De cuantos componían la familia Subramanian, tal vez fuera el pequeño Robert quien se viera afectado en menor grado por los espeluznantes acontecimientos de que fue testigo el planeta en el que vivían. Aquellos días lloró algo más; cierto es. Sin embargo, todo hacía pensar que lo que lo entristecía era, más que el estado en que se encontraba su mundo, la angustia que se hacía patente en sus padres. El modo que tuvo de abordar aquel problema consistió en mostrarse especialmente bueno, y así, no paraba de acariciarlos y abrazarlos, y aun daba cuenta sin protestar de toda la verdura que le servían y se iba a la cama sin rezongos cuando llegaba el momento. Además, trataba de animarlos repitiendo palabras y frases aprendidas en la escuela dominical.
—Egla d’oro —decía en tono tranquilizador—: Ata al ójimo…
Es evidente que oír lo que recordaba Robert de la catequesis en lo tocante a la ética de la reciprocidad no suponía ningún consuelo para Ranjit y Myra. Tampoco se disgustaron cuando comenzó a interesarse por las cosas que mostraban los noticiarios internacionales, una vez, claro está, que dio con un canal que no había sido invadido por los pintorescos moradores de la galaxia.
En aquéllos se daba razón de lo que estaban haciendo los unoimedios ocupantes en la depresión de Qatāra. Todo satélite de reconocimiento que no había quedado inutilizado por las incesantes reposiciones del bestiario galáctico tenía la mira puesta en aquel rincón del mundo casi olvidado.
No bien hubo aterrizado la flota de los unoimedios quedó claro por qué habían empleado cohetes para frenar en lugar de la simple fricción del aire, siendo así que ésta habría despedazado sus naves espaciales. Dichos vehículos no poseían un diseño aerodinámico, y de hecho, ni siquiera consistían en simples formas tubulares como los minúsculos aparatos en que viajaban los eneápodos. Por el contrario, se asemejaban más a árboles de navidad cargados de cubos, bolas y polígonos que pendían del cuerpo principal describiendo cualquier ángulo imaginable respecto de él. Aquello explicaba su interés por gastar combustible a fin de desacelerar, pues cualquier otra entrada habría convertido sus vehículos en las estrellas fugaces más brillantes que se hubieran contemplado desde la Tierra, para fragmentarlos a continuación en numerosos restos al rojo desperdigados en una extensión de miles de hectáreas.
Una vez que hubieron tomado tierra siguiendo un orden establecido, los unoimedios hicieron manifiesta la utilidad de tan grotescos aditamentos. Algunos, semejantes a tentáculos, se separaban de sus naves y, después de agitarse con ademán indeciso unos instantes, se alejaban retorciéndose a fin de explorar aquel nuevo entorno. Otros, tras unirse entre sí, se dirigían a las aguas salobres de los oasis.
—Espero —aseguró Ranjit, que no tenía la menor idea de cuáles eran sus intenciones— que se percaten de que esa agua no es potable.
Myra estudió el gesto de su marido.
—¿Sabes? —dijo con aire pensativo—. Pareces más alegre desde que llamó Joris para decir que los dinamiteros han cejado en su propósito. Ahora te preocupa que esos unoimedios tengan qué beber.
Como quiera que su esposa estaba en lo cierto, no hizo nada por llevarle la contraria.
—Es lo que repite Robert: ata al ójimo como quieres que el ójimo te ate a ti. Y a mí, personalmente, no me hace ninguna gracia que el prójimo me dispare.
Ella sonrió antes de que atrajeran su atención las imágenes de la pantalla. Algunos trozos de maquinaria de los alienígenas se habían dedicado, tras desprenderse de la nave y encaramarse a una duna, a horadarla.
—Están excavando un túnel —se maravilló—. ¿Qué crees que quieren hacer? ¿Alguna clase de refugio por si los atacan?
Ranjit no contestó. Aquellos extraterrestres debían de saber que era muy probable que los acometiesen con armas; pero no acababa de atreverse a expresarlo en voz alta.
Ni falta que hacía, porque todos los canales de noticias que aún se hallaban en manos de la especie humana oscurecieron de pronto, para mostrar a continuación a una presentadora que, aturdida, informó a la carrera a su auditorio de que el presidente de Estados Unidos había solicitado tiempo de emisión para hacer un anuncio de «importancia mundial».
