CAPÍTULO XLII
Una gran depresión

Cuando la flota de los unoimedios llegó por fin a la faz de la Tierra, lo hizo acompañada de un colosal espectáculo de pirotecnia que, sin embargo, no respondía a las mismas razones que habrían motivado algo similar durante el regreso de un grupo de naves espaciales tripuladas por humanos. Cuando las cápsulas del proyecto Mercury y del Soyuz y los transbordadores espaciales entraban en la atmósfera al volver a casa, lo hacían envueltos en un resplandor de fuego que dañaba la vista por un motivo muy simple: porque no tenían más remedio. Necesitaban reducir la velocidad para volver a entrar en ella, y el único medio de hacerlo en grado suficiente para garantizar un aterrizaje seguro era la fricción con la capa de aire que envolvía al planeta.

Las aeronaves de los unoimedios, por su parte, no requerían tal rozamiento, dado que el mecanismo empleado para disminuir su descenso era totalmente distinto. Lo único que tenían que hacer era poner en marcha sus cohetes iónicos, a máxima potencia y dirigidos hacia delante, a fin de que hicieran las veces de freno. El aterrizaje se hacía así menos brusco, y resultaba más sencillo determinar con precisión el lugar de destino. Y si bien es cierto que este método requería una cantidad muchísimo mayor de energía, también lo es que aquélla había dejado de ser una preocupación prioritaria para los unoimedios.

Uno de los problemas a los que se enfrentaban los observadores humanos era adivinar la ubicación en que había elegido posarse la flota. Al principio se dio por hecho que se habrían decantado por alguna región del desierto de Libia, quizá por una de sus playas mediterráneas. Poco después, se pensó en algún punto situado más al nordeste, tal vez en las provincias despobladas de las áreas del noroeste de Egipto. Los expertos de los canales de noticias no necesitaron mucho tiempo para dar con el topónimo definitivo: la depresión de Qatāra.

Menos aún tuvieron que dedicar Myra y Ranjit para hallar con sus buscadores información relativa al lugar.

—Parece que es la quinta de las depresiones más marcadas del planeta —anunció ella mientras leía los textos que mostraba su pantalla—. Está nada menos que a ciento treinta y tres metros por debajo del nivel del mar.

—Y a sólo cincuenta y seis kilómetros de la costa —añadió Ranjit sin apartar la vista de la suya—. ¡Espera! En cierto sentido, es la mayor concavidad terrestre que hay en el mundo, pues tiene más de cuarenta mil kilómetros cuadrados bajo el nivel del mar.

Los dos supieron al mismo tiempo que no tenía más habitantes que las tribus errantes de beduinos y los rebaños que las acompañaban, ni poseía valor evidente alguno para nadie…, o al menos, para ningún ser humano. Lo único destacable al respecto para el hombre parecía haber sido la gran importancia que había revestido durante un puñado de semanas en el marco de una de las guerras del siglo XX: la que entablaron alemanes y británicos. Aquel terreno intransitable había dejado a los primeros, inmovilizándolos, a merced de los segundos, quienes les habían infligido un número elevado de víctimas en lo que se conoció como la batalla de El Alamein.

Llegados a este punto, Myra y Ranjit abandonaron la búsqueda por considerarla improductiva.

—No creo que sea ése el motivo por el que han elegido el lugar esos alienígenas —declaró al fin él—. Me refiero al hecho de que sea fácil de defender frente a un ejército atacante.

—¿Entonces…? —quiso saber ella.

Su marido frunció el ceño sin ofrecer respuesta alguna. Pasaron el cuarto de hora siguiente inventando razones cada vez más inverosímiles, hasta que los interrumpió el noticiario. El locutor les comunicó que acababa de llegar de El Cairo el primer comunicado oficial, formulado en un tono por demás beligerante.

Quizá no sea éste el mejor modo de presentar la realidad de aquel suceso, pues si bien la transmisión procedía de la capital egipcia, el emisor no era cairota, sino el mismo embajador estadounidense. Según informó al mundo, el Gobierno de Egipto le había rogado que expresase en su nombre la respuesta oficial. La región conocida como depresión de Qatāra era, según manifestó, parte integrante del Estado soberano de la República Árabe de Egipto. Los intrusos, por ende, no tenían derecho alguno a estar allí, motivo por el cual se les conminaba a abandonar aquellas tierras en el acto si no querían sufrir las consecuencias.

