8

Nick acabó de servir lo que quedaba de «Chablis» en la botella, a Carol.

—Creo que nunca podría ser periodista —declaró—. Para tener éxito me parece que hay que ser un poco fisgón.

Carol puso un pedazo de pescado a la parrilla con algo de coliflor en el tenedor y se lo llevó a la boca.

—No es tan diferente de otros trabajos. Existe siempre la cuestión de la ética, así como terrenos en que tu vida profesional y personal entran en conflicto —terminó su comida antes de continuar—. Había pensado contároslo a ti y a Troy el viernes por la noche, pero las cosas se torcieron, como tú sabes.

—De haberlo hecho —Nick empujó su plato para indicar que había terminado— todo habría sido distinto. Me hubiera dado cuenta del posible peligro y tal vez hubiéramos bajado tú y yo. Quién sabe lo que hubiera podido ocurrimos.

—He tenido peores conflictos. —Carol bebió un sorbo de su vino. Quería terminar con el tema, pero a su manera—. Después de graduarme en Stanford, trabajé para el San Francisco Chronicle. Estaba saliendo con Lucas Tipton cuando estalló el escándalo, Warrior, de drogas. Me serví de los contactos sociales que había conseguido a través de él para obtener una información única sobre la historia. Lucas jamás me lo perdonó. Así que estoy acostumbrada a los problemas. Forman parte del territorio.

Se acercó un camarero y les sirvió café.

—Pero ahora que he terminado de pedir perdón por tercera vez —le pinchó Carol— espero que podamos pasar a cosas más importantes. Debo confesarte, Nick, que tu intriga rusa me parece una idea absolutamente desatinada. El elemento más débil es Troy, no hay forma de encajarlo como espía. Es descabellado.

—¿Más descabellado que una supernave espacial aliena, necesitada de reparaciones en el fondo del golfo de México? —Nick insistió, obcecado—. Además, hay un motivo específico. Dinero. ¿Te has fijado en todo el equipo que tiene en ese juego de computadora?

—Angie saca seguramente de sus derechos lo bastante, en una semana, como para cubrir toda la instalación.

Carol alargó la mano por encima de la mesa y la apoyó en el brazo de Nick.

—Por favor, no reacciones ahora, pero sabes de sobra que hay relaciones en que la mujer lleva todo el peso económico. Puedo asegurarte que le ama. No me cabe la menor duda de que se ofrecería a ayudarle.

—Entonces, ¿por qué me pidió dinero prestado, y luego se lo pidió a Homer el jueves por la noche?

—Esto ya no lo sé, Nick. —Carol empezaba a sentirse algo frustrada—. En todo caso es irrelevante, no puedo imaginar ningún conjunto de condiciones que me impidieran volver allí con Troy. sea cual sea la verdad, se trata ciertamente de una historia sensacional. Me sorprende que te muestres tan indeciso y dubitativo. Pensé que eras un aventurero.

Carol le miró directamente. Él creyó ver algo de coquetería asomando tras su mirada resuelta. No eres una mujer fascinadora, pensó. Y ahora me estás poniendo un poco a prueba. He comprendido tu doble intención. Recordó lo que le gustó tenerla en sus brazos en el barco, por la tarde. Debajo de este barniz agresivo hay otra persona. Hermosa e inteligente. Dura como el acero un momento y vulnerable como una niña a continuación. Nick estaba seguro de que cualquier esperanza que tuviera de continuar su relación con Carol dependía de que quisiera ayudar a Troy. No le interesaban los hombres que no estaban dispuestos a arriesgarse.

—Solía serlo —respondió finalmente. Hizo girar su copa de vino en la mano—. Pero no sé lo que me ocurrió. Quizá fui engañado un par de veces y eso me hizo ser más cauto. Especialmente cuando se trata de personas, pero te confesaré que si me aparto de esta situación y me imagino ser un simple observador, la encuentro absolutamente fascinante.

Carol terminó su vino y dejó la copa sobre la mesa. Nick estaba silencioso. Tamborileó sobre el mantel y sonrió. Clavándole la mirada y cogiendo su taza de café, preguntó:

—Bueno, ¿te has decidido?

