Carol y Troy estaban sentados en dos sillas de lona, en la proa del Florida Queen. Tenían la vista fija delante, en el océano y el caliente sol de la tarde. Carol se había quitado la blusa dejando al descubierto la parte alta de su bañador azul de una pieza, pero seguía con el pantalón blanco puesto. Troy iba sin camisa, con un equipo de surfing blanco, que le cubría gran parte de su magníficas piernas negras. Su cuerpo era delgado y sinuoso, en perfecta forma pero poco musculoso. Hablaban ligera y animadamente, riendo con frecuencia de forma relajada. Detrás de ellos, debajo de la marquesina, Nick Williams leía Notas de un jan, de Fred Exley. De vez en cuando echaba una mirada a la pareja y después volvía a su lectura.
—¿Por qué no fuiste nunca a la Universidad? —preguntó Carol—. Está claro que tenías condiciones. Hubieras sido un ingeniero magnífico.
Troy se puso en pie, se quitó las gafas de sol y se apoyó en la borda.
—Mi hermano Jamie, decía lo mismo —dijo despacio mirando el tranquilo océano—. Pero yo era demasiado salvaje. Cuando por fin me gradué en la escuela superior. Tenía ansias de saber lo que era el mundo. Así que me fui. Recorrí todo Estados Unidos y Canadá durante dos años.
—¿Fue en estos años cuando aprendiste electrónica? —preguntó Carol. Mirando el reloj para ver la hora.
—No, fue más tarde, mucho más tarde —recordó Troy—. En aquellos dos años de vagabundeo no aprendí nada sino cómo vivir de ingenio. Y también lo que era ser negro en un mundo de blancos —miró a Carol y no observó ninguna reacción.
—Debí de tener cien trabajos distintos —prosiguió mirando el mar—. Fui cocinero, copista, encargado de bar, albañil. Incluso di lecciones de natación en un club particular. Fui botones en un hotel y cuidador de un club de campo… —Troy rio y se volvió de nuevo para ver si impresionaba a Carol—, pero imagino que nada de esto le interesa…
—Ya lo creo, me fascina. Intento imaginar el aspecto que tenías con el uniforme del hotel. Y si el jefe Nick está en lo cierto, nos quedan aún diez minutos hasta llegar a donde vamos —bajó la voz—. Por lo menos, tú hablas, el profesor no es precisamente sociable.
—Ser un botones negro en un hotel elegante del Mississippi fue una experiencia sorprendente… —empezó Troy con una sonrisa. A Troy le encantaba contar historias de su vida. Siempre le situaba en el centro del escenario…—. Imagíneme, ángel, con dieciocho años y la suerte de colocarme en el gran «Gulfport Inn», en plena playa. Habitación, comida y propinas, me siento en la cima del mundo. Por lo menos hasta que el jefe de los botones, un hombrecillo horrible llamado Fish, me lleva a los dormitorios donde todos los botones y el personal de cocina se alojan y me presenta a todos como el «nuevo botones negro». Por cositas que oía, me entero de que el hotel está en apuros por posible discriminación racial y el contratarme forma parte de su nueva política.
»Mi habitación en el “acuartelamiento” estaba precisamente cerca del duodécimo green en el campo de golf. Una escasa litera, un tocador empotrado, una mesa con una lámpara portátil, un lavabo para lavarme los dientes y la cara… ahí viví durante seis semanas. En la otra punta del edificio estaba el gran baño comunitario del que todos salían cuando entraba ya.
»En la escuela superior de Miami la mayor parte de los estudiantes eran cubanos o negros, o ambas cosas. Así que casi no sabía nada de los blancos. Por los libros y la televisión tenía la imagen idealizada de los blancos como personas guapas, competentes, educadas y ricas. ¡Ja! Mi fantasía no tardó en disiparse, el personal que trabajaba en el hotel era increíble. El jefe de botones, Fish, fumaba hierba con su hijo de dieciséis años, Danny, y soñaba en el día en que encontraría un millón de dólares que alguien hubiera olvidado en la habitación. Su otra meta en la vida era continuar jodiendo en la despensa a la mujer del cocinero, Marie, hasta el día de su muerte.
»Uno de los otros botones era un pobre desgraciado, solitario, cuyo verdadero nombre era Saint John porque sus inteligentes padres habían pensado que “Saint” era un nombre de pila. Tenía solamente seis dientes, llevaba gafas gruesas, y tenía un tumor gigantesco debajo del ojo izquierdo. Saint John sabía que era feo y estaba todo el tiempo preocupado por si perdía el empleo debido a su aspecto. Así que Fish le explotaba vergonzosamente dándole los trabajos más asquerosos y obligándole a darle parte de sus propinas. Los otros botones aprovechaban cualquier oportunidad para ponerle en ridículo y le hacían blanco de todas sus jugarretas.
»Una noche estaba tranquilamente sentado en mi cuarto leyendo un libro cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrir, allí estaba Saint John, confuso y agitado. Llevaba una caja de juegos en una mano y un cartón de seis cervezas en la otra. Esperó un momento y le pregunté qué quería, miró nerviosamente en todas direcciones y luego me preguntó si sabía jugar al ajedrez. Cuando le dije que sí y que me gustaría jugar una partida, Saint John sonrió de oreja a oreja y murmuró algo sobre lo contento que estaba por haberse atrevido. Le invité a pasar y jugamos, hablamos y bebimos cerveza durante casi dos horas. Tenía nueve hermanos y procedía de una familia rural, pobre, del Mississippi. Mientras jugábamos, Saint John dejó escapar casualmente que le había costado decidirse a pedirme que jugáramos porque Fish y Miller le habían dicho que los negros eran demasiado estúpidos para jugar al ajedrez.
