10

Se entretuvo a propósito hasta que el resto de actores hubiera salido del vestidor. El paquete no llamaba la atención, su tamaño era el de una gran pastilla de jabón, y estaba envuelta en papel blanco y con un lazo rojo oscuro. Ni siquiera sabes si es de ella, pensó Winters al tirar del lazo. El comandante estaba lleno de curiosidad. La representación había sido aún mejor esta noche, y en la escena de la alcoba había sentido, por un segundo, la lengua de Tiffani contra sus labios. No tenía que haberlo hecho, se dijo Winters, borrando por un momento todo vestigio de culpabilidad.

Le temblaban las manos al abrir el paquete. Era una caja lisa, blanca que contenía un encendedor de plata, sencillo pero bonito, con las iniciales VW grabadas en su parte inferior. Su corazón latió con fuerza. Así que también siente algo. El comandante Winters notó un ramalazo de lujuria, ahora imaginaba la escena a sólo tres o cuatro horas en el futuro; llevaba a Tiffani a casa y se besaban en la puerta:

—¿Quiere pasar? —diría ella…

«Me siento bonita… oh, tan bonita… me siento bonita, alegre y lista…» La oyó cantar al acercarse por el vestíbulo.

Abrió de golpe la puerta del camerino girando sobre sí misma. Llevaba el cabello recogido sobre la cabeza, dejando al descubierto las líneas elegantes de su cuello. La filigrana de oro de la peineta que el comandante le había regalado combinaba perfectamente con el castaño rojizo de su pelo. Vestía un traje blanco, escotado, con los hombros desnudos exceptuando el fino tirante de los extremos.

—¿Qué? —le preguntó con una gran sonrisa ansiosa. Dio otra media vuelta—. ¿Qué le parece?

—Estás muy guapa, Tiffani —respondió él mirándola con tanta intensidad que se ruborizó.

—¡Oh!, Vernon —suspiró cambiando de actitud—, las peinetas son maravillosas —sacó un cigarrillo del paquete que él tenía sobre el tocador y se lo encendió con el mechero nuevo. Aspiró profundamente con los ojos fijos en él y dejó el cigarrillo en el cenicero—. No sé como darle las gracias —murmuró.

Se acercó a él y le cogió las manos:

—Ha sido otra velada maravillosa —pasó la mano izquierda por detrás de su cabeza y se empinó para besarle. A él casi le estalló el corazón dentro del cuerpo. Sintió como él se excitaba cuando pasó dulcemente sus labios por los suyos. Le bajó más la cabeza y aumentó sutilmente, la presión de sus labios. Por fin él la rodeó con sus brazos y apretó su cuerpo contra el de ella.

El comandante Winters creyó que iba a ahogarse en el placer de aquel beso, jamás había experimentado tanto deseo. Estaba seguro de que moriría alegremente por la mañana sólo con poder continuar besándola toda la noche. Por un momento, al abandonarse a la alegría, el amor y el deseo, todas sus preocupaciones y desesperanzas quedaron arrinconadas. Deseaba enroscarse alrededor de Tiffani, meterla dentro de su piel, y dejar fuera todo el universo.

Melvin y Marc habían pasado por el camerino a buscar al comandante, no se habían acercado sigilosamente ni fueron especialmente silenciosos, pero ni Tiffani ni el comandante Winters les oyeron llegar. Los dos hombres pudieron ver a la pareja besándose a través de la puerta abierta. Se miraron e instintivamente se estrecharon las manos. Por propia experiencia sabían de las dificultades de una historia de amor fuera de las normas aceptadas.

Tiffani y Winters se separaron al fin y ella apoyó la cabeza contra su pecho. Estaba de espaldas a la puerta. Winters abrió los ojos y vio a Melvin y Marc allí, de pie, delante de él. Palideció pero el director hizo un gesto con las manos que quería decir:

«No pasa nada. Es cosa tuya, no nuestra».

Melvin y Marc esperaron varios segundos, muy considerados, para que pareciera que no habían llegado hasta después del beso. El comandante dio unas palmadas en la espalda de Tiffani y le hizo dar la vuelta con gesto paternal.

—Magnífica representación, comandante —dijo Melvin entrando en el camerino—. Y otra superrepresentación la suya, jovencita —hizo una pausa. Marc sonrió también felicitándoles y Tiffani, instintivamente, se arregló el traje. Melvin añadí—: Hay un tal teniente Todd esperándole, comandante, dice que es urgente. Me pidió que le dijera que se apresurara.

