Resultó así de simple. Nadie podría haber imaginado que acababa de realizar un viaje aciago en la historia del hombre.
Mientras empezaba a buscar una salida de la cámara, Alvin encontró la primera señal de que se hallaba en una civilización muy distinta a la que había dejado. El camino a la superficie pasaba claramente a través de un túnel bajo y ancho en un extremo de la caverna, y en el túnel había un tramo de escaleras. Una cosa semejante era casi desconocida en Diaspar. A las máquinas no les gustaban las escaleras, y los arquitectos de la ciudad habían construido rampas o corredores en pendiente cada vez que había un cambio de nivel. ¿Era posible que no hubiera ninguna máquina en Lys? La idea era tan fantástica que Alvin la descartó de inmediato.
El tramo de escaleras era muy corto y terminaba en unas puertas que se abrieron al acercarse a ellas. Mientras se cerraban a su espalda, Alvin se encontró en una gran habitación cúbica que parecía no tener otra salida. Se detuvo un instante, un poco sorprendido, y entonces empezó a examinar la pared opuesta. Al hacerlo, las puertas que había atravesado para entrar volvieron a abrirse. Sintiéndose un poco molesto, Alvin salió de la habitación… para encontrarse en un corredor abovedado que se extendía hasta una galería que formaba un semicírculo en el cielo. Advirtió que debía de haber subido muchos cientos de metros, pero no había experimentado ninguna sensación de movimiento. Entonces avanzó presurosamente hacia la rampa y la luz del sol.
Se encontraba en la cima de una pequeña colina, y por un instante le pareció que se hallaba de nuevo en el parque central de Diaspar. Aunque si aquello era en efecto un parque, era demasiado enorme para que su mente pudiera aceptarlo. No había rastro de la ciudad que había esperado encontrar. Hasta donde alcanzaban sus ojos no había más que bosque y llanuras cubiertas de hierba.
Entonces Alvin alzó la mirada hacia el horizonte, y por encima de los árboles, extendiéndose de derecha a izquierda en un gran arco que circundaba el mundo, había una muralla de piedra que podría haber empequeñecido a los más poderosos gigantes de Diaspar. Estaba tan lejos que sus detalles quedaban difusos, pero había algo en sus contornos que asombró a Alvin. Entonces sus ojos se acostumbraron por fin a la escala del colosal paisaje, y supo que aquellas distantes murallas no habían sido construidas por el hombre.
El tiempo no lo había conquistado todo: la Tierra seguía poseyendo montañas de las que podía sentirse orgullosa.
Alvin permaneció durante largo rato en la boca del túnel, acostumbrándose lentamente al extraño mundo en el que se hallaba. Por mucho que buscara, no veía en ninguna parte rastro de vida humana. Sin embargo, la carretera que bajaba de la colina parecía bien conservada; no podría hacer otra cosa sino aceptar su guía.
Al pie de la colina la carretera desaparecía entre grandes árboles que casi ocultaban el Sol. Mientras Alvin se internaba bajo su sombra, una extraña mezcla de olores y sonidos le saludó. El rumor del viento entre las hojas era como el que conocía, pero por debajo había un millar de vagos ruidos que no le resultaban familiares. Olores desconocidos le asaltaron, aromas que habían quedado perdidos incluso para la memoria de su raza. El calor, la profusión de olores y colores, y las invisibles presencias de un millón de seres vivos le asaltó con una violencia casi física.
Se topó de pronto con un lago. Los árboles a su derecha terminaron súbitamente, y ante él vio una gran extensión de agua, salpicada de diminutas islas. Alvin no había visto en toda su vida tanta cantidad del precioso líquido: se acercó a la orilla del lago y dejó que la cálida agua resbalara entre sus dedos.
El gran pez plateado que se abrió paso de repente entre los juncos subacuáticos era la primera criatura no humana que Alvin veía en su vida. Mientras colgaba en la nada, sus aletas convertidas en un leve destello de movimiento, Alvin se preguntó por qué su forma resultaba tan sorprendentemente familiar. Entonces recordó los archivos que Jeserac le había mostrado cuando era niño, y supo dónde había visto aquellas esbeltas líneas con anterioridad. La lógica le dijo que el parecido sólo podría ser accidental, pero la lógica se equivocaba.
