—La sala de comunicaciones cerrará dentro de cinco minutos. La sala de comunicaciones cerrará dentro de cinco minutos.
La voz grabada, incorpórea, parecía cansada. Carol Dawson también estaba cansada. Hablaba con Dale Michaels en el videofono. Sobre la mesa y debajo de la pantalla y del vídeo estaban tiradas las fotografías.
—De acuerdo —decía Carol—, pienso lo mismo que tú. La única forma que tengo de descifrar este rompecabezas es llevarlas ahí, a Miami, con la grabación de telescopio —suspiró y luego bostezó—. Estaré ahí a primera hora de la mañana, en el vuelo que llega a las siete y media, para que IPL pueda echar un vistazo a los datos recogidos. Pero recuerda, debo estar de vuelta a tiempo de recoger el tridente de oro, a las cuatro. ¿Puede el laboratorio procesar todos los datos en un par de horas?
—Esto no es lo difícil. Lo duro va a ser intentar analizar los datos y formar con ellos una historia coherente en una o dos horas.
El doctor Dale estaba sentado en su sofá, en el cuarto de estar de su espacioso chalet de Cayo Biscayne. Frente a él, encima de la mesita, había un magnífico tablero de ajedrez de jade con los cuadros en verde y blanco. Seis figuras talladas estaban aún sobre el tablero, las dos reinas y cuatro peones, dos de cada bando. Dale Michaels calló y miró significativamente a la cámara:
—Sé lo importante que es esto para ti. He cancelado mi cita de las once para poder ayudarte.
—Gracias —dijo Carol maquinalmente. Se sentía algo irritada. Por qué será que, pensó, mientras Dale le hablaba de uno de sus nuevos proyectos en el IOM, los hombres exigen siempre gratitud por cada pequeño sacrificio. Si una mujer cambia sus planes en beneficio de un hombre, es lo que se espera de ella. ¡Ah! Pero si un hombre modifica sus preciosos planes, es una jodida concesión.
Dale siguió hablando, ahora le contaba, entusiasmado, un nuevo esfuerzo del Instituto para la vigilancia de los volcanes submarinos de los alrededores de Papúa, Nueva Guinea. Brrr, sonrió Carol para sí cuando se dio cuenta de que el interés de Dale por su propio proyecto la molestaba, debo de estar muy cansada. Me siento a punto de ser intransigente.
—¡Eh! —le interrumpió Carol. Se levantó y empezó a recoger las fotografías desparramadas por allí—. Siento tener que poner punto final a este encuentro, pero se disponen a cerrar la sala y estoy agotada. Te veré por la mañana.
—¿No vas a jugar? —preguntó Dale mostrándole el tablero.
—No, no voy a jugar —y Carol dejó entrever su irritación—. Y puede que no lo haga nunca más. Cualquier jugador normal hubiera aceptado las tablas que te ofrecí el pasado fin de semana y pasado a cosas más importantes. Tu maldito ego no puede, sencillamente, aceptar la idea de que en un juego de cada cinco te domine y te acorrale.
—Se sabe de muchos que han cometido errores en el movimiento final —arguyó Dale, evitando reconocer el desprecio de la última observación—. Pero sí sé que estás cansada, te recogeré en el aeropuerto y te llevaré a desayunar.
—De acuerdo, buenas noches. —Carol colgó el videófono con cierta brusquedad y metió todas las fotografías en su cartera. Tan pronto como salió del puerto, llevó su cámara y películas directamente al cuarto oscuro del Cayo West Independent, donde pasó una hora revelando y estudiando las fotos. Los resultados eran intrigantes, especialmente un par de instantáneas. En una de ellas se veían claramente cuatro surcos separados convergiendo en un punto debajo de la fisura. En otra foto, los cuerpos de las tres ballenas habían sido captados en una postura en la que parecían enfrascadas en una profunda conversación.
Carol cruzó el espacioso vestíbulo del «Marriott Hotel». El piano-bar estaba casi desierto y el delgado pianista negro tocaba una vieja melodía de Karen Carpenter, Adiós al amor. Un apuesto caballero de unos treinta o cuarenta años besaba a una rubia llamativa en un rincón, a la derecha. Carol se indignó. Esta cría no debe tener más de veintitrés años, se dijo, probablemente es su secretaria o algo igualmente importante.