El rostro de Winters se arrugó. ¿Qué diablos estará haciendo aquí?, pensó. Son más de las diez y es un sábado por la noche.

—Gracias, Melvin, dígale que ahora mismo salgo.

El director y su amigo se marcharon. Tiffani fue a coger su cigarrillo totalmente consumido en el cenicero, dio una chupada y se lo pasó a Winters.

—¿Nos vieron besarnos? —preguntó angustiada.

—No —mintió Winters dándose ya cuenta de lo imposible de su fantasía. Preciosa Tiffani, pensó, mi amor adolescente. Fuimos afortunados, pero no podemos seguir engañándonos. Alguna vez seremos descubiertos. La miró a los ojos y vio en ellos la pasión de la adolescencia. De nuevo volvió a excitarse, la cogió y la estrechó con fuerza. Y según quién nos vea, pensó al besarla, mi riesgo no tendrá límites.

Winters tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—¿Me está diciendo que ha detenido a esos tres? ¿Y que los ha retenido en la base?

El teniente Todd estaba confuso.

—Pero señor, ¿no lo comprende? Tenemos todo un juego de fotografías. En tres de ellas puede verse claramente el misil y hay otras fotografías que muestran al negro en una estructura submarina en el fondo del océano. Lo que había imaginado. ¿Qué otra prueba necesitamos? También les cazamos con las manos en la masa por decir poco, subiendo de una inmersión con veinticinco kilos de lingotes de oro en sus mochilas. ¡Veinticinco kilos!

El comandante Winters dio la vuelta y regresó al teatro:

—Vuelva a la Base, teniente —ordenó asqueado—. Llegaré dentro de cinco minutos.

Era obvio que Melvin y Marc esperaban a Tiffani y al comandante antes de cerrar el teatro y marcharse a la fiesta.

—¿Puede hacerse cargo de ella, Melvin? —le pidió—. Hay jaleo en la Base esta noche y al parecer me esperan para arreglarlo.

La conversación con Todd había sido beneficiosa para Winters en dos aspectos, por lo menos. Primero, le había recordado que había un mundo real ahí fuera, fuera del teatro, un mundo que no vería con buenos ojos a un comandante de Marina de cuarenta y tres años, liado sexualmente con una estudiante de diecisiete. Segundo, el asombroso anuncio de Todd de que había detenido a tres civiles, uno de los cuales era una famosa reportera, sobresaltó al comandante e hizo darse cuenta de que su obsesión por Tiffani había afectado a su trabajo. Jamás debí permitir que este asunto se descontrolara, pensó. De ahora en adelante el teniente no hará nada que yo no haya aprobado personalmente.

—Lo siento, Tiffani —le dijo paternalmente. Le dio un abrazo ambiguo y un beso ligero en la cabeza—. Iré a la fiesta tan pronto pueda.

—Apresúrese o perderá el champán —contestó Tiffani sonriendo. Melvin apagó las luces del teatro y los cuatro pasaron la puerta.

Winters había aparcado en la calle, a casi una manzana de distancia. Saludó con la mano a Tiffani cuando ésta subió al coche de Melvin. Quién sabe si algún día llegarás a saber, jovencita, pensó, lo cerca que he estado de mandarlo todo a paseo esta noche. Mentalmente volvía a estar, veinticuatro años atrás, en las afueras de Filadelfia, una noche de frío, acababa de volverse loco y de violar virtualmente a Joanna Carr. Puso en marcha su «Pontiac» y salió a la calzada. Sería tan fácil, pensó, olvidar por una vez reglas y frenos. Lanzarse al agua sin mirar primero. Recordó su pacto con Dios después de haber pasado la noche con Joanna. Así que Tú mantuviste Tu parte del trato, creo. Y yo fui oficial y caballero. Y un asesino.

Hizo una mueca. Dio la vuelta al coche pasados los Jardines Miyako y se dirigió a la Base. Con un enorme esfuerzo dejó de pensar en Tiffani y en Joanna, y en el sexo. ¡No bastaba con esta prueba con Tiffani! Al mismo tiempo se me asigna un teniente exaltado que se apodera de unos civiles en su empeño por demostrar algo descabellado

El comandante Winters paró en un semáforo. Poco a poco, empezó a digerir el impacto de lo que Todd le había contado. ¡Jesús! En qué lío me habrá metido. Entrada ilegal, detención ilegal. Se van a echar sobre Todd… Entró el coche por la intersección y maquinalmente se puso un cigarrillo en los labios y lo encendió. Debería excusarme. ¡Mierda! Esa tal Dawson es una reportera. Malas, malas, noticias.

