CAPÍTULO XXVIII
A buscarse la vida

Entre los defectos que pudieran achacarse al señor Dhatusena Bandara no se contaba, sin duda, el afán de venganza. La universidad estaría encantada de recibir al doctor (honoris causa, eso sí) Ranjit Subramanian en calidad de profesor titular numerario, y dispuesta a hacer efectivo de inmediato su nombramiento (y el sueldo correspondiente) aunque su incorporación real se produjera cuando él lo estimara conveniente. Asimismo, se ofrecía a hallar un puesto docente a la doctora (en este caso de veras, y no honoraria) Myra de Soyza Subramanian. Ni que decir había que no podría gozar de la misma posición que su esposo, ni tampoco de igual retribución, y aun así…

Y aun así, ¡volvían a Sri Lanka! Si el presidente de Estados Unidos tenía algo que objetar a la renuncia de su oferta de empleo por parte de Ranjit, lo cierto es que no lo expresó. Ni él, ni tampoco nadie más. Ranjit recogió las pocas pertenencias que tenía en el despacho, y si es cierto que el encargado de mantenimiento, que resultaba ser también el de seguridad, lo ayudó a recogerlo todo, y que se le pidió que entregara sus pases, distintivos y tarjetas de identidad, nadie los molestó en el apartamento, en la terminal de vuelo ni en el interior de los aviones en que embarcaron. Natasha viajó entre los dos, en un asiento reclinable, sin lanzar un sollozo.

Huelga decir que en el aeropuerto de Colombo los estaba esperando mevrouw Vorhulst, pues había quedado claro que lo mejor era que volvieran a alojarse en su casa.

—Sólo hasta que encontremos apartamento —advirtió Myra mientras aquélla la recibía con un abrazo.

—Todo el tiempo que queráis —respondió—. Joris no va a consentir otra cosa.

Aquellas aulas universitarias tenían para Ranjit algo muy extraño: cuando había deseado sobre todas las cosas salir de ellas, le habían parecido angostas y opresivas, y en aquel momento, que entraba a ellas en calidad de profesor sin haberse tenido que enfrentar nunca a una clase, se le hacía semejante a una tribuna de dimensiones colosales en la que se aglomeraba un jurado compuesto por jóvenes de uno y otro sexo ávidos de procesarlo, cuyos ojos seguían infalibles cada uno de sus movimientos, en tanto sus oídos aguardaban con impaciencia las grandes revelaciones que iba a transmitirles acerca de los secretos más recónditos del mundo de los matemáticos.

Lo que lo desconcertaba no era sólo cómo debía dar de comer a aquella nidada de polluelos hambrientos, sino con qué iba a alimentarlos. Cuando el departamento de personal de la universidad le había dado la bienvenida, había tenido la generosidad de dejar a su albedrío la naturaleza exacta de su cometido.

Y lo cierto era que no sabía qué hacer. Era muy consciente de que necesitaba ayuda, y concibió la esperanza de encontrarla en el doctor Davoodbhoy, el hombre que había desplegado un proceder tan ejemplar durante el episodio del robo de la contraseña. Resultó que aquél no sólo seguía en el centro, sino que, debido al desgaste natural producido por fallecimientos y jubilaciones, había subido un grado o dos en la escala de autoridad. De cualquier modo, no había gran cosa que ofrecer.

—Mira, Ranjit —le dijo—. Puedo tutearte, ¿verdad? Ya sabes cómo funcionan todas estas cosas. Nuestra modesta universidad no abunda precisamente en celebridades mundiales. El departamento de personal está loco de alegría por tenerte aquí, pero no tiene ni idea de lo que hacer contigo. Te harás cargo de que, en realidad, no se te está pidiendo que te centres demasiado en la docencia. Tampoco tenemos muchos profesores especializados en la investigación, aunque existe tal posibilidad.

—¡Vaya! —exclamó pensativo Ranjit, y siguió meditando un momento antes de añadir—: Supongo que podría echar un vistazo a alguno de los problemas que quedan sin resolver: las hipótesis de Riemann, Goldbach, Collatz…

—Por supuesto —respondió Davoodbhoy—, pero no renuncies a enseñar antes de haberlo probado. ¿Por qué no organizamos un par de seminarios rápidos que puedan servirte de práctica? Cosas así pueden anunciarse sin mucha antelación.

