CAPÍTULO XXIX
Un episodio esperanzador

A la postre, Ranjit no dedicó el siguiente seminario a las hipótesis de Goldbach, dado que Myra le sugirió algo diferente, y él sabía cuánto le convenía escucharla.

El día que hubo de enfrentarse al alumnado, dedicó la mayor parte de la primera hora a cuestiones relacionadas con el funcionamiento del curso, y así, respondió a preguntas acerca del sistema de evaluación y los exámenes, anunció qué días no serían lectivos por causas de fuerza mayor y principió a trabar conocimiento con algunos de los estudiantes. A continuación, quiso saber:

—¿Cómo definiríais un número primo? Casi todos los presentes alzaron la mano. Media docena de ellos ni siquiera aguardó a tener la palabra para exponer en voz alta una de las diversas variantes de la definición: un número exactamente divisible sólo por uno y por sí mismo. Un comienzo prometedor.

—Muy bien —señaló—. En tal caso, dos es un número primo, y tres, también; pero cuatro puede dividirse, arrojando un cociente entero, no sólo por sí mismo y por uno, sino también por dos. Por lo tanto, no es primo.

»Y ahora os pregunto: ¿Cómo podemos generar números primos?

La inquietud cundió en el aula, aunque nadie levantó la mano de forma inmediata. Ranjit sonrió a la concurrencia.

—No es fácil dar una respuesta, ¿verdad? Se han propuesto algunos procedimientos más o menos rápidos, aunque para muchos de ellos es necesario usar ordenadores de gran rendimiento. Sin embargo, hay uno que no requiere más que un cerebro, una mano y algo con lo que escribir, y garantiza, no obstante, la obtención de todos los números primos existentes hasta el límite que se os antoje. Se trata de lo que llamamos la criba de Eratóstenes. Todo el mundo puede hacerlo, siempre, claro está, que disponga de muchísimo tiempo.

Dicho esto, se volvió y comenzó a escribir, en la pizarra de plástico blanco, una fila de números que iba del uno al veinte, y a medida que los apuntaba, declaró:

—Existe un poema mnemotécnico que puede ayudaros a recordarlo:

Tacho el dos y tacho el tres,

y sus múltiplos suprimo;

con la criba de Eratóstenes

los que quedan son los primos.

»El método es el siguiente —siguió diciendo—: Mirad la hilera de números. Dejamos fuera el uno; entre los expertos en la teoría de los números hay una especie de pacto entre caballeros que permite fingir que el uno no pertenece a esta relación ni debería considerarse primo, ya que hay pocos teoremas que no se tambaleen en el momento en que se incluye. Así que el primero de la lista será el dos. En consecuencia, tendremos que recorrerla eliminando todos los números pares, es decir, todo número divisible por dos, que lo sigan: el cuatro, el seis, el ocho… —Y tras tacharlos, prosiguió—: De los restantes, el menor, después del dos original y del uno, que hemos hecho ver que no existe, es el tres. Por lo tanto, tendremos que suprimir el nueve y todos los que queden sin tachar y sean divisibles por tres. Eso nos deja el dos, el tres, el cinco, el siete, el once, el diecisiete y el diecinueve. Ya hemos creado una relación de los primeros números primos.

»Sólo hemos llegado hasta el veinte porque se me cansa la mano cuando escribo listas largas, aunque la criba funciona con cualquier cantidad de dígitos. Si tomásemos, por ejemplo, todos los números existentes del uno al noventa mil, más o menos, el último de los que quedaran sin tachar sería el milésimo número primo, y habríamos encontrado todos los anteriores.

»Ahora —dijo observando el reloj de la pared, tal como había visto hacer a tantos de sus profesores—, dado que tenemos sesiones de tres horas, voy a declarar una tregua de diez minutos. Estirad las piernas, visitad las instalaciones que necesitéis, charlad con vuestros compañeros… Haced lo que queráis, pero, por favor, volved a vuestros asientos a la media en punto, porque vamos a abordar de lleno la materia del seminario.

Sin esperar a que se dispersaran, corrió a escabullirse por la puerta que daba a los despachos del profesorado, de cuyas instalaciones hizo cumplido uso (al decir de la leyenda, cierta reina de Inglaterra había aconsejado a sus súbditos: «Mead siempre que halléis ocasión»), y llamó sin demora a casa.

—¿Cómo está saliendo todo? —inquirió Myra.

—No lo sé —respondió él con la mano en el corazón—. Hasta ahora, han estado sosegados, y cada vez que he hecho una pregunta, ha levantado la mano un buen número de ellos. —Tras reflexionar unos instantes, sentenció—: Podría decirse que tengo motivos para mostrarme cautamente optimista.

—Yo no puedo decir lo mismo —aseguró ella—. Quiero decir que no veo motivos para ser cauta: estoy convencida de que los vas a dejar boquiabiertos. Cuando vuelvas a casa, vamos a tener que celebrarlo.

Todos habían ocupado ya sus asientos cuando regresó al estrado, pese a que aún faltaba un minuto para que la manecilla llegase al seis, y considerando tal hecho una señal esperanzadora, entró en materia de inmediato.

—¿Cuántos números primos hay? —preguntó sin preámbulos.

En esta ocasión, tardaron en alzarse las manos, aunque casi todas acabaron arriba. Ranjit señaló a una joven de la primera fila, que se puso en pie y contestó:

—Yo diría que son infinitos.

Sin embargo, cuando él quiso saber qué era lo que la llevaba a pensar tal cosa, agachó la cabeza y volvió a sentarse sin dar respuesta alguna. Entonces, uno de sus compañeros, varón y mayor que el resto, exclamó:

—¡Está demostrado!

