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Carol terminó el aburrido traspaso de la cinta de vídeo al modem, a Joey Hernández en Miami, y luego marcó otro número. Estaba sentada en una de las cabinas privadas de la gran sala de comunicaciones, del «Marriott» de Cayo West. La pantalla frente a Carol indicaba que la conexión con su nuevo número ya estaba hecha, pero no se veía aún ninguna imagen. Oyó una voz de mujer que decía:

—Buenos días, despacho del doctor Michaels.

—Buenos días Bernice, soy Carol. Estoy en vídeo.

El monitor se aclaró en un segundo y una mujer de aspecto maduro y agradable, apareció en él.

—Hola, Carol. Diré a Dale que estás en la comunicación.

Carol sonrió mientras contemplaba a Bernice girando su sillón y acercándose a un panel lleno de botones, a su izquierda. Bernice estaba casi rodeada por su mesa. Ante ella había un par de teclados conectados a dos grandes pantallas, un surtido de ranuras para discos y algo que parecía un teléfono, incrustado en otro monitor. Aparentemente no había quedado espacio para el gran panel de comunicaciones junto al teléfono, así que Bernice tenía que correr su butaca casi un metro para indicar al doctor Michaels que tenía una llamada, que le llegaba por vídeo, que se trataba de Carol, y que procedía de Cayo West. El doctor Dale, como le llamaba todo el mundo excepto Carol, quería tener la máxima información antes de contestar las llamadas.

A derecha e izquierda de Bernice había extensiones perpendiculares a su mesa con montones de discos de diferentes tamaños (los montones llevaban etiquetas «para leer», o «archivo», o «correspondencia saliente») intercalados entre revistas o carpetas de fuelle que contenían impresos y copias de las computadoras. Bernice apretó un botón del panel pero no ocurrió nada. Miró, disculpándose, a Carol en la pantalla que había encima del teléfono.

—Lo siento, Carol —Bernice estaba un poco agitada—. Tal vez no lo he hecho bien. El doctor Dale tiene un sistema nuevo instalado esta semana y no estoy muy segura…

Uno de los dos grandes monitores emitió una señal:

—Bueno —continuó Bernice, ahora sonriente—, lo he hecho bien. Hablará contigo dentro de un minuto. Está con alguien y terminará rápidamente para poder verte y hablar contigo. Espero que no te moleste que te deje conectada.

Carol movió la cabeza y la imagen de Bernice salió de la pantalla. Contempló ahora en el monitor un pequeño documental pedagógico sobre el cultivo de ostras. Estaba maravillosamente filmado dentro del agua, utilizando un avanzado equipo fotográfico. La narración estaba grabada con la voz meliflua del doctor Dale y en el vídeo se ponía de relieve la conexión entre los inventos del IOM (Instituto Oceanográfico de Miami, del que el doctor Dale Michaels era fundador y jefe ejecutivo) y el rápido aumento de los cultivos marinos de todo tipo. Pero Carol tuvo que reír. Como suave música de fondo de la narración, aumentando de volumen en los períodos narrativos silenciosos, se oía el Canon de Pachelbel. Era la melodía favorita de música tierna de Dale (Carol sabía siempre lo que seguía cuando Dale ponía Pachelbel en el tocadiscos de su apartamento) pero se le hacía raro oír los insistentes violines cuando las cámaras se acercaban a las ostras en crecimiento.

La historia de la ostra terminó súbitamente, se fundió la imagen y la pantalla pasó al interior de un gran despacho de ejecutivo. Dale Michaels estaba sentado en un sofá, frente a su gran mesa moderna, mirando hacia uno de los tres monitores de vídeo que había en la estancia.

—Buenos días otra vez, Carol —dijo con entusiasmo—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Dónde estás? No sabía que ya tuvieran vídeos en las habitaciones del «Marriott».

El doctor Michaels era alto y delgado, rubio, con el cabello ligeramente rizado y empezando a aclararse en las sienes. Le dirigió una sonrisa demasiado rápida y bien ensayada, pero sus ojos verdes eran sinceros y afectuosos.

—Estoy en la sala de comunicaciones del hotel —respondió Carol—. Acabo de enviar la historia de las ballenas varadas, en disco, al Herald. ¡Jesús!, Dale, no sabes la lástima que me dieron los pobres animales. ¿Cómo pueden ser tan inteligentes y embarullar de tal modo su sentido de dirección?

