Para Myra de Soyza Subramanian, criar al segundo hijo fue aún más fácil que a la primogénita. Su marido, por ejemplo, ya no llegaba a casa deprimido por una ocupación que consideraba irrelevante: sus alumnos lo querían, y él quería a sus alumnos, y el doctor Davoodbhoy no cabía en sí de contento. También el mundo exterior se había vuelto más amable, y aunque seguía habiendo naciones que no abandonaban la costumbre de molestar a sus vecinos, ya apenas moría gente.
Además, a despecho de las protestas de Beatrix Vorhulst, habían acabado por mudarse a una casita propia (el diminutivo sólo se justifica en comparación con la mansión de su anfitriona), situada a pocos pasos de una de las playas de la isla, hermosa y extensa, y de aguas tan cálidas y acogedoras como siempre. Cuando se hubieron instalado en su nuevo hogar, el mundo exterior dejó de parecerles tan amenazador. El pequeño Robert chapoteaba en la parte menos honda de la piscina, en tanto que Natasha desplegaba en la más profunda sus considerables habilidades natatorias (y de cualquier otra índole), cuando no iba a aprender a navegar con un vecino dueño de un modesto velero Sunfish. Con todo, la circunstancia que más agradable hacía el hecho de vivir en su propia casa era que mevrouw Vorhulst se hubiera desprendido de su cocinera favorita y de la criada preferida de Natasha para evitar a Myra los inconvenientes propios de las labores domésticas.
Otro de los factores que hicieron diferente su segundo embarazo respondía al nombre de Natasha (o más frecuentemente, Tashy). Ésta no constituía problema alguno, pues cuando no estaba ganando medallas de natación (hasta entonces sólo en competiciones infantiles, aunque ya la habían visto observar las de adultos con los ojos entrecerrados e intenciones más que evidentes), se ocupaba en hacer de ayudante, suplente y lugarteniente de su madre. Con semejante colaboración, Myra disponía de un gratificante número de horas al día para informarse de cuanto estaba ocurriendo en el ámbito de la inteligencia artificial y en el de las prótesis autónomas.
Todo parecía ir sobre ruedas, y cuando llegó el momento de comenzar a evaluar cada uno de sus dolores musculares con la esperanza de poder reincorporarse, ya estaba más que puesta al día. Sin embargo, huelga decir que tal situación no iba a durar: una vez nacido, destetado, habituado a hacer sus necesidades de forma autónoma y matriculado en la escuela el pequeño, Myra habría vuelto a quedar rezagada. Tal cosa resultaba inevitable.
Pero ¿se sentía furiosa por aquella ley tiránica de la maternidad, inicua a todas luces, que dictaba que cualquier mujer que desease tener un hijo había de aceptar el decreto inflexible de la Madre Naturaleza en virtud del cual debía relegar a un segundo plano, durante cierto período de tiempo nada desdeñable, las funciones cognitivas de su cerebro, amén de postergar su carrera profesional? Parecía injusto, y sin embargo, el mundo lo era, de manera crónica, de tantos otros modos más infaustos, que Myra de Soyza Subramanian no podía soportar perder el tiempo con resentimientos. Si la realidad era así de inamovible, ¿qué sentido podía tener quejarse? Llegaría el día en que los dos estuviesen en la universidad, y entonces podría sentirse tan libre como jamás hubiese sido ningún otro ser humano, y aún tendría ante sí veinte, treinta o quizás aún cincuenta años de vida productiva para desenmarañar los enigmas de la profesión que había escogido.
Lo consideraría una gratificación diferida. Se trataba de un juego cuyas reglas debía acatar, le gustasen o no, y en el que, de un modo u otro, podía incluso resultar vencedora.
Tanto Myra como Ranjit creyeron, de hecho, haber ganado el premio gordo cuando nació Robert Ganesh Subramanian. Después de aquellos dos hijos, no podían pedir más a la fortuna. Aquel recién nacido proclamaba a gritos su salud e iba adquiriendo peso y fuerza a la medida del deseo de sus padres. Trató de volverse en la cuna antes aún que Natasha, y aprendió a ir al baño sólito teniendo casi los mismos meses que ella. Todos sus amigos declararon que era el niño más guapo que habían conocido, y es de reconocer que no mentían, pues Robert pertenecía al género de criaturas por cuya imagen habrían pagado con esplendidez los fabricantes de alimentos infantiles a fin de hacerla figurar en el etiquetado de sus productos.