Al enfilar el largo corredor que llevaba a su habitación, pensó en su conversación con Dale. Éste le había dicho que la Marina tenía pequeños vehículos robot, algunos de ellos derivados de diseños de IOM, que podían haber hecho los surcos fácilmente. Así que sería virtualmente cierto que los rusos poseyeran vehículos similares. Había dejado de lado el comportamiento de las ballenas como irrelevante, pero pensaba que su fracaso en investigar si había algo más debajo del saliente había sido un fallo grave. Naturalmente, pensó Carol cuando él lo dijo, debí pasar un minuto más buscando. Cuernos. Espero no haberlo estropeado. Mentalmente había revivido con sumo cuidado toda la escena del saliente para intentar recordar si había algún otro indicio de que algo más pudiera estar oculto allí.
La mayor sorpresa de su discusión con Dale se había producido cuando Carol, de pasada, alabó la forma en que la nueva alarma de algoritmo había funcionado. Dale, de pronto, se había mostrado interesadísimo:
—¿Así que el código de alerta marcaba decididamente 101?
—Sí, por eso fue por lo que no me sorprendió tanto encontrar el objeto.
—Eso no —cortó Dale enfático—. El tridente no podía causar el código de alerta. Incluso encontrándose al borde del campo visual del telescopio, y me parece improbable dado que seguiste un buen rato la trinchera, es demasiado pequeño para que se disparara la alarma de objeto extraño. ¿Y cómo podía ser visto debajo del saliente? —Dale hizo una corta pausa—. No miraste ninguna de las imágenes de infrarrojo en tiempo real, ¿verdad? Bien, mañana las procesaremos y veremos si sabemos descubrir qué disparó la alarma.
Carol se sentía extrañamente derrotada al abrir la puerta de su habitación. Es simplemente cansancio, se dijo sin querer reconocer que la conversación con Dale la había hecho sentirse un poco inútil. Dejó la cartera encima de una silla y se arrastró hasta el lavabo para lavarse la cara. Dos minutos más tarde estaba profundamente dormida encima de la cama, en ropa interior. Su pantalón, blusa, zapatos y calcetines estaban tirados en un rincón.
De nuevo vuelve a ser una niña pequeña en su sueño, y lleva el traje de rayas azul y amarillo que sus padres le regalaron en su séptimo cumpleaños. Carol está paseando con su padre por el Northridge Mall un sábado por la mañana. Pasan por delante de una gran pastelería. Ella suelta la mano de su padre, corre a la tienda y se queda mirando todos los bombones, a través del cristal del escaparate. Señala unos chocolates con leche en forma de tortuga, cuando el hombre que está detrás del mostrador le pregunta qué quiere.
En el sueño, Carol no alcanza el mostrador y no tiene dinero.
—¿Dónde está tu madre, niña? —le pregunta el hombre.
Carol mueve la cabeza y el hombre repite la pregunta. Entonces se pone de puntillas y confiesa al hombre en tono confidencial que su madre bebe demasiado, pero que su padre le compra bombones.
El hombre sonríe pero sigue sin querer darle los chocolates.
—¿Y dónde está tu padre, niña? —pregunta ahora el hombre de la pastelería.
En el cristal, Carol ve el reflejo de la cara de un hombre amable que le sonríe, encuadrado entre dos montones de chocolatinas. Da la vuelta, esperando ver a su padre, pero el hombre que está detrás de ella no es su padre. La cara de este hombre es grotesca, desfigurada. Asustada vuelve de nuevo a los chocolates, pero el hombre se los está llevando ya, es hora de cerrar. Carol se echa a llorar.
—¿Dónde está tu padre, niña? ¿Dónde está tu padre? —La niña del sueño está sollozando. Está rodeada de gente, todos ellos haciéndole preguntas. Se cubre los oídos con las manos.
—¡Se ha ido! —grita Carol por fin—. ¡Se ha ido! Nos abandonó, se fue y ahora estoy sola.