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—Pero, Richard —protestó Ramírez—, podríamos meternos en líos.

—No veo por qué —respondió Todd—. Ni por qué tendría que saberse. La Marina creó el sistema, en principio, para sus propios barcos. No podemos permitir que nadie más lo utilice, lo que tenemos que hacer es interrogar el registro principal y conseguir el Dopler y la historia de tiempo y alcance para su código de identificación. Entonces podremos imaginar dónde están. Es fácil. Lo hacemos todo el tiempo con nuestros propios barcos.

—Pero firmamos un convenio marítimo restringiendo nuestro acceso a los registros privados, excepto para los casos de vida o muerte, o de seguridad nacional —objetó Ramírez—. No podemos buscar entre los archivos del satélite sólo porque tú y yo sospechemos de que cierto barco está en misión ilegal. Necesitamos más autoridad.

—Mira, Roberto —insistió Todd vehementemente—, ¿quién te crees que va a darnos permiso? No tenemos las fotografías, sólo tenemos tu palabra, no. Debemos actuar por nuestra cuenta, si nos equivocamos, nadie tiene que saberlo. Si tenemos razón, si cazamos a ese canalla, entonces seremos héroes los dos, y nadie se meterá con nosotros por lo que hemos hecho.

Ramírez guardó silencio unos instantes:

—¿No crees que deberíamos informar por lo menos al comandante Winters? Después de todo, él es el oficial encargado de la investigación Panther.

—De ningún modo —se apresuró a decir el teniente Todd—. Ya le oíste ayer en la reunión. Piensa que ya nos hemos pasado, no desearía otra cosa que empapelarnos. Está celoso. —Todd se dio cuenta de que Ramírez dudaba aún—. Te diré lo que haremos, le llamaremos después de descubrir dónde está el barco.

El teniente Ramírez sacudió la cabeza:

—Eso no nos servirá de nada. Seguimos excediéndonos en nuestra autoridad.

—¡Mierda! —gritó Todd exasperado—. Dime lo que tenemos que hacer y lo haré. Sin ti. Cargaré con todo el riesgo. —Calló y miró directamente a Ramírez—. No puedo entenderlo, supongo que vosotros los mexicanos no tenéis tripas. Tú eres el único que vio el misil en la fotografía pero Ramírez entrecerró los ojos. Su voz se hizo dura:

—Ya basta, Todd. Cogeremos los datos, pero si esto termina en desastre, yo personalmente, te retorceré el cuello con estas manos.

—Ya sabía que lo verías como yo. —Todd sonrió siguiendo a Ramírez hasta una consola de mando.

El comandante Winters colocó el cartón de seis «Cocas» encima del hielo y cerró el refrigerador.

—¿Algo más —gritó desde la puerta a su mujer e hijo— antes de que cargue esta cosa en el coche?

—No, señor —fue la respuesta desde el camino. El comandante recogió el refrigerador y lo llevó hacia fuera—. ¡Brrr! —exclamó al cargarlo en el maletero abierto—. Lleváis comida y bebida suficiente para doce personas.

—Ojalá vinieras con nosotros —dijo Hap—. El resto de los padres estará allá.

—Lo sé, lo sé, pero estará tu madre. Y yo necesito prepararme un poco para esta noche —abrazó a su hijo—. Además, Hap, ya hemos hablado de esto antes. Últimamente me siento incómodo en las actividades parroquiales organizadas, creo que la religión es algo entre Dios y el individuo.

—No pensaste siempre así —intervino Betty desde el otro lado del coche—. En realidad, te encantaban los picnics de la iglesia, jugábamos a la pelota y nadábamos y nos reíamos toda la noche… —había un deje de amargura en su voz—. Vámonos, Hap —dijo después de una pausa—. No queremos llegar tarde. Da las gracias a tu padre por ayudarnos a cargar.

—Gracias, papá. —Hap entró en el coche y Winters cerró la puerta. Se despidieron con las manos cuando el «Pontiac» salió del camino, marcha atrás, a la calle. Al verles alejarse, Winters dijo para sí: Debo estar más tiempo con él. Ahora ya me necesita, si no lo hago pronto será demasiado tarde.