—Está bien, está bien —se rio—, lo haré. —Ahora fue él el que alargó la mano y la cogió del brazo—. Por muchas razones.

—Magnífico. Ahora que ya hemos decidido algo, ¿por qué no me ayudas a preparar mi entrevista con el capitán Homer y su gente? ¿Cuánto valía lo que sacasteis del Santa Rosa? ¿Y quién era Jake? Debo actuar como si todo esto fuera verdad. —Carol puso su diminuta grabadora sobre la mesa y la puso en marcha.

—Oficialmente sacamos algo más de dos millones de dólares. Jake Lewis y yo recibimos cada uno el diez por ciento, a Amanda Winchester se le rembolsó lo gastado más un veinticinco por ciento de beneficio. Homer, Ellen y Greta se quedaron lo demás. —Nick se calló pero Carol le pidió que continuara—. Jake Lewis era el único amigo íntimo que he tenido de adulto. Era un hombre encantador, sincero, trabajador, inteligente y leal. Y totalmente ingenuo. Se enamoró de Greta como un loco y ella le manipuló lo que quiso y utilizó su amor en beneficio propio.

Nick apartó la mirada, contempló el mar desde la ventana del pequeño restaurante especializado en frutos del mar, y las gaviotas que nadaban por encima del agua al atardecer.

—La noche que regresamos con el tesoro, Jake y yo nos pusimos de acuerdo para que uno u otro se mantuviera siempre despierto. Ya entonces había algo peculiar en el triángulo Homer-Ellen-Greta. En aquella época aún no vivían todos juntos, pero no confiaba en ellos. Mientras se suponía que Jake estaba de guardia, Greta le trastornó el cerebro. «Una celebración», me explicó cuando vino a excusarse por haberse quedado dormido. Cuando me desperté, faltaba más de la mitad del tesoro.

La ira, largo tiempo contenida, hervía aún dentro de Nick. Carol le observaba detenidamente, viendo la intensidad de su pasión.

—A Jake le tenía sin cuidado el dinero, incluso intentó convencernos a Amanda y a mí de no ir a juicio. Era ese tipo de persona. Recuerdo que me dijo: «Nick, amigo mío, hemos sacado cada uno doscientos mil dólares. No podemos probar que hubiera más, seamos agradecidos y sigamos viviendo». Homer le había estafado. Greta se había burlado de él, pero Jake no se inmutó. Poco más de un año después se casó con una reina del esquí acuático de Winter Haven, se compró una casa en Orlando y se puso a trabajar de ingeniero aeroespacial.

Fuera iba oscureciendo. Nick estaba sumido en sus recuerdos, reviviendo la tormenta entera de su justa indignación, ocho años atrás.

—Nunca los he comprendido —musitó Carol. Desconectó la grabadora. Él se volvió a mirarla con una expresión desconcertada—. ¿Sabes? —añadió—. Me refiero a la gente como tu amigo Jake. Elasticidad infinita, ningún rencor. Pase lo que pase, se lo sacuden como si fuera agua, y siguen viviendo. Alegremente —le tocó el turno de sentirse emocionada—. A veces he deseado ser como ellos, así no tendría miedo.

Se miraron uno a otro bajo la luz suave. Nick puso su mano sobre la de ella. Y aquí está otra vez la chiquilla vulnerable. Sintió una oleada de ternura. Me lo ha dejado ver dos veces en un mismo día.

—Carol —le dijo con dulzura—. Quiero darte las gracias por esta tarde. Por dejarme, sabes, compartir contigo tus sentimientos. Me parece ver a una Carol Dawson enteramente distinta.

—Así es —confesó sonriendo y dejando claro que su escudo protector volvía a estar en alto—. Y sólo el tiempo dirá si no ha sido un gran error —retiró suavemente su mano—. De momento, tenemos otras cosas en qué pensar, volvamos al ménage a trois. ¿De qué tipo de cosas se ocupan, y qué hacen aquí?

—¿Cómo dices? —preguntó Nick confuso.