—Lo ignoramos, Carol. Pero recuerda que nuestra definición de inteligencia y la definición de la inteligencia de las ballenas son con seguridad completamente distintas. Además, no es demasiado sorprendente que confíen en su sistema interno de navegación incluso cuando las lleva al desastre. ¿Puedes imaginarte una situación en la que desconfiaras esencialmente de la información que tus ojos te ofrecían? Es lo mismo. Estamos hablando ahora de un mal funcionamiento de su sensor primario.

Carol guardó silencio, pero finalmente asintió:

—Creo que puedo entender lo que me estás diciendo pero me ha dolido verlas tan inofensivas. Bien, en todo caso, la historia está también en vídeo. A propósito, la nueva tecnología integrada de vídeo es soberbia. El «Marriott» acaba de instalar un nuevo modem de datos para vídeo y he podido transferir la cinta de ocho minutos a Joey Hernández, por el Canal 44 en sólo dos minutos. Le encantó. Hace el informativo de mediodía, ya sabes. Míralo si puedes, y dime lo que te parece.

Carol hizo una breve pausa.

—A propósito. Dale, gracias otra vez por la información.

—Encantado de poder ayudarte.

Dale sonreía. Le encantaba poder ayudar a Carol en su carrera. La había estado persiguiendo sin doble intención, a su estilo de científico complicado, durante más de un año y medio. Pero había sido incapaz de convencerla de que una relación permanente sería mutuamente beneficiosa. O, al menos, creía que ése era el problema.

—Creo que el asunto de las ballenas sería una magnífica cobertura —siguió diciendo Carol—. Ya sabes lo que me preocupaba llamar demasiado la atención con un telescopio, y la excusa de la busca de tesoros no encajará si alguien de aquí me reconoce. Pero creo que puedo servirme de la historia de las ballenas como pretexto. ¿Qué te parece?

—Me parece razonable. Incidentalmente, ha habido otro par de irregularidades balleneras, informe recibido esta mañana… parte de una manada varada en Sanibel, y un bote de pesca supuestamente atacado por ellas al norte de Marathon. El propietario era un vietnamita y estaba muy excitado. Naturalmente es prácticamente creíble que esas falsas asesinas ataquen algo relacionado con los humanos. Pero quizá puedas utilizar todo eso de algún modo.

Carol vio que ya se había levantado del sofá y que daba vueltas por su despacho. El doctor Dale Michaels tenía tanta energía que le era del todo imposible estarse quieto o relajado. Le faltaban unos meses para cumplir cuarenta años pero seguía con el mismo empuje y entusiasmo de un adolescente.

—Sólo te pido que no dejes que nadie de las fuerzas navales sepa que llevas el telescopio —prosiguió—. Volvieron esta mañana para pedirme un tercer equipo completo. Les dije que el tercer telescopio lo había prestado y se utilizaba para investigar. Sea lo que sea lo que andan buscando debe de ser muy importante. —Se volvió a mirar fijamente a la cámara—. Y muy secreto. Ese individuo, el teniente Todd, volvió a recordarme esta mañana, en cuanto inicié una pregunta científica normal, que era cosa de la Marina y que no podía decirme nada al respecto.

Carol iba tomando notas en un pequeño bloc de espiral. Dijo nuevamente:

—¿Sabes, Dale? Tan pronto como mencionaste la historia ayer, pensé que podía ser de gran importancia; todo indica que algo fuera de lo corriente y muy secreto, tiene preocupada a la Marina. Yo misma encontré muy divertida la forma en que ayer ese Todd me puso entre la espada y la pared, insistiendo en saber quién me había dado su nombre. Le dije que alguien del Pentágono había insinuado que había cierta actividad de alta prioridad en la Estación Aeronaval de Cayo West, y que él, Todd, estaba asociado a ella. Creo que se lo tragó. Y estoy convencida de que el encargado de las relaciones públicas de la Marina de aquí, no sabe nada de lo que puede estar ocurriendo.

Carol bostezó y rápidamente se cubrió la boca con la mano.

—Bueno, como es demasiado tarde para volver a acostarme, creo que haré un poco de ejercicio y me iré luego en busca del barco, tal como hablamos. Me siento como si buscara una aguja en un pajar, pero puede que tengas razón. En todo caso, empezaré con el mapa que me diste. Si realmente han perdido un misil de crucero por estos alrededores y están tratando de ocultarlo, sería un gran triunfo para mí. Volveré a llamarte.

