La lección había terminado. El monótono susurro del hipnono subió bruscamente de tono y cesó de repente con una triple nota de mando. Entonces la máquina se difuminó y desapareció, pero Alvin continuó sentado mirando a la nada mientras su mente regresaba del pasado para reencontrarse con la realidad.
Jeserac fue el primero en hablar. Su voz parecía preocupada y un poco insegura.
—Ésos son los archivos más antiguos del mundo, Alvin, los únicos que muestran cómo era la Tierra antes de que llegaran los Invasores. Muy pocas personas los han visto.
El muchacho se volvió lentamente hacia su tutor. En sus ojos había algo que preocupaba al anciano, y una vez más Jeserac lamentó su acción. Empezó a hablar rápidamente, como intentando tranquilizar su propia conciencia.
—Sabes que nunca hablamos de los tiempos remotos, y sólo te he mostrado esos archivos porque estabas ansioso por verlos. No dejes que te trastornen: mientras seas feliz, ¿importa qué porción del mundo ocupamos? La gente que has visto disponía de más espacio, pero era menos dichosa que nosotros.
Alvin se preguntó si aquello era cierto. Una vez más pensó en el desierto que rodeaba la isla que era Diaspar, y su mente regresó al mundo que había sido la Tierra. Vio de nuevo las interminables extensiones de agua azul, más grandes que la tierra misma, y las olas que lamían las costas doradas. Sus oídos resonaban todavía con el rugido de los rompientes silenciados durante mil millones de años. Y recordó los bosques y las praderas, y las extrañas bestias que antaño compartieron el mundo con la humanidad.
Todo aquello había desaparecido.
De los océanos no quedaba más que grises desiertos de sal, la cambiante cobertura de la Tierra. Sal y arena, de un polo a otro, y sólo las luces de Diaspar ardían en la desolación que un día acabaría por vencerlas.
Y éstas eran las cosas menos importantes que había perdido el hombre, pues sobre la desolación todavía brillaban, inmóviles, las olvidadas estrellas.
—Jeserac —dijo Alvin por fin—, una vez fui a la Torre de Loranne. Nadie vive allí ya, y pude contemplar el desierto. Estaba oscuro, y no pude ver el suelo, pero el cielo estaba lleno de luces de colores. Las contemplé durante largo rato, pero no se movían. Me marché poco después. Eran estrellas, ¿verdad?
Jeserac se alarmó. Tendría que investigar más tarde cómo había llegado Alvin a la Torre de Loranne. Los intereses del muchacho se volvían peligrosos.
—Eran estrellas —contestó sucintamente—. ¿Qué pasa con ellas?
—Antes las visitábamos, ¿verdad?
Una larga pausa.
—Sí.
—¿Por qué dejamos de hacerlo? ¿Qué eran los Invasores?
Jeserac se puso en pie. Su respuesta repitió la de todos los maestros que había conocido el mundo.
—Ya es suficiente por hoy, Alvin. Más adelante, cuando seas mayor, te contaré más…, pero no ahora. Ya sabes demasiado.
Alvin nunca volvió a plantear la pregunta. Más tarde ya no tuvo necesidad, pues la respuesta estuvo clara. Y había tantas cosas en Diaspar para asombrarle que durante meses pudo olvidar la extraña ansiedad que sólo él parecía sentir.
Diaspar era un mundo en sí mismo. Aquí el hombre había reunido todos sus tesoros, cuanto había salvado de la ruina del pasado. Todas las ciudades que habían existido dieron algo a Diaspar: incluso antes de la llegada de los Invasores, su nombre era ya conocido en los mundos que el hombre había perdido.
Los edificios de Diaspar conservaban todas las habilidades, todo el arte de las Eras Doradas.
Cuando los grandes días llegaron a su fin, la capacidad de los hombres remodeló la ciudad y la entregó a las máquinas que la hicieron inmortal. No importaba lo que pudiera olvidarse, Diaspar viviría y transportaría a los descendientes del hombre por la corriente del tiempo.
Los habitantes de Diaspar se sentían, tal vez, tan satisfechos como cualquier otra raza que hubiera conocido el mundo, y a su modo eran dichosos. Pasaban sus largas vidas en medio de una belleza que jamás había sido superada, pues el trabajo de millones de siglos había sido dedicado a la gloria de Diaspar.