—Un amigo, el doctor Dale Michaels del Instituto Oceanográfico de Miami, me dijo que el capitán Homer y Ellen están llevando a cabo cierta operación de alta tecnología. No recuerdo exactamente cómo la describió…

—Debes estar equivocada —la interrumpió Nick—. Les conozco desde hace más de diez años y nunca van a ninguna parte que no sea su complicada casa y a bordo del Ambrosia.

Carol parecía desconcertada.

—Las informaciones de Dale son siempre correctas. Fue ayer precisamente cuando me dijo que Homer Ashford había hecho pruebas con los más avanzados centinelas submarinos, a lo largo de los últimos cinco años y que sus informes…

—¡Espera, espera! —interrumpió Nick inclinado sobre la mesa—. No estoy seguro de seguirte, de entenderte bien. Repítelo, esto puede ser muy importante.

Carol volvió a empezar.

—Uno de los productos más recientes del IOM son los centinelas subacuáticos, esencialmente robots, que protegen las granjas de acuacultura de los ladrones sofisticados, así como de grandes peces o ballenas. Dale dijo que Homer contribuye a la investigación con dinero y luego prueba los prototipos…

—¡Hijo de perra! Nick se había puesto en pie. Estallaba de excitación. ¿Pero cómo he podido ser tan estúpido? ¡Claro, pues claro!

Ahora era Carol la que se sentía perdida.

—¿Te importaría decirme de qué hablas?

—Por supuesto, pero ahora mismo tenemos prisa. Tenemos que pasar por mi apartamento para consultar un viejo mapa y recoger otro sistema de navegación para el barco. Te lo explicaré todo durante el camino.

Nick metió su tarjeta en la ranura y la puerta del garaje se abrió. Metió el «Pontiac» en su plaza reservada y apagó el motor.

—Verás —empezó a explicar—, sabía que no encontraríamos nada. Nos dejó registrar tanto su casa como el terreno que había adquirido para su nueva mansión, en Pelican Point, y no encontramos nada. A la sazón estaba aún oculto en alguna parte, en el fondo del océano.

—¿Buscaste por el agua cerca de su propiedad, entonces?

—Sí, buscamos. Jake y yo nos sumergimos en fechas separadas. Encontramos una gruta submarina muy interesante, pero ni rastro del tesoro del Santa Rosa. Pero debimos haberle dado la idea. Apuesto a que trasladó el tesoro allí un año o dos después de la marcha de Jake. Probablemente supuso que para entonces estaba a salvo. Indudablemente estaría loco de aprensión de que alguien descubriera el tesoro en el océano. Ves, todo encaja, incluyendo su interés por los centinelas submarinos.

Carol asintió y rio un poco.

—Evidentemente esto tiene más sentido que la idea de que Troy trabajara para los rusos —abrieron las puertas y bajaron del coche.

—¿Cuánto crees que les queda? —preguntó Carol yendo hacia el ascensor.

—¡Quién sabe! Puede que robaran tres millones de los cinco —reflexionó un segundo—. Deben tener mucho aún, de lo contrario Greta se habría separado ya.

Las puertas del ascensor se abrieron y Nick pulsó el botón del tercer piso. Carol exhaló un enorme suspiro.

—¿Qué tienes? —preguntó.

—Estoy agotada. Siento como si estuviera metida en un tiovivo que gira cada vez más de prisa. Ha ocurrido mucho en estos tres días, no estoy segura de poder participar en mucho más. Lo que ahora necesito es tomar aliento.

—Días mágicos —replicó Nick saliendo del ascensor—. Éstos son días mágicos.

Carol le miró con expresión curiosa. Él se echó a reír:

—Más tarde te explicaré una vieja teoría mía.

Metió una secuencia de números en la pequeña placa sobre su puerta y la puerta se desbloqueó, abriéndose. Nick se hizo a un lado con simulada galantería y dejó que Carol entrara primero. Se enfrentó al caos.

