Y participó.
Aunque no de inmediato, claro: aún quedaba mucho camino antes de la celebración de los primeros juegos olímpicos lunares de la historia. Quedaba mucho por hacer en la Luna para que fueran posibles, y también en el ascensor espacial para que pudiese transportar pasajeros con cierta probabilidad de que llegasen vivos a su destino. Los textos informativos se habían vuelto más esclarecedores, y Ranjit los devoraba tan pronto los recibía, sintiendo renacer en su interior la fiebre de cadete espacial que había encendido en otro tiempo Joris Vorhulst.
Por fortuna para su paz espiritual, el mundo parecía haber mejorado. La segunda dosis de Trueno Callado había logrado refrenar a algunos de los dirigentes mundiales más revoltosos. Sus seminarios seguían siendo lo bastante prometedores para tener satisfecho al doctor Davoodbhoy, y su familia no había dejado nunca de ser una fuente inagotable de gozo; en particular, Natasha. El hecho de hallarse a escasos años de la universidad no parecía suponerle dificultad alguna, aunque los juegos olímpicos lunares que le había prometido el profesor Vorhulst eran otro cantar, pues el entrenamiento no era nada sencillo, y dejaba al de los atletas convencionales a la altura de los diez minutos de abdominales matinales destinados a mantener a raya los michelines.
Huelga decir que Natasha no era la única que se estaba preparando para aquella modalidad sin precedentes. En todo el planeta había deportistas jóvenes preguntándose si serían capaces de adquirir la forma física necesaria para participar en aquellas carreras de vuelo. Dado que los ejercicios preparatorios estaban sometidos a la tiranía de la inflexible gravedad terrestre, equivalente a g, se requería no poca inventiva para llevarlos a cabo.
Había dos modos de abordar el problema del vuelo con propulsión muscular: los partidarios de la «globística» apoyaban el uso de bolsas de gas de varias formas que permitiesen al atleta mantenerse en el aire sin esfuerzo y concentrar toda su fuerza en accionar la manivela que hacía funcionar el propulsor, en tanto que los «aerociclistas» preferían hacerlo todo sin más ayuda que la de sus músculos. Los fabricantes de material deportivo habían creado para ellos toda una colección de artilugios dotados de hélices. Merced a los nanotubos de carbono-60, las mismas moléculas que habían trocado, en el caso del montacargas espacial, un sueño infundado en un medio eficaz de transporte, se habían construido aparatos tan ligeros que bastaba una mano para levantarlos aun estando en la Tierra (o un simple dedo en caso de estar en la superficie lunar).
De lo que no disponía ninguno de aquellos ambiciosos atletas era de un verdadero estadio de un sexto de la gravedad terrestre en el que practicar. En consecuencia, debían ingeniárselas como pudiesen, lo que por lo común comportaba el uso de equipos diseñados para contrarrestar la diferencia. Dicho de otro modo: a la inventiva había que añadir una buena cantidad de dinero. Aunque algo así excedía el poder adquisitivo de un profesor universitario con un margen considerable, lo cierto es que las necesidades de Natasha gozaban del apoyo de determinados ceilaneses situados en puestos de relieve, siendo así que aun quienes no mostraban un interés particular en los acontecimientos deportivos se sentían inclinados a hacer notar el hecho de que Sri Lanka se hubiese convertido en el umbral que comunicaba el planeta con el espacio exterior. Por consiguiente, se concedieron los fondos necesarios para construir un gimnasio de gravedad lunar de grandes dimensiones en los aledaños de Colombo, y en él pudo practicar aerociclismo a su gusto.
Comoquiera que las instalaciones se hallaban a diez minutos en coche de su casa, no era extraño que sus padres y su hermano estuviesen presentes en calidad de espectadores. De hecho, en ocasiones adoptaban una función más activa, pues Robert, a quien cautivaba observar a su hermana mayor abriéndose paso a través del «cielo» del gimnasio, aprovechaba el menor instante en que quedaba libre alguna de las máquinas para probar también él a volar.
