La nave de Natasha Subramanian llevaba el nombre de Diana por decisión de la propia corredora, y por fin estaba lista para efectuar su primera carrera, pues nunca antes había volado. Estaba amarrada junto con su nodriza, y tenía desplegado el colosal disco de su velamen, tenso contra el aparejo por estar ya henchido del viento intenso y silencioso que soplaba entre los planetas. La carrera estaba a punto de comenzar.
—Quedan dos minutos —anunció la radio de su cabina—. Confirmen el funcionamiento correcto de los mecanismos.
Uno a uno, los pilotos fueron respondiendo. Natasha reconoció las voces de todos (unas, tensas; otras, dotadas de una calma punto menos que sobrehumana), pues eran las de sus amigos y sus rivales. En todas las regiones habitadas por el hombre había apenas una veintena de personas que poseyesen las habilidades necesarias para gobernar una embarcación solar, y todas estaban allí, orbitando a treinta y seis mil kilómetros del ecuador terrestre, bien en la línea de salida, como Tashy bien a bordo de las naves de escolta.
—¡El número uno, Gossamer, está listo!
—¡El número dos, Woomera, listo!
—¡Número tres, Sunbeam! ¡Todo bien!
—¡Número cuatro, Santa María! ¡Todo funciona según lo previsto!
Natasha sonrió. Aquél, claro está, era el vehículo de Ron Olsos, por quien se sentía muy atraída, aunque menos, a su juicio, que él por ella. La frase con que había respondido constituía un homenaje a los albores de la astronáutica, muy propio de su afición por lo teatral.
—¡Número cinco, Lébedev; listos! —Ése era el ruso, Efremi.
—¡Número seis, Arachne, también lista! —Quien hablaba era Hsi Liang, joven nacida en cierto pueblo del norte de Chengdu, a la sombra del Himalaya.
Entonces llegó el momento en que Natasha, situada al final de la línea de salida, tenía que pronunciar las palabras que se oirían en todo el mundo, en cualquier rincón en que hubiese un ser humano.
—¡Número siete, Diana, lista para ganar!
«¡Chúpate ésa, Ronaldinho!», pensó mientras comprobaba por última vez la tensión del aparejo. Desde el diminuto habitáculo en que flotaba ingrávida, el velamen del Diana daba la impresión de ocupar todo el universo. Y no era para menos: ahí fuera, listos para liberarla de las cadenas de la gravedad terrestre, había más de cinco millones de metros cuadrados de vela, unidas a su cápsula de mando por casi un centenar de kilómetros de cordaje de carbono alotrópico. Aquella vastísima extensión de plástico aluminizado podía, pese a tener un grosor de escasas millonésimas de centímetro, ejercer la fuerza suficiente para llevarla en primer lugar a la línea de meta de la órbita lunar (o al menos, eso esperaba ella).
—Quedan diez segundos —oyó por el altavoz—. ¡Enciendan todos los instrumentos de grabación!
Con los ojos fijos aún en el ancho mar de su velamen, Natasha pulsó el interruptor que ponía en marcha todas las cámaras y demás equipo de registro. La vela era lo que ocupaba en aquel momento su imaginación: si a su mente le costaba tomar conciencia de algo tan gigantesco y, al mismo tiempo, tan frágil, aún parecía más difícil creer que aquella película azogada pudiera atoarla a gran velocidad a través del espacio sin más energía que la de la luz solar que fuese capaz de captar.
—… cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡fuera!
A esta señal, siete cuchillas con filo de diamante guiadas por ordenador cortaron sendos cabos, y los veleros quedaron en libertad. Hasta aquel instante, éstos y las naves de apoyo habían orbitado como una sola unidad en torno a la Tierra, unidos con firmeza. A continuación, comenzaron a dispersarse como semillas de diente de león llevadas por el viento a la deriva.
Y el primero que rebasase la órbita de la Luna sería el ganador.
A bordo del Diana, ninguno de los sentidos del cuerpo de Natasha percibió cambio alguno. De hecho, tampoco había esperado que ocurriese nada: lo único que daba muestras de la existencia de cierta propulsión era la esfera del panel de mandos, que había registrado una aceleración de casi una milésima parte de la gravedad terrestre.
