CAPÍTULO XXXIII
Pesares íntimos
en un mundo alborozado

Todo parecía indicar que las aguas del Nilo no volverían a amenazar jamás la paz mundial, porque tanto Egipto como Kenia aprobaron con nota la votación de ingreso en Pax per Fidem. Incluso antes de que estuviesen apostadas las fuerzas militares de pacificación, se habían comenzado a destinar equipos de hidrólogos kenianos en las instalaciones de supervisión existentes en torno a la presa alta de Asuán, y las dos naciones habían dejado paso franco a las autoridades internacionales para que inspeccionasen los (raquíticos) emplazamientos de sus misiles. La transparencia no tardó en imponerse también en la industria pesada de ambas.

Su caso, además, no fue el último. Tres de los cuatro países del África subsahariana que habían estado disputándose las aguas de cierto lago de mediana extensión tuvieron oportunidad de ver lo que le ocurrió al que decidió enviar una fuerza militar con la intención de ahuyentar a sus rivales. Éstos se unieron al organismo citado después de que su enemigo, tras hacer caso omiso de las advertencias pertinentes, sufriera en su propio territorio los efectos del Trueno Callado.

A todo esto hay que sumar un acontecimiento que supuso un avance de primer orden. La República de Alemania, tras mucho debatir y discutir, acabó por celebrar un colosal plebiscito en sus propios confines, y después de que los terribles recuerdos de violentas batallas perdidas que habían quedado grabados en la conciencia nacional se impusieran al sentido del destino germánico que tan problemático había resultado en ocasiones, el país se unió también al proyecto internacional, abriendo sus fronteras a las Naciones Unidas, licenciando las fuerzas armadas simbólicas que habían conservado y suscribiendo el borrador de constitución mundial que había creado Pax per Fidem.

El planeta Tierra vivía tiempos gozosos. Y sin embargo, los Subramanian tenían dos motivos para templar su júbilo. El primero no era exclusivo de su familia, sino que afectaba a toda la humanidad, y no era otro que aquellas latosas apariciones que no dejaban de manifestarse en las ciudades por la noche, en el firmamento que se extendía sobre las embarcaciones que surcaban los mares aun a plena luz del día y también en el espacio (como el «pez» del pequeño Robert). Algunos los llamaban «plátanos de bronce»; otros, «submarinos volantes», y otros empleaban denominaciones que se prestan mucho menos a aparecer en letras de molde. Pero nadie sabía con exactitud qué eran. Los ufólogos los consideraban la prueba definitiva de la existencia real de los platillos volantes, y los más escépticos sospechaban que uno o más de los estados soberanos de la Tierra debía de estar desarrollando una arma misteriosa diferente de todo cuanto se había visto con anterioridad.

Sea como fuere, había algo en lo que todos tenían que estar de acuerdo, y era que ninguno de aquellos objetos había hecho daño palpable alguno a ningún ser humano. Esta circunstancia llevó a los humoristas a hacer chistes al respecto, y lo cierto es que el hombre nunca ha sido capaz de profesar un gran miedo a las cosas de las que ha aprendido a reírse.

Sin embargo, en el caso de los Subramanian quedaba aún otra causa de aflicción.

Aunque el pequeño Robert había comenzado a andar solo a una edad más temprana que la mayoría, desde que habían vuelto de la Luna, sus padres habían comenzado a percibir en él algo extraño. Los cuatro estaban disfrutando de aquel período dichoso de ocio, entre baños y sueños. En ocasiones, el chiquitín se soltaba de la rodilla de su madre para caminar hasta el lugar al que lo atraía con arrumacos su hermana mayor, y de pronto, sin aviso previo alguno, se desplomaba a la mitad del camino como un saco de patatas y permanecía tumbado, con los ojos cerrados, hasta que, instantes después, volvía a abrirlos y, poniéndose en pie con equilibrio precario, seguía avanzando en dirección a Natasha, sonriente y murmurando para sí como de costumbre.

Aquellos breves episodios, de los que nunca antes habían tenido noticia, resultaban aterradores. Aun así, no parecían inquietar en absoluto a Robert, quien ni siquiera mostraba indicios de darse cuenta de ellos. No obstante, seguían produciéndose, y con una frecuencia alarmante, empañando así la felicidad, por lo demás casi ideal, de Myra y Ranjit. No puede decirse que hubieran perdido el sueño, ya que saltaba a la vista que el pequeño gozaba de una salud considerable en todos los demás aspectos; pero sí que estaban preocupados. Ranjit se sentía culpable por haber permitido que el niño eludiera la seguridad del refugio en el momento de entrar en el cinturón superior de Van Allen. Al fin y al cabo, ¿quién podía asegurar que la criatura no hubiese recibido la cantidad suficiente de radiación perniciosa para sufrir algún daño?