Era evidente que se habían mantenido ciertas reuniones secretas, y las palabras que pronunció a continuación el legado diplomático no dejaban lugar a dudas acerca de cuál había sido el asunto que se trató en ellas.

—La República Árabe de Egipto —proclamó— es uno de los aliados más antiguos y queridos de Estados Unidos. Los intrusos, por lo tanto, habrán de hacer frente no sólo a su poderío militar, sino también al de las fuerzas armadas estadounidenses.

—¡No, por todos los santos! —masculló Ranjit—. Esto lleva el sello de T. Orion Bledsoe.

—¡Qué Dios nos coja confesados! —exclamó aquella mujer irreligiosa a su esposo, aún más ateo que ella.

Habría facilitado mucho las cosas el que los seres que acababan de instalarse en el planeta se hubieran molestado en anunciar lo que pensaban hacer a largo plazo. Sin embargo, no ofrecieron explicación alguna al respecto. Tal vez aquellos extraterrestres fueran incapaces de hacer más de dos cosas al mismo tiempo (o pensasen tal cosa de la especie primitiva que poblaba la Tierra), pues no se cansaban de cumplir, una y otra vez, su promesa de mostrar a la humanidad cada una de las variadas razas que existían en la galaxia.

Aquel catálogo detallado, que había resultado interesante las primeras veces, se había convertido ya en parte del pasado, y si alguien seguía pendiente de su emisión eran sólo los productores de películas de miedo de bajo presupuesto, ansiosos por dar con ideas con las que iluminar a los encargados de maquillaje, y lo que quedaba del cuerpo, cada vez menos nutrido, de taxonomistas del planeta, de los cuales no había uno solo que no hubiese quedado embriagado de pronto por la fabulosa posibilidad de erigirse en el nuevo Linneo del siglo XXI, especialista en biota extraterrestre.

Huelga decir que nada de esto suponía un motivo de preocupación para la especie humana. Sin embargo, sí que planteaba cierta dificultad, que además, constaba de dos partes. En primer lugar, las emisiones suponían una carga por demás onerosa al ancho de banda de las comunicaciones humanas. El problema no radicaba tanto en la simple transmisión de la nómina de seres racionales de la galaxia como en la atenta costumbre de los alienígenas de emitir cuanto querían comunicar en una porción considerable de las más de seis mil novecientas lenguas del mundo. A esta circunstancia, que apenas causó molestias a otro colectivo que al que se vio privado de la contemplación de su programa concurso favorito, hay que unir una mucho más seria: las interferencias que sufrieron las comunicaciones, y en particular, las que hacían posibles las negociaciones que emprendió entre bastidores una porción considerable de las fuerzas militares del planeta.

Una rápida llamada a Gamini Bandara fue a confirmar lo que Ranjit ya sabía de sobra: las jactanciosas declaraciones del embajador estadounidense no respondían a ninguna decisión que hubiese adoptado de manera voluntaria el Gobierno egipcio. Hamīd al-Zasr, viejo amigo de Dhatusena Bandara convertido en legado diplomático de Egipto en Sri Lanka, se lo había explicado todo.

—Se las ingenió para establecer una llamada telefónica personal con mi padre. Al parecer, no han podido hacer nada frente a la presión de Estados Unidos. Se ve que hay mezclado en ello un tipo norteamericano con aspiraciones de matón, según me ha dicho mi padre.

—¡Pues claro que sí! Ten por seguro que es tu amiguito el coronel Bledsoe.

—Quizás estés en lo cierto —señaló Gamini algo sobresaltado—. De todos modos, al-Zasr dice que Egipto no ha olvidado las obligaciones contraídas con Pax per Fidem, aunque aún no las ha puesto en práctica del todo. Todavía no se ha completado la transición, y el país es demasiado pobre para andar a malas con Estados Unidos. Parece ser que hay en juego miles de millones de dólares.

—¡Dios santo! —exclamó Ranjit.

Lo mismo dijo Myra cuando éste la informó de la conversación.

—Debíamos haberlo imaginado —añadió—. Esperemos que la cosa no empeore.