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«Dices, despacio… no puedo seguir… la otra mano cede…»

Brenda se inclinó y bajó el volumen de la cassette:

—Soy yo, Mr. Stubbs, de veras, Brenda Goldfine. ¿No me reconoce?

Se lo estaba diciendo a gritos a un viejo de uniforme azul, sentado en un taburete sobre una pequeña torre circular, en mitad de la carretera.

—Y ésta es Teresa Silver, sentada atrás, no se encuentra bien. Venga, levante la barrera y déjenos pasar.

El guardia de seguridad bajó de su asiento y se acercó despacio a la delantera del viejo «Pontiac» de Nick.

Anotó la matrícula y fue junto a la ventanilla de Brenda.

—Por esta vez pasa, Brenda, pero esto es ir contra las reglas. Todos los visitantes que entren en Windsor Cove, después de las diez de la noche, deben advertirlo mucho antes.

Por fin el guarda levantó la barrera y Nick pudo arrancar su coche.

—Este tío es realmente un desastre —comentó Brenda chupándose las encías—. Cristo, parece como si fuera el propietario de esto o algo parecido.

Nick había oído hablar de Windsor Cove. Mejor dicho había leído algo; una vez estando en casa de su tío en Potomac, Maryland, vio un ejemplar de Town and Country sobre la mesa y leyó sobre la «vida elegante de Windsor Cove». Ahora, al conducir por delante del más prestigioso sector de Palm Beach, se quedó impresionado por el despliegue ostentoso de la riqueza.

—Ahí. Ésa es la casa de Teresa.

Brenda señaló un edificio colonial, apartado unos doscientos metros del camino. Nick entró en la avenida semicircular y se paró delante de un camino que llevaba hasta la casa. Era un lugar imponente. Dos pisos, seis columnas blancas de más de seis metros de altura, una puerta maciza cuya parte superior terminaba en una ventana de medio arco de vidrieras emplomadas, representando una garza blanca que volaba sobre un cielo azul lleno de nubes blancas. Brenda miró al asiento trasero del coche, donde su amiga parecía estar sin sentido.

—Mira, será mejor que me dejes a mí, subiré a hablar con Mrs. Silver y le explicaré todo lo ocurrido. Sino te verás metido en un buen lío. A veces saca conclusiones precipitadas.

Cuando Brenda llegó a la puerta principal para llamar, ésta se abrió. Una mujer atractiva, con una blusa oscura de color rojo y un elegante pantalón negro, esperaba. Nick supuso que había sido llamada por el guarda de seguridad. No podía entender la conversación pero veía que la madre de Teresa estaba haciendo preguntas. Pasados unos minutos Brenda y la mujer se acercaron al coche.

—No me has dicho que todavía estaba sin sentido —Nick oyó una voz sorprendente, ronca, con un vago acento, europeo quizás—. Mira Brenda, ésta es la última vez que sale contigo. No puedes controlarla. Ni siquiera creo que lo intentes —la voz sonaba airada pero sin estridencias.

Nick abrió su puerta y bajó del coche.

—Éste es el chico de que le he hablado. Mrs. Silver —prosiguió Brenda—. Sin él, Teresa seguramente estaría aún en la playa.

Mrs. Silver tendió la mano y Nick la tomó sintiéndose muy torpe. No sabía estrechar manos de mujer.

—Creo que estoy en deuda con usted, joven —le dijo con amabilidad—. Brenda me ha dicho que ha salvado a Teresa de todo tipo de horrores. La luz de las farolas de la calle jugó sobre sus facciones esculpidas. Su mano era suave, sensual. Nick olió algo de perfume exótico. Sus ojos estaban fijos en los de él, firmes e inquisitivos.

—Sí, señora —contestó Nick turbado—, quiero decir que había bebido demasiado y pensé que la pandilla de adolescentes con los que estaba parecían algo descontrolados —calló. Ella seguía observándole, calibrándole. Él empezó a agitarse sin comprender la razón—. Alguien tenía que ayudarla y yo estaba por allí… —terminó.

Mrs. Silver le dio las gracias y se volvió hacia Brenda.

—Tu madre te está esperando pequeña. Estaremos aquí fuera hasta que llegues a casa. Haz una señal con las luces cuando llegues.

Brenda pareció encantada de que la despidieran. Salió corriendo en la noche en dirección a la casa más cercana, a unos cien metros de distancia.

Hubo una pausa momentánea mientras contemplaban a la chiquilla de dieciséis años desaparecer en la oscuridad. Nick se encontró dirigiendo miradas furtivas al perfil de Mrs. Silver. Una percepción inexplicable de lo que sentía le hizo ponerse más nervioso. ¡Jesús!, qué bella es. Y joven. ¿Cómo puede ser la madre de la chica? Se debatía en un mar de pensamientos cuando vio parpadear las luces a distancia.