La casa estaba revuelta. En el cuarto de estar, pasada la cocina, todas las preciosas novelas de Nick estaban tiradas por el suelo, sillas y sillones. Aquello no tenía sentido, parecía como si alguien hubiera sacado los libros uno a uno de las estanterías, levantado y sacudido (en busca de papeles sueltos, tal vez) y luego dejado caer o tirado al extremo opuesto. Nick empujó a Carol a un lado y contempló la destrucción.

—¡Mierda! —exclamó.

La cocina también había sido saqueada. Todos los cajones estaban sacados, cazos, sartenes, platos y cubiertos esparcidos por los poyos y por el suelo. A la derecha de Nick, las cajas de cartón conteniendo sus recuerdos habían sido arrastradas hasta el centro de su dormitorio. Su contenido estaba parcialmente volcado por el suelo.

—¿Qué huracán ha arrasado este lugar? —preguntó Carol contemplando el desastre—. No pensaba que fueras una buena ama de casa, pero esto es ridículo.

Nick fue incapaz de reírse del comentario de Carol. Comprobó la habitación principal y ésta también había sido registrada y saqueada. Volvió al cuarto de estar y empezó a recoger sus queridas novelas y a amontonarlas cuidadosamente sobre la mesa. Hizo un gesto de desagrado al ver su usado ejemplar de L’Etranger de Albert Camus. Habían arrancado el lomo del libro.

—Esto no es obra de vándalos —dijo al arrodillarse Carol a su lado para ayudarle—. Buscaban algo específico.

—¿Has visto si te falta algo?

—No —contestó Nick recogiendo otra novela con la encuademación mutilada y moviendo la cabeza—. Pero esos canallas me han reventado los libros.

Carol recogió la colección de Faulkner y la dejó sobre un sillón.

—Comprendo por qué Troy estaba tan impresionado —le dijo—. ¿Has leído realmente todos estos libros? —Nick movió afirmativamente la cabeza. Carol recogió otro libro que había rodado debajo de la mesa de la televisión—. ¿Y éste? —preguntó alzando el libro—. Ni siquiera he oído hablar de él.

Nick acababa de ordenar otro montón sobre la mesita.

—¡Oh! Ésta es una novela fantástica —contestó entusiasmado, olvidando en aquel momento que su casa había sido saqueada—. La historia está contada a través de las cartas entre los principales protagonistas. Se sitúa en la Francia del siglo XVIII, y la pareja principal, socialmente importante y aburrida, cimenta su extraña relación intercambiando los detalles de sus aventuras con otros amantes, por supuesto. Causó escándalo en Europa.

—Esto no suena a tus típicos romances de Arlequín —comentó Carol tratando de memorizar el título del libro.

Nick se levantó y pasó al dormitorio pequeño. Empezó a buscar entre el contenido de las cajas de cartón.

—Aquí me faltan cosas —gritó a Carol. Ella dejó lo que estaba haciendo y se reunió con él—. Todas mis fotografías del tesoro del Santa Rosa e incluso los recortes de periódicos han desaparecido. Es muy raro.

Carol estaba de rodillas en el suelo, a su lado, junto a las cajas. Frunció la frente:

—¿Está el tridente a bordo todavía?

—Sí —dejó de revolver papeles—. Está en el último cajón del mueble de los instrumentos electrónicos. ¿Crees que hay alguna relación?

—Creo que es lo que estaban buscando. No sé por qué, pero me lo parece.

Nick recogió una carpeta color garbanzo que había estado en el suelo y la volvió a guardar en una de las cajas. Una fotografía y unas páginas mecanografiadas cayeron fuera. Carol recogió la fotografía mientras Nick iba cogiendo las páginas. Miró la fotografía y leyó la dedicatoria en francés. Le sorprendió sentir un pinchazo de celos.

—Muy hermosa —comentó. También se fijó en las perlas—. Y también muy rica y sofisticada, no parece ser tu tipo.

Entregó la foto de Monique a Nick. Pese a su esfuerzo por mostrarse indiferente, se ruborizó.

—Hace mucho tiempo —murmuró guardando apresuradamente la fotografía en la carpeta.

—¿De verdad? —le miró curiosa, diciéndole—. Parece que es más o menos de nuestra edad. No pudo haber sido hace mucho tiempo.