A través de todas las épocas, los artistas se habían inspirado en la urgente belleza de las grandes naves que viajaban de un mundo a otro. Antiguamente hubo artesanos que trabajaron no con metal o piedra, sino con el más imperecedero de todos los materiales: carne, hueso y sangre. Aunque ellos y la totalidad de su raza habían sido olvidados, uno de sus sueños había sobrevivido entre las ruinas de las ciudades y el colapso de los continentes.
Por fin Alvin rompió el encantamiento del lago y continuó por el serpenteante camino. El bosque se cerró a su alrededor una vez más, pero sólo durante un breve instante. Poco después el camino llegó a su fin, en un gran claro de casi un kilómetro de ancho y el doble de largo. Ahora Alvin comprendió por qué no había visto ningún rastro del hombre antes.
El claro estaba lleno de edificios bajos de una planta, pintados con los suaves tonos que hacían que la vista descansara incluso a pleno sol. Eran de diseño simple y limpio, pero algunos estaban construidos siguiendo un complejo estilo arquitectónico que implicaba el uso de columnas y piedra graciosamente tallada. En aquellos edificios, cuya antigüedad parecía enorme, se usaba la antiquísima punta ojival.
Mientras caminaba lentamente hacia el pueblo, Alvin todavía intentaba captar cuanto le rodeaba. No había nada familiar, incluso el aire había cambiado. Y las personas altas y de pelo dorado que iban y venían entre los edificios eran muy diferentes de los lánguidos ciudadanos de Diaspar.
Alvin casi había alcanzado ya el pueblo cuando vio a un grupo de hombres que se le acercaba con determinación. Sintió un arrebato de excitación y la sangre le saltó con fuerza en las venas. Por un instante cruzó por su mente el recuerdo de todos los encuentros de importancia histórica que el hombre había tenido con otras razas. Entonces se detuvo, a unos pocos metros de distancia de los otros.
Parecían sorprendidos de verle, aunque no tanto como Alvin esperaba. Comprendió rápidamente por qué. El jefe del grupo extendió la mano en el antiguo gesto de amistad.
—Pensamos que sería mejor recibirte aquí —dijo—. Nuestro hogar es muy distinto de Diaspar, y el camino desde la terminal da a los visitantes una oportunidad de… acostumbrarse.
Alvin aceptó la mano extendida, pero por un momento se sintió demasiado aturdido para responder.
—¿Sabíais que venía? —dijo por fin, con la boca abierta.
—Siempre sabemos cuándo empiezan a moverse los transportadores. Pero no esperábamos a alguien tan joven. ¿Cómo descubriste el camino?
—Creo que será mejor que restrinjamos nuestra curiosidad, Gerane. Seranis espera.
El nombre «Seranis» fue precedido de una palabra desconocida para Alvin. De algún modo, contenía una expresión de afecto mezclada con respeto.
Gerane estuvo de acuerdo con el hombre que acababa de hablar y el grupo empezó a dirigirse hacia el poblado. Mientras caminaban, Alvin estudió sus rostros. Parecían amables e inteligentes: no mostraban ninguno de los signos de aburrimiento, fatiga mental y ajada inteligencia que podría haber hallado en un grupo similar de su ciudad. Para su mente sorprendida, parecía que poseían todo aquello que su pueblo había perdido. Cuando sonreían, cosa que hacían muy a menudo, revelaban filas de dientes de marfil, las perlas que el hombre había perdido y ganado y vuelto a perder en la larga historia de la humanidad.
Los habitantes del poblado los observaron con franca curiosidad mientras Alvin seguía a sus guías. Se sorprendió al ver a unos pocos niños, que le miraron gravemente. Ningún otro hecho le hizo advertir tan vivamente su lejanía del mundo que conocía. Diaspar había pagado plenamente el precio de la inmortalidad.
El grupo se detuvo ante el edificio más grande que Alvin había visto hasta el momento. Se alzaba en el centro del poblado y, de un asta que pendía de su pequeña torre circular, un estandarte verde se agitaba con la brisa.