Se trataba, claro está, de una medida ínfima, rayana en lo absurdo. Y aun así, superaba lo que hubiese alcanzado hasta aquel momento ningún velero solar guiado por el hombre, tal como habían prometido los diseñadores y constructores del Diana. Aceleraciones así sólo se habían logrado con maquetas a escala… hasta entonces. A aquel ritmo (según calculó a la carrera, sonriendo al ver aparecer el resultado en el panel), sólo iba a necesitar dar dos vueltas a la Tierra a fin de ganar la velocidad suficiente para abandonar la órbita terrestre baja y poner rumbo a la Luna. Entonces, podría contar con toda la fuerza de la radiación solar.
Toda la fuerza de la radiación solar…
Natasha seguía sonriente mientras pensaba en todas las veces que se había afanado en exponer los principios de aquel género de navegación a un público formado por potenciales patrocinadores y gentes que, sin más, tenían interés en la materia.
—Tended las manos en dirección al Sol con las palmas hacia arriba —les pedía—. ¿Qué sentís? —Entonces, al no recibir más respuesta que un ocasional: «Calorcito», les encajaba los fundamentos de aquella disciplina—: Pero hay algo más: presión. No mucha; de hecho, tan poca que no podemos percibirla. Quizá las palmas de nuestras manos están recibiendo un empuje de mucho menos de un miligramo; pero mirad lo que es capaz de hacer.
Y dicho esto, sacaba unos cuantos metros cuadrados del material con el que estaba confeccionado el velamen y lo lanzaba hacia el auditorio. Aquella película argéntea ascendía a la deriva como una voluta de humo en dirección al techo por acción de la columna de aire cálido formada por la temperatura corporal de los presentes.
—Como podéis ver —proseguía—, la lámina es ligerísima: el kilómetro cuadrado que hará navegar el velero no llega a pesar una tonelada; pero basta para recoger dos kilos de presión procedente de la radiación solar. Estos impulsarán el velamen y harán avanzar al Diana con él. La aceleración, claro, será diminuta, pues ni siquiera alcanzará la milésima parte de un g. Sin embargo, resulta sorprendente lo que puede llegar a hacer un empuje tan insignificante.
»Durante el primer segundo, el Diana avanzará, más o menos, medio centímetro. Ni siquiera eso, en realidad, ya que la jarcia se estirará lo suficiente para que ese primer movimiento resulte imposible de medir.
A continuación, se volvía en dirección a la pantalla instalada en el lienzo de la sala para encenderla haciendo chasquear los dedos. En ella aparecía entonces la extensión semicilíndrica de la vela, vastísima aunque casi impalpable, y el plano general se transformaba en un primer plano de la cápsula del pasajero, no mucho mayor que el habitáculo en que se hallaba instalada la ducha de un hotel de carretera, que haría las veces de hogar de Natasha durante semanas.
—Después de un minuto, sin embargo, el movimiento se volverá bastante fácil de detectar. A esas alturas, habremos recorrido veinte metros y alcanzado una velocidad de poco menos que un kilómetro por hora. Tras lo cual sólo nos quedarán unos cuantos centenares de miles más para alcanzar la órbita lunar.
Llegados a ese punto, sonreía con cordialidad ante la risita que solía elevarse entre el público y esperaba a que la sala volviese a estar en silencio para continuar:
—Aunque pueda parecer lo contrario, no está nada mal: tras la primera hora, estaremos a sesenta kilómetros del punto de partida, y viajaremos ya a cien kilómetros por hora. No olvidéis que se trata del espacio, y que allí la fricción es nula. Una vez que imprimimos movimiento a un objeto, éste seguirá avanzando de forma indefinida, sin más desaceleración que la que pueda comportar la gravedad de los objetos distantes. Os sorprenderá saber que, transcurrida su primera jornada, nuestro velero habrá alcanzado una velocidad de casi tres mil kilómetros por hora, gracias a la aceleración de una milésima de g propiciada por el empuje casi imperceptible de la presión de la luz solar.