—En efecto —convino el profesor—. Si tomamos una relación de números, podemos estar seguros, con independencia de cuál sea su longitud o el valor del mayor de ellos, de que siempre habrá otros primos que no están incluidos en ella.

»Veamos un ejemplo concreto: vamos a suponer que no tenemos la más remota idea de números, y pensamos, por lo tanto, que el último de los de esta lista, diecinueve, es el mayor número primo que pueda concebirse. En consecuencia, hacemos una lista de todos los números primos menores de diecinueve, del dos al diecisiete, y los multiplicamos unos por otros: dos por tres por cinco, etc. Por torpes que seamos, siempre estaremos en condiciones de hacer tal cosa con la ayuda de una calculadora.

Dejó un tiempo para que acabaran de extinguirse las risillas, y prosiguió:

—Una vez hecha la multiplicación, sumamos uno al producto y obtenemos un número que llamaremos N. ¿Qué podemos decir de N? Sabemos que podría resultar ser primo, ya que, por definición, si lo dividimos por cualquiera de los que hemos tomado, siempre obtendremos un resto de uno. Y si resulta ser compuesto, no puedo tomar ninguno de los factores de esta lista, por razones idénticas.

»Con esto queda demostrado que, con independencia del número de primos que tengamos en una relación, siempre los habrá mayores que no estén incluidos en ella, y en consecuencia, su cantidad es infinita. —Tras una pausa, observó a los estudiantes y preguntó—: ¿Alguien sabe a quién debemos esta demostración?

Aunque nadie levantó la mano, hubo quien aventuró diversos nombres.

—¿Gauss?

—¿Euler?

—¿Lobachevski?

Hasta que uno de la última fila preguntó:

—¿Su coleguilla Fermat?

Ranjit sonrió.

—No: ni Fermat ni ninguno de los otros que habéis mencionado. La cosa viene de mucho más lejos, casi de tiempos de Eratóstenes, aunque no tanto. Lo probó Euclides, en torno al siglo IV antes de Cristo.

Levantó la mano en un gesto amigable de advertencia.

—Ahora, dejad que os enseñe algo más. Observad la nómina de los números primos, y mirad con cuánta frecuencia hallamos dos que sean impares consecutivos, o lo que es igual, primos gemelos. ¿Alguien se atreve a adivinar cuántos hay?

Aparte de cierto rumor de excitación, no se oyó nada en el aula hasta que algún estudiante arrojado tanteó:

—¿Una infinidad?

—Exactamente —respondió Ranjit—: Hay un número infinito de primos gemelos, y quiero que busquéis en casa una demostración.

La alegría que desplegó a la hora de cenar tenía una espontaneidad que hacía tiempo que no conocía Myra.

—Hacen chistes conmigo —comunicó a la familia—. ¡Esto va a funcionar!

—Claro que sí —corroboró su esposa—. Ni Tashy ni yo teníamos la menor duda.

Y de hecho, la pequeña, que ya compartía mesa con los mayores, parecía escuchar con atención desde su trona cuanto decían en el momento que entró el mayordomo.

—¿Sí, Vijay? —dijo mevrouw Vorhulst, alzando la vista—. Se te ve preocupado. ¿Hay algún problema entre el servicio?

El recién llegado meneó la cabeza.

—Entre el servicio no, señora; pero en las noticias han dicho algo de lo que me ha parecido oportuno venir a informarla. Se ha producido otro ataque con el Trueno Callado; esta vez en Sudamérica.

En esta ocasión no había sido un solo Estado el que se había visto postergado al período anterior a la electrónica, sino dos. Y así, tanto en Venezuela como en Colombia resultaba ya imposible oír sonar un teléfono, encender una luz apretando un interruptor o ver imagen alguna en un televisor. En consecuencia, durante el resto de la comida se habló poco del seminario de Ranjit o aun de la habilidad con que Natasha sostenía la cuchara. Todas las pantallas de la sala, que jamás se usaban estando todos a la mesa por considerarlo tía Beatrix un acto bárbaro, se hallaban encendidas.

Tal como había ocurrido en el caso de Corea, no se ofrecieron imágenes de ninguno de los países recién sometidos, ya que habían quedado inútiles todas las instalaciones nacionales. Lo único que podían verse eran escenas lacónicas de los aviones de carga de Pax per Fidem (dotados de mecanismos de despegue y aterrizaje cortos, a fin de poder eludir a los aeroplanos que habían quedado inmovilizados en las pistas) que transportaban el mismo género de tropas y provisiones que habían atravesado la frontera en dirección a Corea del Norte. En la mayor parte de las televisiones sólo aparecían presentadores, periodistas y comentaristas que decían, poco más o menos, lo que habían dicho acerca de Corea, así como imágenes de archivo que mostraban los acontecimientos que habían provocado el desastre.

El siglo XXI no había sonreído a ninguna de las dos naciones. En Venezuela, por la política, y en Colombia, por las drogas, habían imperado la violencia y las frecuentes crisis gubernamentales, coronadas por la resolución, adoptada por los antiguos señores del narcotráfico, de hacerse con el negocio petrolero de sus vecinos, mucho más rentable que el suyo propio.

—Si Pax per Fidem embistió primero contra Corea del Norte fue porque no contaba con ningún aliado real —comunicó Ranjit a su esposa—, y esta vez ha acometido a dos naciones a la vez porque cuentan con amigos diferentes: Estados Unidos ha apoyado a Colombia desde la década de los noventa, y Venezuela tenía buenas relaciones con Rusia y con China.

—Pero ahora hay muchas menos muertes —refirió pensativa mevrouw Vorhulst—, y eso es muy bueno.

—¿Y crees que vamos a estar mejor cuando todo el mundo esté gobernado por Oceanía, Eurasia y Estasia? —repuso Myra tras soltar un suspiro.