Había llegado a la Base, saludó al guardia de seguridad y condujo hasta donde Todd le había dicho que retenía al trío. Winters paró delante de una construcción blanca situada en una pequeña colina, a unos cuatro metros y medio sobre el nivel de la calle. Un nervioso teniente Roberto Ramírez le esperaba al borde del camino. Llevaba dos gruesos sobres en la mano, se volvió y gritó algo en dirección a la puerta. Todd salió al instante, cerró la puerta con llave, bajó unos peldaños y se acercó a los otros dos oficiales. Ramírez estaba ya mostrando las fotografías al comandante Winters cuando Todd se reunió con ellos. Los tres sostuvieron una corta pero animada discusión.

—Decidme que pasó después de que recibierais mi mensaje —Carol se volvió a los otros dos en cuanto salió Todd. No habían tenido ocasión de hablar en privado desde que Todd y Ramírez les habían detenido en el aparcamiento del «Pelican Resort».

—Troy estoy a punto de estallar —rio Nick—. Pero yo creí que tu advertencia se refería solamente al centinela. Y como llevaba varios minutos inmóvil, creí que estábamos a salvo. Aún estaba muy molesto por lo de la bolsa de oro, así que volví a la verja.

»Estaba concentrándome tanto en encontrar el medio de pasar la bolsa por entre los barrotes, que se me olvidó todo lo demás.

»De pronto Troy miró hacia atrás. Un segundo más tarde dos o tres tiburones, uno de ellos decididamente un mako, chocaron contra la verja. Estaba seguro de que iba a ceder de un momento a otro.

—Esos tiburones eran temibles, ángel —intervino Troy—. Y también estúpidos. El mayor de todos debió golpearse contra la reja lo menos una docena de veces antes de abandonar.

—La bolsa con los lingotes fue inmediatamente destrozada por los tiburones enloquecidos, a lo mejor se han tragado los lingotes. No era divertido estar tan cerca de ellos —Nick se estremeció—. Cuando cierro los ojos sigo viendo los dientes del mako a tres palmos de mi cara, probablemente tendré pesadillas durante años.

—Saqué a Nick al océano, no quería tener nada que ver con aquellos animales y no confiaba en que la verja aguantara en caso de que volvieran a atacarla. Salimos en tiempo récord. Naturalmente, ninguno contaba con ser recibidos por la Marina cuando llegamos al coche —Troy descansó—. Este tipo, Todd, ¿qué bicho le ha picado? Seguro que se cree muy listo. ¿Está mosqueado porque el profesor le tumbó anoche?

Carol sonrió. Alargó la mano izquierda y la apoyó en la rodilla de Nick dejándola allí mientras hablaba:

—Todd es uno de los ingenieros navales que tratan de encontrar el misil perdido. Estoy segura de que él y sus hombres son los responsables de los destrozos en el apartamento de Nick y en mi habitación del hotel. De lo contrario, no nos habrían detenido.

—¿Qué pueden alegar para nuestra detención? —preguntó Nick. Puso su mano sobre la de Carol y se la estrechó—. Tener lingotes de oro en una mochila no va contra la ley. ¿No tenemos derechos, como ciudadanos, que impiden este tipo de abusos?

—Probablemente —respondió Carol. Estrechó la mano de Nick y luego retiró la suya.

—Pero como reportera encuentro esta parte de nuestra aventura extremadamente interesante. Se nota que el teniente Ramírez está muy nervioso, no permitió que Todd nos hiciera la menor pregunta hasta que se contactara con el comandante Winters. Y se ha preocupado mucho de nuestra comodidad.

Como si se lo hubieran dicho, la puerta principal se abrió y entraron los tres oficiales navales. Winters iba en cabeza con los dos tenientes detrás. Nick, Carol y Troy estaban sentados en sillas de auditorio, de metal gris, a la izquierda de un espacio separado que servía como sala de espera de las grandes oficinas en la parte trasera del edificio. Winters se acercó y se apoyó en el gran pupitre gris, frente a ellos.

—Soy el comandante Vernon Winters —anunció y sus ojos se posaron en cada uno de ellos.

»Como Miss Dawson sabe, soy uno de los oficiales superiores de esta Base. Estoy actualmente encargado de un proyecto secreto, cuyo nombre clave es Flecha Rota —sonrió—. Estoy seguro de que se están preguntando por qué les han traído a la Base.