—Bien —dijo ella volviéndose a Nick con una sonrisa—. Brenda ya está en casa. Ahora podemos ocuparnos de Teresa —se detuvo un momento y se echó a reír—. ¡Oh!, casi se me olvidaba. No hemos sido presentados, soy la madre de Teresa, Mónica Silver.

—Yo soy Nick Williams —respondió. Los ojos oscuros de Mónica volvían a estar fijos en él. A la luz reflejada, la expresión de sus ojos parecía variar. Por momentos era un duende, después una conquistadora, luego una digna dama de la sociedad de Palm Beach. ¿O lo estaba imaginando? Ya no podía devolverle la mirada. Sintió que se ruborizaba al desviar la vista.

—Tuve que llevarla en brazos desde la playa al aparcamiento —explicó Nick bruscamente, mientras iba a la puerta trasera de su coche y la abría. La adolescente estaba apoyada en la puerta y casi se cayó. No reaccionó, la cogió y se la echó a la espalda—. Así que para mí no es ningún problema entrarla en casa para usted. Estoy acostumbrado.

Anduvieron despacio por el camino, hacia la casa, Mónica Silver andando delante. Nick contempló cómo caminaba delante de él. Se movía sin esfuerzo, como una bailarina, en una postura casi perfecta. Su cabello negro estaba peinado en un moño enroscado. Debe ser muy largo, pensó para sí entusiasmado, imaginando aquel pelo suelto sobre la hermosa espalda.

Era una noche típicamente tibia y húmeda de Palm Beach. Cuando llegaron a la entrada Nick estaba sudando.

—¿Quiere hacerme un favor más, Nick? ¿Puede subirla a su dormitorio? Mi marido no está en casa y el servicio ya se ha acostado. Y tengo serias dudas de que se recobre lo suficiente para subir la escalera, incluso ayudándola, en estos momentos.

Nick siguió las instrucciones de Mrs. Silver y llevó a Teresa a través del porche hasta el cuarto de estar, por los peldaños de la entrada hasta la escalera y por ella al piso hasta su alcoba. Era enorme. En su cuarto, Teresa disponía de una cama grande con cuatro columnas, una televisión gigante, un armario entero de películas para el vídeo y un sistema de sonido que hubiera hecho honor a cualquier grupo de rock and roll. Posters de Bruce Springsteen y fotografías por toda la estancia. Nick depositó suavemente a Teresa sobre su cama y ésta murmuró «Gracias» indicándole que, por lo menos, estaba semiconsciente. Su madre se inclinó sobre ella y la besó.

Nick las dejó solas, bajó la escalera y pasó al cuarto de estar. Le costaba creer que alguien pudiera realmente vivir en una casa como aquélla. El cuarto de estar, sólo, era mayor que la casa de Falls Church donde él creció. Recorrió la estancia. Había pinturas en las paredes, arañas de cristal colgadas del techo y una acumulación de objetos de arte repartidos por las mesas y por cada rincón y hornacina. Era demasiado para él, estaba abrumado.

Sintió una mano en el hombro e involuntariamente se estremeció. Mónica Silver le reconvino:

—Cielos, ¡qué nervioso está! Soy yo.

Se volvió a mirarla. ¿Lo imaginaba o se había vuelto a peinar y refrescado el maquillaje en los pocos segundos que habían estado separados? Por primera vez la vio a plena luz. Era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto, se quedó sin aliento, y un poco mareado. Fuera no había podido fijarse en su tez, ahora se encontraba mirando sus brazos desnudos, recorriendo la elegante línea de su cuello. Su piel tenía la finura del marfil, deseaba tocarla. Ten cuidado, Williams, oyó que una voz interior le advertía, o cometerás un ultraje. Trató de calmarse.

Pero era inútil, no podía apartar los ojos de ella. Le estaba diciendo algo, le había hecho una pregunta. Estaba tan pasmado por lo que le sucedía que ni siquiera la oía, ni sabía donde se encontraba. Le llevaba a otra parte de la casa, su imaginación había enloquecido. Le condujo a una pequeña habitación con una mesa y le dijo que se sentara.

—Es lo menos que puedo hacer —iba diciéndole—, para pagarle lo que ha hecho por Teresa. Sé que debe tener hambre, todavía nos queda mucho que ha sobrado de la fiesta.

