CAPÍTULO XXXVIII
A la caza de Natasha Subramanian

Las tres cuartas partes de la familia que habían quedado en tierra se habían resuelto a llevar una vida tan normal como les era posible teniendo al otro cuarto de jarana por el espacio cislunar dentro de un cacharro de plástico y carbón alotrópico. En consecuencia, después de enviar el último mensaje a Natasha para desearle buena suerte, Ranjit había cogido la bicicleta para dirigirse a su despacho, y Myra había aprovechado la oportunidad que se le ofrecía de dedicar una hora entera, o quizá dos, a la tarea de tratar de informarse de los últimos avances logrados en el ámbito de la inteligencia artificial y la ortopedia de entre el montón de revistas que había ido acumulando. Lo de disponer de unas cuantas horas para sí no era algo muy frecuente. Sólo ocurría cuando Robert estaba durmiendo, cuando se encontraba en su colegio de educación especial o cuando, como en aquel momento, se hallaba sumido en la labor de seguir sumisamente a la criada para «ayudarla» a hacer las camas y arreglar los dormitorios a primera hora de la mañana.

Así que, mientras se enfriaba la taza de té que había dispuesto en la mesa a la que se había sentado, y con la pantalla de la habitación encendida, claro está, para estar al día de cualquier cosa que pudiese ocurrir en la carrera en la que participaba Natasha, estaba intentando entender el contenido de algunas de las publicaciones cuando oyó sollozar con desconsuelo a su hijo.

Alzando la vista, vio a la empleada entrar con él en la sala.

—No sé qué le ha pasado, señora —dijo ésta con cierta turbación—. Estábamos vaciando las papeleras cuando se ha sentado y se ha puesto a llorar. ¡Y él nunca llora, señora!

Myra lo sabía tan bien como ella. Sin embargo, el chiquillo seguía deshaciéndose en lágrimas. En consecuencia, hizo lo que han hecho incontables millones de madres desde tiempos de los australopitecos: tomarlo en brazos y acunarlo mientras le susurraba al oído en tono tranquilizador, y aunque no consiguió acallarlo, el llanto se fue resolviendo en sollozos. Su madre se estaba preguntando si aquel hecho, extraño y preocupante, aunque, sin duda, no tanto para que tuviese que temer por la vida del pequeño, justificaba una llamada al despacho de su esposo cuando un fuerte alarido de la criada la hizo alzar la vista.

La pantalla mostraba la imagen del velero solar de su hija, casi idéntica a la que habían visto una hora antes, de no ser por la inclinación que manifestaba uno de sus lados, y bajo ella, sobre fondo rojo, podían leerse los siguientes titulares: «¿Accidente en la competición lunar?». Cuando subieron el volumen, en los agitados comentarios del locutor no había rastro alguno de los signos de interrogación: al Diana le había ocurrido algo malo, y lo peor de todo era que su piloto (es decir: su amadísima hija) no respondía a la llamada del comodoro. Todo apuntaba a que, fuera lo que fuese, lo que le había pasado a la nave había hecho desaparecer, de un modo u otro, a su ocupante.

Si la terrible consternación que sentía Myra Subramanian era, quizá, la más personal que pudiese experimentar ser humano alguno, lo cierto es que no estaba sola. Cuanto más hurgaban las naves auxiliares en el rompecabezas de lo que había podido ocurrir al Diana, tanto más insoluble parecía.

Los servicios de emergencia del velero del comodoro llevaban tiempo equipados y habían llegado ya a la cápsula de mando del Diana. Lograron acceder al interior y, tras registrarlo de arriba abajo, fueron incapaces de dar con indicio alguno de su piloto. Y aún había algo más inquietante: tras examinar minuciosamente los elementos del habitáculo, descubrieron que el registro del sistema que garantizaba la estanquidad del lugar daba fe, de forma inequívoca, de que la cabina no se había abierto desde el momento en que había entrado Natasha para comenzar la carrera; lo que daba a entender que no sólo había desaparecido, sino que jamás había abandonado el puesto de mando.

Todo ello, por supuesto, resultaba imposible y, al mismo tiempo, constituía una verdad indiscutible. También huelga decir que el comodoro y el personal a él subordinado tenían otros muchos problemas que resolver de inmediato. Así, por ejemplo, los seis veleros restantes, que habían dejado de navegar en buen orden, corrían peligro de chocar entre sí por estar pendientes sus pilotos de cuanto había podido ocurrir al séptimo del grupo. En consecuencia, se dio orden de que aferrasen las velas y aguardaran a que fueran a recogerlos. Tal maniobra convertiría las naves en seis motitas de materia que habrían de ser conducidas, de un modo u otro, a órbitas de estacionamiento en las que no fuesen a suponer amenaza alguna para el resto del tránsito espacial. Sin embargo, esto último podía esperar; cuando hubiese tiempo para ello, se abordaría cada uno de los problemas de manera metódica.