»Saint John y yo nos hicimos amigos, o algo parecido, durante las semanas que estuve allí. Nos unía el lazo más profundo, ambos éramos extraños en aquella curiosa estructura social creada por los empleados del “Gulfport Inn”. Por Saint John me enteré de las infinitas ideas erróneas que los blancos del sur tienen de los negros.
Se echó a reír y continuó:
—Una noche ¿sabe?, Saint John me siguió hasta el cuarto de baño para comprobar con sus propios ojos que yo no abultaba más que él.
Troy volvió a su silla y miró a Carol. Le sonreía, era difícil no entretenerse con las historias de Troy, las contaba con gran estusiasmo y encanto. Nick, bajo la marquesina, también había dejado el libro y escuchaba la conversación.
—Luego estaba Farrell, de veinti pocos años, un gigante que se parecía a Elvis Presley. Proporcionaba alcohol a los huéspedes a menos precio, facilitaba un servicio de acompañantes por teléfono, y se llevaba el exceso de provisiones del hotel para venderlo en el puesto de su hermana. Alquiló una parte de mi habitación para almacenar algunas cajas de alcohol. ¡Qué tipo! Después de los grandes desayunos de las convenciones, recogía el zumo de naranja sobrante de las jarras y lo embotellaba para revender. Una mañana, el gerente del hotel encontró una caja del líquido, guardada temporalmente en un cuarto cerca del vestíbulo, y quiso saber lo que significaba. Farrell me agarró y me sacó diciéndome que quería hacer un trato conmigo; si yo confesaba que había cogido el zumo, Farrell me pagaría veinte dólares. Me explicó que si yo confesaba esto no me ocurriría nada porque siempre se esperaba que los negros robaran, pero si le cazaban a él perdería su empleo…
Nick salió de la sombra y dijo con cierto sarcasmo:
—Lamento interrumpirles, pero según nuestra computadora piloto nos encontramos ya en el borde sur de la región señalada en el mapa.
Y devolvió el mapa a Carol.
—Gracias, profesor —rio Troy—, creo que has salvado a Troy de una muerte conversada.
Se acercó al equipo de seguimiento que había quedado sobre el cofre, junto a la marquesina y accionó el interruptor de fuerza.
—¡Eh!, ángel, debería decirme como funciona todo esto.
El telescopio oceánico de Dale Michaels estaba programado para tomar, virtualmente, tres imágenes simultáneas en cada toma fija. La primera de las imágenes era una imagen visible normal, la segunda era el mismo panorama fotografiado con longitudes de onda infrarrojas, y la tercera una imagen de sonar, compuesta por el mismo enfoque. El subsistema sonar no producía imágenes claras, sólo perfiles de objetos. No obstante, llegaba a profundidades, aun cuando las aguas estuvieran sucias, que ni los elementos infrarrojos o visibles del telescopio podían captar.
Fijado en la quilla de cualquier barco, aquel telescopio compacto podía hacerse girar treinta grados atrás y adelante sobre la vertical, mediante un pequeño motor interior. El esquema de observación para el telescopio se solía definir por un protocolo preprogramado. Los detalles de esta secuencia, así como los parámetros ópticos críticos para el telescopio, estaban todos almacenados en el sistema microprocesador; sin embargo, todo en la software podía cambiarse a tiempo real manualmente, si el operador así lo deseaba.
Los datos dados por el telescopio eran llevados al resto del equipo electrónico del barco mediante finas fibras ópticas. Estos cables estaban sujetos a lo largo del borde del barco. Alrededor de un diez por ciento de las imágenes reconstruidas por esos datos se mostraban (después de toscas intensificaciones) en el monitor del barco. Pero todos los datos tomados por el telescopio quedaban automáticamente registrados en una unidad de memoria adjunta al monitor. Otro juego de fibras ópticas conectaba esta unidad de memoria al sistema de navegación central del barco, y los actuadores de servomotor controlaban los telescopios. Estos circuitos eran pulsados cada diez milisegundos a fin de que la orientación del telescopio y la ubicación del barco en el momento en que el telescopio tomaba cada imagen pudieran guardarse conjuntamente en el archivo permanente.
Junto al monitor colocado sobre el cofre, pero en el lado opuesto a la unidad de memoria, estaba el panel del sistema de control. El doctor Dale Michaels y el IOM eran famosos en todo el mundo por la inteligencia de sus inventos; sin embargo, esas ingeniosas creaciones no eran fáciles de operar. Dale había intentado dar un cursillo acelerado a Carol sobre el funcionamiento del sistema, la noche antes de trasladarse de Miami a Cayo West, pero había sido casi inútil. Algo frustrado, Dale había sencillamente programado en el microprocesador una secuencia fácil que cuadriculaba el área de debajo del barco en esquemas regulares. Luego dispuso las mejoras ópticas a valores normales y ordenó a Carol que no cambiara nada.
—Lo único que debes hacer —le explicó el doctor al cargar cuidadosamente el panel del sistema de control en la ranchera—, es pulsar este botón GO. Luego cubre el panel para asegurarte de que nadie pulsa distraídamente el mando equivocado.