Entonces, cuando el joven se disponía a abandonar el despacho, considerando aquella idea, añadió:

—Otra cosa, Ranjit. Tenías razón en lo relativo a Fermat, y yo estaba equivocado. En toda mi vida, he tenido que decir esto muy pocas veces, y eso me hace muy proclive a confiar en tu criterio.

Por halagüeña que le resultase la confianza que había depositado en él el rector, Ranjit no podía decir que se sintiese tan seguro. El primer seminario tenía por nombre el de Fundamentos de la teoría de los números.

—Voy a darles una visión de conjunto de la disciplina —prometió a Davoodbhoy, quien puso en marcha de inmediato el proyecto.

El curso iba a tener una duración de seis semanas, con sesiones de cuatro horas circunscritas a un máximo de veinticinco alumnos de graduado, licenciatura o posgrado. Él no le había prestado mucha atención a la materia desde los tiempos en que comenzó su fascinación por la célebre anotación marginal de Fermat, motivo por el cual hubo de escarbar en la biblioteca en busca de manuales en los que basarse, y tratar de mantenerse al menos una docena de páginas por delante de los alumnos, inteligentes y rápidos hasta extremos alarmantes, que se habían matriculado en el curso.

Por desgracia, éstos no tardaron en darse cuenta de lo que estaba haciendo.

—Los estoy aburriendo. Lo que yo hago lo pueden leer en los libros —confesó a Myra aquella noche.

—No digas tonterías —respondió ella, siempre dispuesta a apoyarlo; pero entonces, cuando él repitió algunos de los comentarios que habían hecho los estudiantes, respetuosos aunque muy poco impresionados, sentenció—: Lo que tienes que hacer es fomentar el contacto personal con ellos. ¿Por qué no les haces alguno de tus juegos de aritmética binaria?

Y así lo hizo, dado que no tenía ninguna idea mejor. Les enseñó el método que usaban los campesinos rusos para multiplicar y el modo de contar con los dedos hasta mil veintitrés, y les hizo el truco de adivinar las permutaciones de caras y cruces que podía arrojar una hilera de monedas de longitud desconocida (empleó monedas de verdad, y dejó que los alumnos le vendasen los ojos mientras uno de ellos tapaba parte de la fila). Myra estaba en lo cierto: todos se lo pasaron en grande. Uno o dos de ellos pidieron, de hecho, que les enseñara más; de modo que hubo de recurrir una vez más a los anaqueles de la biblioteca. Allí dio con un ejemplar antiguo de cierto libro de Martin Gardner sobre rompecabezas y acertijos matemáticos, y con ello logró salir ileso de las seis semanas que duró el seminario. O al menos, eso pensó.

Cierto día, el doctor Davoodbhoy lo invitó a pasar por su despacho.

—Espero que no te importe, Ranjit —le dijo mientras servía dos copas de jerez—; pero el caso es que, de tanto en tanto, y sobre todo cuando estamos probando algo nuevo, tenemos costumbre de pedir la opinión de los alumnos. Y acabo de echarle un ojo a lo que han dicho de tu seminario.

—Vaya; espero que todo haya ido bien.

El rector dejó escapar un suspiro.

—Me temo que no del todo —anunció.

Tenía razón: no podía decirse que los estudiantes estuviesen contentos, tal como reconoció aquella noche Ranjit durante la cena.

—Algunos dicen que, en lugar de matemáticas, sólo les he enseñado trucos de prestidigitador de sala de fiestas —hizo saber a su esposa y a su anfitriona—, y casi todos han dejado claro que no les hace gracia que les cuenten, sin más, lo que pueden encontrar en los manuales.

—Pues yo tenía entendido que se lo habían pasado bien con las curiosidades —apuntó mevrouw Vorhulst frunciendo el ceño.

—Supongo que disfrutaron… en cierto sentido; pero dicen que no era eso lo que buscaban cuando se matricularon. —Comenzó a pelar una naranja con aire lúgubre—. Eso ya puedo imaginármelo; pero el problema es que no sé qué es lo que quieren.

Myra le dio unos golpecitos en la mano y aceptó de él un gajo.

—Bueno —dijo—; por eso organizasteis el seminario, ¿no? Para ver si se te daba bien. Y si ha resultado que no, puedes probar otra cosa. —Enjugándose el zumo de los labios, se inclinó hacia delante y le besó la coronilla—. Vamos a bañar a Tashy, y luego podemos darnos un chapuzón en la piscina para alegrar esos ánimos.