No era este último un adjetivo que pudiese aplicarse a lo que había sucedido a Natasha Subramanian. Su desaparición, dadas las circunstancias, se presentaba, sin más, como algo imposible. Y si semejante circunstancia era negativa para todo el que tuviese alguna relación con ella, lo cierto es que aún habría de empeorar.

El resto de la familia Subramanian pasó las treinta y seis horas siguientes reunido en la cocina con la criada y la cocinera. Cuando Robert se levantó de la siesta, más calmado, fue incapaz de decir a sus padres por qué había llorado, y al preguntarle si tenía algo que ver con su hermana, respondió:

Atasha ta ormida y eliz.

A la hora de la cena, comió con ganas, a diferencia del resto. Los demás tampoco fueron capaces apenas de conciliar el sueño, y se limitaron a dormitar en sus asientos o a tenderse media hora en el diván situado bajo las ventanas de la cocina. Ninguno de los adultos se atrevió a alejarse de las pantallas más de un par de minutos, no fuera que de pronto ofreciesen una explicación del suceso.

Tal cosa no ocurrió. Noticias no faltaron, por descontado. De hecho, recibieron una muy preocupante de los equipos de rescate de la órbita terrestre baja, quienes aseguraban estar rodeados por varias docenas de aquellos objetos de color cobre que habían dado al mundo la primera indicación sólida de la existencia de los platillos volantes o de algo muy parecido. Sin embargo, todos se preguntaban si de veras se hallaban allí y, en caso afirmativo, qué era lo que podían querer, y dado que, pese a lo profuso de las conjeturas, nadie ofrecía una explicación plausible, el planeta volvió la cabeza hacia otros asuntos, como el lugar de la nebulosa de Oort en la que los astrónomos habían visto algo que, pareciendo una supernova, no lo era. Las fotografías de exposición prolongada, efectuadas uniendo grupos de telescopios más potentes, demostraban que, en efecto, existía en aquel punto cierta radiación de baja intensidad que, sin lugar a dudas, había estado ausente en estudios anteriores de la zona. El público se interesaba también por los remolcadores que, de forma gradual, habían reunido a los siete veleros (los seis que seguían intactos y la pelota de material arrugado en que había quedado convertido el Diana de Natasha) para conducirlos a órbitas seguras, o volvía la mirada a las capitales del mundo y al resto de ciudades de relieve, poseedoras todas de una colección considerable de «expertos» capaces de debatir hasta la saciedad lo que estaba ocurriendo, sin lograr, no obstante, aclarar nada.

Entonces, comenzó a sonar el teléfono. Nada mejoró al día siguiente, ni tampoco al otro.

Lo último que quería hacer Myra Subramanian era perder de vista al único hijo que le quedaba a su lado. Sin embargo, no dudó en convenir con Ranjit que sería aún peor disgustar más a Robert. Al día siguiente era domingo, y el pequeño seguía asistiendo a catequesis. Aquel día no fue diferente, aunque Myra pasó en una sala cercana todo el tiempo que él, reunido con el resto del grupo especial de niños que sufrían algún retraso, escuchaba con educación los relatos bíblicos que les leía la mujer encargada de servir al pastor y coloreaba dibujos de Jesús o, como lo llamaba la niña que había sentada a su lado, de «el Tachado» (por lo de la cruz). El lunes tenía el taller que les había recomendado uno de sus asesores. En él, Robert Subramanian, la criatura que había descubierto los hexominós sin ayuda de nadie, aprendía, con paciencia y, al parecer, con no poco deleite, a rellenar con un lápiz de cada color las cajas de adorno que se vendían en la modesta tienda de artículos de regalo del taller.

Al menos, se habían acabado los lloros. Aun así, en sus padres no habían cesado la preocupación, la perplejidad y el dolor terrible de la pérdida. Tampoco habían dejado de recibir llamadas, de todos sus conocidos y de un número increíble de gentes de las que jamás habían tenido noticia. No faltaban los pelmazos, como era el caso de Ronaldinho Olsos, quien no dejaba de pedir disculpas por si pensaban que había tenido algún género de responsabilidad, o el de T. Orion Bledsoe, de Pasadena, que se ponía en contacto con ellos para ofrecer sus condolencias y, sobre todo, al objeto de preguntar si Ranjit tenía la menor idea de lo que podía haber ocurrido a su hija, aunque por cualquier motivo no hubiese considerado oportuno hacérsela saber a las autoridades.

