CAPÍTULO XXXV
La utilidad de las vacunas

El doctor Dhatusena Bandara renunció, en efecto, al puesto que ocupaba en el consejo de Pax per Fidem a fin de poder presentar su candidatura a la presidencia de Sri Lanka, y Ranjit no pudo por menos de maravillarse al conocer la identidad de quien fue a sustituirlo: Gamini Bandara, su amigo de infancia, quien se convirtió así en parte integrante del equipo que manejaba el Trueno Callado.

Y si aquella noche se fue asombrado a la cama, cuando se despertó lo aguardaba una nueva sorpresa. El olor que le llegó de la cocina no era el del desayuno del que gustaba Myra habitualmente. Más extraño aún le resultó oír, tras salir de la ducha y comenzar a vestirse, a su esposa cantando lo que daba la impresión de ser algún himno aprendido de pequeña en la escuela dominical. Totalmente desconcertado, se puso la camisa y se dirigió con paso decidido a la cocina.

Al verlo entrar, Myra, quien, efectivamente, estaba canturreando para sí con aire feliz, se detuvo y, juntando los labios para darle los buenos días con el gesto de un beso, lo invitó a sentarse a la mesa.

—Ve tomándote el zumo —le pidió—. Enseguida te preparo los huevos.

—¿Huevos revueltos? —preguntó él al reconocer lo que estaba removiendo ella—. Salchichas, patatas fritas… ¿Qué te pasa, Myra? ¿Echas de menos California?

—No —respondió ella sonriendo de oreja a oreja—, pero sé que te gusta comer cosas de éstas de vez en cuando, y tengo algo que celebrar. Me he levantado con una idea en la cabeza: ¡sé cómo hacer feliz a Surash sin que se resientan nuestros principios!

Ranjit apuró el zumo y observó complacido a Myra mientras ella disponía en el plato de él la parte más consistente del menú.

—Si eres capaz de hacer una cosa así, voy a decirle a Gamini que te meta en el consejo de Pax per Fidem.

Ella se limitó a sonreír mientras preguntaba:

—¿Podrás comerte cuatro salchichas? Tashy ni las ha tocado, ha dicho que ya comería cualquier cosa en la universidad.

Él le devolvió la sonrisa mientras fruncía el ceño con gesto burlón.

—¡Myra! Deja de hablar de comida y cuéntame cómo vamos a contentar a Surash.

—Bueno —respondió ella, sentándose a su lado y sirviéndose una taza de té—. Hoy tengo que llevar a Robert a que le pongan la dosis de recuerdo de la vacuna, y esta noche he soñado que él estaba en casa, jugando con su ordenador, y tenía el cuerpo lleno de dardos de papel enrollado. Entonces, al arrancarle uno de los que tenía en el hombro, descubrí que lo que había escrito en ellos eran versículos de la Biblia.

Ranjit arrugó aún más el sobrecejo.

—No tiene nada de raro que te preocupe la inmunización de nuestro hijo, ni que todo eso se traduzca en sueños.

—Ya lo sé, cariño —repuso ella en tono afectuoso—; pero dime, ¿contra qué se estaba protegiendo? Cuando vacunamos a los niños contra la viruela, les inoculamos el virus para que creen sus propias defensas y no corran el riesgo de ser atacados por la enfermedad cuando crezcan. Por tanto, si les inoculamos versículos de la Biblia de pequeños… y estoy pensando en el género de escuela dominical a la que iba yo siendo una niña… ¿no estaremos…?

—¿Inmunizándolos contra la religión para cuando crezcan? —exclamó él, y poniéndose en pie, la tomó entre sus brazos—. ¡Eres la mejor esposa que pueda uno imaginar! —sentenció—. ¡Es una idea excelente! —Entonces vaciló—. ¿Tú crees que Natasha va a querer robar tiempo a su apretada agenda para ir a catequesis?

—Ya —reconoció ella—; ya sé que no va a ser fácil. Lo más que podemos hacer es tratar de convencerla.

Natasha volvió exultante de las instalaciones universitarias en que se entrenaba en el manejo de la vela solar.