Dale se despidió con la mano y colgó. Carol salió del área de comunicaciones y anduvo hacia el otro extremo del hotel. Tenía una habitación frente al océano, en el primer piso. El Herald no pagaba esos lujos, pero ella había decidido concederse ese capricho por esta vez. Y mientras se ponía un ceñido bañador reflexionó sobre su conversación con Dale. Nadie imaginaría, se dijo, que Dale y yo somos amantes. O, por lo menos asociados sexuales. Es todo tan frío. Como si fuéramos compañeros de equipo o algo parecido. Nada de amor ni de cariño. Se detuvo un instante y luego completó su pensamiento. ¿Lo habré querido yo así?, se preguntó.

Eran casi las nueve y el lugar empezaba a despertar, cuando Carol salió de su habitación y pasó a los jardines del hotel. El personal acababa de llegar a la playa y montaba las tumbonas y las sombrillas en la arena para los madrugadores. Carol se acercó al encargado (el típico Carlos el Terrible, pensó sarcástica, al ver como presumía al frente de su concesión) y le informó de que se iba a nadar mucho rato, para hacer ejercicio. Por dos veces, anteriormente, se había olvidado de advertir a los vigilantes de la playa de que iba a nadar medio kilómetro mar adentro, y ambas veces había sido «salvada», con gran vergüenza por su parte, en medio de una desagradable escena.

A medida que Carol se hundía en el ritmo de su braza libre, empezó a sentirse liberada de su tensión, relajando los nudos nerviosos que la atemorizaban la mayor parte del tiempo. Aunque solía decir a los demás que se ejercitaba regularmente para mantenerse en forma, la verdadera razón de que Carol pasara cuarenta y cinco minutos todas las mañanas corriendo, nadando o andando de prisa, era que necesitaba ese ejercicio para equilibrar su modo de vida vertiginoso. Solamente después del duro ejercicio físico podía sentirse realmente tranquila y en paz con su mundo.

Era normal en Carol dejar que su mente vagara de tema en tema mientras nadaba largas distancias. Esa mañana recordó haber nadado mucho tiempo atrás en las frías aguas del Pacífico cerca de Laguna Beach, en California. Carol contaba ocho años a la sazón y había ido a una fiesta de cumpleaños dada por una amiga, Jéssica se llamaba, a la que había conocido en un campamento durante el verano. Jéssica era una niña rica, su casa había costado más de un millón de dólares y Jéssica tenía más juguetes y muñecas de las que Carol pudiera imaginar.

¡Hmm!, pensaba Carol al recordar la fiesta de Jéssica y los payasos y los poneys. Eso fue cuando yo creía aún en los cuentos de hadas. Eso fue antes de la separación y el divorcio.

El timbre de su reloj rompió su divagación, y Carol dio la vuelta y regresó hacia la playa. Al hacerlo, vio algo raro por el rabillo del ojo. A no más de veinte metros de ella una gran ballena salió del agua, provocándole escalofríos en la espalda y una descarga de adrenalina en el sistema nervioso. La ballena desapareció en el mar pese al hecho de que Carol esperó allí un par de minutos y recorrió el horizonte con la mirada, no volvió a verla.

Por fin, reanudó su regreso a la playa. El ritmo de su corazón había vuelto a la normalidad tras el curioso encuentro y ahora pensaba en la fascinación que las ballenas habían tenido toda su vida para ella. Recordó una ballena de juguete que había conseguido en el Sea World de San Diego, cuando tenía siete años. ¿Cómo la llamaba? Shammy. Shamu. Algo por el estilo. Y recordó también otra experiencia anterior que no había recordado en veinticinco años.

Carol tenía cinco o seis años y estaba lista para acostarse como se le había ordenado cuando su padre entró en la alcoba con un libro ilustrado en la mano. Se sentaron ambos sobre la cama y se apoyaron en el papel de rosas amarillas de la pared mientras su padre le leía. Le encantaba que la rodeara con su brazo y volviera las páginas sobre sus rodillas, se sentía cómoda y protegida. Le leyó una historia sobre una ballena que parecía humana y un hombre llamado capitán Ahab. Los dibujos eran terribles, uno en particular mostraba un bote lanzado al aire por una ballena con un arpón clavado en la espalda. Cuando su padre la arropó aquella noche, pareció entretenerse más en la alcoba, y la llenó de besos tiernos y de abrazos. Le vio lágrimas en los ojos y le preguntó si le pasaba algo. Su padre sólo sacudió la cabeza y le dijo que la quería mucho y que esto a veces le hacía llorar.

Carol estaba tan sumida en este vivido recuerdo que no se fijaba hacia dónde nadaba. Se había desplazado al Oeste con la corriente y apenas podía ver el hotel. Tardó unos minutos en orientarse y tomar la dirección adecuada.