Nick estaba confuso. Recogió algo más que metió en las cajas y miró el reloj.

—Será mejor que nos vayamos pronto si Troy debe reunirse con nosotros en tu hotel —se puso en pie. Carol siguió arrodillada en el suelo, mirándole fijamente.

—Es una larga historia —le dijo—. Algún día te la contaré.

La curiosidad de Carol estaba alerta. Siguió a Nick fuera del piso y al ascensor. Todavía le veía incómodo. Bobadas, pensó. Creo que acabo de descubrir el gran secreto de Mr. Williams. Una mujer llamada Monique. Sonrió cuando Nick le cedió el paso al salir del ascensor. Y el hombre ama sus libros.

La habitación de Carol en el «Marriott» tenía dos entradas. La entrada normal era por el corredor que venía del hall, pero otra puerta se abría al jardín y a la piscina. Cuando por la mañana hacía ejercicio siempre entraba por la puerta del jardín.

Nick y Carol iban hablando tranquilamente y a media voz, en dirección a su habitación desde el hall. Sacó su tarjeta electrónica para abrir, poco antes de llegar a la puerta. Mientras metía la tarjeta en la cerradura oyeron un ruido como de metal contra metal en el interior de su habitación, y antes de que Carol pudiera decir nada, Nick se llevó el dedo a los labios.

—¿También lo has oído? —le preguntó bajito. Movió la cabeza afirmativamente. Con gestos le preguntó si había otra entrada a la habitación. Ella señaló la puerta del jardín, al final del corredor.

Palmeras y matas tropicales cubrían la mayor parte del terreno al este de la piscina del «Marriott». Nick y Carol salieron del camino que conducía a la piscina y se acercaron a las ventanas de su habitación. Las persianas estaban bajadas pero podía verse el interior por una rendija de los postigos. Al principio, la habitación estaba a oscuras, luego, una luz solitaria procedente de una linterna, se reflejó por un instante en una de las paredes. En aquella fracción de segundo vieron la silueta de una figura cerca de la televisión, pero no pudieron identificarla. La linterna volvió a moverse y la luz se paró un momento en la puerta del corredor. La puerta estaba cerrada. En el breve destello, Carol vio también que todos los cajones de su cómoda estaban abiertos.

Nick se arrastró sigilosamente hasta ella, exactamente debajo de la ventana, encima de un parterre.

—Quédate aquí y vigila —murmuró—. Iré al coche a buscar algo, no dejes que se enteren de que estás aquí.

Le oprimió el hombro y desapareció. Carol se quedó pegada a la ventana, una vez más la linterna se encendió iluminando piezas electrónicas esparcidas encima de la cama. Carol se esforzó por ver quién sostenía la linterna pero no pudo verle.

Se dio terriblemente cuenta del paso del tiempo. Su intuición le decía que el intruso se disponía a marchar y de improviso se percató de que estaba expuesta a todo, sentada allí, debajo de la ventana. Venga Nick, se dijo. Date prisa, a lo mejor me hacen picadillo. La silueta de la habitación se movió hacia la puerta del jardín, pero se detuvo. Carol sintió que se le aceleraba el pulso. Precisamente entonces volvía Nick, sin resuello. Traía consigo una larga barra de hierro sacada del maletero de su coche. Carol le hizo señas de que se situara junto a la puerta porque el intruso se disponía a salir.

Vio que la figura ponía la mano sobre el picaporte y se incrustó en tierra. Nick estaba detrás de la puerta, Preparado para asestar un buen golpe a quienquiera que saliera de la habitación. Se abrió la puerta y Nick se dispuso a golpear. ¡«Troy»!, chilló Carol desde el suelo. Saltó hacia atrás justo a tiempo, escapando por un pelo del descenso de la barra de hierro. Carol estuvo instantáneamente de pie, corriendo hacia el sobresaltado Troy:

—¿Estás bien? —le preguntó.

Sus ojos seguían desorbitados por el miedo:

—¡Jesús!, profesor —exclamó mirando la barra que esgrimía Nick—, pudiste matarme.