Y a todo ello hay que sumar a los periodistas. Ranjit se había equivocado al pensar que era imposible sufrir una invasión de su intimidad mayor que la que había tenido que soportar tras publicar la demostración del último teorema de Fermat en la revista Nature. La que se le vino encima tras la desaparición de Natasha fue aún peor. Por más que Bandara, el presidente electo, hubiese dispuesto que la policía custodiara los accesos al hogar de los Subramanian, una vez que su bicicleta salía del cordón de seguridad, Ranjit se convertía en un blanco legítimo. En consecuencia, sólo acudía a la universidad cuando no tenía más remedio. Después de cenar, dejaba a Myra estudiando sus artículos y a Robert colocando canicas en el suelo a su lado y se retiraba al dormitorio principal a planificar su siguiente seminario.

En ello estaba, precisamente, cuando ocurrió. Myra alzó la mirada de su pantalla frunciendo el ceño. Había oído algo, algo semejante a un chirrido electrónico remoto, y al mismo tiempo había visto un destello dorado por debajo de la puerta. Lo siguiente que llegó a sus oídos fue la voz de su esposo, entre feliz y aterrorizada.

—¡Por Dios bendito! —gritó él—. ¿Eres tú de verdad, Tashy?

Tras escuchar aquello, no había nada que pudiese impedir a Myra de Soyza Subramanian irrumpir en la habitación contigua. Abrió la puerta con precipitación y vio a su marido mirando de hito en hito a alguien que había de pie al lado de la ventana. Era una joven que llevaba puesto lo mínimo que vestiría alguien que supiese a la perfección que no iba a encontrarse al alcance de la vista de terceras personas.

Se trataba de un atuendo que su hija había usado con muchísima frecuencia cuando estaba en casa. Como un eco, repitió la exclamación de Ranjit:

—¡Tashy! —Y como habría hecho cualquier otra madre en circunstancias tan absurdas como aquélla, se lanzó hacia su hija tratando de envolverla con los brazos.

Pero tal cosa resultó ser imposible. A un metro de la figura de la joven notó algo que la hizo refrenarse y que, un palmo más allá, la detuvo en seco. No fue nada semejante a un muro ni, de hecho, nada tangible. Acaso podría decirse que fue algo comparable a una brisa cálida e irresistible. Fuera lo que fuere, Myra quedó inmóvil a sólo un brazo de distancia de cualquiera de los miembros de aquella imagen que poseía el rostro de la niña a la que había dado a luz, criado y amado. Y que en aquel momento ni siquiera la miraba. Tenía los ojos clavados en Ranjit, y comenzó a hablar diciendo:

—No tiene sentido ponerse a debatir quién soy, doctor Subramanian. Lo importante es que debo formularle un buen número de preguntas, y que usted tiene que responder a cada una de ellas.

Y sin intención alguna de oír lo que él pudiese tener que decir, sin más explicaciones ni gesto alguno de cortesía, dio comienzo al interrogatorio.

En efecto, las preguntas fueron muchas. Se sucedieron de forma inacabable (durante casi cuatro horas, en realidad), y lo abarcaban todo: «¿Por qué están destruyendo sus armas muchas de las tribus de su planeta?». «¿Ha vivido alguna vez en paz su especie?» «¿Qué significa el término demostración aplicado a la investigación relativa al teorema de Fermat que llevó usted a cabo en el pasado?» Y también las hubo más extrañas: «¿Por qué copulan los especímenes masculinos y femeninos de su especie aun en períodos en los que a estos últimos les es imposible concebir?». «¿Han llegado a calcular cuál sería la población ideal del planeta?» «¿Por qué la excede de forma tan marcada el número de los seres que viven en él?» Y otras más: «En su planeta hay áreas de kilómetros y kilómetros cuadrados con una densidad demográfica insignificante. ¿Por qué no las han colonizado con personas procedentes de los centros urbanos más poblados?».

Myra asistió petrificada a semejante interpelación, viéndolo todo, pero incapaz de moverse. Fue testigo del afán con que su esposo trataba de hacer frente al cuestionario a despecho de la perplejidad que lo atenazaba, y anheló ayudarlo. ¡Y qué preguntas!