Todos menos Gerane se quedaron atrás mientras entraba en el edificio, que era silencioso y frío; la luz del sol que se filtraba por las paredes transparentes lo llenaba todo de un brillo suave y agradable. El suelo era liso y fuerte, cubierto de finos mosaicos. En las paredes, un habilidoso artista había diseñado un conjunto de escenas forestales. Mezcladas con estas pinturas había otros murales que Alvin no supo interpretar, pero que resultaban atractivos y agradables de mirar. En la pared había algo que no esperaba ver: un receptor de visáfono, de hermosa construcción, con la pantalla llena de laberintos de diversos colores.
Se acercaron a una pequeña escalera de caracol que conducía al tejado del edificio. Desde allí era visible todo el poblado, y Alvin vio que constaba de un centenar de edificaciones. En la distancia, los árboles acababan en amplios prados; pudo ver animales en los prados, pero sus conocimientos de biología eran demasiado escasos para que pudiera identificar su naturaleza.
A la sombra de la torre había dos personas, sentadas juntas ante una mesa y observándolo con atención. Mientras se ponían en pie para saludarle, Alvin vio que una era una mujer esbelta y muy hermosa cuyo cabello dorado parecía mezclado con rizos grises. Supo que era Seranis. Al mirarla a los ojos, pudo sentir aquella sabiduría y profundidad de experiencia que experimentaba cuando estaba con Rorden y, a veces, con Jeserac.
El otro era un muchacho un poco mayor que él en apariencia, y Alvin no necesitó una segunda mirada para darse cuenta de que Seranis debía de ser su madre. Los rasgos eran los mismos, aunque los ojos del muchacho sólo contenían amistad y no aquella sabiduría algo aterradora. También el pelo era distinto, negro en vez de dorado, pero nadie podría haber pasado por alto su parentesco.
Sintiéndose un poco abrumado, Alvin se volvió hacia su guía en busca de apoyo, pero Gerane había desaparecido. Entonces Seranis sonrió, y Alvin se tranquilizó.
—Bienvenido a Lys —dijo—. Soy Seranis, y éste es mi hijo Theon, que un día ocupará mi lugar. Eres el más joven que ha llegado de Diaspar; dime cómo encontraste el camino.
Entrecortadamente al principio, con mayor confianza después, Alvin comenzó a relatar su historia. Theon seguía sus palabras ansiosamente, pues Diaspar debía de resultarle tan extraña como Lys lo era para Alvin. Pero éste pudo ver que Seranis sabía lo que le decía, y una o dos veces formuló preguntas que mostraban que al menos en algunas cosas su conocimiento iba más allá del suyo propio. Cuando terminó, hubo un instante de silencio. Entonces Seranis le miró y dijo tranquilamente:
—¿Por qué has venido a Lys?
—Quería explorar el mundo —replicó Alvin—. Todos decían que no había más que desierto fuera de la ciudad, pero quería asegurarme.
Los ojos de Seranis se llenaron de simpatía e incluso de tristeza cuando volvió a hablar.
—¿Y ésa fue la única razón?
Alvin vaciló. Cuando respondió, no fue el explorador quien habló, sino el muchacho que acababa de abandonar la infancia.
—No —dijo lentamente—, no fue la única razón, aunque no lo he sabido hasta ahora. Me sentía solo.
—¿Solo? ¿En Diaspar?
—Sí. Soy el único niño que ha nacido allí en siete mil años.
Aquellos maravillosos ojos seguían observándole, y al mirar en sus profundidades, Alvin experimentó la súbita convicción de que Seranis podía leer en su mente. Al pensar aquello, vio una expresión de divertida sorpresa cruzar el rostro de la mujer, y supo que su suposición había sido correcta. Antaño, hombres y máquinas habían poseído ese poder, y las sorprendentes máquinas todavía podían leer las órdenes de sus amos. Pero en Diaspar el hombre había perdido el don que había concedido a sus esclavos.
Seranis interrumpió sus pensamientos.