Y es que, claro está, Natasha no era la única que podía hacer uso de aquel gimnasio de gravedad baja: de toda la isla se habían recibido solicitudes firmadas por aspirantes esperanzados que ansiaban la oportunidad de poner a prueba sus habilidades en aquellos aparatos, y el número de admitidos rebasaba la treintena. Sin embargo, ninguno de ellos superaba de forma sistemática a sus adversarios como ella.
Así, el día en el que se congregó, al fin, el equipo ceilanés en la terminal del ascensor espacial, las esperanzas de victoria de la isla descansaban sobre los hombros de Natasha Subramanian.
Myra no pudo por menos que exhalar un grito ahogado al examinar los precios que ofrecían las compañías de viajes para asistir a los juegos olímpicos lunares.
—¡Por Dios, Ranjit! —se quejó, con una mano en el corazón—. No podemos consentir que Tashy haga esa carrera sin tenernos delante; pero ¿cómo vamos a ir allí?
Él, que no había esperado menos, se apresuró a tranquilizarla comunicándole que las familias de los participantes disfrutaban de descuentos sustanciales, que sumados a los que se aplicaban a los integrantes del consejo consultivo al que pertenecía, hacían que el precio de los billetes no resultara tan exorbitante.
Por lo tanto, los dos se presentaron, junto con el pequeño Robert, en la terminal el día señalado. Como el resto de cuantos disponían de telepantalla (colectivo que incluía, casi con toda seguridad, a poco menos del total de los habitantes del planeta) habían visto los reportajes entusiastas con que los periodistas habían acompañado la evolución que había experimentado el montacargas espacial hasta ser apto para el transporte de pasajeros, sabían, por ende, cómo funcionaban las cápsulas, y lo que suponía ser lanzado al espacio a una cantidad considerable de metros por segundo.
Lo que no habían calculado en su totalidad era, sin embargo, el número de segundos que, aun a semejante velocidad, iban a tardar en ir de Sri Lanka al sinus Iridum. Y es que aquel viaje no era una escapada de fin de semana. Transcurridos los seis primeros días, aún no habían superado el más bajo de los cinturones de Van Allen. Los Subramanian, como el resto de las familias de a bordo (a saber: los Kai, los Kosba y los Norwegian), tuvieron que meterse a la carrera en el refugio que los protegía de la peligrosísima radiación de la zona, lugar revestido de una pared triple y conformado por compartimentos sanitarios y de alojamiento. Estos consistían en los aseos (a los que se había asignado la risible denominación de baños) y veinte (ha entendido bien el lector: veinte) literas de una angostura extraordinaria dispuestas de cinco en cinco. Cuanto podía llevar consigo cada uno de los pasajeros en el momento de dirigirse a aquel lugar protegido era el exiguo atuendo especial proporcionado por la organización del ascensor espacial (por demás liviano, a fin de reducir al mínimo el peso de la nave, y tan sufrido como lo permitía la tecnología textil más avanzada, ya que no había posibilidad alguna de lavar la ropa) y la medicación que pudiese necesitar, amén de su propia persona. Y nada más; ni siquiera, claro está, el menor asomo de pudor.
A Robert no le gustaba el refugio, y lo demostraba llorando, igual que el nieto de los Kai. A Ranjit tampoco le hacía demasiada gracia, y cuando se hallaba en el interior, echaba de menos la libertad (mayor, pese a lo exiguo) que le ofrecía la parte menos protegida de la cápsula, que contaba con rincones oscuros, aparatos de ejercicio y ventanas, largas, estrechas y gruesas, aunque dotadas, pese a todo, de una transparencia gratificante. Sobre todo, ansiaba regresar a las literas normales, que disponían de su propia luz y sus propias pantallas, así como de tanto espacio para darse la vuelta como un ataúd medio. Cuando menos, permitían tener compañía de cuando en cuando, siempre que uno tuviera una relación extremadamente íntima con su visitante.