—¡Lo tengo! —gritó, agitando un impreso ante el rostro de sus padres—. ¡Me han admitido en la carrera!

Ranjit, que jamás había pensado que pudiese ocurrir lo contrario, se levantó y la alzó del suelo con un gran abrazo. No tardó en soltarla, pues su hija, además de sacarle ya tres centímetros de altura, tenía el cuerpo compuesto principalmente por masa muscular. Myra la felicitó con un beso antes de ponerse a examinar el documento que llevaba el sello oficial del Comité Olímpico Internacional.

—Sois diez los admitidos —observó—. ¿Quién es este R. Olsos, de Brasil? También es piloto de vela solar, y me suena mucho.

Natasha respondió con una risita:

—Es Ron, Ronaldinho Olsos, el corredor de cien metros que os presenté en la Luna.

Su madre la miró con gesto interrogativo.

—¿Y cuándo ha dejado el atletismo para hacerse piloto de vela solar?

—Pues… —respondió ella al descuido— podría ser que yo tuviese algo que ver. Siempre había sentido envidia por lo que estaba haciendo yo. Hemos estado en contacto desde entonces.

—Ya veo —dijo Myra, que no había tenido noticia alguna al respecto. Sin embargo, comoquiera que ella también había sido adolescente, y no había olvidado lo poco que le gustaba que sus padres metieran las narices en las relaciones experimentales que mantenía con los chicos, optó por no seguir indagando. Entonces mandó a la criada a la mejor pastelería de los alrededores para que adquiriese una tarta que, sin ser de cumpleaños, sirviera para celebrar aquella noticia, digna de ser solemnizada por todo lo alto, y tras decorarla con sus manos con un dibujo aproximado de la vela solar que iba a gobernar su hija, convirtió la cena en una verdadera fiesta.

Los Subramanian estaban acostumbrados a ocasiones así; de hecho, podían considerarse expertos en ellas. En consecuencia, una vez que Natasha hubo soplado las velas y pensado el deseo de rigor (que no debía revelar a nadie, y menos aún a sus padres), todos se hallaban imbuidos de un espíritu de lo más jovial, cálido y afable cuando Robert se abrazó a su hermana mayor y le susurró algo al oído. Ella, con ademán sobresaltado, no pudo por menos de volverse hacia sus padres y preguntar:

—¿Es verdad eso? ¿Vais a hacer que vaya a la iglesia?

—No; a la iglesia, no —respondió su padre—, sólo a la escuela dominical. Hemos estado estudiándolo, y tienen una clase que le podría ir bien. Aprenderá historias de Jesús y su sermón de la montaña, y todo eso. Surash se alegrará de saber que los nietos de mi padre no están creciendo sin el menor contacto con la religión…

Natasha meneó la cabeza con gesto de enfado.

—A mí no me importa crecer de espaldas a la religión. ¡Robert dice que también queréis que vaya yo! Decidme la verdad: ¿no creéis que ya tengo bastantes cosas que hacer? Las clases, los entrenamientos…

—Será sólo una tarde a la semana —le hizo saber su madre—. En tu caso, no hemos dicho nada de catequesis: irías con un grupo de adolescentes que, sí, hablan de la Biblia de vez en cuando; pero dedican la mayor parte del tiempo a trabajar en proyectos encaminados a hacer del mundo un lugar más agradable.

—Lo que, por ahora —añadió Ranjit—, comporta, fundamentalmente, apoyar la campaña presidencial de Bandara padre. Puedo asegurarte que te gustará ayudar en este proyecto.

Ni Natasha ni el resto de la familia ponía en duda tal extremo. De hecho, había sido el padre de Gamini quien había persuadido a la universidad para que creara el laboratorio de simulación que le había permitido entrenarse para la carrera de vela solar que estaba por venir, lo cual no hacía más que aumentar sus esperanzas de salir vencedora. Aquellas instalaciones resultaban mucho menos costosas que la cámara de gravedad lunar que había necesitado para estar en forma para competir con la aerocicleta, pues apenas consistían en una sala cuyos seis paños estaban conformados por pantallas. Aun así, los programas informáticos que debían emplearse eran complejos… y muy caros. Suponían un desembolso considerable para la universidad, un gasto que la familia Subramanian no habría podido afrontar en solitario.