—Si estás buscando vida, tu búsqueda ha terminado. Aparte de Diaspar, sólo hay desierto más allá de nuestras montañas.
Era extraño que Alvin, que había cuestionado las creencias comúnmente aceptadas tantas veces antes, no dudara de las palabras de Seranis. Su única reacción fue de tristeza al saber que todo lo que había aprendido se acercaba a la verdad.
—Dime algo sobre Lys. ¿Por qué lleváis tanto tiempo sin contactar con Diaspar, si lo sabéis todo sobre nosotros?
Seranis sonrió.
—No es fácil responder a eso en pocas palabras, pero intentaré hacerlo lo mejor posible.
»Como has vivido en Diaspar toda la vida, has llegado a pensar que el hombre es un habitante de ciudades. Eso no es cierto, Alvin. Desde que las máquinas nos dieron la libertad, siempre ha existido rivalidad entre dos tipos diferentes de civilización. En las Eras del Amanecer hubo miles de ciudades, pero gran parte de la humanidad vivía en comunidades como este poblado nuestro.
»No tenemos ningún registro de la fundación de Lys, pero sabemos que a nuestros antepasados remotos les disgustaba la vida de ciudad y no querían saber nada del tema. A pesar de la rapidez del transporte universal, se mantuvieron apartados del resto del mundo y desarrollaron una cultura independiente, una de las más altas que ha conocido la raza.
»A lo largo de las eras, a medida que avanzábamos por caminos diferentes, la barrera entre Lys y las ciudades se ensanchó. Sólo nos acercamos en tiempos de gran crisis: sabemos que cuando cayó la Luna, su destrucción fue planeada y llevada a cabo por los científicos de Lys. Igual que la defensa de la Tierra contra los Invasores, a los que contuvimos en la batalla de Shalmirane.
»Ese gran esfuerzo agotó a la humanidad: una a una, las ciudades murieron y fueron barridas por el desierto. A medida que la población caía, la humanidad comenzó la emigración que iba a hacer de Diaspar la última y más grande de todas las ciudades.
»La mayoría de esos cambios nos ignoraron, pero tuvimos que sostener nuestra propia batalla: la batalla contra el desierto. La barrera natural de las montañas no fue suficiente, y muchos miles de años pasaron antes de que aseguráramos nuestra tierra. Muy por debajo de Lys hay máquinas que nos suministrarán agua mientras el mundo exista, pues los viejos océanos están todavía allí, a kilómetros de profundidad bajo la corteza terrestre.
»Ésa es, en resumen, nuestra historia. Verás que incluso en las Eras del Amanecer tuvimos poca relación con las ciudades, aunque sus habitantes venían con frecuencia a nuestra tierra. Nunca los rechazamos, pues muchos de los hombres más grandes venían del Exterior, pero cuando las ciudades murieron no quisimos implicarnos en su caída. Con el final del transporte aéreo, sólo quedó un camino para llegar a Lys: el sistema transportador desde Diaspar. Fue clausurado por mutuo acuerdo hace cuatrocientos millones de años. Pero hemos recordado a Diaspar, y no sé por qué vosotros habéis olvidado a Lys.
Seranis sonrió, con un poco de amargura.
—Diaspar nos ha sorprendido. Esperábamos que siguiera el destino de las otras ciudades, pero ha logrado mantener una cultura estable que puede durar tanto como la Tierra. No es una cultura que admiremos, aunque nos alegramos de que aquéllos que deseen escapar de ella hayan logrado hacerlo. Son muchos más de los que crees los que han hecho el viaje, y casi todos han sido hombres destacados.
Alvin se preguntó cómo podía estar Seranis tan segura de lo que decía, y no aprobó su actitud hacia Diaspar. Él no había «escapado», aunque después de todo la palabra no fuera incorrecta.
En algún lugar sonó una campana con un tañido que menguó y murió en el aire silencioso. Golpeó seis veces, y cuando la última nota se perdía ya en la quietud, Alvin advirtió que el Sol estaba bajo en el horizonte y el cielo del este anunciaba la llegada de la noche.
—Debo regresar a Diaspar —dijo—. Rorden me espera.