Nick se encontraba en la parte destinada al desayuno, junto a la gran cocina. A su izquierda una puerta llevaba al patio y luego afuera, al jardín trasero. Las luces que bordeaban la gran piscina seguían aún encendidas, podía ver cuidados jardines llenos de rosales en flor, tumbonas, sombrillas de colores, mesas de hierro blancas, con patas de filigrana… no podía creer que todo fuera real. Se sintió transportado a otro mundo, un mundo que solamente existía en los libros y en las películas.

Mónica Silver puso algo de comida sobre la mesa, salmón ahumado, cebollitas, alcaparras, queso tierno, dos tipos de pan diferentes y un plato de una especie de pescado que Nick no supo reconocer.

—Es arenque en adobo —le aclaró sonriendo al fijarse en su expresión. Le pasó una copa de vino, la tomó e inconscientemente la miró a los ojos. Permanecía estático, se sentía débil e impotente, como si le arrastraran hacia sus profundos ojos oscuros, embrujadores, hacia su mundo de riqueza, lujo y belleza. Se le doblaron las rodillas, se le desbocaba el corazón, sentía un cosquilleo en los dedos.

Le llenó la copa de vino blanco y se sirvió ella también.

—Éste es un Burdeos, «Clos des Mouches» —le dijo, chocando ligeramente su copa en la de él—. ¡Brindemos!

Estaba radiante y él hechizado.

—¡Por la felicidad!

Estuvieron hablando más de tres horas. Nick se enteró de que Mónica Silver había crecido en Francia, de que su padre había sido un pequeño comerciante en pieles, de París, y que había conocido a su marido, Aarón (el más importante de los peleteros de Montreal), cuando ayudaba a su padre en la tienda. Contaba diecisiete años en la época del fulgurante noviazgo. Mr. Silver se le había declarado siete días después de haberse conocido, y ella aceptó inmediatamente aunque su futuro marido era veinte años mayor que ella. Se trasladó a Montreal y se casó antes de cumplir los dieciocho años. Teresa nació nueve meses después.

Nick le dijo que estaba en Harvard para graduarse en inglés y francés y para obtener una buena educación en humanidades antes de entrar en la facultad de Derecho. Tan pronto como se enteró de que estaba en tercer curso de francés, pasó a hablar en su idioma nativo. Su nombre se transformó en Monique. Perdía algo de lo que le decía, pero no importaba, entendía la idea. Y su voz dramática, más la música del idioma extranjero, no hacía sino aumentar la fuerza del hechizo provocado por el vino y su belleza.

Nick intentó también hablar francés de vez en cuando. La vergüenza que ordinariamente hubiera experimentado quedó anulada por la magia del entorno y su creciente relación. Rieron juntos, con facilidad, por sus equivocaciones. Estuvo encantadora al corregirle, añadiendo siempre mais vous parlez français très bien, al principio de la velada. Más tarde, cuando la conversación se hizo más personal (Nick habló de sus problemas con su padre; Monique, se preguntó en voz alta si había algo que pudiera hacer una madre con su hija adolescente excepto esperar que hubiera aprendido ciertos valores básicos) Monique se hizo más personal también y empleó el tuteo para hablarle. Esto estableció una mayor intimidad entre ellos, intimidad que fue en aumento a medida que entraban en las primeras horas de la mañana.

Monique hablaba de París, de sus calles románticas, de sus bistros, sus museos, su historia. Nick lo «veía» todo y se sentía transportado con ella a la ciudad de la luz. Le contó sus sueños, cuando crecía, de pasearse por el distrito dieciséis entre los acaudalados, prometiéndose que algún día ella… Él la escuchaba atento, arrobado, con una sonrisa casi beatífica en el rostro. Al final, Monique tuvo que decirle que ya era hora de marcharse porque tenía clase de tenis a primera hora de la mañana. Eran más de las tres. Mientras iban hacia la puerta, él se excusó, ella se echó a reír y le aseguró que había sido muy divertido. Al llegar a la puerta, se puso de puntillas y le besó en la mejilla. Al contacto de sus labios el corazón le saltó fuera del cuerpo.

—Llámame alguna vez —le recordó con una sonrisa juguetona al cerrar la puerta tras él.

Durante más de treinta horas, Nick no pensó en nada más que en Monique. Todo el día estuvo mentalmente hablando de ella, en sus sueños nocturnos fue su amante. La llamó una vez, dos, tres, y en todas habló con su contestador automático. La tercera vez le dejó su número de teléfono y su dirección y sugirió que intentara ponerse en contacto con él cuando sus múltiples compromisos se lo permitieran.

A mediodía del segundo día tras su velada en la mansión de los Silver, en Palm Beach, empezó a calmarse dándose cuenta de que era una insensatez seguir venerando la imagen de una mujer que sólo había visto una noche. Especialmente una mujer que estaba casada con otra persona. Al atardecer fue a la playa para jugar a balonvolea con algunos estudiantes de otras facultades, que había conocido en sus primeros días en Florida. Acababa de lanzar cuando creyó oír su nombre pronunciado por una voz ronca de acento absolutamente inconfundible.