Éste era el mundo de Alvin, un mundo que llevaba siglos hundiéndose lentamente en la decadencia. Alvin no era consciente de esto todavía, pues el presente estaba tan lleno de maravillas que era fácil olvidar el pasado. Había mucho que hacer, mucho que aprender antes de que los largos siglos de su juventud acabaran por marchitarse.
La música fue la primera de las artes que le atrajo, y durante algún tiempo experimentó con muchos instrumentos. Pero la más antigua de todas las artes era ahora tan compleja que le llevaría mil años dominar todos sus secretos, y finalmente abandonó sus ambiciones. Podía escuchar, pero no era capaz de crear.
Durante mucho tiempo el conversor de pensamientos le causó gran placer. En su pantalla, creaba interminables pautas de forma y color, normalmente copias, deliberadas o casuales, de los antiguos maestros. Cada vez con más frecuencia, se encontraba creando paisajes de ensueño del extinto Mundo del Amanecer, y a menudo sus pensamientos divagaban caprichosamente hacia los archivos que le había mostrado Jeserac. Así, las ascuas de su descontento ardían lentamente hasta alcanzar el nivel de la conciencia, aunque apenas le preocupaba la vaga inquietud que sentía.
Pero a lo largo de los meses y los años, la inquietud fue en aumento. Antes, Alvin se contentaba con compartir los placeres e intereses de Diaspar, pero ahora sabía que éstos no eran suficientes. Sus horizontes se expandían, y el saber que su vida entera debía quedar confinada en los muros de la ciudad se le hacía intolerable. Sabía perfectamente bien que no había ninguna alternativa, pues las arenas del desierto cubrían todo el mundo.
Había visto el desierto sólo unas cuantas veces en su vida, y tampoco conocía a nadie que lo hubiera visto en su totalidad. El temor de su pueblo al mundo exterior era algo que no podía entender: para él no albergaba terror, sino simplemente misterio. Cuando se sentía cansado de Diaspar, el misterio le llamaba como lo hacía ahora.
Los caminos móviles rebosaban de vida y color mientras los habitantes de la ciudad se dirigían a resolver sus asuntos. Sonreían a Alvin cuando se abría paso hacia el carril de alta velocidad. A veces lo saludaban por su nombre; antes le resultaba halagador pensar que era conocido en todo Diaspar, pero ahora ya no le producía ningún placer.
En pocos minutos, el canal expreso lo llevó fuera del abarrotado corazón de la ciudad, y había pocas personas a la vista cuando se detuvo lentamente contra una larga plataforma de mármol de brillantes colores. Los caminos móviles formaban de tal manera parte de su vida que Alvin nunca había imaginado otra forma de transporte. Un ingeniero del viejo mundo se habría vuelto loco poco a poco tratando de comprender cómo un camino sólido podía quedar fijo en ambos extremos mientras su centro viajaba a ciento cincuenta kilómetros por hora. Tal vez un día Alvin se sentiría también perplejo, pero por ahora aceptaba su entorno con tan poco sentido crítico como todos los otros ciudadanos de Diaspar.
Esta zona de la ciudad estaba casi desierta. Aunque la población de Diaspar no se había visto alterada durante milenios, las familias tenían por costumbre mudarse a intervalos frecuentes. Algún día la marea de la vida volvería a invadir esta zona, pero las grandes torres llevaban ya desiertas más de cien mil años.
La plataforma de mármol terminaba contra una pared taladrada por brillantes túneles iluminados. Sin vacilación, Alvin escogió uno y entró en él. El campo peristáltico lo agarró de inmediato y lo impulsó hacia delante mientras el muchacho se tumbaba cómodamente y contemplaba cuanto le rodeaba.
No parecía posible que se encontrara en un túnel bajo tierra. El arte que había utilizado todo Diaspar para sus lienzos estaba presente por todas partes, y sobre Alvin los cielos parecían abiertos a los vientos de la gloria. Por todas partes se alzaban las torres de la ciudad, brillando a la luz del sol. No se trataba de la ciudad tal como Alvin la conocía, sino la Diaspar de una época mucho más remota. Aunque la mayoría de los grandes edificios eran familiares, había sutiles diferencias que aumentaban el interés de la escena. Alvin deseó poder detenerse a contemplar, pero nunca había encontrado un medio de retardar su avance a través del túnel.
