El día siguiente, a una distancia considerable de Qatāra, los Subramanian estaban acabando de desayunar cuando Natasha y Robert, vestidos ya con el traje de baño, se disponían a aguardar el período de treinta minutos de rigor que debía mediar, por imposición materna, entre el final de una comida y el momento en que se les permitía ponerse en marcha en dirección a la playa. Ranjit observaba la pantalla con gesto ceñudo mientras dejaba que se enfriase la taza de té que sostenía en la mano. Las noticias mostraban las imágenes de la ajetreada colonia de los unoimedios que había captado uno de los escasos satélites que aún manejaban los humanos, y Ranjit estuvo un rato con la mirada fija en ellas y la frente arrugada.
Myra se preguntó qué debía de encontrar tan apasionante su marido; pero enseguida volvió a fijar su atención en la variada correspondencia de aquella mañana.
—Los de Harvard quieren saber si estás interesado en hacer otra vez el discurso inaugural. ¡Vaya! También ha escrito Joris. Dice que no han dejado de recibir amenazas, pero que si de veras hay satanistas interesados en atacar el Skyhook, tienen que estar a más de veinte kilómetros de la base. Y… ¿qué pasa?
Al alzar la vista, pudo ver lo que había provocado la exclamación de sobresalto de su esposo y que la había llevado a dejar a medias la frase. La vista aérea había desaparecido después de que los extraterrestres hubiesen vuelto a acaparar el satélite para sus propios fines, y en la pantalla volvía a tomar forma la figura que tanto conocían.
—¡Vaya por Dios! —espetó la hija de ambos—. Otra vez yo.
En efecto, se trataba de aquella Natasha falsa indestructible del rizo que caía sobre la oreja izquierda, la misma que se había aparecido con tanta frecuencia desde que el mundo había comenzado a desmoronarse.
—Ojalá hubieses llevado algo más de ropa —suspiró Myra.
El doble le ahorró la respuesta fulminante de su hija.
—Me dirijo a ustedes —recitó— para hacerles llegar un mensaje procedente de los seres identificados como unoimedios, instalados en el presente en la llamada depresión de Qatāra, sita en el planeta que ustedes denominan Tierra. Su contenido es el siguiente:
Lamentamos de veras la pérdida de vidas humanas a que ha dado lugar la defensa contra el ataque del que nos habían hecho víctimas. Es nuestra intención compensarlo con el pago de mil toneladas métricas de oro puro al 99,99999 por ciento, si bien debemos disponer de noventa días para procesar el metal a partir de agua del mar. Les rogamos que, de aceptar la oferta, se sirvan hacérnoslo saber.
»Y aquí concluye el mensaje.
Dicho esto, desapareció sin más para dar paso, de nuevo, a las brillantes estructuras de la colonia. Ranjit se volvió a fin de clavar la mirada en las de su esposa y sus hijos.
—Supongo —señaló con incredulidad— que deben de tener una copia de Tashy para ofrecer sus comunicados.
Myra esbozó una sonrisa poco confiada.
—No lo sé, pero ¿has oído lo que ha dicho? No me parece del todo mal, ¿no? Si están dispuestos a resarcir a la humanidad por lo ocurrido, es que hay cierta esperanza.
Ranjit asintió con un gesto pensativo.
—¿Sabes? —dijo asombrado—. Hace tanto que no oíamos buenas noticias que no sé cómo celebrarlo. ¿Os apetece una copa?
—Es muy temprano —repuso Natasha como movida por un resorte—. De todos modos, Robert no bebe, y yo, no mucho. Haced lo que queráis, nosotros nos vamos a la playa.
—Yo creo que voy a llamar a la universidad. Me gustaría saber lo que opina Davoodbhoy —concluyó mientras besaba la mano de su esposa.
—¡Ea! —exclamó ella—. Pues marchaos todos. —Tras meditar en silencio unos instantes, exhaló un suspiro y, sirviéndose otro té, se dispuso a disfrutar de lo que parecía querer volver a ser un mundo normal.