—Éstas han sido las palabras del presidente —comunicó nerviosa la mujer que había irrumpido en la pantalla de los Subramanian—. Desde aquí no podemos decir mucho más, aparte de que se trata de un hecho casi sin precedentes en… ¿Cómo?
Se dirigía a alguien invisible, aunque la respuesta fue obvia. Sólo tuvo tiempo de decir:
—Señoras y señores, el presidente de…
Entonces, la pantalla volvió a ennegrecerse. Cuando volvió la imagen, fue para mostrar a un grupo de personas de uno y otro sexo de aspecto importante (y también preocupado) arracimado en torno a una mesa sembrada de micrófonos. Ranjit contempló la escena con cierta perplejidad: el lugar en que se hallaban no era ni la Rosaleda de la Casa Blanca ni el Despacho Oval, ni ningún otro de los que solía preferir el dignatario. Cierto es que detrás de los presentes, que se encontraban de pie, podía verse una bandera estadounidense de grandes dimensiones, tal como exigía de un modo punto menos que indefectible el presidente. Sin embargo, en la sala en la que estaban había algunos elementos poco habituales: paredes que carecían de ventanas, y la dura luz de unos focos por toda iluminación; también aparecía un cuerpo de guardia de infantes de la Marina de Estados Unidos en posición de firmes y con los dedos apoyados en los gatillos de sus armas.
—¡Por Dios bendito! —susurró Myra—. ¡Si ése es su refugio nuclear!
Ranjit, no obstante, apenas le prestó atención, pues acababa de descubrir algo más.
—Mira al hombre que hay entre el presidente y el embajador egipcio. ¿No es Orion Bledsoe?
Sí, era él. Con todo, no tuvieron tiempo de formular comentario alguno al respecto, ya que el dirigente había comenzado a hablar.
—Amigos —dijo—, me apena tener que presentarme ante todos ustedes para informar de que la invasión (la invasión, sí: no existe otro modo de describir lo que acaba de ocurrir) de nuestro planeta por parte de esos seres venidos del espacio ha colmado el vaso de lo tolerable. El Gobierno de la República Árabe de Egipto ha conminado a quienes han cometido este atropello a poner fin a sus preparativos bélicos y abandonar el territorio egipcio, y los agresores no sólo han omitido acatar tal requerimiento, totalmente conforme al derecho internacional, sino que ni siquiera han tenido la cortesía de acusar recibo de la admonición.
»En consecuencia, el Gobierno de nuestra aliada la República Árabe de Egipto está preparando una columna acorazada para cruzar con ella el desierto y expulsar de su suelo a los invasores. Además, su presidente ha hecho un llamamiento a Estados Unidos para que cumpla con lo convenido en virtud de los tratados existentes y apoye la empresa militar destinada a rechazarlos.
»Comprenderán que no tengo más opción que satisfacer dicha solicitud. En consecuencia, he dado órdenes a las fuerzas aéreas sexta, duodécima, decimocuarta y decimoctava de destruir el campamento alienígena. —Dicho esto, se permitió esbozar una sonrisa—. En la mayoría de los casos, ésta sería una decisión altamente secreta; pero estoy convencido de que el despliegue de las fuerzas destinadas a hacerles frente persuadirá a los invasores extraterrestres de la necesidad de abandonar de inmediato sus provocaciones y declarar su intención de desalojar el territorio egipcio que han ocupado.
El presidente volvió la mirada hacia su propia pantalla en el momento mismo en que las de todo el mundo comenzaban a mostrar su promesa hecha realidad: de todas partes surgieron aviones en perfecta formación de cuño listas para convergir en un mismo punto: la depresión de Qatāra. Ranjit reconoció algunos de ellos: alas volantes supersónicas; viejos B-52 de inmenso porte, que aún no habían caído en desuso desde la guerra de Vietnam; diminutos cazabombarderos furtivos… Contó al menos una docena de clases distintas de aeroplano, todas ellas con el mismo punto del mapa por objetivo.