Poco después fue depositado en una gran cámara elíptica, completamente rodeada de ventanas. A través de ellas pudo contemplar un exuberante paisaje de jardines encendidos con brillantes flores. Todavía había jardines en Diaspar, pero éstos sólo habían existido en la mente del artista que los había concebido. Desde luego, ya no existían flores como éstas en el mundo actual.
Alvin atravesó una de las ventanas y la ilusión se hizo añicos. Se encontró en un pasadizo circular que se curvaba lentamente hacia arriba. Bajo sus pies, el suelo empezó a avanzar poco a poco, como ansiando conducirlo a su destino. Alvin dio unos cuantos pasos hasta que su velocidad fue tan grande que cualquier otro esfuerzo habría sido una pérdida de tiempo.
El corredor seguía inclinado hacia arriba, y unos centenares de metros después se curvó en un completo ángulo recto. Pero eso sólo se lo decía la lógica: para los sentidos era como si corriera por un corredor absolutamente horizontal. El hecho de que en realidad estuviera subiendo por un pozo vertical de varios metros de profundidad no le producía a Alvin ninguna sensación de inseguridad, pues un fallo del campo polarizador era impensable.
El corredor empezó a inclinarse «hacia abajo» hasta que una vez más formó un ángulo recto. El movimiento del suelo se redujo de forma imperceptible hasta que se detuvo al final de un largo salón cubierto de espejos. Alvin sabía que en este momento se encontraba casi en la cúspide de la Torre de Loranne.
Permaneció unos instantes en la sala de los espejos, sintiendo una fascinación única. Sabía que no existía nada parecido en el resto de Diaspar. Por algún capricho del artista, sólo unos pocos espejos reflejaban la escena como realmente era, y Alvin estaba convencido de que incluso aquéllos cambiaban constantemente de posición. Los demás reflejaban algo, desde luego, pero resultaba levemente desconcertante contemplarse a uno mismo en medio de paisajes siempre cambiantes y completamente imaginarios. Alvin se preguntó qué haría si veía a alguien más, acercándosele en el mundo-espejo, pero hasta ahora la situación nunca se había producido.
Cinco minutos más tarde estaba en una habitación pequeña y desnuda por la que soplaba continuamente un viento cálido. Era parte del sistema de ventilación de la torre, y el aire en movimiento escapaba a través de una serie de amplias aberturas que horadaban la pared del edificio. Por aquellos agujeros podía atisbarse el mundo que existía más allá de Diaspar.
Tal vez sería exagerado decir que Diaspar había sido construida deliberadamente para que sus habitantes no pudieran ver nada del mundo exterior. Sin embargo, era extraño que desde ningún otro lugar de la ciudad pudiera verse el desierto. Las torres exteriores de Diaspar formaban una muralla a través de la ciudad, dando la espalda al mundo hostil que quedaba al otro lado, y Alvin pensó de nuevo en la extraña reluctancia de su pueblo a hablar o pensar siquiera en nada que quedara más allá de su pequeño universo.
A miles de metros por debajo de él, la luz del sol se retiraba del desierto. Los rayos casi horizontales dibujaban una pauta de luz contra la muralla oriental de la pequeña habitación, y la sombra de Alvin parecía enorme a sus espaldas. El muchacho se cubrió los ojos contra el resplandor y contempló la tierra que ningún hombre había recorrido durante eras.
Había poco que ver: sólo las largas sombras de las dunas de arena y, al oeste, el contorno de las montañas tras las que se ocultaba el sol. Era extraño pensar que, entre todos los millones de seres humanos que vivían en Diaspar, sólo él había contemplado este panorama.
No hubo crepúsculo. Con la marcha del sol, la noche barrió el desierto como un viento invisible, esparciendo las estrellas a su paso. Arriba, hacia el sur, ardía una extraña formación que había llamado la atención de Alvin con anterioridad: un círculo perfecto de seis estrellas de colores con una gran gigante blanca en su centro. Pocas estrellas tenían aquel brillo, pues los grandes cielos que antaño ardieron tan fieramente con la gloria de la juventud se dirigían ahora hacia su extinción.