Si había alguien que quisiese al chiquitín más aún que sus padres, se trataba, sin lugar a dudas, de la pequeña Natasha, quien ya apenas podía calificarse de tal y comenzaba a demostrar una aptitud considerable para el atletismo, los estudios y el arte de conseguir de sus padres cuanto pudiera proponerse. También, claro, su aprobación para cuidar a su hermano. No, por supuesto, en todas las situaciones, y menos todavía en las que olían mal de veras; pero sí a la hora de vestirlo, empujar la sillita de paseo, jugar con él… Natasha solicitó que le fuese concedido el privilegio de ocuparse de dichos quehaceres, y tras vacilar un tanto, Myra acabó por dar su consentimiento.
Y lo cierto es que no se le daban nada mal, y así, cuando Robert lloraba, o bramaba, era ella quien mejor sabía poner fin a sus protestas. Luego, cuando se lo llevaba su madre, siempre tenía cosas que hacer: si no estaba en el colegio ni acudía a su entrenamiento diario de natación, solía pasar el tiempo con sus amigos. Eso si no optaba, como solía, por combinar sus intereses, lo que suponía invitar a sus amistades a la piscina o dejar que Robert durmiese a su lado mientras estudiaba verbos ingleses o la historia de la India y sus naciones satélites.
Todo esto, huelga decirlo, resultaba muy beneficioso para Myra, pues al relevarla Natasha de buena parte del trabajo de criar a Robert, podía evitar quedarse atrás respecto de los más sabiondos del campo de la inteligencia artificial con tanta rapidez como había temido. Y si lo era para Myra, lo era también (¿qué duda cabe?) para Ranjit, quien profesaba a su esposa el mismo amor que el día de su casamiento y seguía teniendo, como entonces, la de vivir con ella por una experiencia emocionante por lo impredecible.
En general, la vida sonreía a Ranjit Subramanian. El doctor Davoodbhoy sólo le pedía que se hiciera cargo de un seminario al semestre; pero se había asegurado, de igual modo, de que fuera memorable. En consecuencia, mudó su aula por el mismo coliseo monumental en el que se había entusiasmado él con las historias de los mundos que conformaban el sistema solar expuestas por Joris Vorhulst. Tampoco tenía ya a esas alturas veinte alumnos, sino un centenar, lo que, según el rector, le daba derecho a contar con una ayudante (que no era otra que Ramya Salgado, la joven que tanto había hecho por enriquecer su segundo seminario y que había obtenido ya la titulación que le permitía ejercer como tal) y con la libertad de llevar a término su propia «investigación» durante el resto de cada semestre. Davoodbhoy dio a entender que esta última medida tenía por objeto dejarle el tiempo necesario para obtener cierta ventaja sobre los alumnos del curso siguiente en cualquiera que fuese la demostración que tuviera pensado asignarles.
Ranjit no ignoraba que tenía ante sí la oportunidad perfecta de explorar su país nativo tal como había deseado hacer desde que Myra le había censurado su excesivo provincianismo. La idea resultaba más atractiva que años atrás, pues hasta el turismo exterior se había vuelto más seductor en el mundo que había surgido tras la irrupción del Trueno Callado. Tal circunstancia les permitía, por ejemplo, emprender un crucero por el Nilo, tal como había anhelado Myra desde los diez años, pues tanto Egipto como Kenia habían licenciado a buena parte de sus militares, en tanto que los ecologistas de todos los países que bebían del río habían dado con medios de reducir el gasto de agua. Los Subramanian tenían la oportunidad de llevar a sus hijos a Londres (o a París, Nueva York, Roma…) para enseñarles lo que era una gran ciudad. También podían decidirse por los fiordos noruegos, los montes suizos o las selvas de la Amazonia, o de hecho, por casi cualquier rincón del planeta. Sin embargo, aún estaban estudiando folletos de agencias de viaje cuando recibieron un texto de Joris Vorhulst que decía:
Me he enterado por mi madre de que os dan vacaciones. Voy a estar en la terminal al menos una semana a partir del primero del mes que viene. ¿Por qué no venís a ver lo que estoy haciendo?
