VIERNES

1

Nick Williams se despertó a las cinco de la mañana y no pudo volver a dormirse. Su mente estaba demasiado activa, repasando una y más veces los acontecimientos del día anterior y las posibles consecuencias del día que empezaba. El mismo fenómeno solía ocurrirle cuando estaba en la escuela superior, en Virginia, y también alguna vez más tarde, en Harvard, generalmente antes de las grandes reuniones de natación. Si estaba demasiado excitado, su cerebro no se calmaba lo bastante como para dejarle dormir.

Permaneció acostado una hora más, obligándose a dormir y dejando vagar su fantasía alternativamente diciéndose que lo que había encontrado el día anterior era sólo el primer hallazgo de un inmenso y valioso tesoro. A Nick le encantaba fantasear. Le resultaba siempre fácil ver, mentalmente, todas las escenas de las novelas que tanto le gustaba leer. Ahora imaginó por un momento los titulares del Miami Herald, anunciando su descubrimiento de un tesoro de oro sumergido frente a la costa de Cayo West.

Alrededor de las seis, Nick dejó de intentar dormir y saltó de la cama. Su pequeña bolsa de gimnasia estaba junto a la cómoda, sacó el tridente de oro para mirarlo, como había hecho cinco o seis veces la noche anterior. ¿Qué sería esto?, se preguntó. Debió de haber tenido algún uso práctico porque es demasiado feo para ser ornamental. Sacudió la cabeza. Amanda lo sabría. Si alguien puede decirme de dónde procede esta cosa, es ella.

Nick cruzó su dormitorio hacia las puertas correderas de cristal y descorrió las cortinas. El sol iba a salir. Más allá del pequeño balcón podía ver la playa y el océano. Su apartamento se encontraba en el tercer piso y tenía una vista abierta al tranquilo mar. Por encima del agua una pareja de pelícanos oscuros volaban en graciosa formación, esperando la oportunidad de lanzarse al agua y pescar algún pez distraído que estuviera demasiado cerca de la superficie. Nick contempló a una pareja de ancianos que paseaba lentamente; un par de veces la mujer se soltó de la mano para recoger una o dos conchas y guardarlas en una pequeña bolsa.

Se apartó de la puerta y recogió los tejanos que había dejado caer al suelo la noche anterior. Se los puso sobre los calzoncillos y entró en el cuarto de estar llevando la bolsa que contenía el tridente. Colocó cuidadosamente el objeto de oro encima de la mesa donde podía examinarlo bien, después pasó a la cocina para poner la cafetera en marcha y encender la radio.

Excepto por los libros, el cuarto de estar de Nick estaba decorado como otros cientos de apartamentos de Florida. El sofá y el sillón eran cómodos y alegres, con un estampado de helechos en color verde pálido. Dos pequeñas acuarelas de pájaros en una playa vacía adornaban las desnudas paredes. Las cortinas de un beige pálido, a juego con la alfombra, enmarcaban los grandes ventanales corredores que llevaban al balcón y a sus muebles de mimbre.

Eran los libros los que daban cierta personalidad al apartamento. Sobre la pared de enfrente del sofá, entre el cuarto de estar y el dormitorio, estaba la gran biblioteca que se extendía desde las puertas correderas del ventanal, frente al balcón, hasta la puerta del dormitorio. Aunque el aspecto general del apartamento era el de un gran desorden (periódicos y revistas deportivas desparramadas aquí y allá sobre la mesita, ropas y toallas en el suelo del dormitorio y el baño, platos sucios en la fregadera, y el lavavajillas abierto y lleno), la zona de la biblioteca estaba en perfecto orden. Debía haber en total cuatrocientos o quinientos libros en las cuatro largas estanterías de la gran biblioteca, todos encuadernados en rústica, casi todo novelas, y todos cuidadosamente ordenados según su categoría.

