pensó en los Asociadores de Diaspar, y en los sellos que Alaine había puesto en su conocimiento. Creía que incluso aquellos sellos podían romperse con el tiempo, y el Asociador Maestro debía de ser infinitamente más complejo que estos pequeños robots esclavos. Se preguntó si Rorden, tan diestro a la hora de desentrañar los secretos del pasado, sería capaz de arrancar a las máquinas su conocimiento oculto. Pero Rorden estaba muy lejos y nunca podría abandonar Diaspar.

De pronto, un plan se fraguó en su mente. Sólo podría habérsele ocurrido a una persona muy joven, y forzó hasta el límite la confianza de Alvin.

Sin embargo, tras tomar la decisión, se movió con determinación y astucia hacia su objetivo.

Señaló las tres máquinas.

—¿Son idénticas? —preguntó—. Quiero decir, ¿cada una de ellas puede hacerlo todo, o tienen funciones específicas?

El anciano pareció un poco perplejo.

—Nunca lo he pensado —dijo—. Cuando necesito algo, pregunto a la que tengo más cerca. No creo que haya ninguna diferencia entre ellas.

—Ahora no puede haber mucho trabajo para los robots —continuó Alvin inocentemente.

Theon parecía un poco sorprendido, pero Alvin evitó con cuidado mirar a su amigo a los ojos. El anciano contestó sin sospechar nada.

—No —replicó tristemente—. Shalmirane es muy distinta ahora.

Alvin hizo una pausa, comprensivo. Entonces, con rapidez, empezó a hablar. Al principio el anciano no pareció entender su propuesta; más tarde, cuando lo hizo, Alvin no le dio tiempo para interrumpirle. Habló de los grandes almacenes de datos de Diaspar, y de la habilidad con que el Guardián de los Archivos podía utilizar su conocimiento. Aunque las máquinas del Maestro habían resistido las preguntas de todo el mundo, tal vez confiarían sus secretos a Rorden. Sería una tragedia perder aquella oportunidad, pues nunca volvería a producirse.

Ruborizado por el calor de su propia oratoria, Alvin terminó su llamamiento:

—Préstame una de las máquinas. No las necesitas todas. Ordénale que obedezca mis órdenes de control y la llevaré a Diaspar. Prometo que la devolveré tanto si el experimento tiene éxito como si fracasa.

Incluso Theon pareció aturdido, y una expresión de horror apareció en el rostro del anciano.

—¡No puedo hacer eso! —exclamó.

—¿Pero por qué no? ¡Piensa en lo que podríamos aprender!

El anciano sacudió la cabeza con firmeza.

—Iría en contra de los deseos del Maestro.

Alvin se sintió decepcionado, y molesto. Pero era joven, y su interlocutor era viejo y estaba cansado. Repitió su argumento, cambiando su estrategia y anotándose el tanto final. Y por primera vez Theon vio a Alvin como nunca antes había sospechado: tenía una fuerte personalidad, algo que de hecho sorprendía al propio Alvin. Los hombres de las Eras del Amanecer nunca habían dejado que los obstáculos se interpusieran en su camino, y la fuerza de voluntad y la determinación que fueron su herencia todavía no habían desaparecido de la Tierra. Incluso de niño, Alvin se había resistido a las fuerzas que pretendían moldearle según la pauta de Diaspar. Ahora era mayor, y contra él no se alzaba la mayor ciudad del mundo, sino tan sólo un anciano que no quería más que descansar, algo que seguramente conseguiría muy pronto.