Y así lo hicieron, y cierto es que la experiencia resultó reconfortante. A decir verdad, en la residencia de los Vorhulst todo parecía alentador. El servicio estaba orgulloso, a ojos vista, de tener allí a tan ilustres invitados, y huelga decir que todos habían convertido a Natasha en la niña de sus ojos. Y aunque Myra seguía invirtiendo una hora o dos al día en buscar un piso al que pudieran mudarse los tres, hasta entonces no había sido capaz de dar con ninguno. Los había que resultaban prometedores a primera vista, pero su tía se ofrecía diligente, en cada uno de los casos, a poner de relieve los defectos que hubiese podido pasar por alto: la calidad del vecindario, la distancia que lo separaba de la universidad, el tamaño de las habitaciones, la escasez de luz… Había mil y un aspectos que podían convertir un piso en poco apto para los Subramanian, y Beatrix Vorhulst se mostraba muy ducha en encontrarlos todos.

—Lo único que quiere, claro —había comunicado Myra a su marido cierta noche, mientras charlaban ya acostados—, es que nos quedemos aquí con ella. Sin Joris, supongo que se encuentra sola.

Dormitando, Ranjit le había contestado:

—Ajá… —Y tras un bostezo, había añadido—: Desde luego, hay cosas mucho peores que permanecer en esta casa.

Lo cual era una verdad indiscutible: en la residencia de los Vorhulst podían satisfacer sin el menor esfuerzo cada una de sus necesidades a un precio del que no podían quejarse. Aunque él había rogado a la familia que le permitiera reembolsar al menos los gastos que conllevaba el hecho de tenerlos allí hospedados, la señora de la casa se había negado (en tono cariñoso, sí, pero irrefutable).

—En fin —dijo Ranjit aquella noche de holganza al lado de la piscina—. Si le da gusto consentirnos de este modo, ¿por qué se lo vamos a impedir?

Lo que deseaba era que el mundo exterior fuese tan placentero como el que tenían de puertas adentro; pero no: pese al ejemplo coreano, el globo terrestre seguía acribillado de guerras menores y actos de violencia. A raíz de la irrupción del Trueno Callado se había dado cierta pausa hiposa cuando asaltó a los combatientes de todo el planeta la duda de si no iban a ser ellos los próximos. Y al ver que aquel nuevo ingenio guardaba silencio, apenas hizo falta un mes para que volviesen a sonar como de costumbre el fragor de los cañones y las bombas fuera de las fronteras de Corea del Norte.

De cuando en cuando, Ranjit experimentaba el deseo de recibir una visita de Gamini Bandara e informarse así de la visión que se tenía de todo aquello entre bastidores. No obstante, su amigo debía de estar muy ocupado enderezando la situación de los antiguos dominios del Dirigente Adorable. De hecho, allí estaba ocurriendo de todo: las líneas de transmisión del país volvían a funcionar, y las granjas que habían quedado abandonadas por haber tenido que sentar plaza en el ejército quienes trabajaban en ellas volvían a labrarse. Hasta comenzaban a fabricarse algunos bienes de consumo y se recibían informes desconcertantes acerca de proyectos de futuros comicios, rumores singulares que ni los Subramanian ni el resto de cuantos con ellos hablaban llegaban a entender por entero. Todo apuntaba a que los medios informáticos iban a tener un papel fundamental en el proceso, aunque nadie sabía con exactitud de qué manera.

Con todo, Myra y Ranjit hubieron de admitir, cuando dialogaban de noche, abrazados, que la mayoría de cuanto ocurría a su alrededor daba la impresión de estar mejorando algo, o al menos no estar empeorando tanto, respecto de los tiempos que habían precedido al derrocamiento del régimen norcoreano. La mayoría, claro; y en ella no se incluía necesariamente la trayectoria académica docente de Ranjit.

El problema radicaba en que no acababa de ponerla en marcha. Después de la pésima acogida que había tenido su primer seminario, se resolvió a no sufrir semejante suerte en su segundo intento. Pero ¿qué podía hacer? Tras mucho pensar, llegó a la conclusión de que podía presentar al alumnado una recapitulación de la larga historia de la relación, fructuosa a la postre, que había mantenido con el legado de Fermat. El doctor Davoodbhoy se avino a ofrecer el curso, asegurándole con cierta tibieza que valía la pena intentarlo.