Frente a cada grupo de libros, sujeta con celo sobre la madera, había una hoja de papel identificando su categoría. Nick había terminado ya Notas de una jan el jueves, a bordo, y lo había colocado en su lugar apropiado (en la categoría de «americano, Siglo XX, A-G») junto a otra docena, o más de libros de William Faulkner. Para leer en la cama había seleccionado una novela del siglo XIX francés, Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Lo había leído una vez, tiempo atrás, durante su primer año en Harvard, y no le había interesado gran cosa. No obstante, recientemente le había sorprendido ver el libro en varias listas de las mejores novelas de todos los tiempos, considerándola de la misma categoría que obras maestras del tipo de Crimen y castigo, de Dostoievski. ¡Hum! Quizá me perdí algo la primera vez, se había dicho la noche anterior cuando decidió volver a leerlo.

Pero Nick no había podido concentrarse en las descripciones magníficamente detalladas de la vida francesa en provincias, ciento cincuenta años antes. Al seguir la historia de la deliciosa Emma Bovary, una mujer a la que la propia estulticia de su vida la llevó a relaciones que escandalizarían eventualmente a su pueblo, la excitación de la propia vida de Nick, interfirió por una vez. Fue incapaz de hundirse en la novela, su mente seguía volviendo a las posibilidades ofrecidas por el objeto de oro escondido en la bolsa.

Mientras bebía su café matinal, Nick daba vueltas al objeto entre sus manos. Entonces tuvo una idea, se dirigió al otro dormitorio, frente a la cocina y junto al lavadero, y abrió el armario que utilizaba como almacén. En uno de los rincones había cuatro cajas de cartón llenas de desechos que había traído al apartamento cuando lo compró, siete años antes. En todo este tiempo no las había abierto ni una sola vez, pero recordaba que en una de ellos había un montón de fotografías de los objetos que habían subido del Santa Rosa. Quizá si miro estas fotografías, se dijo tratando de encontrar la caja que las contenía en el mal iluminado armario, vea algo que se parezca a esta cosa.

Por fin localizó la caja en cuestión y la sacó al cuarto de estar. En algún momento su contenido debió de haber estado bien ordenado, porque había carpetas numeradas en su interior. Pero casi todos los papeles, fotografías, y recortes de periódicos, habían salido de su lugar original y estaban ahora revueltos en el interior de la caja. Nick encontró y sacó un recorte del Miami Herald, amarillento por el tiempo y que había quedado pegado a un rincón. Cinco personas, incluyéndole a él, estaban representadas en la gran fotografía de la primera página.

Nick se paró un momento a contemplar la foto y el pie. ¿Tanto tiempo ha transcurrido?, pensó. ¿Casi ocho años desde que encontramos el Santa Rosa? El pie de foto identificaba a las cinco personas como la tripulación del Neptuno, un barco de buceo y salvamento que había encontrado un viejo barco español llamado Santa Rosa, hundido en el golfo de México a unas quince millas al norte de las Dry Tortugas. Objetos de oro y plata de un valor superior a los dos millones de dólares habían sido recuperados del navío y amontonados frente a la feliz y alegre tripulación. De izquierda a derecha estaban Greta Erhard, Jake Lewis, Homer Ashford, Ellen Ashford y Nick Williams.

Esto fue antes de que empezaran a comer, recordó Nick. Ellen comía por causa de Greta, porque se justificaba así por lo que estaba ocurriendo con Homer. Y Homer comía porque podía permitírselo, igual que hace con todo. Para algunas personas reprimirse es lo que las salva. Dadles libertad y se vuelven locas.

Nick buscó en el fondo de la caja una colección de veinte fotografías que mostraban los grandes objetos de oro recuperados del Santa Rosa. Fueron apareciendo en grupos de cuatro o cinco, en diferentes partes de lo que ahora empezaba a ser revoltijo en el fondo de la caja. Cada vez que encontraba otras fotografías las sacaba, las miraba detenidamente y movía la cabeza al darse cuenta de que el tridente de oro no se parecía en absoluto a ninguno de los objetos del Santa Rosa.

En el fondo de todo, Nick encontró una carpeta amarilla sujeta con una banda de goma. Pensando en un principio que la carpeta podía contener el resto dé las fotografías del Santa Rosa la sacó y la abrió apresuradamente. Una fotografía de 8 x 11 de una hermosa mujer de alrededor de treinta años se deslizó fuera y cayó al suelo, seguida por notas, tarjetas, algunas cartas metidas en sobres, y luego unas veinte hojas de buen papel cubiertas de escritura a máquina, a doble espacio. Nick suspiró. ¿Cómo era posible que no hubiera reconocido la carpeta?