—¡Mierda!, Jefferson —replicó Nick, con su adrenalina disparada—, ¿por qué no nos dijiste que eras tú? ¿Y qué estabas haciendo en la habitación de Carol? —miró a Troy, amenazador.

Troy retrocedió a la habitación y encendió las luces, la alcoba era un desastre. Estaba como el piso de Nick cuando Carol traspuso la puerta.

Carol se volvió a Troy:

—¿Qué diablos significa…?

—No lo he hecho yo, ángel. Te lo juro por esos… —miró a sus dos amigos y les dijo—. Sentaos, no tardaré un segundo.

Entre tanto los ojos de Carol recorrían la habitación.

—¡Mierda! —dijo enfurecida— todas mis cámaras y películas han desaparecido. Y, virtualmente, todo el sistema telescópico, incluyendo la unidad postprocesadora. Dale me matará —miró hacia uno de los cajones abiertos—. Esos bestias se han llevado también mis fotografías de la primera inmersión. Estaban en un sobre grande, en la parte derecha del primer cajón.

Se sentó en la cama con aspecto desamparado:

—Todas las películas que tomé dentro de aquel lugar han sido robadas. Bien, ahí termina mi gran reportaje.

Nick intentó consolarla.

—Quién sabe, a lo mejor reaparecen. Y además, tienes aún los negativos de la primera inmersión.

Carol sacudió la cabeza:

—No es lo mismo —reflexionó un segundo—. ¡Maldita sea! Debí haber llevado conmigo las películas cuando fui al apartamento de Troy. —Miró a los dos hombres y se animó un poco—. Bueno, todavía nos queda mañana.

Troy seguía esperando pacientemente para contar su historia. Indicó a Nick que se sentara junto a Carol.

—Voy a resumir para que os guste más. Sólo los hechos. Llegué a eso de las siete, vine pronto porque quería hacer unas modificaciones en tu aparato de televisión. Ahora mismo os explico por qué.

La gente del hotel se negó a entregarme la llave de tu habitación así que vine por fuera y engañé a la cerradura —sonrió—. No es ningún problema para alguien que sepa cómo funcionan estas cosas. En todo caso, tan pronto como se encendió la luz verde y la cerradura saltó, oí cerrarse de golpe la puerta del jardín. Tuve una visión fugaz del intruso al dar la vuelta a la esquina del edificio. Era un tipo alto, nadie que pudiera reconocer, se movía con dificultad, como si llevara algo muy pesado.

—Parte del telescopio oceánico —aclaró Carol.

—Sigue —insistió Nick—. ¿Y después qué? Quiero saber por qué estabas en la habitación de Carol y trabajando a oscuras. Apuesto a que también tendrás una buena historia para eso.

—Muy fácil —dijo Troy a Nick—. Tenía miedo de que el ladrón o ladrones pudieran regresar, y no quería que me vieran.

—Eres asombroso, Jefferson. Eres el tipo que diría a un policía que pasabas del límite de velocidad porque querías llegar a la gasolinera antes de que se te acabara la gasolina.

—Y el policía le creería —observó Carol—. Todos se echaron a reír, la tensión estaba cediendo.

—Muy bien —concluyó Nick—. Dinos ahora qué le has hecho a la televisión. Incidentalmente, ¿cómo has podido manipularla? Todos esos aparatos de hotel están provistos de alarma.

—Lo están, pero es muy sencillo desarmarla. Siempre me desconcierta. Alguien convence a los del hotel de que pueden proteger su propiedad con estas alarmas, pero los ladrones descubren fácilmente qué sistema ha sido empleado, compran las hojas de circuito de datos y desmantelan por completo la protección.

Troy miró a su alrededor, luego comprobó su reloj y dijo:

—Veamos. ¿Por qué no os sentáis allí, en aquellas dos butacas? Creo que así podréis ver mejor. Nick y Carol intercambiaron miradas de desconcierto y se instalaron como Troy sugería. Ahora —prosiguió en tono sorprendentemente grave— veréis lo que a mi entender es la prueba incontrovertible de que mi historia sobre los alienos es cierta. Me han dicho, a través de la pulsera, que van a televisar un pequeño programa desde dentro del vehículo, exactamente a las siete y media. Si he comprendido bien sus instrucciones y llevado a cabo las modificaciones correctas, esta televisión debería poder recibir su transmisión ahora.