Winters alargó la mano y Ramírez le entregó las imágenes de infrarrojos que mostraban el misil en detalle. Agitó las fotografías ante los tres detenidos.

—Una de las metas del proyecto Flecha Rota es encontrar un misil de la Marina que se ha perdido en el golfo de México. El teniente Todd, aquí presente, cree, basándose en estas fotografías, que ustedes saben dónde está el misil. Por esta razón es por lo que les han traído aquí, a fin de interrogarles —Winters alzó la voz y agitó los brazos—. Ahora bien, estoy seguro de que no necesito recordarles que los super armamentos son los que mantienen nuestra nación libre y segura…

—Ahórrenos la conferencia patriótica y el histrionismo, comandante —le interrumpió Carol—. Todos sabemos que andan buscando un misil perdido y que creen que nosotros podemos haberlo encontrado. Lo siento, volvimos hoy a buscarlo pero no pudimos localizarlo —se puso en pie—. Ahora, escúcheme un minuto. Su celoso teniente y sus hombres han quebrantado más leyes de las que puedo contar. Además de raptarnos, han saqueado y destrozado mi habitación del hotel y el apartamento de Mr. Williams. También han robado varias fotografías y equipo valioso —miró a Winters con dureza—. Ya puede empezar a buscar una buena razón para arrastrarnos hasta aquí o le juro que me ocuparé de que los tres vayan a consejo de guerra.

Carol miró a Ramírez. Temblaba.

—Entretanto —continuó— ya puede empezar a darnos una excusa oficial por escrito, devolvernos todas nuestras propiedades, y el pago adecuado de los daños. Además, quiero acceso exclusivo a todos los documentos de Flecha Rota, a partir de ahora. Si no acepta estas condiciones, será mejor que vaya preparándose para leer algo sobre las tácticas de la Gestapo en la Marina de los Estados Unidos, en la próxima edición del Miami Herald.

¡Oh, oh! —pensó Winters—. Esto no va a ser fácil. Esta reportera se propone jugar a farol y amenazas. Sacó un cigarrillo mientras pensaba.

—¿Quiere dejar de fumar aquí? —le interrumpió Carol—. Lo encontramos ofensivo.

¡Al infierno con esos no fumadores agresivos! Volvió a meter el pitillo en el paquete de «Pall Mall» y éste en el bolsillo. Winters se sintió desconcertado, al principio, por el rápido ataque de Carol, pero recobró la compostura. Un minuto después, le dijo:

—Mire, Miss Dawson —apartó la vista del trío y miró en dirección a la puerta—. Comprendo que pueda estar disgustada por lo que ha ocurrido, admitiré que nuestros hombres se han portado de forma imperdonable cuando registraron sus habitaciones en busca de pruebas. Sin embargo… —Winters paró a media frase, se volvió y se acercó a Nick, Carol y Troy.

—Sin embargo —repitió—, ahora estamos hablando de traición —esperó a que captaran su amenaza—. Y no necesito decirle, Miss Dawson, que la traición es algo muy serio. Más serio que el periodismo —titubeó de nuevo para producir mayor efecto y su voz se hizo ominosa—. Si cualquiera de ustedes sabe donde está el misil y ha pasado la información a un miembro de cualquier gobierno extranjero, especialmente uno tenido como enemigo de nuestros intereses nacionales, entonces han cometido traición.

—¿Qué clase de hierba ha estado usted fumando, comandante? —atacó Carol—. Admitimos libremente que hemos estado buscando un misil, pero eso sólo no nos hace espías. No tiene nada contra nosotros —miró a Nick. Éste admiraba su actuación—. Soy simplemente una reportera cubriendo una buena historia. Este cuento suyo de traición es puro invento.

—Ya —intervino el teniente Todd incapaz de contenerse—. Entonces, ¿dónde fueron tomadas las fotografías? —mostró la foto de Troy con su equipo de inmersión en la primera habitación submarina, de paredes rojas y azules. Luego se volvió y señaló las mochilas tiradas en la esquina opuesta—. ¿Y qué estaban haciendo sus dos amigos esta noche con veinticinco kilos de oro?

—Está bien, hombre —observó Troy en tono exagerado. Dio un paso hacia Todd—, está bien. ¿Ya lo ha montado todo? Encontramos el misil y lo vendimos a los rusos por veinticinco kilos de oro —sus ojos se abrieron del todo al mirar al teniente—. Y ahora el misil está a bordo de un submarino camino de Moscú o de sabe Dios donde… Venga, hombre, no diga más tonterías, no somos tan estúpidos.