La primera pena de refugio les fue impuesta sólo por cuatro días, hasta que estuvieron otra vez en espacio abierto. Después de otros nueve, volvió a saltar la alarma y hubieron de internarse de nuevo a fin de ampararse de las radiaciones del cinturón superior de Van Allen.
Los viajes espaciales se habían vuelto asequibles para casi todos, aunque no más fáciles ni, por supuesto, demasiado agradables.
Al salir del cinturón superior ocurrió algo gracioso. Robert se había precipitado a su lugar favorito: la franja de dos metros de plástico grueso que constituía su principal ventana al universo que se extendía en el exterior. Myra se había subido ya a las cintas de ejercicio y Ranjit estaba pensando en dirigirse a su litera para poder dormir un tanto sin que lo molestasen cuando el niño se acercó a ellos dando saltos y gritando emocionado. Sus padres fueron incapaces de entender otra palabra que pez, pues Robert no lograba, o no quería, decir nada con más claridad, y ellos no tenían a mano a Natasha para que hiciera las veces de intérprete. Aun así, la niña de tres años que acompañaba a una de las familias con las que compartían cápsula, tras observarlos en silencio mientras hablaba, se llevó a la criatura y, aún sin pronunciar palabra, le enseñó a hacer lo que Myra reconoció como movimientos de taichí.
Se trataba de la pequeña Luo, hija del matrimonio de Taipéi que figuraba entre el pasaje de la cápsula. La familia estaba conformada por seis integrantes, entre los que se incluían las ancianas madres del señor y la señora Kai. Ambos estaban vinculados al sector hotelero, lo que los había hecho ricos hasta extremos de escándalo. No podía esperarse menos de alguien que se había permitido el lujo de estar entre los primeros turistas con que contaban los organizadores de las olimpíadas. Otro tanto cabía decir de la familia surcoreana, y de la de Kazajistán. Los Norwegian no lo eran en particular, pero se habían beneficiado de la tarifa reducida al ser familia de uno de los saltadores de longitud de su nación.
Lo que dificultaba el trato con los diecisiete seres humanos con los que compartían cápsula era que ninguno de ellos hablaba inglés, y mucho menos, claro, tamil o cingalés. Como la señora Kai se expresaba con fluidez en francés, Myra al menos tenía alguien con quien conversar. Los otros, sin embargo, empleaban el ruso, el chino y otra lengua que, en opinión de Ranjit, debía de ser alemán. De cualquier manera, ninguna de ellas le resultaba de gran utilidad.
Cuando menos, al principio; porque si de algo disponían en abundancia era de tiempo. De hecho, hubieron de transcurrir semanas antes de que alcanzasen la mitad del trayecto, y a continuación algunas más hasta llegar a la recta final, tras lo cual aún fueron necesarios un día o dos hasta alunizar en el sinus Iridum. Los Subramanian pasaron aquella última fase pegados casi a las pantallas, pendientes de los noticiarios que informaban de las pruebas eliminatorias que se estaban celebrando en la Luna. En la última carrera competirían, mano a mano, un volador alado y un globista. En total, habían viajado siete aerociclistas con la intención de participar en las pruebas, y cuando Ranjit y los suyos llegaban al final de aquella última fase, cuando el satélite de destino se mostraba ya gigantesco a través de las ventanas, oyeron anunciar el nombre de su hija en calidad de ganadora de las carreras de selección.
A esas alturas, todos los adultos sabían ya pronunciar al menos unas cuantas palabras de la lengua de origen del resto, y ninguno dudó en emplearlas para felicitar a los Subramanian.
Natasha fue a recibir a su familia al ascensor que bajaba de la superficie a la villa olímpica. Estaba feliz y no paraba de hablar. Su padre, además, tuvo oportunidad de sorprenderse al verla acompañada de un joven brasileño alto y de piel tostada como el café. Ambos vestían los atuendos exiguos propios de un lugar en el que la temperatura jamás se alejaba de los veintitrés grados centígrados.
