Dado que cumplía tomar decisiones de relieve, se congregaron unos dieciocho o veinte de los visitantes del espacio, entre los que se incluían representantes de los eneápodos y de los unoimedios, y aun unos cuantos de los archivados, que ejercían de prácticos de la flota. El lugar en el que celebraban el encuentro era algo análogo al puente de mando del almirante de aquella fuerza invasora, transformado entonces en un elemento comparable al Kremlin o al Despacho Oval. Aquella reunión no era, precisamente, plato de buen gusto para los unoimedios, quienes, dotados sólo de la protección mínima, se hallaban más expuestos que nunca a los sonidos, la visión y los olores de las demás criaturas.
De entre todos los unoimedios, el que menos feliz podía sentirse ante una afluencia sensorial tan poco grata era la encargada de hacer más suave aquel trago a sus congéneres. Tenía el título oficial de «responsable de identificación de consecuencias poco deseables», aunque de ordinario se referían a ella como la Reparona. Lo que más odiaba ésta era verse obligada a aguantar los discursos sobre los anticuados avances tecnológicos de la humanidad que pronunciaba el mediador jefe de los eneápodos. No le hacía ninguna gracia tener que mantener relación alguna con estos últimos, y en particular si tal cosa comportaba tocar siquiera alguna de sus nueve repulsivas extremidades. Sin embargo, en ocasiones no tenía más opción.
El artilugio terrícola del que iban a tratar en aquella ocasión revestía una gran importancia para el hombre, y lo cierto es que no carecía de ingenio, tal como hubo de reconocer para sí la Reparona. Gracias a él, el agua procedente del mar caía al suelo de la depresión de Qatāra y, haciendo girar una serie de turbinas, producía electricidad.
—¿Y eso es lo que quieren esas criaturas? ¿Energía eléctrica? —preguntó al ponente.
—Eso es —respondió el eneápodo— lo que le habéis prometido. Tengo aquí un ejemplar del acuerdo, por si alguien quiere verlo.
De hecho, mientras tal anunciaba, sostenía en el miembro que usaba para manipular objetos un cilindro de datos. La Reparona se estremeció sin poder evitar retraerse. Aun así, dado que no quería que se rompieran las negociaciones, ofreció, en cambio, un comentario más constructivo.
—Cuando nos hicisteis vuestra propuesta —señaló—, creí que teníais pensado enseñarlos a emplear la energía del vacío como hacemos nosotros, y lo cierto es que me alegro de que sea otra cosa, porque algo así podría haber hecho que los grandes de la galaxia montasen en cólera a su regreso.
Ante la falta de respuesta del eneápodo, la Reparona insistió:
—¿Y eso que llaman imperativo categórico?
El otro reprimió un bostezo.
—Es el modo como desean gobernar su planeta esas criaturas. Quieren que nosotros hagamos lo mismo, y de hecho —y diciendo esto señaló con su novena extremidad a uno de los prácticos, que seguía la conversación con su propio traductor de la lengua de los eneápodos—, ya hemos comenzado a transferir parte de nuestros conocimientos tecnológicos.
La Reparona, que ya sabía de sobra esto último, dejó escapar un suspiro.
—Y cuando vuelvan los grandes de la galaxia, ¿qué vamos a decirles?
El eneápodo siseó con impaciencia.
—Puede ser que regresen de un momento a otro, o tal vez de aquí a diez mil años. Ellos no tienen el mismo concepto del tiempo que nosotros. Ya conoces a los grandes de la galaxia.
Ella, en silencio, clavó la mirada en el eneápodo unos segundos, y a continuación, sintiendo un escalofrío dentro de la armadura, respondió:
—En realidad, los de mi especie no los conocemos en absoluto; pero no habiendo otra opción, debemos aceptar la propuesta. Con suerte, cuando lleguen habremos muerto todos.
Antes de volver al centro de mando, la Reparona insistió en que lo fumigaran con gases ionizados, y aun así, no dudó en detenerse en el umbral a fin de oliscar antes de acceder al interior.
Su actitud llevó al resto de los ocupantes a intercambiar lo que sería el equivalente a una sonrisa divertida entre los unoimedios. Con todo, quien habló fue el ser al que llamaban Administrador.
—Ya se han ido, Reparona —le anunció—. Ni siquiera queda ya su olor: no hay nada de qué preocuparse.
La Reparonalo miró con gesto de reprobación mientras tomaba asiento. Aun así, quien se había dirigido a ella no sólo era su superior en la escala jerárquica de los unoimedios, sino también, cuando era posible, su pareja.
—Sabes que no temo a los eneápodos —declaró, dirigiéndose más al resto de los presentes que a él—. ¿Quieres que te diga lo que no me gusta de ellos?
El Administrador contestó sumiso:
—Sí, por favor.
—No tiene nada que ver con el hedor tan desagradable que desprenden, ni con su novena extremidad, que además de servirles para maniobrar, constituye su órgano sexual. ¡Son de lo más asqueroso! A veces hasta emplean ese miembro para tocarme, y es verdad que resulta repugnante. Sin embargo, no pueden evitar tener esa morfología. ¿Tengo razón?
—Sí, Reparona, no pueden —confirmó el Administrador, y los otros emitieron estridentes silbidos de aprobación.
—Pero sí tienen la posibilidad de hacer algo respecto del modo como podemos instruir y aconsejar a los aborígenes de este planeta para que evolucionen hasta alcanzar el grado de civilización que poseemos nosotros. No debemos seguir aceptando que toda comunicación que tengamos con ellos se establezca a través de los eneápodos por ser ellos los únicos que conocen su idioma.
Los demás callaron de pronto. El mismísimo Administrador enmudeció un momento antes de aventurar:
—Nuestros superiores no quieren que tengamos la capacidad necesaria para hablar directamente con otras especies. Por eso han autorizado sólo a los eneápodos para poseer tal facultad.
—Pero nuestros superiores no están aquí en este momento —replicó ella con resolución—. Sólo podemos hacer una cosa si queremos afrontar el futuro como debe ser: ponernos a aprender de inmediato las lenguas terrícolas. ¿O preferís que, cuando evolucionen los seres humanos, lo hagan a imagen de los eneápodos?