Así que Carol no podía explicar a Troy como funcionaba todo aquello. Se le acercó, le apoyó el brazo sobre el hombro y le sonrió avergonzada:
—Lamento decepcionarte, mi curioso amigo, pero no sé más de cómo funcionan estas cosas de lo que te dije cuando montamos el equipo. Para hacerlo funcionar, lo único que debemos hacer es darle al interruptor de fuerza y apretar este botón —y apretó el botón GO del panel. Una imagen clara del océano a unos quince metros por debajo del barco apareció en el monitor de color. La imagen era sorprendentemente limpia. Los tres contemplaron asombrados un tiburón martillo nadando entre un banco de pequeños peces grises, tragando centenares de ellos en su terrible avance.
»Por lo que deduzco —continuó Carol mientras ambos hombres miraban fascinados el monitor—, el sistema telescópico hace el resto, siguiendo una serie de observaciones previstas, almacenadas en su software. Obviamente vemos lo que se ve en este monitor. Por lo menos vemos la imagen visual, las imágenes simultáneas de sonar e infrarrojos quedan almacenadas en el grabador. Mi amigo del IOM (no quería aumentar su curiosidad mencionando el nombre de Dale) intentó explicarme cómo podía cambiar de visual a infrarrojos y sonar, pero no me pareció fácil. Una piensa que sería fácil pulsar I para infrarrojos o S para sonar, pues nada. Hay que incorporar tanto como doce órdenes, sólo para cambiar la señal que se inserta en el monitor.
Troy estaba impresionado, no sólo por el sistema telescópico oceánico sino también por cómo Carol, una mujer no preparada en ingeniería o electrónica, había captado claramente lo esencial.
—La parte de infrarrojos del telescopio debe medir la radiación termal —dijo Troy lentamente—, si recuerdo bien mi física de la escuela superior. ¿Pero cómo pueden las variaciones termales subacuáticas decirle algo sobre ballenas?
Llegados a este punto, Nick sacudió la cabeza y se alejó de la pantalla. Reconocía que estaba totalmente fuera de su elemento intelectual en todos estos términos de ingeniería y se sentía más que avergonzado de confesar su ignorancia ante ellos. Por otra parte, tampoco creía que Carol hubiera llevado toda aquella brujería electrónica a bordo para encontrar ballenas desviadas de su ruta migratoria. Se acercó a la pequeña nevera y sacó otra cerveza.
—Y lo que vamos a hacer en las próximas dos horas, si no lo entiendo mal, ¿es dar vueltas con el barco mientras busca ballenas en la pantalla?
El comentario burlón de Nick llevaba implícito un inconfundible desafío e interfería en las relaciones cálidas y amistosas que se habían creado entre Carol y Troy. Ella se permitió sentirse molesta por su actitud y le devolvió sus tiros verbales:
—Éste era el plan, Mr. Williams, como le dije al salir de Cayo West, pero Troy me ha dicho que usted es también un buscador de tesoros, o por lo menos lo era hace unos años. Y como parece convencido de que lo que yo ando buscando es un tesoro, quizás le gustaría sentarse aquí, a mi lado, y mirar las mismas imágenes para asegurarse de que no se me escapa ninguna ballena. O tesoro, según el caso.
Nick y Carol cruzaron una mirada furiosa, pero Troy se interpuso entre ellos:
—Mira, profesor… y usted también, ángel… no intento comprender por qué ambos insisten en pisotearse, pero para mí es como un grano en cierto sitio. ¿No pueden tranquilizarse un momento? Después de todo —añadió Troy mirando primero a Nick y luego a Carol—, si ambos se sumergen juntos, son compañeros. Sus vidas pueden depender una del otro, así que ya basta.
Carol se encogió de hombros y asintió:
—Por mí, está bien —pero al no obtener respuesta de Nick no pudo resistir lanzar una pulla más—, siempre y cuando Mr. Williams reconozca su responsabilidad como miembro del PADI y esté lo bastante sobrio para bucear.
Los ojos de Nick relampaguearon airados. Luego, teatralmente, se acercó a la borda y vació su nueva cerveza en el mar:
—Sé cuidarme. Usted preocúpese solamente de lo que vaya a hacer.
El microprocesador del telescopio oceánico contenía una alarma especial de subrutina que hacía un ruido como de llamada de teléfono siempre que las condiciones programadas en la alarma coincidían. Atendiendo a la petición de Carol, Dale Michaels, había adaptado personalmente el algoritmo de la alarma normal poco antes de que se trasladara a Cayo West, a fin de que reaccionara tanto a una criatura enorme moviéndose a través del campo visual, como a un objeto «desconocido» estacionado y de tamaño determinado. Después de haber terminado el esquema lógico para el pequeño cambio pasándolo a su departamento de software para máxima prioridad de codificación y prueba, Dale había sonreído para sí. Le divertía su complicidad con Carol. Esta pieza de subterfugio tecnológico convencería con seguridad sus compañeros, fueran quien fueran, de que se dedicaba en serio a la búsqueda de ballenas. Al mismo tiempo, la alarma se dispararía también si lo que Carol buscaba realmente, un supuesto (secreto) y errante misil de la Marina, en período de prueba, aparecía en el suelo del océano, debajo del barco.
La estructura básica para ambas alarmas algorítmicas era fácil de comprender. Para identificar un animal en movimiento, era suficiente superponer dos o tres imágenes tomadas a menos de un segundo de distancia (en cualquier longitud de onda, aunque había mayor precisión en el proceso con las imágenes visuales más nítidas) y luego comparar los datos basándose en el conocimiento de que la mayor parte de la escena no habría sufrido cambio. Errores de comparación significativos (áreas conectadas en la superposición con leves diferencias de imagen a imagen) indicarían la presencia de una enorme criatura en movimiento.