—Éste es Ron —comunicó la atleta a su familia—; de Ronaldinho. Corre los cien metros.
Ranjit y Myra tuvieron que hacer el experimento de tratar de ver a su hija a través de los ojos de aquel tal Ronaldinho, procedente del Brasil, para darse cuenta de hasta qué punto podía parecer su niña de quince años una mujer adulta de no poco atractivo. La sorpresa de aquél se hizo aún mayor al ver que su esposa, lejos de dar muestra alguna de preocupación, estrechaba la mano del muchacho con una cordialidad a todas luces sincera. En cuanto a Robert, sólo reparó en el corredor para apartarlo de un empellón a fin de lanzarse a los brazos de su hermana mayor.
Tras cubrir de besos en la coronilla al pequeño, Natasha susurró algo al oído a su acompañante, quien, inclinando la cabeza en señal de asentimiento, se dirigió a los padres de ella diciendo:
—Ha sido un encanto conocerlos —y desapareció dando las zancadas lentas y alargadas a que parecía alentar la gravedad lunar.
—Tiene que entrenarse —anunció Natasha—. Mi carrera es mañana, pero la suya no es hasta el miércoles. Va a llevaros el equipaje a vuestra habitación para que podamos ir a comer juntos algo decente.
Dicho esto, tomó a Robert de la mano y echó a andar delante de ellos. Con su ayuda, el chiquitín no tardó en adoptar un paso semejante al de Ron. Ranjit, menos afortunado, comprobó que, si bien era muy fácil dar saltitos de un lado a otro con movimientos pausados, el resultado distaba mucho de ser airoso.
No tuvieron que andar mucho, y lo cierto es que valió la pena. La comida era tan distinta del pienso extrudido que les habían dado en la cápsula del ascensor espacial como habría sido deseable: ensalada; carne de un tipo u otro, quizá jamón, picada y amasada para darle forma de croqueta, y fruta fresca de postre.
—La mayoría procede de la Tierra —los informó Natasha—, aunque las fresas y casi todas las verduras de la ensalada se cultivan en otro túnel volcánico.
De cualquier modo, lo que estaban comiendo no era lo que más interesaba a los recién llegados, que no veían la hora de saber de su hija: qué hacía, cómo estaba… Y ella, a su vez, quería conocer los detalles del viaje, detalles que escuchó con la paciencia gozosa del veterano que ya ha experimentado cuanto le están relatando. Le llamó la atención la anécdota de Robert gritando «¡pez!», aunque cuando interrogó a su hermano acerca de ello en el dialecto que ambos compartían, éste se mostró más interesado en dar cuenta de su porción de tarta que en darle una respuesta.
—Dice —pudo aclarar, sin embargo, Natasha— que vio por la ventana algo parecido a un pez. Es curioso, porque ya he oído a otros asegurar haber observado cosas durante el viaje.
Myra bostezó.
—Tal vez eran orines congelados de astronauta —aventuró con aire adormilado—. ¿Os acordáis de las historias que contaban que los del Apollo habían visto algo semejante a luciérnagas espaciales? Por cierto, ¿has dicho que tenemos habitación? ¿Con cama de verdad?
Sí, lo había dicho. Y sí, no sólo disponía de una cama, sino que ésta tenía más de noventa centímetros de ancho, lo que ofrecía a Myra y Ranjit sitio más que suficiente para dormir acurrucados. Al verla, no pudieron sustraerse a la tentación. «Sólo una cabezadita —se dijo Ranjit mientras rodeaba con un brazo a su esposa, dormida ya—. Luego, me levantaré para dar una vuelta y explorar este lugar tan fascinante. Eso, claro, después de darme una ducha de verdad».
Así estaba de veras resuelto a hacerlo, y no fue su intención el que, cuando al fin se despertó, fuese porque Myra estuviera agitándole el hombro mientras le decía:
—¿Ranj? ¿Sabes que llevas catorce horas durmiendo? Si te levantas ahora, vas a tener tiempo de desayunar como está mandado y echar un vistazo al túnel antes de ir a la carrera.