Por un momento creyó estar soñando. A unos diez metros, de pie en la arena, estaba Monique. Llevaba un bikini a rayas, rojo y blanco, y su largo pelo negro suelto sobre la espalda le llegaba a la cintura. El juego cesó. Sus amigos silbaron. Se acercó a ella con el corazón golpeándole las sienes y con el aliento luchando por encontrar la salida de su pecho agarrotado. Monique sonrió y le cogió del brazo. Explicó que había traído a Teresa a Lauderdale a una pequeña fiesta de la escuela y como hacía tanto calor…

Pasearon por la playa y hablaron mientras el sol iba poniéndose tras las casas. Se hallaban totalmente ajenos a los jóvenes que les rodeaban, las olas blancas mojaban sus pies con su agua tibia mientras andaban. Monique insistió en que comieran en casa de Nick, así que pararon para comprar atún, tomates, cebollas y mahonesa para hacer sándwiches. Cerveza fría, patatas fritas y bocadillos sobre una desnuda mesa de formica fueron la cena, el amor fue el postre. Nick casi tuvo un orgasmo al primer beso y su pasión le hizo torpe y divertido cuando intentó quitarle el bikini. Monique le frenó, le sonrió con dulzura, dobló su bikini y el bañador de Nick (mientras él, naturalmente, enloquecía) y se reunió con él en la cama. Después de dos besos, desnudos en la cama, Nick fue presa de un paroxismo de lujuria. Saltó brutalmente sobre Monique y empezó a girar sobre sus caderas. Algo alarmada al principio, Monique le contuvo un poco y le condujo suavemente dentro de ella.

El cuerpo de Monique era casi perfecto. Unos senos llenos, firmes, enhiestos (¿habrían sido reconstruidos después de haber criado a Teresa, pero como podía saberlo Nick, o importarle?) cintura fina, un trasero femenino y redondeado (no uno de esos traseros de muchacho que suelen tener las mujeres flacas), piernas musculosas mantenidas a costa de ejercicio. Pero era su piel, su magnífica piel de marfil, la que extasiaba a Nick, era blanca y suave al tacto.

Su boca parecía encajar perfectamente con la suya. Nick había estado antes con dos mujeres, una de ellas una prostituta de lujo que alquilaron para él por Navidad, cuando el equipo de natación de Harvard se enteró de que aún era virgen al final de su primer año, y Jennifer Barnes, de Radcliffe, su compañera casi fija durante el curso. Los dientes de Jennifer siempre chocaban con los suyos cuando se besaban, pero ésta no había sido la única dificultad en su relación con ella. Era estudiante de física y su aproximación al sexo era puramente clínica. Medía tamaños, duraciones y frecuencias, e incluso cantidades de eyaculación. Después de tres «sesiones programadas» con Jenny, Nick decidió que no merecía la pena seguir.

Nick gimió al entrar en Monique. Ambos sabían que duraría poco. Diez segundos más tarde Nick terminó su clímax y empezó a retirarse. Pero Monique le retuvo firmemente con las manos por detrás, manteniéndole dentro y con habilidad (¿cómo pudo hacerlo?) giró hasta colocarse encima. Nick ahora estaba fuera de su elemento. En su limitada experiencia, retirarse era lo inmediato al orgasmo, no sabía lo que estaba haciendo Monique. Despacísimo, con los ojos entrecerrados mientras tarareaba un fragmento de música clásica, Monique fue moviéndose arriba y abajo encima de él, sujetando fuertemente con su vagina el pene ahora flácido. Pasados un par de minutos empezó a mover su pelvis hacia delante y al hacerlo, y con gran sorpresa suya, se encontró endureciéndose de nuevo. Ahora, con los ojos completamente cerrados y con el ritmo más acelerado, su movimiento hacia delante le aplastaba los huesos. Él estaba ya definitivamente erecto y empezó a seguir sus movimientos, al ritmo de ella.

Monique se echó un poco más, concentrada pero sonriente, con los ojos cerrados, preparándose para su propio orgasmo. Se daba perfecta cuenta y la satisfacía que Nick estuviera otra vez a su disposición. Organizando sus avances perfectamente y controlando por completo la situación, con destreza y suavidad alargó la mano y empezó a acariciar los pezones de Nick al ritmo de sus acometidas. A Nick, cuando antes había hecho el amor, nadie le había tocado el pecho y estaba avergonzado, pero la excitación era abrumadora. Ella aumento su juego cuando se dio cuenta (y lo notó) de cómo respondía él. Oleada tras oleada de gozo circuló por su cuerpo, Nick lanzó un gemido fuerte y lastimero y tuvo su segundo orgasmo en quince minutos. Al finalizar el clímax estaba completamente volcado en el placer, emitía sonidos animales y temblaba involuntariamente de exhausta saciedad.