Para identificar objetos en el campo visual, la alarma algorítmica se aprovechaba de la tremenda capacidad de almacenamiento de la unidad de memoria en el sistema de proceso de datos del telescopio. Las imágenes infrarrojas y visuales casi simultáneas iban alimentando la unidad de memoria y eran toscamente analizadas contra unos datos que contenían cadenas de parámetros de reconocimiento sobre ambas regiones de longitud de onda. Estos parámetros de esquemas habían sido desarrollados a lo largo de años de cuidadosa investigación y habían sido recientemente ampliados por el IOM para incluir virtualmente toda cosa normal (plantas, animales, estructuras de arrecifes, etc.) que pudiera verse en el fondo del océano, cerca de los Cayos de Florida. Cualquier objeto grande que no tuviera relación con los datos base existentes sería captado y sonaría la alarma.
Las alarmas hacían innecesario estar pacientemente sentado frente a la pantalla y estudiar los mil encuadres de datos a medida que eran recibidos a bordo. Incluso Troy, un loco confeso del conocimiento, cuyo interés por todo era casi insaciable, se cansaba de mirar el monitor diez minutos seguidos, especialmente cuando el barco entró en aguas más profundas y había poco que ver en imágenes visuales.
Una pareja de tiburones solitarios provocaron alarmas y crearon una momentánea excitación, unos veinte minutos después de activar el telescopio, pero siguió un período sin ningún descubrimiento.
A medida que corría la tarde, Nick iba impacientándose más y más.
—No sé por qué me dejé convencer de participar en esta caza de nada —refunfuñó sin dirigirse a nadie en particular—. Podríamos estar preparando el barco para el charter del fin de semana.
Carol ignoró el comentario de Nick y estudió el mapa una vez más: habían atravesado la región definida por Dale de sur a norte, y avanzaban ahora despacio en dirección este por la periferia del norte. Dale había delimitado el área de reconocimiento basándose en sus propias deducciones a partir de las preguntas que le había hecho la Marina. Probablemente pudo haber señalado con más seguridad el área de interés, después de unas preguntas personales, pero no había querido levantar sospechas.
Carol sabía que la búsqueda era algo así como encontrar una aguja en un pajar, pero había creído que merecería la pena por sus posibles resultados. Si de algún modo podía encontrar y fotografiar un misil secreto de la Marina, caído cerca de un área de población… ¡Qué notición sería! Pero ahora también ella empezaba a impacientarse y le costaba recuperar su anterior excitación, durante su larga tarde al sol. Tendrían que regresar a Cayo West para poder llegar antes de la noche. Bueno, pensó resignada, por lo menos lo he intentado. Y como solía decir mi padre, el que nada arriesga, nada consigue.
Estaba en la punta de la proa del barco cuando empezaron a sonar alarmas en la unidad de memoria, junto al monitor. Una llamada y luego dos, seguidas de un corto silencio. Sonó una tercera llamada rápidamente seguida de una cuarta. Carol se precipitó excitada hacia el monitor.
—¡Pare el barco! —gritó imperiosamente a Nick, pero era demasiado tarde. Cuando llegó al monitor, las alarmas habían enmudecido y no se veía nada en la pantalla.
»Dé la vuelta, dé la vuelta —gritó una frustrada Carol inmediatamente, sin ver que Nick la miraba furioso.
—Bien, ¡capitán! —respondió Nick, dándole al timón con tal fuerza que Carol perdió el equilibrio. El monitor y el resto del equipo empezaron a deslizarse de su frágil montaje sobre el cofre y fueron salvados por Troy en el último minuto. El Florida Queen viró bruscamente en el agua. Pese a la inmovilidad del océano una pequeña ola pasó por encima de la borda en la parte más baja de cubierta, mojando a Carol de rodillas para abajo. Los bajos de su pantalón blanco se pegaron a sus tobillos y las playeras blancas y los calcetines quedaron empapados. Nick no hizo el menor esfuerzo para disimular su diversión.
Carol se disponía ya a pelear con él cuando el renovado sonar de las alarmas la distrajo. Recuperando su equilibrio chorreante cuando el barco se enderezó, vio en el monitor que se encontraban sobre un arrecife de coral. Y en lo más profundo, por debajo del barco y apenas visibles en la pantalla, había tres ballenas iguales a las que aquella mañana había visto en la playa, en Cayo Deer. Nadaban juntas en lo que parecía ser un movimiento sin rumbo. Pero había más, el mensaje del código de la alarma especial indicaba que también había un objeto extraño en, o cerca, del mismo campo visual de las perezosas ballenas. Carol no pudo contener su exaltación y dio una palmada: «Ancla, por favor», gritó y luego se echó a reír. Vio que Troy ya había lanzado el ancla por la borda.
Unos minutos más tarde Carol se ponía apresuradamente su chaleco salvavidas en la popa del barco, detrás de la marquesina. Su máscara y las aletas ya estaban ajustadas y junto a ella en la cubierta. Troy estaba ayudándola sosteniendo la botella que iba incrustada en la espalda del chaleco.
—No se preocupe por Nick —le advirtió—. Hoy está gruñón por alguna razón, quizás porque Harvard ha perdido el partido, pero es un buceador fabuloso. Tiene fama de ser el mejor profesor del buceo de los Cayos —sonrió—. Después de todo, me enseñó hace un par de meses y se suponía que ni siquiera sabíamos nadar.
Carol le devolvió la sonrisa:
—¿No dejas nunca de hablar en broma? —le dijo. Pasó su brazo libre por la segunda abertura y el chaleco quedó encajado—. A propósito —añadió en voz baja—, para ser un buceador experto, tu amigo utiliza un equipo de lo más anticuado.