—Quizá resulte divertido —apuntó Myra, a lo que Natasha repuso:
—¡Y que lo digas!
Y hasta Robert, que escuchaba cada palabra aferrado a la silla de su hermana, dejó escapar un gritito que, al decir de ella, quería decir que sí. En consecuencia, los cuatro se dispusieron a emprender su primer viaje largo en familia.
Además de la invitación de Vorhulst, Ranjit tenía dos motivos más para ansiar visitar la terminal del Skyhook. El primero era la junta consultiva a la que le había pedido que se uniese años antes. Hasta el momento, había sido una ocupación tan poco exigente como había prometido Joris, sin reuniones a las que ir y sin siquiera tener que hacer votación alguna, por cuanto, de haber asunto alguno lo bastante conflictivo para requerir una decisión al respecto, quienes se encargaban de tomarla en su lugar eran quienes llevaban, en realidad, las riendas del proyecto: los gobiernos de China, Rusia y Estados Unidos. Aun así, había recibido un informe mensual de los progresos logrados. En él también se hacía patente la onerosa mano de los tres grandes, ya que la mayor parte de su contenido debía mantenerse en el secreto más estricto, en tanto que aún era mayor la porción de lo que se eludía mediante el críptico procedimiento de denominarlo, sin más, avance. Sólo había visitado el lugar en un par de ocasiones, y de un modo más bien expeditivo. Y aunque ignoraba si una estancia más prolongada le iba a permitir conocer mejor el proyecto, no veía la hora de averiguarlo.
La otra razón que lo movía había sido una sorpresa para él. Los Subramanian no tenían coche propio: Ranjit y Myra iban en bicicleta a casi todas partes, acompañados en ocasiones de Natasha, que pedaleaba feliz delante de ellos, y Robert, que viajaba en un asiento fijado a la silla de su padre, y cuando necesitaban algo más, siempre podían recurrir a los taxis. Sin embargo, la universidad había prometido prestarles un automóvil para hacer el trayecto.
—Lo ha enviado expresamente para vosotros —le comunicó, sonriente, el doctor Davoodbhoy mientras le entregaba las llaves—. Pax per Fidem. Se trata de un diseño nuevo de la Corea transparente: como los genios que fabricaban armas nucleares tienen ahora la posibilidad de dedicar sus cabezas a la creación de proyectos civiles, tienen de todo.
Cuando le explicó lo que era capaz de hacer aquel vehículo de cuatro plazas de aspecto atractivo, Ranjit no pudo por menos de regresar a casa con la misma sonrisa satisfecha del rector.
—Dame una jarra de agua —pidió a Myra tras parar el motor ante la casa.
Ella obedeció, aunque algo desconcertada, y quedó aún más perpleja cuando lo vio abrir con no poca ceremonia el depósito de combustible y verter el líquido en su interior. Su asombro llegó al máximo cuando él arrancó y escuchó con deleite el ronroneo del capó. A continuación, Ranjit le dio la misma explicación que había recibido de Davoodbhoy:
—Va con boro. Motor Ab Hamad lo llaman, aunque no me preguntes por qué; tal vez por el que lo inventó. ¿Sabías que el boro es un elemento tan sediento de oxígeno que es capaz de extraerlo de compuestos como el agua? Y si dejas sin oxígeno una molécula de agua, ¿qué te queda?
—Hidrógeno —respondió ella arrugando un poco la frente—; pero…
Ranjit, sonriendo de nuevo, llevó un dedo a los labios de su esposa.
—Pero el boro es carísimo, y quemar combustible carbónico resulta tan barato en comparación que nadie se había molestado siquiera en estudiarlo. Sin embargo, han acabado por dar con el modo de regenerarlo para que pueda volver a utilizarse una y otra vez, y como resultado, el coche que vamos a conducir no es que produzca pocas emisiones: ¡es que no emite nada en absoluto!
—Pero… —repitió ella, y esta vez, él la acalló sellándole los labios con los suyos propios.