El teniente Todd se enfureció:

—Canalla negro… —masculló entre dientes antes de que el comandante Winters saltara entre los dos. Winters necesitaba tiempo para pensar.

Lo planteado por Todd seguía, después de todo, sin respuesta. Incluso aunque las respuestas fueran buenas, no era difícil imaginar que alguien hubiera llegado a la conclusión, basada en las fotografías, de que podía tratarse de una conspiración.

Además estaba la cuestión de defender los actos de su subordinados y del equipo de investigación. Si les dejo que se marchen ahora, pensó Winters, es como admitir realmente que, en primer lugar, hemos cometido un error y… Ramírez hacía señales al comandante, indicando la salida con la cabeza. Winters no lo entendió al principio pero Ramírez repitió el movimiento.

—Perdónenme un momento —dijo Winters. Ambos oficiales salieron al exterior, al principio de la escalera, dejando a Todd con Nick, Carol y Troy.

—¿De qué se trata teniente? —preguntó Winters.

—Comandante, señor —respondió Ramírez—. Mi carrera es la Marina. Si ahora soltamos a los tres sin haberles interrogado oficialmente…

—Estoy de acuerdo con usted —le interrumpió Winters—. Ojalá nada de todo esto hubiera ocurrido, pero ocurrió. Ahora debemos zanjarlo por completo y debidamente, o no habrá defensa para lo que hemos hecho —reflexionó un instante—. ¿Cuánto tiempo nos llevará montar el vídeo y el equipo de sonido para un interrogatorio?

—Unos treinta minutos. Cuarenta y cinco como máximo.

—Hagámoslo. Mientras lo va montando yo prepararé la lista de preguntas.

¡Mierda!, pensó Winters para sí, mirando como Ramírez se dirigía a toda prisa a su despacho del otro lado de la Base. Ya veo que me voy a quedar aquí toda la noche. Pensó en su oportunidad perdida con Tiffani. Será mejor que la llame y se lo explique mientras preparo las preguntas. Sintió rabia contra el teniente Todd. En cuanto a ti, se dijo, si salimos de ésta sin problemas, yo personalmente, me ocuparé de que te trasladen a Slobbovia Baja.

Habían dado las once, el teniente Todd estaba junto a la puerta principal. Sosteniendo un bate en la mano. Ya una vez antes, aquella noche Todd había utilizado el palo sobre las costillas de Nick para obligarle a entrar en el coche, después de haber llegado al aparcamiento del «Pelican Resort». A Nick todavía le escocía el golpe.

—¿Cuánto tiempo durará esto? —preguntó Troy, junto al pupitre—. ¿No podríamos ir a casa ahora, dormir un poco y volver el lunes por la mañana…?

—Ya ha oído lo que ha dicho el jefe —contestó Todd, estaba en la gloria—. Ya se han ido a preparar un interrogatorio formal. Debería aprovechar el tiempo para ordenar su historia —y Todd golpeó la palma de su mano con el palo.

Troy se volvió a sus compañeros.

—Está bien, equipo —dijo guiñándoles el ojo—. Mi opinión es que volemos todo esto, desarmemos al individuo y larguémonos de aquí.

—Intentadlo, bastardos —replicó Todd. Golpeó una de las sillas plegables con el palo para dar mayor énfasis a sus palabras—. Nada me complacería más que tener que informar de que han tratado de escapar.

Nick no había dicho gran cosa desde que Winters y Ramírez se habían ido. Ahora miró a Todd desde su sitio:

—¿Sabe lo que más me molesta de todo esto? —comentó—. Es la gente como usted —y continuó sin esperar respuesta— que terminan en cargos de poder o de autoridad, en todo el mundo. Fíjese en usted mismo, piensa que porque nos tiene en su mano, ya es alguien. Pues deje que le diga algo. Es usted un mierda.

Todd no intentó disimular lo poco que le gustaba Nick.

—Por lo menos yo sé encontrar blancos para que sean mis amigos —observó sarcástico.

—Ahora mismo declaro —intervino vivamente Troy— que nuestro asociado el teniente Trodd debe ser un fanático. A lo mejor estamos hablando con un auténtico asno. Veamos si «negrito» sería su próxima…

—Chicos, chicos —interrumpió Carol al ver a Todd ir hacia Troy—. Todo va bien, está bien.

La habitación se quedó silenciosa. Troy volvió junto a sus amigos y se sentó en su silla.