En aquel momento se arrepintió de haber dejado su chaleco hecho a medida en la ranchera. Lo utilizaba siempre que buceaba con Dale y tenía los últimos adelantos, tales como CAF (Compensación Automática de Flotación) y un bolsillo perfecto para su cámara submarina. Pero con todo lo que organizó en la oficina del puerto con su cofre y su equipo electrónico, Carol había decidido no llamar más la atención sacando un chaleco fuera de serie.
—Nick piensa que los nuevos chalecos hacen las cosas demasiado fáciles para el buceador. Quiere que se ajuste manualmente el grado de flotación… para que se sea más consciente de la profundidad a que se ha bajado —Troy examinó a Carol—. No pesa mucho. Este cinturón le bastará. ¿Utiliza pesos normalmente?
Carol sacudió la cabeza y se abrochó el cinturón. Nick apareció junto a la marquesina con la máscara y las aletas en la mano; ya se había puesto el chaleco con la botella de aire y el cinturón de pesos.
—Sus ballenas siguen en el mismo sitio —anunció—. Jamás he visto ballenas que se quedaran en el mismo sitio —le entregó una pastilla de tabaco y Carol frotó con ella, el interior de la máscara (para evitar que se empañara) mientras él daba una vuelta a su alrededor. Comprobó su manómetro y su regulador, así como la boquilla secundaria, por si fuera necesario compartir el oxígeno con ella en caso de emergencia.
Nick habló con Carol mientras hacía las últimas comprobaciones de su equipo.
—Ha pagado usted por esta salida —empezó a hablarle en tono aparentemente amistoso—, así que podemos ir a cualquier parte que desee mientras estemos abajo. La bajada no será demasiado difícil ya que hay solamente trece metros, más o menos, hasta el fondo. Sin embargo —y Nick se colocó delante de Carol mirándola directamente a los ojos—, quiero que una cosa quede clara. Éste es mi barco y soy responsable de la seguridad de la gente que va en él, incluyéndola a usted, lo quiera o no. Antes de salir quiero estar seguro de que me obedecerá bajo el agua.
Carol reconoció que trataba de mostrarse diplomático. Incluso se le ocurrió que estaba gracioso, plantado allí delante de ella, con su equipo de buceo. Decidió mostrarse simpática:
—De acuerdo. Pero una cosa antes de bajar, recuerde que soy una reportera. Llevo una cámara conmigo y puede que quiera que usted se aparte de vez en cuando, así que no se enfade si le hago una señal para que se marche.
Nick sonrió.
—De acuerdo. Trataré de acordarme.
Carol se calzó las aletas y se puso la máscara. Después recogió su cámara submarina y se la pasó por el cuello y el hombro. Troy la ayudó a tensar la correa. Nick estaba sentado en un costado del barco junto a una abertura en la barandilla y al lado de una tosca escala que Troy acababa de descolgar.
—Ya he comprobado el agua —explicó— y hay bastante corriente por esta parte. Bajaremos siguiendo la cadena del ancla hasta llegar al suelo del océano. Desde allí iremos a donde usted quiera.
Nick se dejó caer de espaldas. Al momento apareció, nadando. Carol levantó los pulgares (la señal entre buceadores que indica que todo está bien) y se sentó delante de la abertura. Troy le ayudó a efectuar los últimos ajustes de su chaleco.
—Suerte, ángel —dijo Troy—. Espero que encuentre lo que busca. Y tenga cuidado.
Carol se metió el regulador en la boca, respiró profundamente y, como Nick, se dejó caer de espaldas. El agua del océano estaba fría contra su piel tostada. En unos segundos se reunió con Nick junto al cable del ancla y ambos hicieron la señal de pulgares levantados. Nick bajó delante, bajaba mano tras mano, con cuidado, sin dejar nunca completamente el cable. Ella le seguía con la misma cautela. Notando la fuerte corriente que Nick había mencionado y que tiraba de ella, tratando de arrancarla del cable; pero consiguió mantenerse.
Cada dos o tres metros, Nick se detenía para igualar la presión en los oídos y levantaba la mirada para ver si Carol le seguía y estaba bien. Después continuaba el descenso.
No hubo mucho que ver hasta que llegaron al arrecife. Las fotografías del telescopio habían sido tan claras que les habían confundido. El arrecife con todo su colorido y su abundancia de plantas y vida animal parecía estar justo debajo de ellos debido al enfoque automático del sistema óptico, pero once metros es mucha distancia. Cualquier edificio normal de tres pisos podía haber estado en el suelo del océano debajo del Florida y no llegar a tocar su casco.
Cuando por fin llegaron al arrecife donde estaba echada el ancla, Carol se dio cuenta de que había cometido un error. No había sabido reconocer el entorno y por consiguiente no sabía qué dirección tomar para encontrar a las ballenas. Se reprochó brevemente no haber pasado un poco más de tiempo estudiando el monitor para estar segura de reconocer las marcas que hubiera. Bueno, se dijo. Ya es demasiado tarde. Elegiré una dirección y la seguiré, además, no tengo la menor idea del lugar donde está el objeto que ha hecho sonar la alarma.
La visibilidad era bastante buena, en unos quince o dieciocho metros en todas direcciones. Carol ajustó ligeramente su chaleco y señaló un paso entre dos partes de arrecife, ambas cubiertas de algas, anémonas de mar y el eterno coral. Nick movió afirmativamente la cabeza. Pegando sus brazos al cuerpo para ofrecer menos resistencia, Carol agitó las aletas y nadó hacia la abertura.
