Winters se encontraba solo en cubierta, fumando tranquilamente. No era un barco grande sino un pesquero remozado, pero muy rápido. No se habían hecho a la mar hasta después de las cuatro pero ya casi habían alcanzado a su presa. El comandante se frotó los ojos y bostezó. Estaba cansado. Exhaló el humo en dirección al mar. En el horizonte oriental empezaba a asomar el alba, al Oeste, en dirección a la luna, Winters creyó distinguir la luz mortecina de otro barco.
Estos jóvenes deben de estar locos, pensó al recordar los acontecimientos de la noche. ¿Por qué demonios se marcharon? ¿Por qué empujaron a Todd por la escalera sin que él se diera cuenta? Todo hubiera sido mucho más sencillo si se hubieran quedado a esperarnos.
Recordaba la expresión en el rostro de Ramírez cuando interrumpió la conversación que Winters sostenía con su mujer, Betty.
—Perdóneme, comandante —le había dicho Ramírez jadeante—. Debe venir en seguida: el teniente Todd está herido y nuestros prisioneros han escapado.
Había dicho a su mujer que no sabía cuándo volvería a casa y fue a reunirse con Ramírez para volver al anexo de administración. Por el camino, Winters había estado pensando en Tiffani, en la dificultad de explicar a una adolescente por qué no podía dejarlo todo para reunirse con ella en la fiesta.
—Pero usted puede trabajar de día y de noche, Vernon —protestó—. Éste es nuestro único momento para estar juntos —había bebido ya demasiado champán. Después, cuando Winters le explicó que era casi seguro que no podría asistir a la fiesta y que probablemente tendría que pedir a Melvin y Marc que la llevaran a casa, Tiffani se había puesto petulante y furiosa. Dejó de llamarle Vernon—. Está bien, comandante. Supongo que le veré el martes por la noche en el teatro.
Colgó el teléfono y Winters sintió una dolorosa punzada en el corazón. ¡Mierda!, pensó por un momento, lo he estropeado. Se imaginó saltando al coche, olvidándose de Todd y de Ramírez y del misil Panther, y corriendo a la fiesta para coger a Tiffani entre sus brazos. Pero no lo había hecho, pese a su increíble deseo, no pudo arrancarse a su deber. Si tenía que ser, se dijo, consolador, las llamas de la pasión volverán a despertar. Pero incluso en su limitada experiencia romántica, Winters comprendía que la oportunidad lo es todo en una relación amorosa. Si en un momento crítico se pierde el impulso, especialmente cuando el ritmo de la pasión alcanza su clímax, jamás vuelve a recuperarse.
Ramírez ya había llamado al doctor de la Base y éste había llegado al anexo inmediatamente detrás de los dos oficiales. Mientras estaban allí de pie, Ramírez insistió en que debió haber habido juego sucio, porque Todd no pudo caer tan violentamente, a menos que hubiera sido empujado, o lanzado, por los escalones de cemento. El teniente había empezado a moverse durante el examen del médico.
—Tiene una fuerte contusión —comentó el médico después de mirarle los ojos—. Probablemente mañana estará bien pero tendrá un feroz dolor de cabeza, entre tanto le llevaremos a la enfermería y le daré un par de puntos.
Para Winters aquello no tenía sentido. Mientras esperaba pacientemente en una habitación contigua a que los médicos y enfermeras terminaran de coser la cabeza del teniente, trató de imaginar qué motivo habrían tenido Nick, Carol y Troy para atacar a Todd y escapar. La tal Dawson es inteligente y famosa. ¿Por qué iba a hacerlo? Se preguntó si tal vez el trío estaría mezclado en alguna transacción de drogas. Esto por lo menos explicaría todo lo del oro. Pero ni Todd ni Ramírez encontraron nada de drogas. Así, ¿qué demonio está pasando por aquí?
Al teniente Todd le habían mantenido despierto durante el procedimiento, en la sala de curas. Le habían administrado anestesia local para disminuir el dolor, pero no había estado muy lúcido en sus respuestas a las sencillas preguntas del doctor.
—Esto suele ocurrir con la conmoción —explicó después el teniente médico a Winters—. Puede que durante un par de días no esté muy coherente.
Sin embargo, alrededor de las dos, inmediatamente después de que la cabeza de Todd hubiera sido afeitada, cosida, y vendada, el comandante Winters y Ramírez habían decidido preguntarle lo que ocurrió en el anexo. El comandante no pudo aceptar la respuesta de Todd aunque el teniente se la repitió dos veces: insistía en que una zanahoria de dos metros de altura, con cortes verticales en la cara, estaba escondida en el baño y le saltó encima mientras él trataba de hacer pis; había escapado al primer asalto, pero la zanahoria gigante le había seguido hasta la sala principal del anexo.
—¿Y qué hizo esa cosa…?
—Zanahoria —interrumpió Todd.
—¿Y cómo le atacó esa zanahoria? —siguió preguntando Winters. ¡Jesús este hombre está loco!, pensó. Un golpe en la cabeza y loco de remate.
—Es difícil describírsela exactamente, le había explicado Todd muy despacio. Verá, tenía cuatro colgantes saliendo de esos cortes verticales en la cabeza. Tenían muy mal aspecto…
El doctor llegó y les interrumpió, diciendo con el clásico tono médico:
—Caballeros, mi paciente necesita desesperadamente reposo. Seguro que sus preguntas podrán esperar hasta mañana.
El comandante Winters recordaba una gran sensación de perplejidad mientras veía como llevaban al teniente Todd de la sala de urgencias a la enfermería. Tan pronto como estuvo lejos, el comandante se había vuelto a Ramírez:
—¿Qué piensa usted de todo esto teniente Ramírez?
