La luna llena se levanta sobre el plácido océano. Troy contempla los rayos de luz, observa cómo brillan sobre el agua quieta, Angie aparece y se alza en el agua frente a él. Lleva un traje de baño blanco ceñido al cuerpo, de una sola pieza, y está en el agua cubierta de cintura para abajo.
Le llama y él cruza la arena húmeda en dirección al agua, va descalzo y lleva también un bañador blanco. El agua es sorprendentemente tibia y Angie empieza a cantar. Su magnífica voz va envolviéndole a medida que se acerca a ella sobre el ligero oleaje.
Sé tocan y se besan. Ella se aparta y le dirige una sonrisa de ánimo, Troy siente que se está excitando. De pronto, una sirena rasga el aire, deshaciendo la calma de la noche. Al instante el mar se vuelve agitado, cubierto de borreguitos. Troy se vuelve alarmado, y mira hacia la playa pero no ve nada especial. Vuelve a mirar al océano, Angie ha desaparecido. Lejos, en la distancia, Troy cree ver el principio de una ola inmensa. La sirena vuelve a ulular y Troy descubre una masa informe cabalgando sobre una ola cercana, a la luz de la luna.
Se dirige hacia el objeto. La ola enorme se define, ya en la distancia, llenando la mitad de su pantalla de sueño. La masa es un cuerpo negro y vestido con camiseta roja y tejanos. Las sirenas aumentan el volumen de su canto, Troy da la vuelta al cuerpo y mira el rostro: Es su hermano Jamie.
Troy Jefferson pegó un salto en su cama, con el corazón latiéndole furiosamente, mientras su mente trataba de formar la transición entre el mundo del sueño y la realidad. En la calle, cerca de su dúplex pasó chillando una sirena. Podía distinguir por el cambio de frecuencia si el coche policial o la ambulancia acababa de pasar delante de la puerta de su casa. Se desperezó y se levantó de la cama, el reloj digital de la mesilla marcaba las 3.03.
Fue hacia la cocina, a la nevera, y se sirvió un vaso de zumo de pomelo. Escuchó la sirena que se alejaba hasta que dejó de oírla. Después pasó otra vez al dormitorio, al cruzar el distribuidor le sorprendió el sonido de otra sirena, ésta aún más fuerte, que parecía acercarse hasta allí. Por unos segundos, creyó que la sirena se había detenido ante su puerta y recordó, vividamente, otra sirena en mitad de la noche. Su corazón volvió a latir con fuerza: «Jamie» se dijo Troy «¿por qué tuviste que morir?».
Aun podía ver con toda claridad los acontecimientos de aquella noche. Nada de aquel cuadro se había desdibujado siquiera un poco en su mente. El primer recuerdo era el de ellos tres, Jamie, Troy y su madre, sentados silenciosamente durante la cena, comiendo pollo frito y puré de patatas. Jamie acababa de llegar a casa, de Gainesville, aquella tarde, para empezar las vacaciones de primavera y había pasado casi una hora, antes de que se sentaran a cenar, entusiasmando a su hermano de quince años con historias de fútbol y de la vida universitaria. Jamie había sido el ídolo de Troy durante su infancia; guapo, inteligente, y coherente, reunía además increíbles dotes físicas. Como consecuencia de ello había jugado de medio para los «Florida Gators» en su primer año y se le suponía un potencial All American en la siguiente temporada. Cuando Jamie se fue a la Universidad, Troy le había añorado amargamente al principio, pero en los siguientes dieciocho meses había aprendido a aceptar su ausencia y esperar impaciente las vacaciones de su hermano.
—Así que, hermanito —le había dicho Jamie sonriente al terminar de cenar y apartar su plato— ¿qué me cuentas? ¿Ya has terminado otro curso, tienes puntuación suficiente para futuro astronauta?
—Me ha ido muy bien —respondió Troy ocultado su orgullo—. He sacado un notable alto en Estudios Sociales porque mi profe pensó que había adoptado una postura antiamericana en mi ejercicio sobre el Canal de Panamá.
—Creo que un notable ocasional es aceptable —rio Jamie, dejando entrever su afecto por su hermano menor—. Pero apuesto a que Burford no tuvo muchos notables cuando estaba en noveno.
Siempre que Troy recordaba la noche terrible en que su hermano murió, pensaba en Guion Burford, el primer astronauta negro. Pero la mayoría de las veces, su memoria, ya que le resultaba muy doloroso el terrible recuerdo de su hermano muriendo en sus brazos, escapaba a tiempos más felices, al recuerdo de su hermano Jamie, tan vivido como la escena de su muerte, pero feliz y reconfortante en lugar de desgarrador y deprimente.
Durante el verano anterior a su muerte, un día húmedo y caluroso de últimos de agosto, Jamie Jefferson había arreglado una tercera entrevista con su entrenador de fútbol de Florida, para pedirle permiso para saltarse dos días el entrenamiento. Quería llevar a su hermanito Troy, a ver el lanzamiento del cohete espacial. La primera vez que se vieron, el entrenador se había opuesto vigorosamente a que Jamie dejara de participar en los importantes entrenamientos, pero no había llegado a negarle el permiso.