Detrás de ella, Nick la miró nadar con admiración, se movía en el agua con la misma gracia que el banco de peces ángel negros y amarillos que avanzaban a su lado. No había preguntado a Carol sobre su experiencia en buceo y no sabía exactamente qué esperar. Por su soltura y familiaridad con el equipo sospechaba que era una veterana, pero no estaba preparado para encontrar un as del submarinismo. Exceptuando a Greta, no había encontrado otra mujer que se moviera con tanta soltura como él en el agua.
Nick adoraba la paz y la serenidad del mundo rico y vibrante de las profundidades del océano. Lo único que oía siempre abajo era su propia respiración. A su alrededor, los arrecifes de coral bullían de vida, de una belleza y complejidad inimaginables. Ahora, allí, debajo de él había un mero bañándose, acomodado en un hueco del fondo, y dejando a los diminutos limpiadores que le comieran los parásitos acumulados. Un momento antes, el descenso de Nick al fondo había asustado a una manta oculta en la arena. Esta raya enorme, llamada pez-diablo por los especialistas, había salido ondulando de su escondrijo en el último momento, y por muy poco no le había tocado con su fuerte y peligrosa cola.
Nick Williams se encontraba como en casa en este mundo acuático del fondo del golfo de México. Era su recreo y su refugio. Siempre que se sentía triste o preocupado por los acontecimientos de la superficie, sabía que sólo con bucear encontraría evasión y paz. Excepto en aquella determinada salida, en que experimentaba una inefable emoción, quizás el principio de un anhelo vagamente definido, posiblemente mezclado con recuerdos de años atrás. Estaba siguiendo a una bella sirena que nadaba a lo largo del arrecife y su visión le excitaba. Me he portado como un colegial, pensó, o peor, como un pelmazo. Y ¿por qué? ¿Porqué es bonita? No, porque está llena de vida, mucha más vida que yo.
Carol y Nick hicieron dos recorridos diferentes, empezando cada vez desde el cable del ancla, sin encontrar ni las ballenas ni nada inusual. Cuando volvieron al ancla tras la segunda e infructuosa salida, Nick señaló su reloj, llevaban casi media hora bajo el agua. Carol movió afirmativamente la cabeza y luego levantó el índice indicando que probaría una vez más.
Poco después de cruzar sobre un abultado saliente del arrecife, encontraron las ballenas; este saliente, muy alto, quedaba a unos cinco metros de la superficie. Nick las vio primero y señaló hacia abajo. Las tres ballenas estaban unos seis metros por debajo de ellos y quizás a treinta metros de distancia. Seguían nadando despacio, más o menos juntas, dando vueltas en círculo, errantes, tal como las habían visto en la pantalla. Carol indicó a Nick que se apartara, señalando la cámara; después nadó hacia las ballenas, fotografiándolas mientras se acercaba a ellas, estudiando cuidadosamente la profundidad y equilibrando la presión en sus oídos.
Nick nadó a su lado. Estaba seguro de que las ballenas les habían visto a los dos, pero por alguna extraña razón no intentaron huir. En todos sus años de buceador, solamente una vez había visto a una ballena, en mar abierto, aceptar la presencia de un humano. Se trataba de una madre dando a luz en una laguna del Pacífico, frente a la costa de Baja California, cuyos dolores de parto eran una fuerza superior a su instintivo miedo a los humanos. Aquí, incluso cuando Carol se acercó a unos seis metros, las ballenas continuaron su indolente paseo. Parecían estar perdidas o drogadas.
Carol se fue aproximando despacio cuando vio que no intentaban escapar. Tomó más fotografías. Las fotos de cerca de ballenas en su hábitat natural eran todavía raras, así que su excursión podía decirse que ya era un éxito. Pero a ella también la desconcertaba su comportamiento. ¿Por qué ignoraban su presencia? ¿Y qué estaban haciendo en aquel punto determinado? Recordó haberse sorprendido por la ballena solitaria que encontró cuando salió a nadar por la mañana, y volvió a preguntarse si, de algún modo, aquellos acontecimientos estarían relacionados.
Nick seguía a su derecha, a unos dieciocho metros. Le señalaba algo al otro lado de las ballenas y gesticulaba para que se acercara. Se alejó, nadando, de los grandes mamíferos y fue hacia Nick. Inmediatamente vio lo que le había llamado la atención. Por debajo de las ballenas, justo encima del suelo del océano había un gran hueco oscuro en la base de un arrecife de imponente estructura. A primera vista parecía ser la entrada de una gruta subterránea, pero la vista aguda de Carol observó que la fisura en forma de labio era sumamente lisa y simétrica, sugiriendo casi que se trataba de algún tipo de construcción. Se rio de sí misma al acercarse a Nick, el asombroso mundo submarino y el curioso comportamiento de las ballenas le hacían ver visiones.
Nick señaló el agujero y luego se señaló a sí mismo indicando que iba a bajar y comprobarlo de cerca. Cuando empezó a irse, Carol sintió el urgente impulso de agarrarle por el pie y tirar de él. Un momento después, viendo como se alejaba nadando, un miedo espantoso de origen desconocido la inundó. Empezó a temblar y luchó valientemente contra esta extraña sensación. Se le puso carne de gallina en brazos y piernas y sintió un deseo imperioso de alejarse, de huir, antes de que ocurriera algo terrible.
