7
EL HABITANTE DEL CRÁTER

Era de noche cuando Alvin despertó, la noche total de las montañas, aterradora en su intensidad. Algo le había perturbado, un susurro que se había abierto paso hasta su mente por encima del bramido continuo de la catarata. Se sentó, forzando la vista en la oscuridad, mientras con la respiración contenida prestaba atención al rugido de la cascada y al leve pero interminable rumor de la vida en los árboles que le rodeaban.

No había nada visible. La luz de las estrellas era demasiado tenue para revelar los kilómetros de territorio que se encontraban a cientos de metros por debajo; sólo una línea irregular de noche aún más oscura, eclipsando las estrellas, anunciaba la presencia de las montañas en el horizonte. En la oscuridad, Alvin escuchó a su amigo darse la vuelta y sentarse.

—¿Qué pasa? —susurró.

—Me ha parecido oír un ruido.

—¿De qué tipo?

—No lo sé. Tal vez sólo estaba soñando.

Contemplaron en silencio el misterio de la noche. Entonces, de repente, Theon cogió el brazo de su amigo.

—¡Mira! —susurró.

Al sur, muy lejos, brillaba una luz solitaria, demasiado baja en el cielo para ser una estrella. Era de un blanco brillante, teñido de violeta, y mientras los muchachos seguían observando, empezó a recorrer el espectro de intensidad, hasta que ya no pudieron verla. Entonces explotó, y pareció como si un rayo hubiera golpeado por debajo del borde del mundo. Durante un instante, las montañas y la gran tierra que protegían se embebieron de fuego contra la oscuridad de la noche. Mucho tiempo después se produjo el eco de una poderosa explosión, y en el bosque un súbito viento sacudió los árboles. El resplandor murió rápidamente, y una a una las estrellas regresaron al cielo.

Por primera vez en su vida, Alvin conoció el temor a lo desconocido que había sido la maldición del hombre. Era una sensación tan extraña que durante un rato ni siquiera pudo ponerle nombre. En el momento en que lo advirtió, la sensación desapareció y volvió a ser él mismo.

—¿Qué es eso? —susurró.

Hubo una pausa tan larga que volvió a repetir la pregunta.

—Estoy intentando recordar —dijo Theon, y guardó silencio durante un rato.

Poco después, volvió a hablar.

—Debe de ser Shalmirane —dijo simplemente.

—¡Shalmirane! ¿Existe?

—Casi lo había olvidado —replicó Theon—. Mi madre me habló una vez de la fortaleza que hay en esas montañas. Naturalmente, hace siglos que es una ruina, pero se supone que aún vive alguien allí.

¡Shalmirane! Aunque eran hijos de dos razas de cultura e historia tan distintas, el nombre estaba lleno de magia. En toda la larga historia de la Tierra no había habido una epopeya más grande que la defensa de Shalmirane contra el invasor que había conquistado todo el Universo.

La voz de Theon sonó en la oscuridad.

—La gente del sur podría contarnos más cosas. Les preguntaremos en el camino de regreso.

Alvin apenas le oyó: estaba sumido en sus propios pensamientos, recordando historias que Rorden le había contado hacía mucho tiempo. La batalla de Shalmirane pertenecía a los inicios de la historia registrada: marcaba el fin de las legendarias eras de la conquista humana, y el principio de su largo declive. En Shalmirane, más que en ningún otro lugar de la Tierra, se encontraba la respuesta a los problemas que le habían atormentado durante tantos años. Pero las montañas del sur estaban muy lejos.

Theon debía de compartir algunos de los poderes de su madre, pues dijo en voz baja:

—Si partimos al amanecer, podríamos alcanzar la fortaleza a la caída de la noche. Nunca he estado allí antes, pero creo que podría encontrar el camino.

Alvin lo pensó. Estaba cansado, tenía los pies magullados y sentía doloridos los músculos de sus muslos por el desacostumbrado esfuerzo. Era muy tentador dejar la empresa para otra ocasión. Sin embargo, ésta tal vez no llegara a producirse, y existía la posibilidad de que la explosión actínica fuera una señal de socorro.

A la tenue luz de las estrellas, Alvin sopesó sus pensamientos y tomó una decisión. Nada había cambiado: las montañas reemprendieron su vigilancia sobre la tierra dormida. Pero se había producido un punto de inflexión en la historia, y la raza humana se movía hacia un futuro nuevo y extraño.