Poco después, se inclinó hacia Nick y Carol y mientras les hablaba acercó la pulsera a su boca:

—¿Sabéis amigos?, si no nos vamos pronto de aquí, puede que nos quedemos toda la noche. Imagino que el interrogatorio llevará tres o cuatro horas, y esto significa que la Marina llegará al punto de inmersión por la mañana, antes que nosotros.

—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Carol—. Sería un milagro que nos dejaran marchar sin más.

—Un milagro, ángel —asintió Troy con una sonrisa—. Un buen milagro de los de antes, como el del hada azul.

—¿Qué están murmurando ahí? —y el truculento teniente Todd empezó a caminar en dirección al baño, en el extremo oeste de la larga sala. Cállense y no intenten nada, la puerta de entrada está cerrada con llave y la tengo yo.

No cerró la puerta del baño. Afortunadamente el urinario no estaba a la vista.

Había poca luz en el fondo del pequeño baño. Mientras Todd terminaba de orinar, notó una extraña sensación en todo el costado derecho, como si millares de alfileres estuvieran pinchándole. Desconcertado se volvió hacia la derecha. Lo que vio allí, en la esquina, le produjo un terror que invadió todo su cuerpo.

En el rincón, parcialmente oculto a la escasa luz, había lo que sólo podría describirse como una zanahoria de dos metros de altura. El extremo ancho de la criatura se sostenía sobre cuatro tacos apoyados en el suelo. No se veían brazos, pero a metro y medio de altura, justo debajo de un manojo de fideos azules de propósito desconocido en lo alto de la «cabeza», cuatro cortes verticales, de medio metro de largo cada uno, marcaban lo que pasaba por el rostro. De cada uno de estos cortes colgaba algo raro. Troy explicaría después que se trataba de sensores, que la zanahoria veía, oía, olía y tocaba y probaba, con estas extensiones colgantes.

El teniente Todd no esperó a estudiar la criatura, lanzó un alarido y salió corriendo del baño sin entretenerse en guardar el pene o cerrar la bragueta. Cuando la extraña cosa anaranjada apareció a la luz, en la puerta del baño, el teniente estaba seguro de que iba a seguirle y la miró, petrificado e inmóvil, durante una fracción de segundo. Luego, cuando vio que en efecto le seguía, dio media vuelta, abrió la puerta y salió corriendo.

Desgraciadamente no recordó los ocho peldaños de cemento. En su pánico dio un traspiés y cayó rodando. Se golpeó la cabeza en el segundo escalón y llegó hasta el suelo, quedando de espaldas, inconsciente, sobre la acera, frente al edificio.

Carol se escondió detrás de Nick al ver la zanahoria. Luego ambos miraron a Troy que sonreía y tarareaba para sí:

—«Cuando formules un deseo… no importa quien seas» —parecía tan relajado sobre todo, que Nick y Carol se tranquilizaron momentáneamente. No obstante, después de la desaparición del teniente Todd, la zanahoria se volvió hacia ellos y les pareció difícil mantener la calma.

—¡Qué pena! —les dijo Troy con una gran sonrisa—, yo esperaba realmente la llegada del hada azul, pensé que me haría rico, o quizá blanco.

—Bueno, Jefferson —dijo Nick, como si acabara de comer un limón—. Explica por favor qué es eso que tenemos delante.

Troy fue el primero en ir al rincón a recoger sus mochilas.

—Esto, profesor —explicó yendo directamente hacia la zanahoria— es lo que se llama una proyección holográfica —pasó la mano a través del cuerpo de la zanahoria—. Por alguna parte del universo existe una criatura real como ésta, pero ellos han enviado solamente su imagen para ayudarnos a escapar.

Pese a la explicación de Troy ni Nick ni Carol quisieron acercarse más de lo necesario a la inmóvil zanahoria. Se movieron con la espalda apoyada en la pared hasta que llegaron a la puerta.

—Tranquilos —rio Troy— no os hará ningún daño.

El sensor que colgaba del último corte en el extremo derecho de la zanahoria era totalmente incomprensible. Carol no apartaba los ojos de él, parecía un pedazo de cosa parecida a un panal pegado al extremo de un palo de majorette.

—¿Para qué le sirve esto? —preguntó Carol, señalándolo mientras precedía a Troy en la salida.

—No lo sé, ángel, pero debe ser divertido.

Nick y Troy se reunieron con Carol en el rellano que precedía a los peldaños. Todos vieron a Todd, a la vez. Les sorprendió, naturalmente, verle tendido en el suelo al pie de los escalones. Le sangraba la cabeza.

—¿Deberíamos ayudarle? —preguntó Carol en voz alta y Troy bajó corriendo.