Myra no creía que tal cosa fuera posible, aunque era consciente de la inquietud que se traslucía en la mirada de su esposo. Así que ambos decidieron buscar ayuda profesional. Acudieron a los mejores y más experimentados facultativos que encontraron, y no fueron pocos. Adondequiera que llevasen a su hijo, los precedía la fama de Ranjit. El representante del personal médico que salía a recibirlos jamás era ningún joven de treinta años recién licenciado (y por lo tanto recién instruido en los últimos adelantos clínicos), sino un sexagenario ducho en las habilidades propias de otra generación y elevado, cuando menos, a jefe de un departamento. A todos los honraba sobremodo poder atender al célebre doctor Ranjit Subramanian en sus instalaciones (hospital, clínica, laboratorio…), y todos les ofrecían las mismas noticias desalentadoras.

Robert era un niño sano en casi todos los aspectos; de hecho, en todos menos uno: algo había ido mal en algún punto de su desarrollo.

—El cerebro es un órgano muy complejo —decían todos cuando no encontraban otro modo de enunciar las malas noticias.

Podía tratarse de una alergia de la que jamás hubiesen sospechado, alguna lesión que hubiera sufrido al nacer o una infección que no hubiesen llegado a detectar. A continuación, todos añadían lo mismo, más o menos: no existía medicina, intervención quirúrgica ni ningún otro remedio que pudiese hacer de él una criatura «normal»; porque lo único en que habían coincidido todas las pruebas que se le habían efectuado era que el hijo de Ranjit Subramanian y Myra de Soyza había empezado a retrasarse de la noche a la mañana, y que su evolución intelectual avanzaba con más lentitud de lo esperado.

Llegado aquel momento, el matrimonio había visitado ya una larga relación de especialistas, de los cuales hubo uno, una pediatra experta en patologías del lenguaje, que logró infundirles verdadero terror.

—Robert ha empezado a suprimir consonantes —les comunicó—. Dice añera u omida, por ejemplo. ¿Han notado si pronuncia igual cuando se dirige a ustedes que cuando habla con sus compañeros de juego? —Al verlos asentir con la cabeza, prosiguió—: A estas alturas, la generalidad de los niños modifica sus pautas lingüísticas conforme a la identidad del receptor. Y así, puede ser que a ustedes les diga: «Dámelo», y a otros niños: «Ame-o». ¿Qué me dicen de la comprensión? Supongo que a ustedes no les cuesta entender lo que dice; pero a sus amigos y familiares ¿tampoco?

—A veces —reconoció Ranjit.

—La mayoría —corrigió su esposa—. A veces, él mismo se angustia por eso. ¿No hay ninguna posibilidad de que lo supere con el tiempo?

—Por supuesto —aseveró con rotundidad la doctora—. Albert Einstein hablaba mucho peor de niño. Sin embargo, tenemos que estar muy pendientes.

No obstante, cuando Myra formuló la misma pregunta al siguiente especialista, éste se limitó a contestar en tono compasivo:

—No debemos perder la esperanza, doctora De Soyza.

Y otro se mostró aún más piadoso al declarar:

—Hay veces en las que no nos es dado cuestionar la voluntad del Señor.

Pero a ninguno de ellos se le ocurrió decir:

—Aquí tienen una lista de cosas concretas que pueden hacer para ayudarlo a mejorar.

Si existían, la profesión médica parecía no tener noticia de ellas; y lo cierto es que por todas las «progresiones» que habían hecho en la comprensión del mal de Robert habían tenido que pagar un precio elevado en forma de varias docenas de episodios muy poco agradables, entre los que se incluían el tener que atar al niño a unas parihuelas mientras le radiografiaban la cabeza, afeitarlo para que pudiesen envolverle el cráneo con pegajosa cinta magnética o sujetarlo a una camilla con ruedas que lo iba introduciendo, centímetro a centímetro, en un equipo de resonancia magnética; todo lo cual llevó al pequeño Robert Subramanian, quien jamás había temido a nada en su corta vida, a romper a llorar no bien se le acercaba alguien vestido de blanco.

A pesar de lo dicho, los médicos habían hecho algo positivo: proporcionarles fármacos que mantenían a raya las ausencias, tal como se conocían los accesos que sufría a fin de distinguirlos de la epilepsia, enfermedad que habían descartado sin lugar a dudas. Las caídas cesaron en consecuencia, aunque nadie supo dar con remedio alguno que hiciese su inteligencia comparable siquiera a la de sus amiguitos.