Un instante más tarde vio a una de las ballenas acercarse a Nick. Si hubiera estado en tierra, hubiera gritado, pero a quince metros de profundidad en el océano, no había forma de advertir a nadie desde lejos. Al acercarse Nick a la abertura ignorante del peligro, fue apartado a un lado por una de las ballenas, con tal fuerza que rebotó en el arrecife y de allí hacia arriba. El tremendo empujón le hizo caer sobre un pequeño montículo de arena. Carol se aproximó nadando sin perder de vista a las ballenas. Nick había perdido su regulador y no parecía hacer nada por remplazado. Se acercó y levantó los pulgares, no obtuvo respuesta. Nick tenía los ojos cerrados.
Carol sintió un coletazo de adrenalina cuando se agachó a recoger el regulador de Nick y se lo metió en la boca. Golpeó su máscara con el puño. Tras unos dolorosos segundos, Nick abrió los ojos. Ella volvió a levantar los pulgares y él sacudió la cabeza como si se sacudiera las telarañas, sonrió, y al fin devolvió la señal. Empezó a moverse pero Carol le detuvo, indicándole con gestos que se quedara sentado, quieto, mientras ella le reconocía apresuradamente. Por la fuerza con que había chocado contra el arrecife, Carol esperaba lo peor. Incluso aunque su equipo estuviera intacto, su piel se habría desgarrado por la dureza cortante de coral y el impacto. Pero, increíblemente, no había heridas importantes ni en Nick ni en su equipo. Lo único que tenía era un par de pequeños rasguños.
Las tres ballenas seguían en el mismo lugar donde se hallaban antes. Mirándolas desde abajo, se le ocurrió a Carol que parecían centinelas guardando un determinado territorio oceánico. Nadaban de un extremo a otro formando un arco de unos doscientos metros. Fuera lo que fuera la causa de que una de las ballenas variara su itinerario y topara con Nick, no estaba nada claro. Pero Carol no deseaba arriesgarse a otro tropiezo, señaló a Nick que la siguiera y se alejaron unos treinta metros hasta un banco de arena entre los arrecifes.
Carol se proponía volver a la superficie tan pronto estuviera segura de que Nick no estaba seriamente herido, pero mientras examinaba su cuerpo para tener la certeza de que no habían pasado por alto ninguna desgarradura importante en su anterior y apresurado examen, Nick descubrió dos marcas paralelas en la arena, debajo de él. Agarró el brazo de Carol para mostrarle lo que había descubierto. Ambos surcos eran parecidos a huellas de tanque, tendrían unos tres centímetros de profundidad y parecían recién hechas. En una dirección, las huellas iban hacia la fisura del arrecife, debajo de las tres ballenas, en la dirección contraria, se extendían hasta donde alcanzaba la vista, a lo largo del banco de arena, por entre los dos arrecifes mayores del área.
Nick señaló el banco y nadó en aquella dirección siguiendo los surcos fascinado. Ni siquiera se volvió para ver si Carol le seguía. Ésta retrocedió hasta tan cerca de la fisura como se atrevió (¿volvía a imaginar cosas o las tres ballenas la vigilaban mientras recorría el suelo del océano?) para tomar unas fotografías y comprobar que, en efecto, las huellas convergían frente a la fisura, pero lo hizo sin entretenerse. No quería quedar separada de Nick en aquel lugar espectral. Cuando se volvió casi no le veía, pero, afortunadamente, él se había detenido al notar que no le seguía. Cuando finalmente se reunieron, Nick hizo un ademán de excusa. Las líneas paralelas desaparecían en un punto del banco de arena, cuando el banco terminaba en roca, pero Nick y Carol localizaron la continuación de los surcos unos cincuenta metros más allá.
El banco de arena, más parecido a una trinchera que a otra cosa, se iba estrechando tanto que se vieron obligados a nadar unos dos metros por encima para evitar golpearse contra las rocas coralinas de ambos lados. Poco después, huellas y trinchera viraban hacia la izquierda y desaparecían debajo de un saliente. Carol y Nick se detuvieron y permanecieron flotando en el agua, de frente. Sostuvieron una conversación mediante gesticulación de manos y por fin, decidieron que Carol bajaría primero a ver si había algo debajo del saliente, puesto que deseaba una fotografía, un primer plano, del punto donde desaparecían los surcos paralelos.
Carol nadó cautelosamente hasta el suelo de la trinchera, sorteando con habilidad las aristas de ambos lados del arrecife. Cuando desapareció bajo el saliente, la trinchera era lo suficientemente ancha como para apoyar uno solo de sus pies con su aleta. El saliente estaba a unos dieciocho centímetros sobre el suelo, pero no podía inclinarse y mirar por debajo sin arañarse la cara con el arrecife. Delicadamente metió la mano bajo el saliente en dirección al final de las huellas. Nada. Tendría que apoyarse en las rocas y el coral y meter el brazo hasta el fondo.
Mientras Carol trataba de buscar una postura mejor, perdió momentáneamente el equilibrio y sintió el impacto del coral en la parte trasera de su muslo izquierdo. ¡Huy!, pensó, al volver a meter la mano bajo el saliente, me está bien empleado. Un recuerdo físico de un día asombroso. Embrujado, casi. Curiosas ballenas. Huellas de tanque en el fondo del océano… y ¿eso qué es? La mano de Carol se cerró sobre algo que parecía una caña metálica de un centímetro de espesor. Era un contacto tan sorprendente que inmediatamente retiró la mano y un escalofrío le recorrió el espinazo. Los latidos de su corazón se aceleraron y se esforzó en respirar despacio para calmarse. Después, decidida, volvió a meter la mano y encontró el objeto. ¿O sería otro objeto? Esta vez notó algo metálico, claro, pero le pareció más grueso y con cuatro púas, como una horquilla. Carol recorrió el objeto con la mano y volvió a encontrar la supuesta caña.