Aunque todavía no se habían borrado de su memoria los pensamientos de destrucción y desastre, en aquel momento le parecían tan soportables como la punzada de dolor que sentimos en una muela y nos recuerda que debemos pedir cita con el dentista, no quizá para el mes que viene, aunque sí para el siguiente. En consecuencia, retomó la lectura de los textos recibidos. Había uno firmado por su sobrina Ada Labrooy. En él señalaba que el estado «archivado» del que hablaban las criaturas del espacio parecía asemejarse mucho a la inteligencia artificial en la que llevaba trabajando ella misma lo que parecía ya toda una vida, y preguntaba si no poseía la verdadera Natasha modo alguno de pedirles más detalles. Había, además, una docena de remitentes que, como ella, albergaban la vana esperanza de que su hija tuviese la posibilidad de recibir, de un modo u otro, un mensaje de los alienígenas. Y también un texto preocupante del templo de Trincomali en el que se informaba de que, si bien el anciano monje Surash había salido bien de su última operación, los resultados a largo plazo resultaban, cuando menos, inciertos.
Con los labios fruncidos por la pesadumbre, volvió a leer aquellas palabras alarmantes mientras recordaba que había sido el religioso mismo quien había llamado para anunciarles que iba a someterse a una nueva intervención, que presentó como equivalente a una operación de vegetaciones. Sin embargo, aquel texto hacía pensar en algo mucho más serio. Respirando hondo, pasó al siguiente…
Y en cuanto se puso a leerlo, no pudo evitar arrugar el sobrecejo. El texto, dirigido personalmente a Ranjit, procedía de Orion Bledsoe:
El motivo de la presente —decía— no es sino recordarle las obligaciones que, en virtud de la Ley del Servicio Militar de 2014, tiene contraídas con la nación la ciudadana estadounidense Natasha de Soyza Subramanian, quien deberá apersonarse en cualquiera de las instalaciones del ejército a fin de ser evaluada. De no hacerlo en el plazo de ocho días, se le reclamará la sanción pertinente.
Ya era demasiado tarde para alcanzar a Natasha a fin de ponerla al tanto de aquella nueva propuesta relativa a su carrera profesional. Así que dio una voz a Ranjit, quien tras colgar el teléfono, leyó el texto que ella le entregaba y reaccionó con un:
—Ajá… —A lo que añadió, a fin de dejar fuera de duda el significado de la interjección—: ¡Mierda!
Así fue como la familia Subramanian tuvo algo nuevo e inesperado de lo que preocuparse. Ni Ranjit ni Myra habrían podido imaginar jamás que la circunstancia, meramente geográfica, de que su hija hubiese nacido en suelo estadounidense pudiese dar a la superpotencia derecho alguno a reclutarla. Sólo se les ocurrió un modo de buscar una solución, y no dudaron en servirse de él.
Ranjit llamó a la carrera a Gamini Bandara, y su amigo lo hizo esperar, primero un momento, y después, disculpándose, durante un período mucho más prolongado. Cuando, al fin, retomó la conversación, parecía, sin embargo, menos preocupado.
—¿Ranjit? Sigues ahí, bien. He estado hablando con mi padre, que tiene todavía al teléfono a sus asesores legales. Quiere que vengas. —Se detuvo unos instantes, y cuando prosiguió, lo hizo en un tono que daba a entender que se sentía un tanto violento—. Se trata de ese indeseable de Bledsoe. Tenemos que hablar de él, Ranj. Mi padre va a enviarte un avión. Tráete a Myra y a Natasha. Y a Robert también, claro. Os esperamos.
El aeroplano que fue a recogerlos aquella tarde no era, ni por asomo, tan espacioso como el que había rescatado a Ranjit de su cautiverio. Sólo tenía una azafata, cuya belleza no podía compararse a la de las otras; pero en él los aguardaba, a modo de compensación, algo inesperado: un viejo amigo que fue a recibirlos en la entrada misma. Myra hubo de posar dos veces la vista en él antes de exclamar sonriente:
—¡Doctor De Saram! ¡Qué sorpresa!
Nigel de Saram, el hombre que había ejercido en otro tiempo de abogado de Ranjit y que a la sazón ocupaba el cargo de ministro de Asuntos Exteriores del presidente Bandara, se dejó abrazar antes de invitarlos a todos, con un gesto abarcador, a ocupar una serie de asientos dispuestos en torno a una mesa alargada.
—Tenemos cosas de las que hablar durante el viaje —anunció mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. En tanto el aparato recorría la pista de despegue, leyó el texto que le había llevado Myra; de modo que, cuando alcanzaron la altitud de crucero, ya sabía cuanto le era necesario conocer.