Después se sintió un poco avergonzado de su ruidosa e incontrolada reacción, pero Monique, amistosa y juguetona, le aseguró que todo había ido muy bien. Fue al armario, sacó una de sus tres mejores camisas y se la puso. Los faldones le llegaban casi a las rodillas (Monique medía metro setenta y él era mucho más alto) y su aspecto era positivamente infantil, con su sonrisa de duendecillo, su pelo largo y la camisa de hombre. Nick empezó a declararle su amor, pero ella se le acercó y le puso un dedo en los labios. Luego le besó amorosamente y le dijo que tenía que recoger a Teresa, saltó a la ducha y en menos de un minuto, se vistió, volvió a besarle, y salió por la puerta. En todo este tiempo Nick no se movió. Después de que ella se fuera se quedó dormido y satisfecho. No soñó.

Durante los ocho días siguientes, Nick se sintió el amo del mundo. Veía a Monique todos los días, la mayor parte del tiempo en su mansión de Palm Beach, pero a veces también en la casa de su tío. Hacían el amor en cualquier oportunidad que tuvieran y siempre era diferente. Monique estaba llena de sorpresas. La segunda vez que Nick fue a su casa, por ejemplo, la encontró en la parte de atrás, nadando desnuda en la piscina. Le explicó que había dado el día libre al servicio y pocos minutos después retozaban y reían sobre el césped, entre el jardín y la piscina.

Llevaron su relación en francés. Monique le enseñó a conocer vinos y comida, y compartieron sus conocimientos de literatura francesa. Una noche apasionada discutieron sobre La Symphonie Pastorale de André Gide, antes y después de hacer el amor. Monique defendió al pastor y se rio de la insistencia de Nick el considerar a la ciega Gertrude «una inocente». Otra noche, cuando Monique se empeñó en que Nick llevara un antifaz negro y un par de leotardos blancos durante toda la cena francesa, leyeron juntos Le Balcon de Jean Genet como preludio al sexo.

Los días se sucedieron implacables, envueltos en la magia de la intimidad y el amor. Una vez, Nick apareció en la mansión y Monique le recibió vestida con un abrigo increíble, largo hasta los pies, de foca de Alaska con zorro azul en el cuello, puños y partiendo de los hombros, recorriendo las mangas hasta las muñecas. El abrigo era lo más suave que Nick había tocado nunca, incluso más suave que su excitante piel. Su adorada juguetona había puesto el aire acondicionado lo más frío que pudo, a fin de poder lucir su abrigo favorito. Debajo no llevaba nada. Aquella noche después de hacer el amor, envolvió a Nick en uno de los abrigos de castor de su marido, explicando la presencia, de media docena de ellos en Palm Beach, diciendo sencillamente: «es nuestro negocio y nos gusta tener cosas que mostrar a nuestros amigos y conocidos, por si les interesan».

Nick le declaraba su amor, cada vez con más celo, todas las veces que volvían a encontrarse. Monique respondía con su habitual je t’aime pero no contestaba a sus apremiantes preguntas respecto a su futuro. Evitaba toda pregunta sobre su relación con Mr. Silver, excepto para decir que era un «trabajoólico» y que pasaba la mayor parte del año en Montreal. Había comprado la casa de Palm Beach, sobre todo porque a Monique no le gustaba el frío y deseaba una vida social más activa que la que llevaban en Montreal. Ella solía quedarse en Palm Beach, de Navidad a Pascua; Teresa, que terminado el período de vacaciones primaveral en su elegante colegio privado y había regresado a Canadá, venía siempre que podía para estar con su madre.

Monique daba respuestas secas y breves a sus preguntas sobre su vida social, pero el recuerdo de su infancia en París era como una rapsodia. Jamás criticaba a su marido ni se quejaba de su vida matrimonial. No obstante, confesó a Nick que los días pasados junto a él habían sido los más felices de su vida. También le habló de algunos amigos, pero él jamás los vio. Estaban siempre solos.

Un día fue a recogerle en su «Cadillac» y se dirigieron a Cayo Largo para que él pudiera hacer algo de submarinismo en Pennekamp Recreation Área. Como siempre, llevaba su alianza. Aquel día concreto Nick se había jurado conseguir respuestas sobre su futuro, y la presencia constante de la alianza le fastidiaba. Le rogó que se la quitara. Ella se negó amablemente y luego se enfadó cuando él insistió. Sacó el coche de la carretera, junto al terreno pantanoso de los cayos y apagó el motor.