Los estudiantes, sin embargo, no opinaban lo mismo. Debía de haberse corrido la voz de lo insulso de su primer seminario, y aunque hubo algunos matriculados, fueron muchos más los que hicieron preguntas y, tras pensárselo mejor, rehusaron inscribirse. La mayoría opinaba, además, que Ranjit ya había expuesto con suficiencia aquel tema en particular en conferencias y entrevistas. Por consiguiente, acabó por suspenderse el curso.

A continuación, estuvo considerando consagrarse a investigar. De entrada, podía abordar cualquiera de los siete célebres problemas sin resolver que había propuesto el Instituto Clay de Matemáticas en los albores del siglo XXI y que, además de ser interesantes de suyo, traían aparejados, gracias a la generosidad de dicho organismo, una remuneración de un millón de dólares para quien solventara uno de ellos. En consecuencia, buscó la relación y la evaluó con detenimiento. Algunos resultaban bastante abstrusos hasta para él, y aun así, podía centrarse en otros como la conjetura de Hodge o las Hipótesis de Poincaré o Riemann… No, no, una porción de ellos ya se había aclarado, y el autor de la solución había recogido ya su premio. Quedaba, claro, el mayor enigma de todos: el de N es igual a NP.

Por más que reflexionara sobre ellos, sin embargo, no dejaban de parecerle ajenos: ninguno le provocaba el género de sensación que se había apoderado de él cuando leyó por vez primera lo que había escrito Fermat en aquel margen. Myra aventuró una teoría:

—Quizás entonces te movía tu juventud.

Pero no era eso: la demostración del teorema de Fermat había sido otro cantar muy distinto. Ni siquiera se le había planteado como un problema que él hubiese de resolver. Uno de los mayores cerebros de la historia de las matemáticas se había preciado de tener la prueba de que aquel último teorema era correcto, y lo único que él había tenido que hacer era adivinar cuál era dicha prueba.

—¿Has oído hablar —preguntó a su esposa con la intención de hacérselo entender— de un hombre llamado George Dantzig? En 1939 era estudiante de posgrado en la Universidad de California en Berkeley. Un día que llegó tarde a clase, se topó con dos ecuaciones que había escrito el profesor en la pizarra. Convencido de que eran tareas para casa, las copió y las resolvió.

»Pero no eran tareas: el profesor las había usado como ejemplo de problemas de estadística matemática que nadie había sido capaz de resolver.

Myra apretó los labios.

—Lo que intentas decirme —señaló— es que, de haberlo sabido, Dantzig no habría sido capaz de dar con la solución, ¿no?

Él se encogió de hombros.

—Quizá.

Ella se valió de la respuesta favorita de su marido ante cualquier comentario desconcertante:

—Ajá…

Semejante gesto lo hizo sonreír.

—Bien —repuso él—, pues vamos a dar a Tashy su cursillo de natación.

Nadie de cuantos conocían a Natasha de Soyza Subramanian había dudado jamás que se trataba de una niña de inteligencia excepcional. Antes de los doce meses ya iba sola al baño; un mes después, hizo sus pinitos, y cuando aún no había transcurrido otro más, pronunció con claridad su primera palabra (que no fue otra que Myra). Y todo ello lo logró sin ayuda. No es que no hubiera cosas que no anhelase enseñarle su madre: éstas eran muchas, pero Myra era demasiado inteligente para tratar de descubrirle todas a la vez. En consecuencia, circunscribió las lecciones maternas a su hija de menos de dos años a dos materias: el canto, o al menos la vocalización de sonidos que se conformaran con los que le cantaba ella, y la natación.

Ranjit las observaba sonriente desde el borde de la piscina de los Vorhulst, con los pies metidos en el agua. Había aprendido a no correr a rescatar a la pequeña cada instante que se sumergía bajo la superficie.

—Ya verás como sale siempre a la superficie por sí sola —le había prometido Myra, y no se había equivocado—. Y si no lo hace, yo estoy a su lado.

Más tarde, cuando se había secado la criatura y jugaba satisfecha con los dedos de sus pies en el parque, al lado de la piscina, y su madre miraba con ceño las noticias que se le mostraban en su pantalla portátil, Ranjit se asomó por encima del hombro de Myra. Por supuesto, las nuevas eran malas. ¿Y cuándo no?

—Sería excelente —señaló pensativo— que ocurriese algo bueno.

Y ocurrió.