Durante largo rato Alvin permaneció arrodillado ante la abertura, contemplando el avance de las estrellas hacia el oeste. Aquí, en la titilante oscuridad, por encima de la ciudad, su mente parecía funcionar con claridad superior a lo normal. Todavía había tremendas lagunas en su conocimiento, pero el problema de Diaspar empezaba a revelarse lentamente.
La raza humana había cambiado, y él, no. Antes, la curiosidad y el deseo de conocer que le apartaban del resto de su pueblo fueron patrimonio de todo el mundo. En tiempos remotos, hacía millones de años, debió de suceder algo que cambió por completo a la humanidad. Aquellas referencias inexplicables a los Invasores…, ¿se encontraba ahí la respuesta?
Era hora de regresar. Mientras se ponía en pie, Alvin se sintió asaltado por un pensamiento que no se le había ocurrido antes. El agujero de ventilación era casi horizontal, y de unos cuatro metros de longitud. Siempre había imaginado que terminaba en la muralla de la torre, pero eso no era más que una simple suposición. Ahora advirtió que había otras posibilidades. De hecho, era muy probable que hubiera alguna especie de cornisa tras la abertura, aunque sólo fuera por razones de seguridad. Era demasiado tarde para hacer ninguna exploración, pero al día siguiente regresaría…
Lamentaba tener que mentir a Jeserac, pero ya que el anciano desaprobaba sus excentricidades, ocultaba la verdad por amabilidad. Alvin no podía decir qué esperaba descubrir exactamente. Sabía bien que si llegaba a salir de Diaspar, tendría que regresar pronto. Pero la excitación escolar ante una posible aventura le servía como justificación.
No fue difícil abrirse paso a través del túnel, aunque no podría haberlo hecho un año antes. La idea de caer desde mil quinientos metros no le preocupaba en absoluto, pues la humanidad había perdido por completo el miedo a las alturas. Y, de hecho, el salto fue sólo de un metro hasta una amplia terraza que corría a izquierda y derecha ante la fachada de la torre.
Alvin salió de la abertura, con la sangre latiéndole agitadamente en las venas. Ante él, ya no enmarcado por el estrecho rectángulo de piedra, se extendía la inmensidad del desierto. Arriba, la fachada de la torre todavía se alzaba varios cientos de metros hacia el cielo. Los edificios cercanos se extendían al norte y al sur, formando una avenida de titanes. Con interés, Alvin advirtió que la Torre de Loranne no era la única que tenía aberturas de ventilación hacia el desierto. Por un momento, contempló embelesado el tremendo paisaje; luego empezó a examinar la cornisa sobre la que se encontraba. Tenía unos seis metros de anchura y terminaba bruscamente en el vacío. Alvin se asomó sin temor al borde del precipicio y calculó que el desierto se hallaba a unos mil quinientos metros por debajo. No había ninguna oportunidad de escapar por ahí.
Mucho más interesante resultaba el hecho de que un tramo de escaleras conducía al parecer a otra cornisa situada a unos pocos cientos de metros por debajo. Los peldaños estaban tallados en la fachada del edificio, y Alvin se preguntó si todos conducían hasta la superficie. Era una posibilidad excitante. Entusiasmado, Alvin pasó por alto las implicaciones físicas de un descenso de mil quinientos metros.
Pero la escalera apenas descendía un centenar de metros. Se detenía súbitamente contra un gran bloque de piedra que parecía soldado a través. No había manera de pasar. El camino había sido cortado deliberada y concienzudamente.
Alvin se acercó desanimado al obstáculo. Había olvidado la imposibilidad de volver a subir por una escalera de mil quinientos metros de altura de haber podido completar el descenso, y se sintió molesto al haber llegado tan lejos sólo para encontrarse con el fracaso.
Se acercó a la piedra, y por primera vez vio el mensaje grabado en ella. Las letras eran arcaicas, pero pudo descifrarlas con facilidad. Leyó tres veces la sencilla inscripción; entonces se sentó en la gran losa de piedra y contempló la tierra inaccesible que se extendía debajo.
HAY UN CAMINO MEJOR.
SALUDA AL GUARDIÁN DE LOS ARCHIVOS.
ALAINE DE LYNDAR