—Sabes que estoy casada —dijo decidida—, y por quitarme la alianza no cambiará nada. Indudablemente te quiero, pero habrás comprendido desde el principio mi situación. Si eres incapaz de aceptarla, será mejor que nos despidamos.

Nick se quedó impresionado por su reacción. La idea de estar sin ella le aterrorizaba, le pidió perdón y le confesó su amor. Empezó a besarla apasionadamente y después saltó al asiento de atrás diciéndole que la necesitaba entonces, en aquel mismo momento. Un poco a desgana, ella fue junto a él y se amaron en el asiento trasero del «Cadillac» Monique estuvo muda y pensativa el resto del día.

El viernes, exactamente una semana después de haberse conocido, Monique llevó a Nick a una tienda para que le probaran un smoking para una cena de amigos que daba el sábado por la noche, en su casa. Así que, finalmente, iban a verle con ella. «Y», se dijo, «ahora me hablará de nuestro futuro». Nick tenía que estar en Boston el lunes por la mañana y sus padres le esperaban el sábado en Falls Church, pero se dijo que podría conducir todo el día (y la noche si era preciso, tan rebosante era su amor por Monique) para llegar a las clases el lunes por la mañana.

Cuando el sábado por la noche llegó a la mansión de los Silver iba lleno de esperanzas y de sueños. Estaba muy elegante con su smoking de verano, y la sonrisa con la que le recibió Monique en la puerta podría haber ganado un premio. Incluso con el portero al lado, le entregó una docena de rosas, le dio un beso y le dijo que la amaba.

—Pues claro que sí —le contestó ella alegremente—, como todos los demás, ¿verdad?

Le acompañó adentro y le presentó a cuatro personas que como él habían llegado temprano, diciéndoles «es el joven que salvó a nuestro Teresa un día en Lauderdale», después, Monique se excusó. Era su estilo, se enteró Nick más tarde, invitar a unos pocos amigos antes de que empezara la fiesta, para recibirles sin ceremonias, y luego volver cuando ya estaba todo el mundo haciendo una gran entrada. Al subir Monique, graciosamente, la escalera de la mansión, los ojos de Nick fueron siguiéndola con una inconfundible expresión de amor.

—¿No es magnífica? —le preguntó tranquilamente un hombre moreno de unos cincuenta años que le ofreció un Martini. Su nombre era Clayton.

—Una vez estuve con ella todo el fin de semana en su yate, mientras Aaron estaba en Montreal. Pensé que me invitaba para divertirse —rio—. Pero me equivocaba, deseaba tener compañía y yo podía hablarle de Francia y Europa. Venga conmigo y le presentaré (le cogió del brazo) al grupo selecto que hoy ha sido invitado temprano.

Nick fue tratado con extrema cortesía por los otros invitados privilegiados, pero desconfiaba de sus preguntas acerca de Monique. Después de todo, él era un muchacho del sur y si había algo que decir de sus relaciones, era ella quien debía hacerlo. Así que sus respuestas fueron modestas y corteses y no habló más.

Una de las dos mujeres que estaban en el bar y que se presentó como Jane Alguien, dijo que era la amiga de Mónica más antigua de Palm Beach. (Todos la llamaban Mónica, para él era imposible llamarla otra cosa que Monique. Nick se preguntó si sospechaban lo que había entre ellos o si Monique se lo había contado). Jane tenía más de treinta años, era gordita y ruidosa, bebía mucho y fumaba en cadena. En tiempos había sido muy atractiva, pero había vivido intensamente demasiado pronto. Era una de esas personas que mientras hablan te tocan y a Nick le puso muy nervioso.

Empezaron a llegar los demás invitados. Jane y Clayton (como Clayton Pointdexter III de Newport y Palm Beach. Clayton, cuando Nick le preguntó qué hacía, le contestó SVMV —sin visibles medios de vida— una forma empleada para cubrir a todos los vagabundos) parecían actuar como anfitriones en ausencia de Monique. Le presentaron a todo el mundo, Nick se bebió tres o cuatro «Martini» y contó la historia de Teresa por lo menos siete veces durante la primera hora de estar en la mansión Silver.

Nick empezaba a sentirse flotar. Canturreó para sí al coger otro «Martini» de la bandeja ofrecida por uno de los sirvientes. El alcohol había elevado su espíritu y le hacía sentirse temporalmente afable. Se encontraba en el patio hablando con la compañera de equitación de Monique, una mujer de veintitantos años llamada Anne, cuando oyó aplausos en el salón.

—Es Mónica —dijo Anne—. Vamos a verla.