Acontecimientos olímpicos que contasen con cientos de miles de espectadores no han faltado; pero el auditorio presente en aquellos primeros juegos lunares era, en comparación, irrisorio y poco menos que invisible. Al estadio apenas había acudido el número de personas suficiente para ocupar los mil ochocientos asientos ligeros dispuestos en pendiente a lo largo de las paredes del túnel, y los Subramanian tuvieron la suerte de que los suyos estuvieran a menos de un centenar de metros de la línea de meta.
Cuando llegaron a ellos después de recorrer el pasillo, Ranjit se sentía como nunca: un sueño prolongado, una ducha rápida con agua de verdad, aunque, eso sí, reprocesada (en realidad, una rociada de sólo treinta segundos, tal como le había indicado el temporizador, si bien medio minuto bastaba para humedecerse por completo), y una breve visita a los alrededores habían marcado el principio de un día excelente. Lo sorprendió saber que la residencia no se encontraba en el túnel gigante que hacía las veces de estadio, sino en otro de dimensiones menores, unido a éste por una tercera galería, en esta ocasión de factura humana. Sea como fuere, ¡estaba en la Luna! Y acompañado de su amadísima esposa y su amadísimo hijo menor, durante el que bien podría ser el día más feliz de la vida de su amadísima hija mayor.
La atmósfera artificial de los túneles se hallaba sólo a la mitad de la presión verificable en la Tierra al nivel del mar, aunque había sido enriquecida con cantidades generosas de oxígeno. Tal circunstancia resultaba más relevante para Piper Dugan, el globista que competía contra Natasha, que para ésta, pese a que en la gravedad lunar, equivalente a la sexta parte de la terrestre, él necesitaba una capacidad de menos de treinta metros cúbicos de hidrógeno para elevarse. El australiano (pues aquélla resultó ser su nacionalidad) hizo su aparición acompañado de tres ayudantes que, asidos a sendas cuerdas, impedían que escapase el cilindro aerodinámico que, relleno del citado gas, flotaba por encima de sus cabezas.
Al tiempo que entraba, una orquesta invisible interpretó Advance Australia fair, que constituía, según supo Ranjit por el programa, el himno oficial de su país, y entonces la mayor parte del público que ocupaba el extremo opuesto del estadio estalló en vítores.
—¡Vaya! —musitó Myra—. Dudo que haya aquí bastantes ceilaneses para recibir a Tashy de un modo comparable.
Por supuesto que no; pero en cambio sí había un buen número de gentes llegadas de la vecina India, así como una cantidad aún mayor de espectadores de toda nacionalidad que habían optado por brindar su apoyo a una competidora casi niña procedente de una isla diminuta. Cuando entró Natasha a fin de colocarse en su marca, lo hizo al lado de su único ayudante, que llevaba algo parecido a una bicicleta que tuviese por ruedas alas de aspecto poco menos frágil que una tela de araña. También al aparecer ella interpretaron una pieza musical (si era el himno de Sri Lanka, Ranjit acababa de enterarse, pues hasta la fecha había pensado que su nación no tenía), aunque su sonido quedó ahogado por la aclamación del auditorio que ocupaba el lado del túnel más cercano a ella. El griterío se mantuvo mientras los asistentes subían a los atletas a sus respectivas máquinas. Piper Dugan quedó así suspendido de su tanque de hidrógeno, con las manos y los pies libres a fin de poder pedalear, y Natasha, sentada en el sillín de su velocípedo, describiendo un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto de la vertical.
Al callar la música, fue reduciéndose la confusión de voces, y tras unos instantes de silencio casi absoluto, sonó el estampido agudo de la pistola del juez de salida. El dirigible de Dugan avanzó de inmediato en horizontal, en tanto que la aerocicleta de Natasha descendió unos seis metros antes de que la corredora consiguiese alcanzar cierta velocidad. Entonces, comenzó a rebasar a su competidor. Los dos voladores fueron casi parejos hasta el final mismo del estadio, acompañados de la sonora ovación del grupito presente en el túnel y de las decenas y centenas de millones de espectadores que los observaban desde cualquier punto del sistema solar en que hubiese un ser humano ante una pantalla.