—Ni hablar —respondió Nick.

Troy se inclinó sobre Todd y examinó cuidadosamente al inconsciente teniente, de la cabeza a los pies. Golpeó al hombre en la mejilla pero el teniente no se movió. Troy guiñó el ojo a sus amigos.

—Amigo, el profesor tenía razón —sonrió—, eres un mierda.

—Así que la besé —concluyó Carol riendo.

—¿Qué hiciste qué? —preguntó Nick. Estaban todos en el viejo «Ford LYD» de Troy, yendo hacia el puerto Hemingway. Después de salir de la base anduvieron dos kilómetros para ir al dúplex de Troy y recoger su coche. Carol estaba sentada delante junto a él y Nick estaba detrás junto a las mochilas que contenían el oro y los discos de información.

Carol se volvió a Nick.

—La besé —rio de nuevo cuando Nick hizo una mueca de asco—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Esa mujer es más fuerte que muchos hombres y me tenía clavada en el suelo. Había un algo sugerente en la forma en que me sujetaba…

—¡Buuuu!, ángel. Eres asombrosa. ¿Qué hizo la superalemana entonces?

—Me soltó las muñecas. Un segundo. Creo que estaba pensando en devolverme el beso o no.

—¡Ajj! —exclamó Nick desde atrás—. Creo que voy a vomitar.

—¿Entonces le diste en la cabeza y saliste corriendo? —insistió Troy y Carol asintió. Troy volvió a reír pero inmediatamente se puso serio.

—Ten cuidado si vuelves a verla, ángel, a Greta no le gusta perder.

—Pero te equivocas en una cosa, Carol —observó Nick—. A Greta no le gustan las mujeres, le gusta demasiado el sexo con los hombres.

Carol encontró su observación presuntuosa e irritante. Y dijo:

—¿Por qué será Troy, que los hombres asumen naturalmente que cualquier mujer que haya tenido relaciones con hombres no puede interesarse en tener relaciones sexuales con otra mujer? —no esperó respuesta y se volvió para hablar a Nick—. Y por si te lo estás preguntando, no soy lesbiana. Soy heterosexual inflexible, tanto por mi ambiente de clase media de San Fernando Valley, como por lo que sea. Pero te confieso que, a veces, estoy cansadísima de los hombres y de lo que yo llamo sus demostraciones machistas del tipo mandril.

—¡Eh! —protestó Nick—, no pensaba iniciar una discusión. Sólo sugería…

—Está bien, está bien —interrumpió Carol—, no ha pasado nada. Me temo que me disparo en seguida —calló unos segundos—. A propósito Nick, hay una parte de todo esto que aún no he comprendido. ¿Por qué se esforzó tanto el capitán Homer en esconder el tesoro todo este tiempo? ¿Por qué no lo vendió tan pronto como pudo?

—Por muchas razones —contestó Nick— y la menor no era el miedo a que se le descubriera y fuera acusado del perjurio cometido durante el juicio. Pero de este modo también se libraba del IRS, porque el valor del oro aumenta con el tiempo y, lo que es más importante, Greta tiene que rondar así por allí si no quiere perder su parte. Es casi seguro que cambia parte del tesoro por dinero, de vez en cuando, probablemente a través de una tercera persona, pero nunca cambiará mucho para no llamar la atención con la transacción.

—Así que ya lo sabes, ángel, por qué no hay modo de que pueda avisar a la Policía. Tendría que contarlo todo, creo que está cogido.

Troy se colocó a la izquierda y esperó a que las luces cambiaran. Un coche se les acercó por la derecha, del lado de Carol, y en aquel momento miró distraída en aquella dirección. Era un «Mercedes».

Más tarde Carol recordaría que el tiempo pareció dilatarse para ella. Cada segundo del minuto siguiente estaba grabado en su memoria en cámara lenta, como si abarcara un período de tiempo mucho mayor. Greta conducía el coche del capitán Homer y miraba fijamente a Carol. Homer se sentaba a su lado, agitando los puños, gritando algo que ella no podía oír a través de su ventanilla cerrada. Carol se fijó en los ojos de Greta, jamás había visto tanto odio. Por un instante apartó la mirada para advertir a Troy y Nick y cuando volvió a mirar, Greta la apuntaba con una pistola.

Ocurrieron tres cosas simultáneamente. Carol se agachó, Troy cruzó al otro lado con luz roja, esquivando por los pelos otro coche, y Greta disparó la pistola. La bala atravesó la ventana de Carol y fue a incrustarse en la puerta de Troy, sin tocar milagrosamente, a ninguno de los dos. Carol se sentó en el suelo debajo del tablero, luchando contra el pánico y por recobrar el aliento.