Lo que sucedió llevaba por nombre el de Joris Vorhulst. Cuando Ranjit entró en la casa después de pasar un día más sentado en su reducido despacho de la universidad, tratando de averiguar un modo de hacerse merecedor del salario que estaba percibiendo, llegaron risas a sus oídos. Las más elegantes y maduras eran, por supuesto, de mevrouw Vorhulst; las menos cohibidas, de su amada esposa, y las masculinas de barítono…

Ranjit corrió más que anduvo la docena de metros que lo separaba del mirador en que se hallaban reunidos.

—¡Joris! —exclamó—. Digo… ¡señor Vorhulst! No sabe lo que me alegra verlo.

Apenas lo dijo, paró mientes en que no exageraba en absoluto: llevaba días deseando hablar con alguien como su antiguo profesor de Astronomía 101. Bueno, no, no con alguien como él, sino con el mismísimo Joris Vorhulst, el hombre que fue capaz de hacer de la suya la única clase para la que Ranjit hubiese ansiado jamás poder adelantar el reloj, y que acaso pudiera ayudarlo a resolver sus propios problemas docentes.

Lo primero que dejó claro fue que debía dejar de tratarlo de usted.

—Al fin y al cabo —adujo—, tú eres profesor igual que yo, por más que lleve tiempo trabajando, en comisión de servicio, en el ascensor espacial Skyhook.

Ni que decir tiene que tal cosa lo ponía en la obligación de dar a todos cuenta de los progresos que se iban efectuando en aquel montacargas cósmico. Y les aseguró que el proyecto iba viento en popa.

—Ya hemos empezado a desplegar el microcable. Cuando logremos un resultado decente, tenemos planeado duplicarlo, y es entonces cuando todo va a ir sobre ruedas, porque podremos usar la estructura misma para hacer llegar el material a la órbita terrestre baja y dejar de depender de todos esos dichosos cohetes. No es —añadió enseguida— que no nos estén ayudando de lo lindo. Si la cosa avanza es porque no hay pez gordo que no haya arrimado el codo: Rusia, China y Estados Unidos han consagrado sus programas espaciales en hacer que funcione el ascensor. Yo llevo dos meses supervisando todas sus pistas de lanzamiento. —Tendió el vaso para que se lo rellenaran—. Y ya se han puesto en marcha en la terminal de tierra de la costa sudeste. Por eso estoy hoy en Sri Lanka, porque tengo que ir allí a preparar un informe para los tres presidentes.

—¡Sería fantástico poder ir a verlo! —deseó Ranjit en tono melancólico.

—Y vas a poder; tú y todos los demás alumnos de Astronomía 101, espero. Pero no vayas ahora, lo único que encontrarás es un par de centenares de excavadoras y máquinas similares, y creo que cerca de tres mil trabajadores de la construcción chocando entre sí. Espera unos meses, e iremos juntos de visita. Además, ahora es todo secretísimo: al parecer los estadounidenses temen que los bolivianos, los pascuenses o cualquier otro les roben las ideas y construyan su propio ascensor. Para acceder allí ahora, necesitarías habilitaciones de seguridad de muy alto grado.

Ranjit estaba a punto de poner en conocimiento de su antiguo profesor que disponía de la más elevada que pudiera expedirse cuando refrenó la lengua al preguntarse si no la habrían invalidado a esas alturas. Para entonces, Vorhulst ya le estaba preguntando:

—¿Y tú, Ranjit, qué has estado haciendo, aparte de dar con la demostración del teorema de Fermat y casarte con la especialista en inteligencia artificial más guapa de la isla?

Resultó que Joris Vorhulst estaba al tanto de buena parte de las aventuras que había corrido su antiguo alumno; pero quería conocerlas todas. Y a ello se consagraron hasta la hora de cenar. Ranjit no acababa de decidirse a pedirle ayuda delante de todos, y de cualquier modo, la tía Beatrix había estado viendo las noticias y tenía no pocas preguntas que formular.

—Están enviando gabarras cargadas de carros de combate viejos, cañones autopropulsados y cosas así al mar de China para lanzarlos al mar —informó al grupo—, y dicen que es para crear falsos arrecifes en los que puedan criarse peces.

Y han sacado imágenes de algo parecido a las guillotinas de la Revolución francesa, aunque con cinco plantas, que están usando para destruir sus misiles balísticos intercontinentales. Supongo que primero les sacarán el combustible y la carga explosiva.