—Ve por Natasha y Robert, ¿vale? —le pidió con voz melosa—. ¿Tienes el equipaje? ¡Venga! Vamos a ver cómo se le da a este fogón de hidrógeno.
El resultado fue, dicho sea de paso, excelente: aunque tuvieron que parar dos veces para rellenar de agua el depósito, lo cual provocó no pocas miradas de escándalo entre cuantos trabajaban en las gasolineras en las que se detuvieron, el cochecito se portó tan bien como cualquiera de los que empleaban combustibles fósiles.
Se hallaban aún a diez kilómetros de la terminal cuando Robert dejó escapar uno de aquellos alaridos suyos capaces de cortar el aliento al más pintado. Myra frenó en seco, aunque enseguida comprobaron que no había peligro alguno: el pequeño sólo estaba emocionado ante la escena que se desplegaba ante él.
—¡Araña! ¡Sube, sube! ¡Un montón, un montón, un montón! —gritaba mientras agitaba los brazos al ver el cable del Skyhook, que apenas se vislumbraba como un hilo brillante que descendiera del sol.
Para quien sabía lo que debía esperar de aquella construcción, no resultaba difícil distinguir las cápsulas de transporte, que se sucedían en dirección al firmamento para desaparecer tras la primera capa de nubes.
—¡Ajá! —exclamó Ranjit—. Parece que han conseguido hacerlo funcionar, ¿no?
Sí: lo habían logrado. La carretera que desembocaba en la terminal corría paralela a una vía férrea, y de hecho, antes de llegar a ella los adelantó un tren de mercancías (dotado de cuarenta y dos furgones, según contó Natasha con entusiasmo) que no tardó en desaparecer en el interior de uno de los gigantescos muelles que conformaban la estación. La entrada de automóviles estaba custodiada por guardias que hicieron pasar con gesto amigable a los Subramanian y les indicaron cuál era el aparcamiento reservado a las personalidades.
Allí los recibió una mujer asiática de no poco atractivo que se presentó como ayudante de Joris Vorhulst.
—El ingeniero Vorhulst está deseando verlos —les comunicó—; pero no los esperaba hasta mañana. De todos modos, está por llegar. ¿Desean comer algo?
Ranjit abrió la boca para responder que le encantaba la idea; pero Myra se le adelantó.
—Más tarde, gracias. Si es que se nos permite antes echar una ojeada a las instalaciones…
Por supuesto que sí. Sólo se les advirtió que debían mantenerse alejados de los muelles de carga y descarga, y claro está, tener cuidado con los camiones y tractores que acarreaban de un lado a otro piezas inidentificables de objetos sin duda interesantes. Ranjit contempló con creciente perplejidad el ajetreo reinante.
—¡Lo que daría por saber lo que son algunos de estos trastos! —señaló.
La joven Natasha apretó los labios.
—Pues mira —anunció—, aquel bulto irregular es el propulsor de un cohete iónico, y creo que el que hay a su lado es una lámina de nanotubos de carbono, supongo que parte de una vela solar…
—¿Por qué estás tan segura? —quiso saber él boquiabierto.
—Mientras estabais hablando con esa señorita —confesó la niña con una sonrisa—, Robert y yo hemos estado curioseando, y he leído los albaranes de embarque. ¡Yo diría que están construyendo naves espaciales!
—¡Y tienes toda la razón, Tashy! —dijo, procedente del muelle de descarga, una voz que conocían bien—. Ya tenemos un par de ellas funcionando.
Joris Vorhulst no estaba dispuesto a admitir objeción alguna: quería comer, disfrutar de un almuerzo ceilanés como estaba mandado. Y si ellos no tenían hambre, podían limitarse a mirar mientras él daba cuenta de todo. Porque, tal como les explicó, llevaba cinco semanas en el cuerpo mismo del montacargas espacial, y acababa de volver después de supervisar el funcionamiento de los aparatos cuya existencia había deducido Natasha.
—El ascensor está empezando a marchar como es debido —los hizo saber con gesto alegre.