Entonces, de pronto y sin previo aviso, mudaron el rumbo. Ranjit no pudo por menos de pensar en las «cercas invisibles» para perros, consistentes en una instalación eléctrica enterrada que propina una descarga al animal cada vez que trata de rebasar cierto punto. Lo mismo hicieron los aviones: en el instante mismo en que trataron de atravesar el perímetro de una circunferencia que tenía por centro la depresión de Qatāra, las pulcras formaciones de vuelo se desbarataron cuando, uno a uno, fueron perdiendo potencia los aparatos que la conformaban. No hubo explosiones, ni fogonazos, ni indicio alguno de acción hostil. Simplemente, en los propulsores de aquella imponente flota aérea dejó de verse llama alguna. Se habían apagado.
Perdido todo impulso, los pilotos hicieron cuanto estuvo en sus manos, que no fue mucho, por planear hasta el suelo. Pocos minutos después, las pantallas se llenaron de piras funerarias que, en número de quinientas o seiscientas, marcaban cada uno de los puntos en que había dado en tierra un integrante de aquella imponente fuerza aérea y había hecho explosión el combustible que aún tenía en el depósito.
Dentro del perímetro del campamento de los invasores, los afanosos pedazos de maquinaria siguieron ejecutando sus enigmáticas labores sin prestar la menor atención a cuanto ocurría a su alrededor.
Para los unoimedios, la depresión de Qatāra constituía un verdadero paraíso. En particular les encantó el agua de aquel oasis salobreño, más pura que cualquiera de las que hubiesen podido beber en su planeta durante generaciones. Por supuesto que había en su composición algún que otro elemento químico que era necesario depurar; pero apenas poseía contaminantes radiactivos, ¡y no había ni rastro de emisores de positrones!
¡Y el aire…! Pero ¡si casi podía respirarse sin necesidad de filtros! Cierto es que resultaba un tanto cálido, pues rondaba los cuarenta y cinco grados centígrados, o tal vez los ciento diez grados Fahrenheit, conforme a los diversos modos, tan propensos a provocar confusiones, de que se servía la población humana para medir la temperatura. Sin embargo, una vez que acabasen el túnel que iba de aquella depresión al mar, dispondrían de la suficiente cantidad de refrescante agua del Mediterráneo para hacer llevadero aquel clima.
Podría decirse, en efecto, que se hallaban tan felices como cabía pensar de una raza de seres esclavizados y en gran medida ortopédicos, salvo por un detalle enojoso. Como de costumbre, eran los eneápodos los causantes. Éstos habían dado su consentimiento a la destrucción de los aeroplanos atacantes porque tal acción no ponía en peligro la vida de ningún ser racional de la Tierra, pues sabían que todos los aviones de guerra estaban pilotados a distancia. Sin embargo, pese a todo, el ataque había provocado la pérdida de más de una existencia humana, circunstancia que resultaba exasperante. Quiso el azar que, en el lugar en que fue a estrellarse uno de los bombarderos estadounidenses, hubiera trabajando un equipo de expertos en prospección petrolera, y aunque es cierto que sólo habían muerto once personas (menos de un 0,0000001 por ciento de toda la especie humana, algo por lo que apenas cabe pensar que debiera inquietarse ningún ser dotado de una mente racional), los eneápodos habían puesto el grito en el cielo, pues no ignoraban, gracias a las conversaciones relativas a toda actividad humana de relieve, y a un buen número de las secundarias que habían escuchado de modo subrepticio, que los humanos poseían un concepto de la justicia y la compensación muy distinto del suyo. Al final, el consejo de los unoimedios acabó por ceder.
—¿Qué podemos hacer para arreglar la situación? —preguntaron—. Excepto, claro está, abandonar este lugar tan acogedor para regresar a nuestro planeta, cosa que no tenemos intención de hacer.
—Ofrecerles una indemnización —resolvieron de inmediato los expertos eneápodos—. Tenéis que pagarles. Por lo que sabemos por nuestro programa de escuchas, casi todo lo que se tuerce en los asuntos de esos seres humanos puede repararse mediante un resarcimiento en forma de dinero. ¿Estáis dispuestos a hacer algo así?
Los dirigentes de los unoimedios no necesitaron mucho tiempo para contestar:
—¡Claro que sí! ¿Qué es dinero?