—Es que no me comprende, entrenador —había insistido al principio de su tercera y última entrevista sobre el tema—. Mi hermano no tiene padre. Y es un genio en ciencias y matemáticas. Hace saltar todas esas pruebas, estandarizadas, de aptitud. Necesita un modelo, necesita saber que los negros pueden hacer algo más importante que deportes.
El entrenador se había ablandado finalmente y concedido permiso a Jamie, pero sólo porque comprendió que se iría de todos modos.
Jamie condujo el destartalado «Chevrolet» por Florida sin parar, recogió a su hermano en Miami y continuó hacia el norte sin dormir, y otras cuatro horas más hasta Cocoa Beach. Llegaron en plena noche y Jamie, agotado, aparcó el coche en un acceso a la playa, junto a un chalet de siete pisos en el lugar más bonito de ésta.
—Bien, hermanito —le había dicho—, ahora vamos a dormir.
Pero Troy no había podido dormir, estaba demasiado excitado pensando en el lanzamiento previsto para la noche siguiente, el octavo cohete, pero el primero, en ser lanzado de noche. Había estado leyendo todo lo que pudo encontrar sobre el astronauta Burford y los planes para la misión. Imaginaba que estaba en el futuro y que él, Troy Jefferson, era el astronauta a punto de ser lanzado al espacio. Después de todo, Burford era la prueba viviente de que podía hacerse, de que un americano negro podía llegar a lo más alto de la sociedad y, gracias a su inteligencia, personalidad, y trabajo duro hacerse un héroe popular.
Al despuntar el día, Troy salió del coche y anduvo hasta la playa. Todo estaba en silencio y tranquilo. Los compañeros de Troy fueron unos paseantes, unos deportistas que hacían jogging y un par de aquellos estrafalarios cangrejos con ojos giratorios, que corrían de lado para esconderse bajo la arena. Hacia el norte, Troy podía ver alguna de las rampas de lanzamiento de los cohetes no tripulados, en la Base de las Fuerzas Aéreas de Cabo Cañaveral… pero en su imaginación eran las rampas de lanzamiento de su propia lanzadera. Se preguntó qué estaría haciendo el astronauta Burford en aquel momento. ¿Qué tomaría para desayunar? ¿Estaría con su familia o con la tripulación de astronautas?
Jamie se despertó cerca del mediodía y los hermanos pasaron las primeras horas de la tarde en la playa, riendo y jugando con las olas. Después, compraron unas hamburguesas y condujeron la última media hora hasta el Centro Espacial Kennedy. Jamie había conseguido de un aficionado de los «Gators», un ejecutivo aeroespacial que vivía en Melbourne, unas entradas para el área de los VIPS. Llegaron justo antes de la caída de la noche. A cuatro millas de distancia, el impresionante montaje de lanzamiento del cohete, consistente en el orbital montado sobre un tanque exterior color naranja, con dos cohetes de lanzamiento a los lados, se alzaba adosado a su torre cuando empezó la cuenta atrás.
Ninguna otra experiencia en la vida de Troy podía rivalizar con su contemplación de la explotación del lanzamiento de aquella noche. Mientras escuchaba el anuncio de la cuenta atrás por los altavoces del área de los VIPS, estaba anhelante, impaciente, pero sin miedo. No obstante, cuando se encendieron los motores llenando la noche de Florida de llamaradas rojo-anaranjadas y gruesas nubes de humo blanco, los ojos de Troy casi se salieron de las órbitas. Pero fue la suma de ver la gigantesca nave espacial elevándose lenta y majestuosamente hacia el cielo con una fina cola de fuego, y de oír el rugido constante puntuado por unos plops inexplicados (que a la distancia de solamente cuatro kilómetros le llegaban unos segundos después de la llamarada de ignición) lo que realmente le produjo carne de gallina, hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas y que un estremecimiento sacudiera su cuerpo. La intensa excitación emocional le duró más de un minuto. Estaba junto a su hermano Jamie, agarrado fuertemente de su mano, con la espalda arqueada en su esfuerzo por seguir la llamarada cada vez más alta, que desaparecía finalmente en el cielo nocturno.
Después, volvieron a dormir en el coche. Jamie dejó a Troy en la parada del autobús, en Orlando, y regresó a Gainesville para los entrenamientos. El joven Troy se consideró una persona nueva, que la experiencia había transformado. En la semana siguiente siguió obsesivamente el vuelo. Burford fue su héroe, su nuevo ídolo. Durante la primera mitad del año siguiente, se aplicó intensamente en su trabajo escolar. Tenía una meta, iba a ser astronauta.
Poco sabía Troy que en una noche de marzo, sólo siete meses más tarde sufriría una nueva experiencia, pero ahora devastadora y profundamente perturbadora, que ensombrecería por completo la excitación que sintió en el lanzamiento. Aquella noche de marzo, a eso de las ocho, Jamie se detuvo en su habitación y le dijo:
—Voy a ver al hermano de María. Probablemente terminemos en el cine.