La gran escalera de la mansión colonial de los Silver llegaba hasta un gran rellano, a unos dos metros sobre el piso del cuarto de estar, y de allí se separaba en dos tramos que continuaban hasta el piso superior. Monique estaba en el rellano, agradeciendo los aplausos, vestida con un sencillo traje de punto azul marino que se ajustaba como una piel a su cuerpo perfecto. La espalda estaba escotada hasta la cintura, casi hasta el final de su espectacular cabello (se volvió para satisfacer a los cuarenta, o más, invitados), y por delante se veían dos finas tiras de tejido que bajaban desde los hombros hasta la cintura, cubriendo adecuadamente cada seno pero dejando mucho que admirar. Extasiado por la visión de su reina Nick gritó, quizá demasiado alto, «¡Bravo! ¡Bravo!». Monique pareció no oírle, se había vuelto y miraba hacia la parte superior de la escalera.

Él tardó quizás un minuto en comprender lo que estaba viendo. Un hombre, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto distinguido, con un smoking color avellana y un enorme zafiro en el dedo meñique, bajó la escalera y rodeó con sus brazos el talle de Monique. Ella se alzó y le besó. Él sonrió y saludó a la gente mientras éstos aplaudían. Bajaron juntos la escalera hasta llegar al salón.

¿Quién es? pensó Nick y le llegó la respuesta pese a toda la ginebra y el vermouth y a todas las increíbles ideas. Éste es su marido, Aaron. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Por qué no me lo dijo? Y después, a continuación ¿cómo puede hacerme esto? La quiero y ella me quiere y aquí hay algo muy, muy raro. Esto no puede estar ocurriendo.

Nick intentó respirar pero sentía un gran peso, como una apisonadora, sobre su pecho. Instintivamente apartó la mirada de Monique y Aaron bajando juntos la escalera, cogidos del brazo. Al hacerlo volcó parte del «Martini» sobre el hombro de Anne. Se excusó torpemente. A continuación, totalmente desconcertado, se dirigió vacilante hacia el bar tratando desesperadamente de respirar y detener los latidos de su corazón. ¡No! ¡No! No puede hacer esto. Debe de haber algún error. Su mente era incapaz de digerir el mensaje que sus ojos le enviaban. Bebió de golpe otro «Martini», sin darse cuenta de lo que le rodeaba ni de la amalgama de sensaciones que torturaban su alma.

—Ahí está. —Oyó su voz detrás de él, la voz que significaba lo más importante y valioso de su vida, la voz del amor. Pero esta vez estaba aterrorizado. Nick se volvió y se encontró frente a Monique y Aaron.

—Así que finalmente conoceré al joven de quien tanto he oído hablar —dijo Aaron, amable, simpático, sin la menor traza de nada que no fuera gratitud en su voz. Aaron Silver le tendía la mano, Monique le sonreía. ¡Dios!, que hermosa es. Incluso ahora, cuando debería odiarla. Maquinalmente, Nick estrechó la mano de Aaron y aceptó en silencio su agradecimiento por «ayudar a Teresa en un momento difícil». Nick no abrió la boca, se volvió a mirar a Monique. Ella se empinó y le besó en la mejilla. ¡Oh!, aquellos labios. ¡Cómo deseo esos labios! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué va a ocurrir ahora?

Se dio cuenta de pronto de que tenía los ojos llenos de lágrimas. ¡Oh! Dios mío. Voy a echarme a llorar. Confuso más allá de lo imaginable, se excusó bruscamente y salió al patio. Ahora las lágrimas se deslizaban libremente por sus mejillas, temía que fuera a dejarse caer sobre el césped y llorar como un niño. Confuso, desconcertado, caminó por el jardín con la cabeza baja y se esforzó sin éxito, por respirar con normalidad.

Sintió una mano en el codo. Era Jane, la última persona en la tierra que Nick hubiera querido ver en aquel momento.

—Saldrá a verte dentro de unos minutos. Primero ella y Aaron tienen que saludar a los invitados, ya sabes como se hace en las fiestas cuando se es la anfitriona…

Jane encendió un cigarrillo. Nick tuvo la certeza de que iba a vomitar. Se volvió rápidamente para suplicarle que apagara el cigarrillo y perdió el equilibrio.

Tal vez fuera la bebida, tal vez la adrenalina, quizás un exceso de todo. La cabeza le daba vueltas y más vueltas e inadvertidamente se apoyó en Jane para sostenerse. Ella lo interpretó de otro modo y le hizo apoyar la cabeza en su pecho.

—Bueno, bueno. No te lo tomes así, tú y Monique podréis veros aún. Aaron sólo estará aquí un par de días y regresará a Montreal para su trabajo. Además —le dijo ansiosamente—, si eres la mitad de bueno de lo que asegura Mónica, estaré encantada de ocuparme de ti mientras esté Aaron.