Había empezado la caza. Era un sábado a las once y media de la noche, en Cayo West, y el tráfico en el sector residencial era escaso. El «Ford» de Troy no podía enfrentarse al «Mercedes». Por dos veces Greta había maniobrado para situarse adecuadamente y el «Ford» estaba acribillado de balazos. Las ventanas estaban rotas, pero ninguno de los ocupantes del coche había resultado herido.

Nick iba echado en el suelo, detrás:

—Ve hacia el centro de la ciudad, si puedes —gritó a Troy—. Quizá podamos perderles entre el tráfico.

Troy estaba agachado todo lo que podía tras el volante. Apenas veía el camino que tenían delante. Conducía como un loco, irrumpiendo en las calles de cuatro direcciones, entre el tráfico en sentido contrario, tocando la bocina como un demente, haciendo imposible a Greta imaginar por dónde iba a moverse.

—¿Dónde están los polis cuando se necesitan? —gritó—. Tenemos unos locos que nos disparan con pistolas en mitad de Cayo West y no hay ni un hombre de azul a la vista.

Siguiendo la sugerencia de Nick, dio la vuelta en mitad de la calle y fue en dirección opuesta. Greta no estaba preparada para eso. Frenó el «Mercedes» en seco, que patinó, rebotó contra un coche aparcado y continuó la persecución.

En la calle que tenían delante no había coches y el «Mercedes» se estaba acercando.

—¡Oh, oh! —exclamó Troy, temiendo otro ataque. Giró violentamente a la izquierda, atravesó un callejón, un aparcamiento, y entró en una calle estrecha, el coche se inundó de luz y Troy frenó.

—Todo el mundo abajo —gritó. Nick y Carol intentaron averiguar qué diablos ocurría, mientras Troy entregaba las llaves a un hombre alto que vestía un uniforme rojo.

—Estamos tomando copas —le advirtió. Oyeron el chirrido de los frenos del «Mercedes»—. Y esa gente que tenemos detrás —dijo Troy en voz alta a una media docena de personas, incluyendo dos ayudantes de aparcamiento, que se encontraban cerca—, llevan armas y tratan de matarnos.

Era demasiado tarde para que Greta y Homer pudiera escapar. Troy se había metido en la entrada del aparcamiento del «Hotel Miyako Gardens» y otro coche ya había entrado en el camino circular, detrás del «Mercedes». Greta puso la marcha atrás, chocó contra el parachoques del «Jaguar» que tenía detrás y trató de escapar adelantando al «Ford» de Troy, pero éste y el ayudante uniformado se echaron hacia atrás cuando Greta golpeó la puerta abierta del «Ford», perdió el control del «Mercedes» y se estrelló contra el kiosco del aparcamiento, en mitad del camino. Cuando Nick y Carol bajaron del coche, cuatro agentes de seguridad del hotel rodeaban a Greta y Homer.

Troy se acercó a sus amigos:

—¿Algún herido? —Ellos sacudieron la cabeza—. Imagino que con esto —explicó Troy con una sonrisa radiante— nos libramos de esos tipos.

Carol le abrazó diciendo:

—Venir aquí ha sido una idea brillante. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Pájaros —respondió Troy.

—¿Pájaros? —preguntó Nick—. ¿De qué cuernos estás hablando, Jefferson?

—Bien, profesor —explicó Troy abriendo la puerta del elegante hotel y entrando con sus colegas en el atrio abierto—, cuando estuvieron a punto de alcanzarnos la última vez, me di cuenta de que probablemente iban a matarme por robarles el oro. Y me pregunté si habría pájaros en cielo, mi madre siempre me decía que sí los había.

—Troy —le advirtió Carol—, deja ya de divagar, al grano.

—Exactamente, ángel, mira a tu alrededor.

En el atrio del «Miyako Gardens» había un aviario maravilloso, cuya fina tela metálica terminaba a una altura de cuatro pisos, bajo una cristalera. Cientos de pájaros de colores jugaban entre las enredaderas y las palmeras, y daban a la entrada del hotel la sensación y el sonido del trópico.

—Cuando pensé en los pájaros —Troy no pudo reprimir una carcajada—, me di cuenta de que estábamos cerca de este hotel y se me ocurrió este plan.

Los tres juntos contemplaron el aviario. Carol estaba entre los dos y alargó sus manos a los dos hombres.