Los dos cohetes autómatas que se hallaban ya en servicio estaban haciendo las veces de rebuscadores de basura, pues debían registrar la órbita terrestre baja en busca de astronaves abandonadas o incluso depósitos de combustible de vehículos espaciales rusos y estadounidenses. Cuando daban con alguno, les instalaban velas solares dirigidas por ordenador y las programaban para que los llevasen a la Gran Central, en donde debían ser transformados. Aquellos aparatos a la deriva, temidos hasta entonces por el peligro que suponían para las naves que surcaban el espacio, se habían convertido en la materia prima de la que surgiría cualquier cosa que hiciese falta construir.
—Podemos, claro, subir el material desde la superficie terrestre —declaró Vorhulst con la boca llena de un curri cuya excelencia hubo de admitir hasta Myra—; pero ¿qué sentido tiene desaprovechar lo que ya tenemos ahí arriba?
—¿Y eso es lo que estáis haciendo en la órbita terrestre baja? ¿Recoger desechos para construir cosas nuevas?
—En realidad —respondió el anfitrión con cierto embarazo—, lo que estaba haciendo yo ahora era asegurarme de que el tercer cohete estuviera listo para partir. Su destino será la Luna. ¿Sabías que hay allí robots exploradores desde hace varios años ya? Han encontrado un montón de túneles volcánicos de los que hablaba en mis clases.
—Pues no —protestó Ranjit—: Los informes que recibimos los del consejo consultivo son más bien escuetos.
—Sí —reconoció Vorhulst—, ya lo sé. Tenemos la esperanza de que los tres grandes se relajen un tanto ahora, porque esos túneles lo van a cambiar todo. Uno de ellos se encuentra debajo justo del sinus Iridum, o bahía de los Arco Iris. Es impresionante. Tiene mil ochocientos metros de longitud, y el tercer cohete va a transportar la maquinaria necesaria para sellarlo, porque Explotaciones Lunares le tiene ya asignada una función. Los tres grandes quieren llevar turistas, ¿sabéis?
—¿Turistas? —preguntó Myra con gesto escéptico—. Lo último que he oído al respecto es que había unas once personas viviendo en la colonia lunar, y que estaba costando una fortuna el simple hecho de proporcionarles alimentación y aire que respirar.
—Eso era antes —sonrió Vorhulst—, cuando había que suministrarlo todo desde la superficie terrestre por medio de cohetes. Pero ahora tenemos el ascensor espacial. Habrá turistas. ¡Vaya, si los habrá! Además, para darles un buen motivo para subir allí arriba, los tres grandes han movido unos cuantos hilos… y han logrado que los del Comité Olímpico se avengan a hacer un acuerdo.
Natasha, que hasta aquel momento se había mantenido en silencio pese a su costumbre, se animó entonces.
—¿Qué clase de acuerdo? —quiso saber.
—Van a celebrar allí el género de acontecimientos que no pueden hacer sobre la faz de la Tierra, Tashy. ¿Sabes? La gravedad lunar es de sólo de un metro y seiscientos veintidós milímetros por segundo al cuadrado; así que…
Natasha levantó las manos.
—¡Por favor, doctor Vorhulst! —exclamó.
—Vale, vale: equivale aproximadamente a una sexta parte de la que hay en la superficie terrestre, lo que significa que en el instante mismo en que a alguien se le ocurra practicar cualquier deporte de competición en la Luna, las plusmarcas de todos los corredores y saltadores serán agua pasada. Eso sí: no sé yo si el techo del túnel del sinus Iridum será lo bastante elevado para que los de salto de altura puedan pavonearse.
Ranjit no parecía muy convencido.
—¿Estás diciendo que la gente va a recorrer doscientos mil kilómetros para ver a un puñado de deportistas saltando a más altura?
—Sí —insistió Vorhulst—. En realidad, no lo digo yo, sino Explotaciones Lunares. Sin embargo, ésa no es la atracción principal. ¿Qué te parece una competición que no sea posible en la Tierra, como una carrera de aparatos voladores impulsados por humanos?
Si esperaba una respuesta de él, debió de quedar defraudado. Con un estrépito de platos y cubiertos, Natasha se puso en pie gritando:
—¡A mí me parece estupendo! ¡Yo quiero participar! Ya veréis: voy a ganar.