Nick le dio un empujón y retrocedió dando traspiés. Fue como si le hubieran dado un mazazo. El impacto del comentario de Jane penetró muy hondo en él y una mezcla incontrolable de ira y dolor subió a la superficie. ¿Qué? ¿Cómo? Lo sabe. Esa pegajosa perra lo sabe. Tal vez lo sabe todo el mundo. ¿Cómo? Mierda. Jodidos todos. Y entonces casi inmediatamente, su mente empezó a medir los acontecimientos de la noche. ¿Cómo puedo salir de aquí? ¿Dónde está la salida? Dio la vuelta a la casa, hacia la entrada principal (no pensaba volver a entrar) y de lo más profundo de su ser subió un grito, un grito que creció al llegar a la superficie y que no pudo contener. Fue un alarido de dolor, el grito sin paliativos, inevitable, del animal en total desesperación. Milenios de culturas han hecho difícil oír tales gritos en seres humanos, pero ese alarido fuerte e inesperado que se alzó en la noche de Palm Beach como la sirena de un coche policial proporcionó el primer consuelo a Nick. Mientras los que disfrutaban de la fiesta trataban de identificar lo que habían oído, él subió a su «Pontiac 1977» y se alejó.

Condujo hacia Fort Lauderdale, con el corazón latiéndole desbocado y su cuerpo estremecido por el exceso de adrenalina. No pensó en nada coherentemente. Las imágenes llegaban a su mente al azar, totalmente inconexas y Monique era el foco central de todas ellas. Monique y su abrigo de foca de Alaska, Monique en su bikini blanco y rojo, Monique vestida como esta noche (Nick se encogió porque de refilón, en su imaginación aparecía Aaron bajando la escalera). ¿Nada había tenido sentido? ¿Fue solamente un juego? Nick era demasiado joven para entender los grises de la vida, para él todo era una simple cuestión en blanco y negro. O era una maravilla o una mierda. O Monique le amaba apasionadamente y quería abandonar su lujosa vida para casarse con él, o le utilizaba para satisfacer sus necesidades sexuales y su ego. De modo que la conclusión, al llegar a la casa de su tío en Fort Lauderdale, fue que fui otro de sus juguetes. Fui como sus pieles y sus caballos, y sus coches, y yates, y trapos. La hice sentirse colmada.

Asqueado de sí mismo, increíblemente deprimido, con un dolor de cabeza que empezaba a estrujarle el cerebro por causa de los martinis, Nick hizo rápidamente las maletas. Ni se bañó, ni comió, bajó las dos maletas al coche, dejó el smoking alquilado a los gerentes del complejo, y condujo hacia la Interestatal 95. Un par de kilómetros antes de llegar a la autopista, acercó el coche a la cuneta y se permitió unas lágrimas. Nada más. La dureza exterior que iba a caracterizar los próximos diez años de su vida, se inició en aquel momento. Nunca jamás, se dijo, nunca jamás permitiré que una perra se burle de mí. Ni hablar.

Diez años más tarde, a primera hora de una mañana de marzo, en su apartamento de Cayo West, Nick Williams jugaba distraído con un objeto de metal dorado, sentado ante su mesita, experimentando de nuevo el terrible dolor de ver a Monique en aquella fiesta, con su marido. Nostálgico, con un dolor ya más maduro, recordaba también cómo cuando llegó a la I-95 giró a la izquierda en dirección a Miami y los Cayos, en lugar de girar a la derecha, hacia el norte y Boston. En aquel momento no hubiera sabido explicarse la razón. Hubiera podido decir que Harvard era trivial después de Monique o que quería estudiar la vida y no los libros. No comprendía que su necesidad de empezar absolutamente de nuevo nacía del hecho de no poder enfrentarse a sí mismo.

No había retornado el recuerdo completo de Monique, desde el principio al fin en cinco años. Aquella mañana Nick pudo distanciarse por primera vez, de las emociones recordadas, aunque fuera ligeramente, y ver todo aquel asunto con un poquito de perspectiva. Reconocía que su pasión juvenil le había dejado abierto a la angustia, pero aún se negaba a considerar a Monique intachable. Por lo menos, el recuerdo ya no le destruía. Recogió el tridente y fue hacia la ventana. Puede que ahora venga todo a la vez. Dijo para sí. Un tesoro nuevo. La fusión final de la última angustia de la adolescencia. Pensó en Carol Dawson, le fastidiaba, pero le fascinaba su intensidad. Siempre soñador, imaginó a Carol en sus brazos e imaginó también la dulzura y suavidad de su beso.