Al final, habían acabado por convencerse. En realidad, todo el mundo se había convencido, o al menos todos cuantos ocupaban puestos de relieve y tenían, por lo tanto, capacidad de decisión. Fundaciones, particulares y los erarios de tres grandes naciones (así como de docenas de otras más modestas) se habían unido a fin de sufragar tan oneroso acontecimiento. No obstante, semejante empeño económico iba a quedar amortizado con creces, pues la carrera de vuelo libre que se había celebrado en aquel túnel de lava volcánica había conseguido abrir la espita del turismo lunar, y aquella nueva competición contaba ya con la mayor expectación de la historia. Por otra parte, los peces gordos habían comenzado a encargar naves de prospección a fin de investigar la abundancia de materias primas del sistema solar, y muchas de ellas avanzaban por obra de velas solares.
Y en medio de todo ello se encontraba la joven Natasha de Soyza Subramanian.
El Diana había empezado la carrera con buen pie, y Natasha pudo permitirse dedicar cierto tiempo a otear a sus oponentes. De entrada, se despojó de buena parte de su vestimenta, toda vez que no había nadie en los alrededores que pudiese observarla. Entonces, con movimientos muy cautos, pues si bien la nave disponía de sistemas de amortiguación entre la cápsula de mando y el delicado aparejo del velamen, no tenía intención de correr riesgo alguno, se situó ante el periscopio.
Allí estaban los demás, como extrañas flores de plata crecidas en los oscuros campos del espacio. El Santa María, velero sudamericano montado por Ron Olsos, se encontraba a sólo ochenta kilómetros de distancia, semejante a una cometa que midiese más de mil metros de lado. Más allá navegaba el Lébedev, de la corporación rusa Cosmodine. Tenía una forma cercana a la de una cruz de Malta, puesto que, como no ignoraba Natasha, los ingenieros habían dividido el velamen en cuatro gruesos brazos a fin de facilitar su gobierno. Por el contrario, el Woomera, proveniente de Australia, consistía en un sencillo paracaídas redondo de los antiguos, aunque de cinco kilómetros de circunferencia. El Arachne, de la General Spacecraft, era idéntico, tal como podía colegirse por el nombre, a una tela de araña, y de hecho, estaba construido conforme a los mismos principios. Para ello se habían empleado autómatas lanzadera que habían recorrido la estructura en espiral partiendo desde el centro. El Gossamer de Eurospace poseía el mismo diseño, aunque un tamaño algo menor. Y el Sunbeam de la República Popular de China estaba conformado por un anillo plano con una abertura central de un kilómetro de ancho, que giraba con lentitud a fin de aprovechar la fuerza centrífuga. La idea no era nueva, aunque hasta aquel momento nadie había logrado hacerla funcionar. Natasha, de hecho, estaba convencida de que la nave asiática iba a tener problemas cuando comenzase a girar.
Para ello, eso sí, había que esperar aún seis horas más. Transcurridas éstas, los siete veleros solares habrían completado la primera cuarta parte de las veinticuatro horas de su órbita geosincrónica. En aquel estadio inicial de la carrera, los participantes avanzaban en dirección contraria al Sol, pues navegaban viento solar en popa. Cada uno de ellos debía sacar el mayor partido posible de aquella primera vuelta antes de que las leyes del movimiento orbital los llevasen a girar alrededor de la Tierra. Alcanzado aquel punto, quedarían encaminados directamente hacia el Sol, y entonces habría que poner en juego la competencia de los pilotos.
Pero aún no había llegado ese momento, y nada había que pudiese preocupar a Natasha en lo referente a la navegación hasta entonces. Con ayuda del periscopio, examinó el velamen con cuidado, comprobando cada uno de los puntos por los que se unía al aparejo. Los obenques, angostas bandas de película plástica sin platear, habrían sido invisibles de no haber estado recubiertos con pintura fluorescente. A través de la lente de Natasha, se mostraban como líneas tirantes de luz de color que se hacían más pequeñas a medida que recorrían los cientos de metros del velamen. Cada uno de ellos disponía de un tensor eléctrico no mucho mayor que el carrete de la caña de quien practica la pesca con mosca. Manejadas por el ordenador, se hallaban en constante movimiento a fin de tensar o soltar la obencadura mientras el piloto automático orientaba las velas al Sol.