A veinte metros de la línea de meta, Natasha logró adelantar a su oponente, y desde ese momento hasta el instante en que la cruzó, aquélla dejó de ser una carrera reñida. Las voces, los gritos y los aullidos de los mil ochocientos espectadores presentes en el túnel se convirtieron entonces en el sonido más fragoroso que hubiese oído la Luna en muchísimos años.
Aunque el viaje de regreso a la Tierra fue tan largo y tan restringido como el de ida, al menos en aquella ocasión los acompañaba Natasha, quien a su vez llevaba consigo los galardones de la victoria, que, sumados, resultaban por demás impresionantes. Su pantalla personal no llegaba a apagarse jamás, pues tantos eran los mensajes de felicitación de todos y cada uno de sus conocidos, así como de un número ingente de extraños que recibía. Los presidentes de Rusia, China y Estados Unidos se contaban entre sus admiradores, por no mencionar a los dirigentes de casi todos los estados adscritos a las Naciones Unidas. También prodigaron parabienes el doctor Dhatusena Bandara, de parte de Pax per Fidem, sus antiguos profesores, sus amigos y los padres de éstos, y por supuesto, sus seres más queridos, como Beatrix Vorhulst y todo su servicio. Tampoco faltaron quienes se pusieron en contacto con ella para solicitar algo: periodistas en busca de entrevistas, representantes de varias docenas de movimientos y organismos benéficos que deseaban verla apoyando su causa… El mismísimo Comité Olímpico Internacional prometió a la recién laureada un puesto en la competición de aeronaves propulsadas por velas solares que tenía previsto celebrar tan pronto existiese en la órbita terrestre baja el número suficiente de éstas para destinar algunas a labores diferentes de las necesarias para colonizar el sistema solar.
—Eso es que están recibiendo más presión de los tres grandes —señaló Myra—. ¿Qué os apostáis? Quieren tenerlo todo en funcionamiento para sus propios fines.
Su marido le dio unas palmaditas en el hombro.
—¿Y qué fines son ésos? —inquirió en tono condescendiente—. Según tú, ya les pertenece casi todo.
Ella arrugó la nariz.
—Ya verás —sentenció, sin explicitar nada más.
Estaban a punto de internarse ya en el cinturón superior de Van Allen cuando se redujo el número de llamadas lo bastante para que sus compañeros de viaje pudiesen ponerse en contacto telefónico con sus hogares. En aquella ocasión compartían cápsula con dieciséis personas: dos familias búlgaras acomodadas (cuya riqueza no había logrado entender del todo Ranjit de dónde procedía) y un puñado de canadienses poco menos acaudalados (en su caso, la gallina de los huevos de oro había sido el petróleo de las arenas bituminosas de Athabasca). Ranjit se sintió en la obligación de disculpar ante el resto de los pasajeros el modo como había acaparado su hija los circuitos de comunicación; pero todos estuvieron de acuerdo en que la joven no necesitaba dispensa alguna.
—¡Qué Dios la bendiga! —exclamó la más anciana de los canadienses—. Cosas así no son frecuentes en la vida de una niña. Y de todos modos, los canales de noticias han estado disponibles todo el rato, aunque se han pasado casi todo el tiempo hablando de esa nueva avalancha de historias de platillos volantes. ¿Han oído lo de Egipto y Kenia?
Los Subramanian no sabían nada al respecto, si bien no tardaron en tener la oportunidad de regocijarse tanto como los demás al saber que las dos naciones, amén de avenirse a compartir de forma justa las aguas del Nilo, habían convocado un plebiscito a la carrera para unirse de forma voluntaria al pacto de transparencia.