Desde su puesto ventajoso, por encima de ella, Nick comprendió que Carol había encontrado algo. Ahora le tocaba a él sentirse excitado. Nadó hasta ella, que forcejeaba sin éxito para recuperar el objeto, cambiaron de situación y Nick buscó bajo el saliente rocoso. Primero tocó algo que la parecía una esfera lisa del tamaño de la palma de la mano.
Comprendió que el fondo de la esfera descansaba en la arena y que la caña sujeta a ella sobresalía varios centímetros. Se afianzó y tiro de la caña que se movió un poco. Cambió de postura y la cogió por el lado, tirando de nuevo. Unos tirones más y el objeto estuvo fuera del saliente.
Durante casi un minuto Nick y Carol flotaban sobre el objeto metálico dorado que descansaba sobre la arena. Su superficie era lisa a la vista igual que al tacto y en total tendría unos cuarenta y cinco centímetros de longitud. No podía verse más que la superficie lisa y brillante que indicaba que el objeto estaba, en efecto, hecho de algún tipo de metal. Su largo eje terminaba en un extremo en una especie de gancho; a setenta centímetros del gancho estaba el centro de una pequeña esfera, simétricamente construida alrededor de la caña, cuyo radio era de algo más de treinta centímetros. La esfera mayor, la que Nick había tocado primero al meter la mano debajo del saliente, tenía un radio de unos setenta centímetros y estaba en el centro de la caña. Esta esfera también estaba perfecta y simétricamente colocada alrededor de la caña que era su eje. Más abajo de las dos esferas, el objeto carecía de adornos hasta que la caña terminaba en cuatro pequeñas ramas, las púas que Carol había notado en el otro extremo.
Carol fotografió meticulosamente el objeto expuesto frente al saliente. Antes de que hubiera terminado, Nick señaló el reloj, llevaban casi una hora sumergidos. Carol comprobó su válvula de oxígeno y vio que estaba casi en rojo, hizo una señal a Nick y fue a recoger el objeto. Era extremadamente pesado, Nick pensaba que su peso podría ser de unos diez kilos. Entonces, no estaba sujeto por nada cuando al principio traté de sacarlo, pensó, simplemente pesaba mucho.
El peso del objeto sirvió para acrecentar la excitación de Nick, que empezó ya cuando vio el color del oro. Aunque nunca había visto nada parecido a ese gancho con púas y esferas, recordó que las piezas más pesadas encontradas en el pecio del Santa Rosa, habían sido todas de oro. Y este objeto era mucho más pesado que nada que jamás hubiera tocado. ¡Jesús!, pensó, soltando algunas pastillas de plomo de su cinturón para facilitar la subida del objeto al barco, si aquí hay, aunque sólo sean cinco kilos de oro puro, al precio oficial de mil dólares la onza, son 160.000 dólares, y esto puede ser solamente el principio. Venga esto de donde venga, debe de haber más. ¡Bien!, Williams, éste puede ser tu día de suerte.
Los pensamientos de Carol corrían a un kilómetro por minuto mientras nadaba al lado de Nick hacia el cable del ancla. Estaba ocupada en tratar de integrar todo lo que había visto en la última hora. Tenía ya el convencimiento de que todo estaba relacionado de algún modo con el misil errante de la Marina… el comportamiento de las ballenas, la horquilla de oro terminada en gancho, las huellas de tanque en el océano, aunque en principio no tenía la menor idea de cuál podía ser aquella relación.
Mientras nadaba de regreso, Carol recordó de pronto haber leído, años atrás, una historia sobre las huellas de un submarino ruso descubiertas en el suelo del océano frente a una base naval sueca. Su mente de periodista empezó a montar un escenario loco pero plausible para justificar y explicar todo lo que había visto. Quizás el misil se estrelló cerca de aquí y siguió mandando datos aunque estuviera sumergido, se dijo. Sus señales electrónicas confundieron a las ballenas, y quizás estas mismas señales fueran captadas por submarinos rusos. Y americanos. Sus pensamientos llegaron a un callejón sin salida momentánea. Así que hay por lo menos dos opciones, pensó de nuevo tras unas brazadas más, viendo como Nick se acercaba al cable con el objeto firmemente apretado en su mano… O bien he descubierto un complot ruso para localizar y robar un misil americano, o las huellas y la horquilla de oro forman parte de un esfuerzo americano para encontrar el misil sin alertar al público. ¡Qué más da! En un caso u otro es un gran reportaje. Pero debo llevar esta cosa dorada a Dale y el IOM para que la analicen.
Tanto Nick como Carol estaban peligrosamente bajos de oxígeno cuando llegaron a la superficie, junto al Florida Queen. Llamaron a Troy para que les ayudara a subir su trofeo del fondo. Estaban exhaustos cuando finalmente se arrastraron sobre el barco, pero también estaban a tope de excitación, impresionados por los descubrimientos de la tarde. Todo el mundo empezó a hablar a la vez. Troy tenía también su historia que contar, porque había visto algo fuera de lo corriente en el monitor mientras Nick y Carol seguían las huellas por la trinchera. Nick sacó cerveza y bocadillos de la nevera mientras Carol curaba los arañazos que se había hecho en el coral y sonriente el trío se sentó en las tumbonas de cubierta mientras se iba poniendo el sol. Tuvieron mucho que compartir en los noventa minutos del trayecto de vuelta a Cayo West.