—Además —añadió su madre mientras le acercaba su pantalla personal—, tengo una foto que tomaron hace unas semanas, durante una fiesta que celebraron en la playa. Me da en la nariz que son de la clase de chicos que vas a querer conocer.

—Ajá… —dijo Natasha mientras estudiaba a la veintena aproximada de jóvenes que se mostraba en la imagen.

No hizo comentario alguno acerca del hecho de que entre los de sexo varón hubiese al menos cuatro muy bien parecidos, ni tampoco su madre, si bien estaba por demás segura de que aquel tal Ron, el brasileño que acababa de reaparecer en sus vidas de forma inesperada, no era, ni por asomo, tan agraciado.

—Por supuesto —aclaró—, la decisión es sólo tuya; si de veras crees que no…

—Bueno… —concluyó su hija—. Supongo que podría probar a ir una o dos veces. Si, como decís, eso hace feliz a Surash…

Cuando Bill regresó para unirse de nuevo al conjunto de los grandes de la galaxia, quedó maravillado por el torrente de gozo que le proporcionó aquella experiencia. Siempre que se destacaba a fin de ocuparse de sus diversos quehaceres, se convertía en algo que no era parte de su vivencia previa: un ser solitario. Y cuando, al fin, volvía a hacerse uno con sus compañeros, podía regocijarse por dejar de sentirse en soledad.

Le resultaba difícil tener que volver a desprenderse de ellos. Con todo, huelga decir que no tenía elección. El grupo había compartido sus preocupaciones y su necesidad de ser justo. Y lo cierto es que había quedado impresionado y perturbado por el Trueno Callado, que lo había llevado a pensar que tal vez los seres insignificantes y malhadados que conformaban la especie humana no supusiesen ya, a la postre, amenaza alguna para la paz de la galaxia. En tal caso, resultaba quizás inicuo exterminarlos.

Los grandes de la galaxia eran gentes severas y, en ocasiones, despiadadas; pero jamás habían querido ser injustos. En consecuencia, Bill no dudó en coger el camino que lo llevaba a los aledaños de aquel solecito amarillo en torno al cual giraba el planeta de aquéllos y envió dos mensajes. El primero tenía por destinatario la flota de los unoimedios, que a esas alturas se hallaba a un año luz escaso del astro que debía arrasar.

—Cancelad instrucciones de aniquilación —rezaba—. Deteneos. No sigáis avanzando. Emplead medidas de emergencia si es necesario.

Y el segundo, dirigido tanto a ellos como a los eneápodos, se limitaba a prohibir que nadie volviera a ofrecer manifestación alguna de su presencia a los humanos de la Tierra. Aquello supuso un problema nada baladí para los archivados que ejercían de navegantes de las ciento cincuenta y cuatro naves de la flota, quienes, habiendo comprendido las órdenes, eran muy conscientes de que resultaba mucho más fácil cursarlas que acatarlas: en lo que tocaba a los vehículos espaciales, resultaba imposible pisar a fondo el freno en caso de emergencia. En primer lugar, se hacía necesario aumentar la potencia del fuego de desaceleración, cosa que hicieron enseguida. Aquello comportaba, por descontado, un desperdicio terrible de energía eléctrica y combustible líquido; pero tal circunstancia tenía una significación secundaria, pues aquellas materias, como todo cuanto tenía de observable el universo, pertenecían a los grandes de la galaxia, y si eran éstos quienes optaban por despilfarrarlas, allá ellos.

Era la segunda parte de las instrucciones lo que más preocupaba a los unoimedios, pues en ella se les pedía que evitasen ser vistos por la especie que constituía su objetivo. Dejando a un lado el que los eneápodos se hubieran dejado ver ya, cuando ellos comenzasen a echar gigajulios de energía por sus tubos de escape y aquellas ciento cincuenta y cuatro antorchas gigantescas empezaran a brillar a un tiempo con el fulgor de los gases ionizados, ¿cómo iban a poder pasar inadvertidos?