Para Natasha, resultaba por demás hermoso observar el jugueteo de la luz del astro con la gran superficie espejada que impulsaba su nave, y que ondulaba con majestuosidad mientras reflejaba innúmeras imágenes de aquél que la atravesaban hasta desvanecerse en los extremos. Semejantes oscilaciones no constituían, por supuesto, contrariedad alguna, pues no pasaban de ser vibraciones calmosas, y por lo común inofensivas, inevitables en una estructura tan vasta y ligera. Aun así, Natasha las escrutaba con atención, siempre alerta ante cualquier indicio que pudiese hacer pensar que iban a trocarse en las ondas catastróficas conocidas como serpenteos, capaces de rasgar una vela hasta hacerla añicos. Sin embargo, el ordenador la tranquilizó al garantizar que en aquel momento no existía peligro alguno.
Cuando, al fin, estuvo segura de que todo se hallaba en orden, y no antes, se permitió acceder a su pantalla personal. Dado que cuanto llegaba a su nave había pasado antes por la de apoyo, y la dotación de ésta se afanaba por no hacerle llegar más mensajes que los que coincidieran con la nómina de remitentes que había elaborado con anterioridad, podía confiar en que no tendría que hacer frente al aluvión inacabable de correspondencia destinada a desearle suerte o solicitar de ella un favor u otro. En consecuencia, sólo recibió una nota de su familia, otra de Gamini y otra de Joris Vorhulst. Y se acabó. Le alegró recibirlas, y ninguna de ellas requería contestación.
Por un momento, sopesó la idea de irse a dormir: aunque la carrera no había hecho más que empezar, debía racionar bien las horas de sueño. El resto de veleros contaba con una tripulación de dos personas, que bien podían turnarse para gobernar la nave; pero Natasha no tenía a nadie que la relevase. Ella misma lo había querido así, pensando en Joshua Slocum, aquel otro navegante solitario que había dado la vuelta al mundo en su diminuta balandra Spray. Si él había podido hacerlo, ella no iba a ser menos. Además, tenía otra buena razón para intentarlo: el rendimiento de un velero solar era inversamente proporcional a la masa que hubiera de trasladar, y una segunda persona, más todos sus pertrechos, habría supuesto añadir trescientos kilogramos a la carga, peso que bien podía representar la diferencia entre ganar y perder.
Tras ceñirse la cintura y las piernas con las bandas elásticas del asiento de la cabina, vaciló unos instantes, considerando que podía ser una buena idea echar un vistazo a algún noticiario, sobre todo por ver si había habido algún astrónomo capaz de explicar la aparición de aquel fenómeno que, sin ser una supernova, se había manifestado con un resplandor pasmoso en el cielo meridional para volver a desaparecer, sin más, a continuación.
El sentido de la disciplina, sin embargo, pudo más, a la postre, que la curiosidad. Natasha, por tanto, aplicó a su frente los electrodos del inductor de sueño, y programando el temporizador para tres horas, se dispuso a relajarse. Comenzó a sentir entonces, con gran suavidad, las pulsaciones hipnóticas que palpitaban en los lóbulos frontales de su cerebro, y tras sus párpados cerrados empezaron a expandirse en dirección al infinito espirales de luz de colores. Y luego, nada.
La sacó del sueño el clamor de latón de la alarma, y en un instante se vio despierta, examinando con la vista el cuadro de mandos. Habían pasado sólo dos horas, pero sobre el acelerómetro parpadeaba una luz roja. Algo estaba fallando, y el Diana había empezado a perder empuje.
El adiestramiento hizo que venciese la disciplina sobre el pánico, y sin embargo, Natasha tenía el corazón en un puño cuando se desembarazó del cinturón de seguridad para actuar. Lo primero que pensó fue que debía de ocurrirle algo al velamen. Tal vez habían fallado los mecanismos que evitaban que se enroscara el aparejo. Los medidores que daban cuenta de la tensión de la obencadura arrojaban datos nada corrientes, pues si la lectura resultaba normal en uno de los lados, los valores del otro no dejaban de descender.