El Sol acababa de alzarse por encima de la muralla oriental de Lys cuando los dos muchachos llegaron al límite del bosque. Allí, la naturaleza había recuperado sus dominios. Incluso Theon parecía perdido entre los gigantescos árboles que bloqueaban la luz del sol y producían enormes sombras en el suelo de la jungla. Afortunadamente, el río de la cascada fluía hacia el sur en una línea demasiado recta para ser completamente natural, y manteniéndose en su ribera pudieron evitar la vegetación más densa. Theon pasaba gran parte de su tiempo controlando a Krif, que desaparecía ocasionalmente en la jungla o revoloteaba excitado sobre el agua. Incluso Alvin, para quien todo resultaba tan nuevo, podía sentir que el bosque tenía una fascinación que no poseían los otros bosques más pequeños y cultivados del norte de Lys. Pocos árboles eran iguales: la mayoría de ellos se encontraba en varías etapas de involución y algunos habían retrocedido a lo largo de los siglos a sus formas naturales originales. Estaba claro que muchos no eran de la Tierra, quizá ni siquiera del sistema solar. Vigilando como centinelas los árboles menores había secoyas gigantes, de noventa y cien metros de altura. Antaño fueron consideradas los seres vivos más antiguos de la Tierra: todavía seguían siendo un poco más viejas que el hombre. El río se ensanchó, de vez en cuando formaba pequeños lagos salpicados de islas. Había insectos, criaturas de brillantes colores que deambulaban sin rumbo de un lado a otro sobre la superficie del agua. En una ocasión, a pesar de los gritos de Theon, Krif salió disparado para reunirse con sus primos lejanos. Desapareció al momento en una nube de alas resplandecientes, y los dos muchachos pudieron oír el sonido de zumbidos furiosos. Un momento después, la nube se dispersó y Krif regresó a toda velocidad, casi invisible sobre las aguas. A partir de entonces, se mantuvo muy cerca de Theon y no volvió a escaparse.

Al caer la tarde divisaron ocasionalmente las montañas hacia las que se dirigían. El río, que hasta entonces había sido un fiel guía, fluía ahora lentamente, como si también se acercara al final de su viaje. Pero estaba claro que no podrían alcanzar las montañas antes del amanecer: mucho antes de la puesta de sol el bosque se volvió tan oscuro que no pudieron seguir avanzando. Los grandes árboles se alzaban entre las sombras, y un frío viento agitaba sus hojas. Alvin y Theon se dispusieron a pasar la noche junto a un gigantesco pino cuyas ramas superiores todavía estaban encendidas por efecto de la luz solar.

Cuando por fin el Sol se puso, la luz todavía permaneció algún tiempo en las aguas. Los dos muchachos contemplaron el río en la penumbra, pensando en lo que habían visto hasta ahora. Mientras se dormía, Alvin se preguntó quién habría sido la última persona en recorrer este camino, y cuánto tiempo había pasado desde entonces.

El Sol estaba alto en el cielo cuando dejaron el bosque y se encontraron por fin ante las montañas que formaban una muralla ante Lys. El terreno se alzaba al cielo en oleadas de roca desnuda. El río terminaba de forma tan espectacular como empezaba, pues el suelo se abría en su camino y se hundía rugiendo hasta perderse de vista. Por un momento, Theon miró el remolino y la tierra rota de más allá. Entonces señaló una abertura en las montañas.

—Shalmirane se encuentra en esa dirección —dijo confiadamente. Alvin le miró, sorprendido.

—¡Me dijiste que no habías estado aquí antes!

—Es verdad.

—¿Entonces cómo sabes el camino?

Theon parecía perplejo.

—No lo sé…, nunca lo había pensado antes. Debe de ser una especie de instinto, pues dondequiera que vamos, en Lys, siempre conocemos el camino.

A Alvin le costó trabajo creerlo, y siguió a Theon con considerable escepticismo. Pronto atravesaron la abertura en las montañas, y ante ellos se abrió una curiosa llanura con lados suavemente inclinados. Tras un momento de vacilación, Theon empezó a escalar. Alvin le siguió, lleno de dudas, y mientras escalaba empezó a componer un pequeño discurso. Si el viaje resultaba en vano, Theon sabría exactamente lo que pensaba de su instinto infalible.