—Sí, y también extraen todo el metal reciclable —le hizo saber su hijo—. He visto trenes enteros transportándolo a Siberia. Los rusos lo consideran parte de la satisfacción que corresponde a Corea del Norte. ¿Habéis oído hablar de las elecciones que han programado?

—Oír hablar, sí —respondió Myra—; pero entenderlas, ni jota.

—A mí me ha pasado lo mismo —señaló Joris con una sonrisa compungida—; pero en China conocí a una mujer que había estado allí, y trató de explicármelo. Para empezar, la unidad básica para la votación no es la ciudad o el distrito electoral del votante, sino un grupo arbitrario de diez mil personas de todo el país nacidas el mismo día. De ésos, hay un conjunto de treinta y cinco elegido al azar por un ordenador y destinado a dirigir al grupo. Se reúnen durante una semana al mes en algún punto de Corea, y deciden cuál de ellos habrá de presidirlos (algo así como un alcalde) y quiénes de ellos conformarán el cuerpo legislativo, que se encargará de cosas como conceder permisos y planificar proyectos de construcción. Además, nombran a los jueces, eligen a los representantes del legislativo nacional, etc.

—Parece complicado —comentó su madre—. Y eso de confiar la selección a un ordenador, ¿no la propuso hace treinta años más o menos un escritor de ciencia-ficción?

Joris asintió con la cabeza.

—Al parecer, ellos casi siempre tienen las mejores ideas, ¿verdad? De todos modos, un sistema así no puede funcionar hasta que recuperen las comunicaciones, y para eso faltan aún, creo, un mes o dos. A lo mejor a esas alturas lo entendemos mejor.

Después de cenar, los ufanos padres de Natasha tuvieron que presumir ante Joris de las habilidades natatorias de su pequeña, y Beatrix se empeñó en que su hijo se retirase a dormir a la vez que la criatura, pues, dado que había recorrido medio mundo en avión desde la última vez que había visto una cama, ya era hora de que descansara.

En consecuencia, Ranjit no tuvo oportunidad de pedir su asesoramiento. Cuando Tashy y su esposa se sumieron en un sueño profundo, se puso a ver con inquietud las noticias, sentado en el vestidor y con el volumen lo bastante bajo para no despertarlas. El Consejo de Seguridad había hecho pública una nueva serie de advertencias severas a las naciones que se hallaban sumidas en una de aquellas guerras menores o parecían estar a punto de entablar una, y aunque no mencionó de forma explícita el Trueno Callado, a Ranjit no le cabía la menor duda de que ninguno de los beligerantes había pasado por alto tamaña amenaza. No pudo por menos de preguntarse si no habría errado al declinar la oferta de Gamini. Todo parecía indicar que Pax per Fidem se hallaba donde estaba la acción, cosa que no podía decirse, precisamente, de Colombo.

Irritado, apagó las noticias, y pensó que bien podía tratar de descansar y hablar con Joris a primera hora del día siguiente, antes de que tuviese que marchar de nuevo al lugar donde se estaba construyendo la terminal. En aquel momento, no obstante, llegó a él una música tenue de origen desconocido, y decidió ponerse la bata e ir a investigar. Sentado en la terraza que daba al jardín se hallaba su antiguo profesor, bebiendo de un vaso largo y observando la Luna mientras sonaba suave la radio. Al ver a Ranjit, le sonrió con cierto embarazo.

—Me has pillado. Estaba pensando en qué lugar me gustaría aterrizar… De aquí a cinco o seis años, claro, cuando esté operativo el Skyhook y pueda viajar hasta allí. Al mare Tranquilitatis, o al Crisium, o quizás a algún lugar de la cara oculta, por darme pisto. Siéntate, Ranjit. ¿Te apetece tomar algo?

Sí que le apetecía, y Joris tenía allí todo lo necesario. Al recibir el vaso que le ofrecía éste, Ranjit señaló con un gesto el satélite, que se mostraba punto menos que en lleno, y tan claro que casi permitía leer a su luz.

—¿De verdad crees que vas a poder hacer eso? —le preguntó.

—No lo creo: lo garantizo —le prometió Vorhulst—. Tal vez el ciudadano medio vaya a tardar más tiempo en tener la posibilidad de comprar un billete; pero no es mi caso. Yo tengo un puesto importante en el proyecto, y el cargo tiene sus privilegios. —Tomando nota de la expresión algo burlona que había asomado al rostro de Ranjit, añadió—: ¿Qué pasa? ¿No te esperabas que fuese capaz de aprovecharme de mi posición para conseguir algo que ansío? Pues que sepas que para la mayoría de los casos es así; sin embargo, los viajes espaciales son otro cantar: si para ir a la Luna hubiese que robar bancos, allá que iría yo a asaltarlos.