Una buena mañana llamaron a la puerta, y cuando Ranjit, que se estaba preparando para coger la bicicleta y dirigirse al despacho que le habían asignado en la universidad, fue a abrir se encontró de frente con Gamini.

—Te habría llamado para preguntar si podía venir a verte, Ranj —se explicó— si no hubiese temido que te negases.

Por toda respuesta, hizo pasar a su amigo del alma, al más antiguo de todos, con un abrazo tremendo.

—¡Si serás imbécil…! —exclamó—. Yo pensaba que era al contrario, que eras tú quien estaba enfadado con nosotros por haber rechazado la oferta que nos hiciste hace ya tanto.

Con evidente alivio, el recién llegado le dedicó una sonrisa compungida.

—En realidad —se disculpó—, no tengo muy claro que no tuvieseis razón. ¿Puedo entrar?

Por su puesto que sí. Dentro, recibió también sendos abrazos de Myra y del pequeño Robert. Este último se convirtió enseguida en el centro de su atención, por cuanto Gamini aún no había tenido oportunidad de conocerlo. Sin embargo, no tardó en irse con la cocinera a jugar con sus rompecabezas, en tanto que los adultos fueron a sentarse en la terraza.

—No he visto a Tashy —señaló el invitado mientras aceptaba una taza de té.

—Se ha ido a navegar —anunció Ranjit—. Últimamente es una actividad que practica mucho, según ella con vistas a una gran carrera en la que quiere participar. Pero dime, ¿qué es lo que te trae a Sri Lanka?

Gamini apretó los labios.

—Sabéis que se acercan los comicios presidenciales de la isla, ¿no? Pues bien, mi padre está pensando renunciar al puesto que ocupa en el consejo de Pax per Fidem para presentarse. Tiene la esperanza de poder hacer que la nación entre en el organismo en caso de salir elegido.

A Ranjit la noticia le resultó muy grata.

—¡Ojalá tenga suerte! Podría ser un gran presidente.

Dicho esto se detuvo, y fue Myra quien formuló la pregunta que él no se atrevía a hacer.

—No se te ve muy convencido —observó—. ¿Pasa algo?

—Puedes estar segura —respondió él—. Se trata de Cuba.

No hizo falta que dijera mucho más, pues, como no podía ser de otro modo, Myra y Ranjit estaban al tanto de cuanto había ocurrido allí, y sabían que los cubanos estaban a punto de celebrar su propio referendo en lo tocante a Pax per Fidem.

Todo apuntaba a que la respuesta del pueblo iba a ser afirmativa. Cuba no había tenido que vivir los horrores propios del tercer mundo, pues por considerable que hubiese sido el daño causado, había que reconocer que Fidel Castro había hecho cosas muy positivas por su gente, y así, la nación podía presumir de tener una población culta; un buen número de médicos, enfermeras y demás profesionales de la salud bien formados, y un cuerpo nada desdeñable de expertos en lucha contra las plagas, a lo que había que sumar más de medio siglo sin un solo caso de muerte por desnutrición.

Sin embargo, el dirigente también había exaltado las pasiones partidistas, y entre los hijos y nietos (e hijas y nietas) de los cubanos que habían salido al extranjero y habían muerto por la revolución mundial en una docena de países distintos, los había que no estaban dispuestos a olvidar. Algunos de los combatientes seguían, de hecho, con vida, y por más que fuesen cuando menos octogenarios, aún eran perfectamente capaces de apretar un gatillo o prender la mecha de un explosivo. Su número, no obstante, era demasiado escaso para condicionar el resultado del plebiscito, y de hecho, el cómputo de votos demostró que quienes deseaban el desarme, la paz y una nueva constitución representaban más del ochenta por ciento del electorado. Sin embargo, los viejos defensores del socialismo, que a despecho de la edad no habían olvidado cómo disparar una arma, habían atacado a doce miembros de Pax per Fidem y alcanzado a nueve, de los cuales habían muerto dos.

—Una noticia trágica, sin duda —resolvió Ranjit tras unos instantes—; pero ¿qué tiene que ver con Sri Lanka?

—Tiene que ver con Estados Unidos —respondió con rabia su amigo—, y con Rusia y China, que no hacen nada por evitar que los estadounidenses envíen a Cuba unas seis compañías de soldados de su ejército. ¡Soldados! Con armas de repetición y seguro que también con tanques. ¡Cuándo Pax per Fidem se rige por el principio fundamental de no servirse jamás de instrumentos mortales!

Los tres guardaron silencio unos momentos.

—Entiendo —dijo Myra al fin, para volver a callar a continuación.

Fue Ranjit quien finalmente habló:

—Vamos, Myra; tienes todo el derecho del mundo a decir: «¡Mira que os lo advertí!».