—Creo —dijo dirigiéndose a Natasha— que está claro lo que hay que hacer. Viniendo para acá, he consultado todos los fallos emitidos por los tribunales de justicia de Estados Unidos en torno a esta cuestión. Lo primero que debe hacer es renunciar a la ciudadanía estadounidense. Cuando lleguemos a mi despacho, nos tendrán preparados todos los documentos necesarios. Sería mejor, claro, si lo hubiésemos hecho hace unos años. Lo siento —añadió—, tenía que haberme asegurado de que así fuese.
—¿Eso es todo lo que hay que hacer para arreglarlo? —preguntó Ranjit con incredulidad. La nación más poderosa del mundo estaba tratando de obligar a su hija a sentar plaza en el ejército, y él no estaba dispuesto a correr riesgos.
—¡Por supuesto que no! —El anciano letrado puso gesto de asombro—. Con eso, haremos que toda la causa se resuelva en el foro norteamericano. Sin embargo, una cosa así va a tardar años, y no sé si lo saben, pero se acercan las elecciones presidenciales, y todo apunta a que no va a ganarlas el equipo de Gobierno actual. Esperemos que las actitudes políticas del siguiente sean distintas. Entre tanto, le pido por favor que se mantenga alejada de Estados Unidos.
Natasha se lanzó a sus brazos para susurrarle al oído:
—Gracias.
Su padre, un tanto azorado, le mostró también su reconocimiento y añadió:
—Creo que, después de todo, no hacía falta hacerlo venir hasta aquí.
—Bueno —repuso él—, eso es harina de otro costal. El presidente Bandara quiere hablarle de ese antiguo infante de marina estadounidense llamado Orion Bledsoe.
—Sí —intervino Myra—, el que tuvo la dichosa idea de reclutar a Tashy.
El abogado meneó la cabeza.
—No está claro que la iniciativa fuese suya: puede ser que viniera de más arriba. Lo que sí puedo asegurarles es que, en este momento, se encuentra en Bruselas a fin de tratar con los del Banco Mundial.
—¿De qué? —quiso saber Myra con gesto más preocupado.
—Tiene por misión —contestó en tono grave— comunicarles las instrucciones de su Gobierno. Mañana por la mañana van a hacer pública una declaración en la que aseguran que tamaña afluencia de oro está abocada a acabar con el equilibrio de la estructura financiera del planeta, motivo por el cual debe ser rechazada.
Ranjit arrugó la frente al tiempo que apretaba los labios.
—Podría ser —reconoció—. Una cosa así equivaldría a poner en circulación, de la noche a la mañana… ¿Cuánto? Billones de dólares de capital nuevo. Semejante acción tendría repercusiones muy serias, por no hablar de lo que supondría para el precio del oro en los mercados mundiales. —Encogiéndose de hombros, concluyó—: No me dan ustedes la menor envidia; yo no tendría ni la más remota idea de cómo enfrentarme a problemas así.
—Creo que el presidente no está de acuerdo —aseveró De Saram, volviendo a cabecear—. Al menos, tiene la esperanza de que pueda usted ser de ayuda. Mejor dicho, todos ustedes. Su intención es reunirse con todos en breve para saberlo todo acerca de ese tal Bledsoe y después tratar de dar con alguna solución.
El primer ministro de Sri Lanka no fue el único dirigente mundial que optó por reunir algo semejante a un grupo de sabios. De hecho, las personas más inteligentes e informadas del planeta se hallaban batallando con las mismas cuestiones. Pax per Fidem había convocado sus propios congresos, y en su cuartel general estaban deliberando qué satélites podían emplearse para hacerse con las voces mejores y de más erudición.
¿Quién sabe? Tal vez podían haber salido victoriosos, si Estados Unidos no hubiese tenido un as en la manga. Se trataba de una declaración presentada como un asunto de trámite por la portavoz habitual del Gobierno, aunque sus efectos fueron demoledores.
—El presidente desea que se entienda —señaló aquélla, mirando a la cámara con la misma sonrisa de persona afable que la había ayudado a hacer público un centenar de anuncios desagradables— que Estados Unidos también está en su derecho de reclamar la indemnización correspondiente a los daños, tan graves como innecesarios, que se han infligido a su flota de pacificación.