Entonces lo entendió. Asiendo el telescopio para escudriñar con el gran angular todo el ancho de la vela, dio enseguida con el problema, que sólo podía tener un origen. La enorme sombra aguzada que había empezado a deslizarse por la brillante plata del velamen del Diana resultaba por demás elocuente. Sobre una de las secciones de la nave de Natasha se extendía la oscuridad como si entre ella y el Sol se hubiese interpuesto una nube y, negándole su luz, hubiera puesto fin a la presión insignificante que la impulsaba.
Pero en el espacio no había nubes. Natasha sonrió al tiempo que dirigía la lente hacia el astro. Los filtros ópticos saltaron automáticamente con un leve chasquido a fin de evitarle la ceguera instantánea que habría sufrido de lo contrario, y lo que vio entonces no fue sino lo que esperaba ver: la silueta de una gigantesca cometa de juguete volando ante la faz del Sol. Reconoció la forma de inmediato: a treinta kilómetros a popa se hallaba el Santa María, el velero sudamericano, tratando de provocarle un eclipse artificial.
—¡Ajá! ¡O senhor Ronaldinho Olsos! —masculló—. ¡Qué truco más viejo!
Cierto: era tan antiguo como legítimo. Ya en los tiempos de las competiciones oceánicas, los capitanes de los veleros se desvivían por privar del viento a sus oponentes.
Sin embargo, sólo los incompetentes podían arredrarse ante semejante ardid, y Natasha de Soyza Subramanian no se contaba entre ellos. Su minúsculo ordenador, que pese a tener el tamaño de una caja de cerillas, poseía el equivalente al cerebro de un millar de lumbreras matemáticas, consideró el problema durante una breve fracción de segundo antes de indicarle cómo corregir el rumbo.
Natasha sonrió, pensando en el desquite, y desconectando el piloto automático, hizo los ajustes necesarios en la orientación del aparejo. No hubo respuesta: los diminutos tensores parecían congelados, como si, de pronto, hubiesen decidido dejar de acatar las órdenes, tanto las procedentes del ordenador de a bordo como las del ser humano que debía haber estado al mando de todo. El velero solar Diana ya no estaba en franquía, y su descomunal velamen había comenzado a inclinarse… luego a doblarse…, y a continuación, las ondulaciones del tejido se fueron transformando en oleadas grandes e irregulares. Y la tenue película que constituía la vela alcanzó, y aun superó, la tensión máxima que era capaz de soportar.
El comodoro advirtió al punto que el Diana se hallaba en apuros. De hecho, todos se percataron enseguida, y la disciplina radiotelefónica se desvaneció con igual rapidez. Ron Olsos fue el primero en exigir una embarcación auxiliar de propulsión química que le permitiese salir de su propia nave y ayudar a buscar a Natasha entre el manojo de pecios en que se estaba transformando lo que había sido su velero espacial, y no fue el único: antes de que transcurriese una hora, la carrera se había disgregado en más de una veintena de naves de toda clase que se arremolinaban en torno a la amalgama de velamen y demás aparejo que poco antes había sido la hermosa Diana, y hacían cuanto estaba en su poder por evitar chocar entre sí. Los vehículos que poseían los mecanismos pertinentes para hacer salir a sus tripulantes al espacio equiparon con el traje necesario a cuantos pudieron pertrechar para colaborar en la búsqueda.
Registraron cada pliegue de aquel vastísimo velamen, convertido en algo semejante a una bola de papel, a simple vista, con instrumentos ópticos y aun con visores de infrarrojos capaces de captar de inmediato la insignificante señal del calor corporal de un ser humano en cualquier lugar de aquella vela destrozada. También inspeccionaron las inmediaciones espaciales de lo que quedaba del aparejo del Diana, por si Natasha había salido despedida por causa de algún accidente desconocido…
Por encima de todo, buscaban la cápsula minúscula del velero, y no necesitaron mucho tiempo para dar con ella. Dado que a bordo sólo viajaba ella, no era necesario que el habitáculo ofreciese garantía alguna para la intimidad de su ocupante; de modo que apenas disponía de unos cuantos metros cúbicos de espacio, sin lugar alguno en el que poder esconderse.
Sin embargo, Natasha no estaba allí. Aquélla fue la única conclusión a la que pudieron llegar cuantos trataban de encontrarla: Natasha de Soyza Subramanian no estaba allí; en ningún sitio.