La mujer de la fotografía tenía un largo cabello negro, ligeramente nevado en la frente. Llevaba una blusa de algodón rojo oscuro, abierta por arriba, dejando al descubierto tres hilos de perlas ceñidos al cuello. Escritas en una tinta azul que contrastaba con el rojo de la blusa, y con una caligrafía magnífica y claramente artística, había unas palabras en el ángulo derecho de la parte baja de la fotografía: Mon cher, je t’aime, Monique.

Nick se arrodilló para recoger el desparramado contenido de la carpeta. Miró detenidamente el retrato, con un pequeño vuelco en el corazón al recordar lo bella que había sido y empezó a ordenar las páginas mecanografiadas. En la parte superior de una de ellas, estaba escrito en mayúsculas «MONIQUE», y debajo, «por Nicholas C. Williams». Empezó a leer:

«La maravilla de la vida reside en su incapacidad de predicción. Cada una de nuestras vidas está irrevocablemente determinada por las cosas que no podemos de ningún modo predecir. Salimos de casa todas las mañanas para ir a trabajar, o a clase, o incluso a la tienda de ultramarinos, y noventa y nueve veces de cada cien volvemos sin que nos haya ocurrido nada que podamos recordar ni dentro de un mes. En estos días, nuestras vidas están sumidas en la banalidad de vivir, en la básica y aburrida cadencia de la existencia cotidiana. Es para otro día, el día mágico, para lo que vivimos.

»En ese día mágico, nuestro carácter se define, nuestro crecimiento se acelera, ocurren todas nuestras transiciones emocionales. A veces, quizás una vez en la vida, habrá una sarta de días mágicos, uno tras otro, tan llenos de vida, de cambio y de reto, que nos veremos completamente transformados por la experiencia y nuestras almas inundadas de una alegría sin límites. Durante ese tiempo, con frecuencia nos veremos abrumados por el sencillo e increíble milagro de, simplemente, estar vivos. Ésta es la historia de tal mágico período.

»Fue al principio de la primavera, en Fort Lauderdale. Nuestra temporada de natación había terminado en Harvard, y mi tio, como regalo de mis veintiún años, me permitió disfrutar de su casa de Florida durante un par de semanas, para que pudiera desentumecerme de la rígida disciplina de estudiar y nadar…»

Hacía casi diez años que Nick no había vuelto a ver estas páginas. A medida que leía los primeros párrafos recordaba vividamente el éxtasis con que fueron escritos. Fue dos noches antes de la fiesta. Aquella noche ella había tenido que asistir a una función social, volvería demasiado tarde, vendría a primera hora de la mañana. Yo no podía dormir. Era la primera noche, en una semana, en que me encontraba lejos de ella. Descansó un momento, las viejas emociones revivían en su interior y le hacían sentirse vagamente mareado y hasta con náuseas. Volvió a leer el primer párrafo. Fue también antes del dolor, antes de aquel increíble y maldito dolor.

Por espacio de unos treinta minutos había oído música por la radio. La había oído, sabía que estaba allí, pero no hubiera podido identificar ninguna de las canciones, se había vuelto música de fondo. Ahora, en el preciso instante en que el recuerdo de Monique se hacía lacerante, la «estación WMIM, 99.9, en nuestra FM, de rock and roll clásico» se puso a tocar el éxito obsesionante de Cyndi, de 1984, Una y otra vez. La música pareció aumentar marcadamente de volumen, Nick tuvo que sentarse y recobrar aliento. Hasta la canción había podido lidiar con sus recuerdos de Monique, pero aquella canción, la que había estado oyendo en la cassette de su coche, casi cada noche en su trayecto de Fort Lauderdale a Palm Beach para verla, traía consigo todo el amor juvenil, la alegría, el temor y la rabia que había marcado la relación entera. Nick estaba abrumado. Sentado en el sofá escuchando la canción, gruesas lágrimas ardientes llenaron sus ojos y resbalaron por sus mejillas:

«… Echado en mi cama, oigo el tictac del reloj y pienso en ti.

… Prisionero de un círculo, la confusión no es nueva para mí.

… Volved noches tibias, casi olvidadas… bolsa de mis recuerdos… Una y otra vez».