Mientras se acercaban a la cima, la naturaleza del terreno cambió bruscamente. Las pendientes inferiores consistían en piedra volcánica y porosa, apilada aquí y allá en grandes montones de ceniza. Ahora la superficie se convertía de repente en afiladas aristas de cristal, lisas y traicioneras, como si la roca hubiera fluido en ríos fundidos montaña abajo. El borde de la llanura se encontraba casi a sus pies. Theon la alcanzó primero, y unos pocos segundos después Alvin llegó junto a él y permaneció sin hablar a su lado, pues se encontraban en el borde no de la llanura que esperaban, sino de un cuenco gigantesco de casi un kilómetro de profundidad y cinco de diámetro. Ante ellos el terreno se hundía bruscamente, nivelándose lentamente en el fondo del valle y alzándose de nuevo, cada vez más empinado, hasta el borde opuesto. Y aunque el sol le daba de lleno, toda la enorme depresión era negra como el ébano. Los muchachos no podían imaginar siquiera qué material formaba el cráter, pero era tan negro que parecía la roca de un mundo que no hubiera conocido el sol. Y eso no era todo, pues bajo sus pies y rodeando todo el cráter había una lisa franja de metal, de varios metros de ancho, ajada por el paso inconmensurable de los años pero que no mostraba todavía el menor rastro de corrosión.

Mientras sus ojos se acostumbraban al extraño paisaje, Alvin y Theo advirtieron que la negrura de la hondonada no era tan absoluta como habían creído. Aquí y allá, tan fugitivas que sólo podían verlas indirectamente, pequeñas explosiones de luz fluctuaban en las paredes de ébano. Se producían al azar, desapareciendo en cuanto nacían, como reflejos de estrellas en un mar roto.

—¡Es maravilloso! —exclamó Alvin, boquiabierto—. ¿Pero qué es?

—Parece una especie de reflector.

—No puedo imaginar que esa superficie negra refleje nada.

—Recuerda que sólo es negra para nuestros ojos. No sabemos qué radiaciones utilizaron.

—¡Pero seguro que tiene que haber algo más! ¿Dónde está la fortaleza?

Theon señaló al fondo del cráter, donde se encontraba lo que Alvin había tomado por un puñado de piedras demolidas. Cuando volvió a mirar, el muchacho pudo distinguir una planificación casi arrasada tras la agrupación de grandes bloques. Sí, allí yacían las ruinas de edificios que habían sido poderosos, derrotados ahora por el tiempo.

Durante los primeros centenares de metros las paredes fueron demasiado lisas y empinadas para que los muchachos pudieran permanecer erguidos, pero poco después alcanzaron las pendientes más suaves y pudieron caminar sin dificultad. Cerca del fondo del cráter, el suave ébano de su superficie terminaba en una fina capa de polvo que los vientos de Lys debían de haber traído a lo largo de las eras.

A medio kilómetro de distancia se apilaban titánicos bloques de piedra, como juguetes olvidados por un niño gigante. Una sección de un enorme muro resultaba reconocible aún: dos obeliscos tallados marcaban lo que tal vez había sido una entrada. Por todas partes crecían hongos y enredaderas, y pequeños árboles retorcidos. Incluso el viento había callado.

Alvin y Theon habían llegado a las ruinas de Shalmirane. Contra aquellos muros, si la leyenda decía la verdad, ardieron y tronaron fuerzas que podían reducir un mundo a polvo, hasta ser derrotadas por completo. Antiguamente, este pacífico cielo había ardido con fuegos arrancados al corazón del Sol, y las montañas de Lys debieron de temblar como seres vivos bajo la furia de sus amos.

Nadie había logrado tomar Shalmirane. Pero ahora la fortaleza, la inexpugnable fortaleza, había caído por fin: capturada y derrotada por los pacientes tentáculos de la yedra y las generaciones de gusanos ciegos.

Abrumados por su majestad, los dos muchachos se dirigieron en silencio a aquellas colosales ruinas. Pasaron bajo la sombra de un muro roto y entraron en un cañón donde la montaña de piedra se había derrumbado.

Ante ellos se hallaba un gran anfiteatro, entrecruzado por grandes montones de escombros que debían de marcar las tumbas de máquinas enterradas. En algún momento remoto, este lugar tuvo una cúpula, pero el techo se había desmoronado hacía muchísimo tiempo. Sin embargo, debía de existir vida en algún lugar de esta desolación, y Alvin advirtió que esta ruina no podía ser más que superficial. La parte más grande de la fortaleza debía de encontrarse bajo tierra, más allá, del alcance del tiempo.