—¡Eso es excelente! —señaló Ranjit.
Sin embargo, en aquel preciso instante saltaron las alarmas que avisaban de que había llegado el momento de volver a entrar en el refugio. En consecuencia, se prestó a acceder el primero con un suspiro, asiendo a Myra de la mano y seguido de Natasha, que conversaba con una de las jóvenes del Canadá.
Los veinte viajeros tardaron unos minutos en comprobar el estado de sus literas, y durante todo ese tiempo estuvieron sonando las alarmas. Ahuecando estaba Myra aquella ridiculez que tenían por almohada cuando, deteniéndose, miró a su alrededor y preguntó:
—¿Dónde está Robert?
—Hace un minuto —respondió una de las canadienses— estaba al lado de la puerta.
Apenas había acabado de hablar cuando Ranjit, tras salir del refugio, comenzó a llamar a su hijo por encima del estrépito de los avisos. No le costó dar con él: estaba inmerso en la contemplación del borrón irisado del cinturón de Van Allen, que se mostraba a través de la ventana. Tampoco tardó en arrastrarlo al interior del refugio y cerrar la puerta una vez allí.
—Está bien —tranquilizó al resto de la familia, mientras los otros, preocupados también, se congregaban en torno a la entrada—. Le he preguntado qué diablos estaba haciendo, y me ha dicho sin más: «El pez».
Entre los suspiros de alivio de todos, se oyó a la abuela canadiense decir tras apretar los labios:
—¿Le ha parecido ver un pez? Según las noticias, los que han observado objetos volantes desde el ascensor espacial dicen haber visto formas metálicas que se estrechaban hacia los extremos. Supongo que una cosa así debe de asemejarse a un pez.
—Todo el mundo dice haber visto algo así —confirmó su yerno—. Pensaba que era otra de las locuras de la gente, aunque ahora no sé: es posible que se trate de algo real.
En aquellos instantes, los eneápodos, seres por demás reales, mantenían un debate de no poca consideración en el interior de sus naves de escaso porte y forma de canoa.
La de desconectar los escudos de invisibilidad para revelar su presencia a las criaturas primitivas que habitaban la Tierra había parecido una buena idea en principio. Sin embargo, una vez adoptada, todos ellos se habían lanzado a hablar al mismo tiempo por la red de rayos concentrados que les permitía comunicarse sin ser oídos por los humanos, al objeto de plantearse la misma pregunta: ¿Habían hecho bien?
Para tratar de dar una respuesta adecuada, todos examinaron el reglamento después de volver a hacerlo visible. Los expertos en comunicaciones entre su especie y los grandes de la galaxia pasaron largos períodos meditando antes de expresar su parecer. Dado que los habían adiestrado desde su edad más tierna para comprender todos los matices de cada una de las instrucciones que pudiesen recibir de éstos, sus conclusiones resultaban poco menos que unánimes y sus congéneres las recibían con gran atención.
El fallo, expresado en los términos que emplearía un abogado terrícola, fue el siguiente en esta ocasión: si bien los grandes de la galaxia habían prohibido terminantemente a los eneápodos establecer comunicación alguna con la raza descarriada de los humanos, no habían dispuesto que se ocupasen de que los integrantes de la misma no recelaran de su presencia. Por consiguiente, los expertos llegaron a la conclusión de que, en justicia, sus señores no podían infligirles un castigo demasiado severo por lo que habían hecho. Además, coincidían en que existían sobrados testimonios de que los grandes de la galaxia poseían cierto concepto de justicia o, al menos, de algo semejante. En consecuencia, era probable que los reprendiesen y aun los penaran; pero parecía impensable que respondiesen exterminando la totalidad de su raza.
Al resto de las especies sometidas a los grandes jamás se le habría ocurrido correr semejante riesgo. A los unoimedios no, desde luego; ni a los archivados. Entre las razas satélites no había ninguna que poseyera un sentido del humor tan fino ni osase cometer tamaña transgresión. Hasta aquel momento, se entiende.