Dio la vuelta y entró en la casa. Se paró ante la nevera, abrió la puerta y se sirvió un vaso de zumo de naranja. Mientras lo bebía miró por la cocina a su alrededor, Betty había ordenado todo lo del desayuno y metido los platos en el lavavajillas. Los poyos estaban limpios, el periódico de la mañana cuidadosamente doblado sobre la mesa. La cocina estaba limpia, ordenada. Como su mujer. Aborrecía el desorden de todo tipo. Recordó una mañana, cuando Hap estaba todavía en pañales y vivían en Norfolk, Virginia. El chiquillo había estado golpeando, feliz, la mesa de la cocina, y de pronto sus brazos se dispararon tirando la taza de café de Betty y la jarrita de la leche al suelo. Ambas cosas se hicieron añicos y mancharon toda la cocina. Betty dejó bruscamente de comer. Cuando volvió a sentarse ante sus huevos revueltos completamente fríos, no se veía el menor indicio por ninguna parte, ni en el suelo ni en la parte baja de los armarios, ni siquiera en el cubo de la basura (había hecho un paquete con la loza rota y lo metió en una bolsa, que llevó a los cubos de basura del exterior) de que hubiera ocurrido un desastre.

Justo a la derecha de la nevera de los Winters, colgada en la pared de la cocina, había una pequeña placa con unas sencillas palabras: «Por que Dios amaba tanto al mundo, que entregó a Su único Hijo, para que el que crea en Él tenga la vida eterna… Juan 3:16». Vernon Winters veía esta placa de la cocina todos los días, pero hacía meses o tal vez años que, realmente, no había leído las palabras. En este sábado por la mañana las leyó y se conmovió. Pensó en el Dios de Betty, un Dios muy parecido al que había adornado en su infancia y adolescencia de Indiana, un anciano silencioso, tranquilo y sabio, que estaba sentado en alguna parte del cielo viéndolo todo, sabiéndolo todo, esperando recibir y contestar nuestras oraciones. Era una imagen hermosa y sencilla. «Padre nuestro que estás en los cielos», dijo recordando los centenares o tal vez millares de veces que había rezado en la iglesia. «Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad. En la tierra como en el cielo…»

Y ésta es tu voluntad para mí, anciano, pensó Winters un poco escandalizado por su propia irreverencia. Durante ocho años me has dejado de la mano, me has ignorado, me has probado como a Job. O quizá me has castigado. Se acercó a la mesa de la cocina, se sentó y bebió otro sorbo de su zumo de naranja. Pero ¿he sido perdonado? Aún no lo sé. Ni una sola vez en todo este tiempo me has dado una señal, pese a mis oraciones y mis lágrimas. Una vez, pensó, inmediatamente después de Libia, pensé que quizás

Recordó hallarse medio dormido en la playa, echado con los ojos cerrados, sobre una gran toalla. A distancia oía el mar y las voces de los niños, incluso ocasionalmente creía distinguir la voz de Hap o de Betty. El sol de aquel verano era caliente, relajante. Una luz empezó a moverse en el interior de sus párpados. Winters abrió los ojos, no podía ver gran cosa porque la luz del sol era demasiado brillante, y en sus propios ojos notaba también un resplandor, un brillo metálico. Se hizo sombra con las manos sobre la frente. Una niñita de pelo largo, de un año tal vez, estaba por encima de él, mirándole, el brillo procedía de un largo peine de metal en su cabello.

Winters cerró los ojos y volvió a abrirlos. Ahora podía verla mejor, había movido un poco la cabeza y el destello había desaparecido, pero seguía mirándole fijamente, sin la menor expresión en su cara. No llevaba más que un pañal. Comprendió que era extranjera. Árabe tal vez, pensó en aquel momento, volviendo a mirar sus ojos oscuros y almendrados. Ni se movía ni decía nada, sólo le contemplaba, curiosa e, insistente, sin parecer darse cuenta de nada que él hiciera.

—¡Hola! —le dijo Winters—. ¿Quién eres?

La pequeña niña árabe no dio señales de haber oído nada, pero pasados unos segundos le señaló de pronto con el dedo y pareció enfadada. Winters se estremeció y se incorporó bruscamente. Su rápido movimiento asustó a la pequeña que se echó a llorar. Quiso cogerla pero se apartó, resbaló, perdió el equilibrio y cayó en la arena. Su cabeza se golpeó contra algo duro al caer y empezó a sangrar resbalándole la sangre por la cabeza y el hombro. Aterrorizada, primero por la caída y después por ver su propia sangre, la niña empezó a sollozar.