María Álvarez tenía dieciocho años y estaba aún en la escuela superior. Desde hacía dos años era la novia fija de Jamie. Vivía en Little Habana junto con su familia cubana y ocho parientes más.
Troy le había dado un abrazo:
—Me alegro de que estés aquí, Jamie. ¡Tengo tantas cosas que enseñarte! En la escuela te he hecho unos auriculares de casco…
—Quiero verlo todo —le interrumpió su hermano—. Pero mañana, a primera hora. Bueno, no te acuestes tarde, los astronautas necesitan dormir mucho para estar siempre alerta. —Jamie sonrió al salir de la alcoba de su hermano. Fue lo último que Troy le oyó decir.
Nunca pudo recordar qué fue lo primero que oyó cuando despertó en mitad de la noche. El llanto desesperado de su madre mezclado con las sirenas cercanas que creaban una aterradora e inolvidable confusión de sonidos. Troy bajó corriendo la escalera hasta llegar al patio, vestido solamente con los pantalones del pijama. El sonido de la ambulancia se acercaba. Su madre estaba al final del caminillo de acceso a la casa, inclinada sobre un cuerpo oscuro caído parte en la calle, delante del «Chevrolet» de Jamie, y parte en su patio. Tres policías y media docena de curiosos rodeaban a la desesperada madre.
—Consiguió de algún modo llegar a casa —oyó decir a un policía mientras, asustado, trataba de imaginar lo que había ocurrido—. Es algo increíble después de ver la sangre que perdió. Debió de recibir cuatro tiros en el vientre…
El llanto de su madre se intensificó y en aquel momento Troy ató cabos y reconoció el cuerpo. Se estremeció, gimió, y se dejó caer de rodillas junto a la cabeza de su hermano.
Jamie se debatía por respirar. Sus ojos estaban abiertos pero no parecía ver nada.
Acunó la cabeza entre sus manos. Miró el vientre de su hermano, su camisa estaba roja de una sangre que parecía fluir incesantemente justo encima de sus genitales. Había sangre de Jamie en los tejanos, en el suelo, por todas partes. Troy sintió náuseas y tuvo una arcada involuntaria; pero no echó nada. Sus ojos están llenos de lágrimas ardientes.
—Suponemos que fue un tiroteo de bandas —murmuró el policía—. Probablemente una equivocación, todo el mundo sabe que Jamie no estaba mezclado en nada de eso.
Llegaron los reporteros. Las cámaras lanzaron sus fogonazos, se acercaron más sirenas.
Los ojos de Jamie se apagaron. No parecía respirar. Troy estrechó la cabeza de su hermano contra su pecho e instintivamente comprendió que estaba muerto. Se echó a llorar inconteniblemente.
—¡No! —musitaba—. ¡No! Mi hermano, ¡no! Jamie, ¡no! Nunca hizo daño a nadie.
Alguien trató de consolarle, le dieron unas palmaditas en la espalda, pero Troy se los sacudió violentamente:
—Déjenme solo —gritó entre sollozos—. Era mi hermano, mi único hermano. —Pasados unos segundos Troy, con ternura, volvió a dejar la cabeza de Jamie en el suelo y se desplomó desesperado a su lado.
Casi a las tres y media de la mañana, diez años más tarde, en marzo de 1994, Troy Jefferson estaba en casa, solo en su dúplex. Desvelado por el recuerdo de aquel momento terrible en que Jamie murió. Experimentaba de nuevo el dolor de aquella pérdida y volvió a darse cuenta, claramente, de que la mayor parte de sus sueños de adolescente había muerto con su hermano, que había abandonado sus sueños de Universidad y de ser un astronauta porque estaban inextricablemente unidos a su recuerdo de Jamie.
A trancas y barrancas había terminado sus estudios superiores en los tres años siguientes a la muerte de Jamie. Pero habían sido precisos los esfuerzos combinados de su madre, de la escuela, y de las autoridades de la ciudad para evitar que Troy abandonara la escuela sin más. Después, tan pronto se hubo graduado, abandonó Miami, o mejor dicho, huyó lejos de lo que había ocurrido y de lo que pudo haber sido. Durante dos años vagó sin rumbo por toda América del Norte, un hombre negro, joven y solitario, sin amor ni amistades, en busca de algo que colmara aquella sensación de vacío que era su compañera constante.
Y finalmente vine a Cayo West, pensaba Troy años después al volver a meterse en la cama, ya en mitad de la mañana, para dormir un par de horas más. Y por alguna razón me monté un hogar. A lo mejor justo a tiempo, o quizás había aprendido lo bastante para saber que la vida sigue… Pero, por lo menos, aunque la herida jamás se curó, me sobrepuse a Jamie. Y encontré al perdido Troy, o así lo espero.
Volvió a recuperar el sueño que las sirenas habían truncado. Angie, con su bañador blanco, estaba hermosa a la luz de la luna. Y ahora lo que hemos dejado sin terminar, rio Troy para sus adentros, concentrándose en la imagen de Angie al volverse a dormir.