—Comandante, señor, yo no soy un experto…
—Lo sé teniente, no quiero una opinión médica, quiero saber solamente qué piensa del asunto de la zanahoria. —¡Maldita sea!, había pensado. ¿Tiene tan poca imaginación que ni siquiera reacciona con la historia de Todd?
—Señor —le había contestado Ramírez—, el asunto de la zanahoria está fuera de mi experiencia.
Es lo menos que podía decir. Winters sonrió y tiró el cigarrillo al agua, se acercó a la pequeña cabina del timón y comprobó el dispositivo de navegación. Estaban a sólo once kilómetros del barco-objetivo y acercándose rápidamente. Tiró de la palanca de marchas y puso el motor en punto muerto. No deseaba acercarse más al Florida Queen hasta que el teniente Ramírez y los otros dos marineros estuvieran despiertos y en posición.
Calculó que faltaban unos cuarenta minutos para la salida del sol. Winters se rio recordando la repugnancia de Ramírez en opinar sobre la historia de la zanahoria. Pero el joven latino es un buen oficial, su único error ha sido seguir a Todd. Winters recordó lo de prisa que Ramírez había organizado todos los detalles de su salida en curso, eligiendo el pesquero transformado por su tecnología, velocidad y silencio, localizando a los dos marineros solteros que trabajaban para él en Inteligencia, y estableciendo una conexión especial entre la base y el pesquero de forma que la situación del Florida Queen fuera conocida en todo momento.
—Debemos seguirles, no tenemos otra alternativa —había insistido el teniente Ramírez con firmeza a Winters tras haber comprobado que el barco de Nick había salido del puerto Hemingway después de las dos. De otro modo no podremos justificar el que en primer lugar les hayamos detenido…
Winters había accedido de mala gana y Ramírez había organizado la caza. El comandante dijo a los tres jóvenes que se fueran a dormir mientras él establecía un plan. Muy sencillo: está bien, chicos, vengan conmigo y contesten a todas las preguntas o les acusaremos de sedición según la ley de 1991. Ahora, después de poner el barco en punto muerto, Winters estaba dispuesto a despertar a Ramírez y a los dos hombres, se proponía detener a Nick, Troy y Carol tan pronto se hiciera de día.
El viento cambió de dirección y Winters se entretuvo un minuto para comprobar el tiempo. Se volvió de cara a la luna, el aire era más tibio, casi caliente, y le hizo recordar otra noche, frente a la costa de Libia, ocho años atrás. La peor noche de mi vida, pensó. Durante un segundo, su decisión de llevar su plan a buen fin vaciló y se preguntó si estaría a punto de cometer otro error.
Entonces oyó el sonido de una trompeta, seguido unos segundos después, del mismo sonido aunque más apagado. Winters miró a su alrededor, al tranquilo océano. No vio nada pero ahora oyó un grupo de trompetas y su eco, y ambos sonidos venían claramente del oeste. El comandante forzó la vista en dirección a la luna, recortándose en silueta contra su cara creyó ver lo que parecía un grupo de serpientes bailando fuera del agua. Entró en la cabina en busca de un par de prismáticos.
Cuando volvió a salir y a acercarse a la borda, una magnífica sinfonía le envolvió. ¿De dónde sale esta música increíble?, se preguntó antes de sucumbir por completo a su hechizo. Se quedó sin fuerzas junto a la borda, escuchando intensamente. La música era rica, emotiva, cargada de evocación. Winters se sintió arrastrado no sólo a su pasado, donde guardaba sus más profundos recuerdos, sino también a otro planeta, a otra era, donde las serpientes de cuellos azules, orgullosas y dignas, llamaban a sus amadas durante su corto rito de apareamiento anual.
Se quedó mudo. Cuando al fin, maquinalmente, alzó los prismáticos y los enfocó a las extrañas formas sinuosas bajo la luna, se le habían llenado los ojos de lágrimas. Las imágenes fantasmagóricas eran completamente transparentes; la luz de la luna las traspasaba. Mientras contemplaba lo que parecía un millar de cuellos danzando sobre el agua, saltando de atrás hacia delante en perfecto ritmo, y al oír la música llegar al crescendo final de su sinfonía canthorea de apareamiento, sus ojos fatigados se enturbiaron y hubiera jurado que lo que vio a través del agua, frente a él, llamándole con su cántico de añoranza y deseo, era la imagen de Tiffani Thomas. Su corazón se partió ante la combinación de la música y su visión. Winters experimentaba una intensa sensación de pérdida incomparable, en su vida.
Si, se confesó mientras Tiffani seguía llamándole desde lejos. Ya voy. Lo siento Tiffani, mi amor. Mañana iré a verte, nos… Cesó en su monólogo interior para secarse los ojos. La música había alcanzado ahora su crescendo final, señalando la auténtica danza nupcial de las parejas de serpientes de Canthor. Winters volvió a mirar por los prismáticos. Los ajustó, enfocó a Joanna Carr que le sonrió fugazmente y desapareció. Un instante después, la pequeña niña árabe de la playa de Virginia pareció bailar a la luz de la luna, feliz y alegre. También ella desapareció al momento.
Estaba rodeado de música por todas partes. Una música, poderosa, magnífica, que expresaba no ya el placer anticipado sino el que se estaba experimentando. Miró otra vez a través de los prismáticos, la luna se iba poniendo. Al caer sobre el océano, la imagen creada contra el disco iluminado por las serpientes danzarinas era inconfundible. Winters vio claramente los rostros de su esposa Betty y de su hijo Hap que le sonreían con profundo afecto. Permanecieron allí, en su visión, hasta que la luna se hundió por completo en el océano.