Ranjit meneó la cabeza.

—Ojalá a mí me gustase mi trabajo como a ti el tuyo —observó, sintiendo una punzada que sólo podía calificar de envidia.

El doctor Vorhulst estudió con la mirada al joven que, en otro tiempo, se había sentado entre sus alumnos.

—Tómate otra copa —le ofreció, y a continuación, mientras combinaba los ingredientes, agregó—: Y ya que estamos aquí, ¿por qué no me cuentas cómo te va en la universidad?

Ranjit, de hecho, no veía la hora de hacerlo. Y si no necesitó mucho tiempo para desahogarse ante su antiguo profesor, a éste le costó aún menos formarse una idea de cuáles eran sus problemas.

—Vamos a ver —dijo él en tono reflexivo mientras volvía a llenar los vasos—: Empecemos por lo más importante. Problemas para llenar la clase no tienes, ¿verdad?

El discípulo meneó la cabeza.

—Para el primer seminario, había una lista de espera de treinta o cuarenta alumnos que se habían quedado fuera.

—Y ¿qué los llevó a matricularse? Tu reputación de buen profesor no fue, ya que, aunque puedas serlo, ellos aún no habían tenido la oportunidad de averiguarlo. Tampoco es que de la noche al día se hayan puesto de moda las matemáticas más abstrusas: lo que los movía era tu propia persona, y la perseverancia con que pasaste años desentrañando aquel problema. ¿Por qué no los enseñas a hacer lo que hiciste tú?

—Lo he intentado —respondió él con aire lúgubre—; pero me dijeron que eso ya me lo habían oído en otras ocasiones.

—De acuerdo —repuso Joris—. En ese caso, ¿por qué no les muestras, paso a paso, el modo como otras personas han resuelto problemas semejantes?

Ranjit lo miró con un asomo de esperanza.

—Ajá… —dijo—. Sí, tal vez. Sé mucho de los intentos de resolver el teorema de Fermat que hizo Sophie Germain. Al final no lo logró, claro; pero supo recorrer parte del camino.

—Estupendo —señaló Joris con satisfacción, aunque Ranjit se había sumido en sus pensamientos.

—¡Espera! —exclamó, embargado de pronto por la emoción—. ¿Sabes lo que puedo hacer? Podría centrarme en uno de los grandes problemas a los que nadie ha dado solución hasta ahora. Pongamos por caso el planteamiento que hizo Euler de la hipótesis de Goldbach: para explicarlo, apenas hace falta usar bisílabos que puede entender todo el mundo, y sin embargo, nadie ha sido capaz nunca de presentar una demostración. Lo que proponía Goldbach…

—Por favor —pidió el otro alzando una mano—, ahórrate explicarme lo que pensaba ese tal Goldbach. Aunque sí que parece una buena idea. Podrías plantearlo como un proyecto académico en el que trabajasen, codo a codo, alumnos y profesor. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor acabáis resolviéndolo!

Ranjit soltó una carcajada.

—¡Claro, cuando llueva hacia arriba! De todos modos, los que se matriculen tendrán la oportunidad de saber, cuando menos, lo que supone tratar de resolver un enigma de esa envergadura, y eso servirá para mantener su atención —sentenció con un gesto satisfecho de asentimiento—. ¡Voy a intentarlo! Bueno, Joris, se está haciendo tarde, y tienes que madrugar; así que muchas gracias, pero deberíamos dar por concluida la velada.

—Más nos vale, antes de que me sorprenda levantado mi madre —admitió él—. Pero todavía hay otra cosa de la que quería hablarte, Ranjit.

El joven, que había hecho ademán de ponerse en pie para marcharse, se detuvo con las manos apoyadas en los brazos del asiento, a punto de impulsarse con ellas hacia arriba.

Ajá.

—He estado pensando en el comité de nuestra querida Pax per Fidem al que te invitaron a unirte, y se me ha ocurrido que tal vez al ascensor le venga bien algo así. Me refiero a alguna celebridad que esté pendiente de lo que hacemos y se lo haga saber al mundo de cuando en cuando. Celebridades como tú, Ranjit. ¿Podrías plantearte…?