—Tendremos que volver a mediodía, así que no podemos quedarnos mucho tiempo —dijo Theon—. Será más rápido si nos separamos. Yo me quedaré con la mitad oriental y tú puedes explorar este lado. Grita si encuentras algo interesante…, pero no te alejes demasiado.

Así que se separaron, y Alvin empezó a escalar los escombros, sorteando los montones de piedra más grandes. Cerca del centro del anfiteatro se encontró con un pequeño claro circular, de tres o cuatro metros de diámetro. Estaba cubierto de matojos, pero el tremendo calor los había ennegrecido y calcinado, de forma que se convirtieron en cenizas a medida que avanzaba. En el centro del claro se alzaba un trípode que sostenía un cuenco de metal pulido, como si fuera una maqueta de Shalmirane. Era capaz de movimiento en altitud y azimut, y una espiral de sustancia transparente se alojaba en su centro. Bajo el reflector había una caja negra de la que surgía un cable negro que se perdía en el suelo.

Alvin comprendió que esta máquina debía de ser la fuente de luz, y empezó a seguir el cable. No fue fácil, pues el fino cable se hundía en las grietas y reaparecía en lugares insospechados. Acabó por perderlo definitivamente y llamó a Theon para que viniera a ayudarle.

Se arrastraba por debajo de una roca que colgaba cuando una sombra cubrió de pronto la luz. Pensando que era su amigo, Alvin salió de la cueva y se volvió para hablarle. Pero las palabras murieron bruscamente en sus labios.

Gravitando en el aire ante él había un gran ojo oscuro rodeado por un sistema satélite de ojos más pequeños. Ésa, al menos, fue la primera impresión de Alvin; entonces advirtió que estaba mirando una máquina compleja, y que la máquina le miraba a él.

Alvin rompió el doloroso silencio. Había dado órdenes a las máquinas toda su vida, y aunque nunca había visto nada parecido a esta criatura, decidió que probablemente era inteligente.

—Da la vuelta —ordenó experimentalmente.

No sucedió nada.

—Vete. Ven. Levántate. Cae. Avanza.

Ninguno de los pensamientos convencionales de control produjo ningún efecto. La máquina permaneció desdeñosamente inactiva.

Alvin dio un paso hacia delante y los ojos se retiraron apresuradamente. Por desgracia, su ángulo de visión parecía algo limitado, pues la máquina se detuvo bruscamente al toparse con Theon, que la observaba interesado desde hacía un par de minutos. Con una reacción perfectamente humana, el aparato dio un salto de tres metros en el aire, revelando una serie de tentáculos y juntas bajo un rechoncho cuerpo cilíndrico.

—¡Baja, no te haremos daño! —gritó Theon, frotándose una magulladura en el pecho.

Algo habló: no la voz apasionada y clara como el cristal típica de las máquinas, sino el tembloroso discurso de un hombre muy viejo y cansado.

—¿Quiénes sois? ¿Qué estáis haciendo en Shalmirane?

—Me llamo Theon, y éste es mi amigo, Alvin de Loronei. Estamos explorando el sur de Lys.

Se produjo una breve pausa. Cuando la máquina volvió a hablar, su voz contenía un inconfundible tono de petulancia y malestar.

—¿Por qué no podéis dejarme en paz? ¿Sabéis cuántas veces he pedido que me dejen solo?

Theon, normalmente muy tranquilo, se enfadó visiblemente.

—Venimos de Airlee, y no sabemos nada de Shalmirane.

—Además —añadió Alvin, con reproche—, vimos tu luz y pensamos que tal vez estuvieras haciendo señales de socorro.

Resultó extraño oír a un humano suspirar desde la fría e impersonal máquina.

—Debo de haber hecho un millón de señales, y todo lo que he conseguido es llamar la atención de la gente de Lys. Pero veo que no traéis malas intenciones. Seguidme.

La máquina flotó lentamente sobre las piedras, hasta detenerse ante una oscura abertura en la pared demolida del anfiteatro. Algo se movió en las sombras de la cueva, y una figura humana avanzó hacia la luz. Era el primer hombre físicamente viejo que veía Alvin. Tenía la cabeza completamente calva, pero una densa mata de pelo blanco cubría la parte inferior de su cara. Una túnica de cristal tejido cubría descuidadamente sus hombros, y a cada uno de sus lados flotaban otras dos extrañas máquinas con múltiples ojos.