Winters se acercó a ella, debatiéndose contra su propio pánico al ver como caía la sangre sobre la arena. Algo inexplicable cruzó por su mente y decidió levantar a la niña árabe y consolarla, pero ella se revolvió violentamente contra él, con el abandono y la sorprendente fuerza de un bebé que lucha para liberarse. Volvió a caer en la arena, esta vez de lado, esparciendo sobre ella más gotas de sangre. Ahora estaba completamente histérica y lloraba con tal fuerza que a veces perdía el aliento, con la carita roja de miedo y rabia. Volvió a señalar a Winters.

A los pocos segundos un par de brazos morenos la recogieron desde lo alto. Por primera vez, Winters observó que había otras personas a su alrededor, muchas, en realidad. La pequeña había sido recogida por un hombre que debía ser su padre, un árabe bajo y fuerte de veintitantos años, con un bañador azul brillante. Sostenía a su hija con ademán protector, mirando como si buscara pelea, y consolando a una joven esposa angustiada cuyo llanto se mezclaba con el llanto enloquecido de la niña. Ambos padres miraban a Winters como acusándole mientras la madre secaba la cabeza sangrante de la pequeña con una toalla.

—No quería hacerle daño —dijo Winters, comprendiendo al hablar que lo que decía sería mal interpretado—. Cayó y se golpeó la cabeza con algo y yo… —Los árabes se alejaban lentamente. Winters se volvió a los demás, quizás una docena de personas, que se habían acercado en respuesta a los gritos de la pequeña. También le miraban de un modo raro—. No quería hacerle daño —repitió en voz alta—. Yo sólo… —Dejó de hablar, grandes lagrimones le resbalaban por el rostro y caían en la arena. ¡Por Dios!, pensó. Estoy llorando. No me extraña que esta gente

Oyó otro grito. Betty y Hap por lo visto llegaban cuando la pareja de árabes se marchaban con su hija herida. Ahora, al ver la sangre en las manos de su padre, Hap, de cinco años, se había puesto a llorar y escondía la cara en la cadera de su madre. Lloraba y lloraba. Winters se miró las manos y luego a la gente que le rodeaba, e impulsivamente, se agachó para limpiarse las manos en la arena. El llanto de su hijo era un contrapunto a su vano intento de limpiarse las manos de sangre.

Arrodillado en la arena, el comandante Winters miró a su mujer Betty por primera vez desde que empezó el incidente. Lo que vio en su rostro fue terror abyecto. Le suplicó consuelo con la mirada, pero ella en cambio, se arrodilló también, con los ojos opacos, cuidando de no asustar a su hijo que se agarraba a ella y empezó a rezar. «Señor Dios», empezó a decir con los ojos cerrados.

La gente se fue dispersando poco a poco, algunos de ellos acercándose a la familia árabe para ver si podían ayudarles. Winters siguió de rodillas en la arena, sacudido por sus propios actos. Por fin Betty se levantó, consoló a su hijo Hap diciéndole que no pasaba nada y sin abrir la boca recogió cuidadosamente su bolso de playa y las toallas y empezó a andar hacia el aparcamiento… Su marido la siguió.

Abandonaron la playa y regresaron a Norfolk donde vivían. Y nunca me preguntó nada, pensó Winters sentado ante la mesa de su cocina ocho años después. Ni siquiera dejó que le hablara de ello, por lo menos en tres años. Fue como si nunca hubiera ocurrido. Ahora alguna vez lo menciona, pero todavía no lo hemos comentado.

Terminó el zumo de naranja y encendió un cigarrillo. Al hacerlo pensó inmediatamente en Tiffani y en la noche pasada. Miedo y deseo se revolvieron en Winters ante la idea de la noche que se acercaba. También descubrió que sentía un curioso deseo de rezar. ¿Y ahora, Dios mío, vuelves a ponerme a prueba? De pronto se notó enfurecido. ¿O estás burlándote de mí? Puede que para Ti no bastara con abandonarme, dejarme a la deriva, quizá no estabas satisfecho hasta humillarme. Otra vez sintió necesidad de llorar, pero resistió. Winters aplastó el cigarrillo y se levantó de la mesa; se acercó al lado de la nevera y arrancó de la pared la placa con el versículo de la Biblia. Se disponía a tirarla a la basura, pero después de pensarlo un segundo, recapacitó y la guardó en uno de los cajones de la cocina.