El no lo dejó acabar.

—Sea cual sea la pregunta, la respuesta es sí. Al fin y al cabo, ¡me acabas de salvar la vida!

Y «sí» fue la respuesta, y lo cierto es que, en el futuro, Ranjit iba a tener la oportunidad de maravillarse del modo como acabaría por cambiarle la vida aquella sencilla palabra.

A algunos años luz de allí, las vidas de los ciento cuarenta mil unoimedios que conformaban la flota destinada a acabar con la población terrícola se hallaban también a punto de experimentar un cambio de consideración.

Conforme a los cálculos de los archivados que ejercían de navegantes suyos, a aquella expedición de asalto apenas le quedaban trece años terrestres para emprender su ataque a la malhadada especie humana. Aquel detalle no era de desdeñar para los unoimedios, por cuanto significaba que había llegado el momento de dar principio a una acción importante.

En consecuencia, en toda la flota, en el último rincón de cada una de las naves, pudieron verse representantes de la dotación técnica comprobando cada uno de los instrumentos y las máquinas que se encontraban en marcha en aquellos instantes, a fin de desactivar la mayor parte. Sistema principal de propulsión: apagado; lo que quería decir que la flota quedó navegando a la deriva en dirección a la Tierra, aunque había alcanzado ya una velocidad tal que, en virtud de las leyes de Einstein, resultaba por demás difícil y punto menos que superfluo lograr una aceleración mayor. Filtros de residuos aéreos: apagados; por lo tanto, las exhalaciones de los unoimedios comenzarían de inmediato a contaminar el aire que respiraban. Cargadores de transformadores: apagados. Haces de búsqueda: apagados; y también quedaron inactivos los instrumentos que supervisaban el funcionamiento de toda la maquinaria que no podía apagarse siquiera brevemente.

De súbito, la expedición había dejado de ser una flota de naves de guerra que avanzaban a plena marcha con rumbo a un lugar de conflicto para transformarse en una colección de aparatos abandonados a su suerte, casi impotentes y cercanos al punto en el que bien podían embestir unos contra otros por causa del azar. Aquella situación no podía mantenerse mucho tiempo, aunque los unoimedios no necesitaban prolongarla demasiado: no bien anunció la tripulación que había quedado desconectado cuanto podía quedar inactivo, los ocupantes de las naves comenzaron a desprenderse de todas las piezas de las armaduras que los protegían y del resto de elementos que los ayudaban a vivir para dar rienda suelta a sus deseos sexuales del modo más desenfrenado que hubiese podido imaginar ninguno de los de su raza.

Y así estuvieron durante una hora aproximadamente. Entonces, aquellas pálidas criaturas orgánicas volvieron a encaramarse con precipitación al interior de sus protecciones, y la dotación técnica de cada una de las naves deshizo a la carrera los pasos que había seguido a fin de volver a activar cuanto había dejado apagado, poniendo así fin a la orgía.

¿Qué los había llevado a conducirse de ese modo? Algo que a la mayoría de los humanos no le habría costado entender. Pese a que el aspecto de los unoimedios, ya estuvieran revestidos de su coraza, ya desprendidos de ella hasta quedar al aire sus menudos cuerpos orgánicos atrofiados, no se asemejaba en nada al de los humanos, lo cierto es que unos y otros tenían algún que otro rasgo en común. Y así, ninguno de aquéllos quería morir sin dejar descendientes que ocuparan su lugar. En la contienda que los esperaba había probabilidades claras de que perdieran la vida algunos de ellos, si no todos, y de aquel apareamiento colectivo saldrían muchas (tal vez la mayoría, con un poco de suerte) hembras preñadas. Los quince años terrestres que faltaban para aquel conflicto final constituían el tiempo mínimo que iban a necesitar ellas para dar a sus desdichados engendros a las máquinas de cría, y éstos para crecer y madurar hasta alcanzar la pubertad.

Confiados en este hecho, sus padres podían permitirse lanzar el ataque. Los humanos, sin embargo, desconocían todo esto, y en consecuencia, cada uno de los nueve mil millones de almas que integraban su especie siguió inmersa en sus quehaceres diarios habituales, sin saber que quienes nacieran en adelante en su seno apenas podían albergar la esperanza de experimentar las primeras vislumbres de madurez sexual antes de que los barriesen de la faz de la Tierra.