—A veces —formulaba aquel ser, fuera cual fuere su sexo, con una voz modulada de tal manera que bien podría haber salido de un cadáver reanimado—, usan ustedes la palabra país para referirse a determinado colectivo humano, y otras prefieren nación. ¿Cuál es la diferencia entre ambos conceptos: el tamaño, acaso?

El padre putativo de aquella figura meneó la cabeza.

—No, en absoluto; hay países con centenares de miles de habitantes, y otros, como China, que tienen casi dos mil millones. Sin embargo, aquéllos y éste son estados soberanos; o sea, naciones —se corrigió.

El visitante guardó silencio unos segundos antes de proseguir.

—¿Cómo se tomó la decisión de aniquilar todos los sistemas electrónicos de Corea del Norte, Colombia, Venezuela y otras naciones, países o estados soberanos?

Ranjit dejó escapar un suspiro.

—Supongo que fue el consejo de Pax per Fidem. Si quiere una respuesta segura, más le vale preguntar a uno de sus integrantes. A Gamini Bandara, por ejemplo, o a su padre. —Al ver callar de nuevo a su inquisidor, añadió nervioso—: Lo que sí puedo hacer yo, claro, es conjeturar. ¿Quiere que lo haga?

Aquellos ojos, que no eran los de Natasha, lo miraron un largo rato antes de que la figura contestase:

—No.

Entonces, desapareció con un nuevo chasquido electrónico penetrante y cierta agitación del aire.

Myra recuperó la movilidad, y la aprovechó para correr al lado de su marido y rodearlo con los brazos. Los dos se sentaron en silencio, abrazados, hasta que los sobresaltó un violento golpe procedente de la puerta. Cuando la criada fue a abrir, irrumpieron en la casa una docena de policías en busca de algo que arrestar. El capitán, sin aliento, se disculpó entre resuellos.

—Perdonen, el agente de guardia vio a través de una ventana lo que estaba ocurriendo y nos avisó; pero al llegar aquí, nos ha sido imposible acercarnos al edificio. Ni siquiera hemos sido capaces de tocar el muro. Lo siento.

Dicho esto, se llevó su pantalla al oído mientras Myra aseguraba a los recién llegados, que registraban con diligencia hasta el último rincón de la casa, que nadie había sufrido daño alguno.

—Doctor Subramanian —dijo al fin el capitán tras devolver al cinturón la pantalla de bolsillo—, ¿ha mencionado usted a Gamini Bandara, el hijo del presidente electo, durante la conversación que ha mantenido con ese…? —Se detuvo, tratando, en vano, de dar con el nombre adecuado para completar la frase— ¿… con eso? —concluyó.

—Sí, creo que sí.

—Me lo imaginaba —dijo el policía en tono apesadumbrado—. Ahora lo están sometiendo a un interrogatorio idéntico al suyo. Y lo está haciendo la misma persona.

Ningún ser humano poseedor de una pantalla o con acceso a una quedó ajeno a estas noticias. Con todo, nada de lo dicho aclaró mucho a lo que quedaba de la familia Subramanian ni al resto de la especie humana. Tampoco a la multitud de unoimedios que, atrapada en sus vehículos militares, navegaba a la deriva a través de la nebulosa de Oort.

En realidad, éstos tenían preocupaciones mucho más acuciantes que las de los terrícolas. Para ellos no suponía dificultad alguna la orden de diferir la aniquilación de los humanos; pero las instrucciones que les habían hecho llegar los grandes de la galaxia no parecían tener en consideración todo lo que comportaba su acatamiento. Se trataba, sin más, de un asunto de números. El de los que habían embarcado en un principio ascendía a ciento cuarenta mil, aproximadamente, y si bien tal cantidad se había mantenido inmutable durante casi tres lustros, al final, los unoimedios se habían abandonado a la lujuria durante aquella exaltación fugaz y violenta de entrega sexual.

A esas alturas, semejante bacanal había dado ya sus frutos, y éstos, de hecho, habían llegado casi a la adultez. Sin embargo, la flota no disponía de los pertrechos necesarios para mantener con vida un número tan elevado de ocupantes durante un período tan prolongado. Los aparatos mecánicos que se habían instalado a fin de que proporcionasen aire, agua y alimento a los ciento cuarenta mil unoimedios habían tenido que doblar casi su capacidad, y tamaña tensión los había dejado al borde del desmoronamiento. Tal condición estaba llamada a provocar no poca escasez y acarrear, en breve, la muerte de muchos de ellos.

¿Y qué iban a hacer al respecto los grandes de la galaxia?