Encendió y buscó el canal 44, no se veía más que nieve y estática. Nick no pudo reprimir el comentario:

—Estupendo, Troy. Robará puntos a cualquier serial o a los vídeos musicales. Contemplar esto requiere menos inteligencia que…

De pronto apareció una imagen en la pantalla. La luz no era muy buena, pero Carol se reconoció inmediatamente en la escena. Estaba de pie de espaldas a la cámara y sus dedos se movían encima de lo que parecía ser una mesa. Una versión orquestada de Noche de Paz por un instrumento parecido a un órgano acompañaba la imagen.

—Éste es el cuarto de música de que os hablé —explicó Carol a Nick—. Supongo que ese conserje tenía una cámara de vídeo además de todo lo otro.

La escena televisada cambió rápidamente a una fotografía de los ojos de Carol. Por espacio de cinco segundos, sus ojos maravillosos y asustados llenaron casi por completo la pantalla. Parpadeó un par de veces antes de que la cámara se alejara y la revelara de frente, aterrorizada y temblorosa con su bañador. Carol se estremeció al recordar el horror de aquellos segundos en que los apéndices de la cosa habían entrado en contacto con su persona. Todo podía verse en el vídeo, incluso algunas partes en cámara lenta. Una de las escenas mostradas fue el movimiento deliberado de las cerdas sobre su pecho, incluyendo ambos pezones enhiestos. ¡Dios mío!, pensó. No me di cuenta de que estaban erectos, quizás fuera cosa del miedo. Carol se revolvió, estaba sorprendentemente turbada ante Nick.

Había cierta discontinuidad en el programa. En la escena siguiente, los tres vieron a Troy, tendido en el suelo en alguna parte, con más cuerdas sujetándolo que las que los liliputienses utilizaron para amarrar a Gulliver. La cámara recorrió toda la estancia, los conserjes o vigilantes estaban en una de las esquinas, los apéndices que les remataban no se parecían siquiera, pero ambos tenían el mismo cuerpo central, como de amibas, del que se enfrentó con Carol y Troy. Al otro extremo de la habitación una pareja de alfombras estaban de pie, juntas. Por sus movimientos parecía que estaban enfrascadas en una conversación. Nick, Carol y Troy se fijaron en ello mientras la cámara se quedó fija unos segundos. Las alfombras aparentemente terminaron de conferenciar y se dispararon en direcciones opuestas.

Los últimos encuadres de la transmisión fueron vistas de la cabeza de Troy mostrando más de cien cables e insertos conectados a su cerebro. Después, la pantalla volvió a la nieve y la estática.

—¡Vaya! —exclamó Nick, parado un instante—. ¿Pueden volverlo a pasar? —se levantó—. Has estado tremenda —dijo a Carol— pero creo que tus escenas deben ser revisadas si queremos una buena nota.

Carol le miró ruborizándose:

—Lo siento, Nick, pero no resultas un buen comediante. Ya tenemos uno y creo que con él basta —miró el reloj de la mesilla de noche—. Sólo nos quedan quince minutos para trazar nuestros planes, no más, y además tengo que vestirme. ¿Por qué no hablas con Troy de lo que has decidido y a la conclusión que has llegado sobre el Santa Rosa mientras me cambio? —agarró una blusa y unos pantalones y pasó al cuarto de baño.

—¡Eh!, espera un poco —protestó Nick—. ¿Es que no vamos a discutir quién entró en mi piso y en tu habitación del hotel?

Carol se detuvo ante la puerta del baño:

—No hay sino dos posibilidades que tengan sentido, se trata de la Marina o de los amigos locos del Ambrosia. Uno u otro, no tardaremos en averiguarlo… —esperó un momento y una enigmática sonrisa apareció en sus labios—. Quiero que los dos estudiéis la forma de robar el oro de Homer. Esta noche, antes de volver a encontrarnos, mañana por la mañana, con nuestros amigos extraterrestres.