En la Tierra reinaban el caos y el desasosiego. Un caos festivo, todo sea dicho, ya que a pocos de los habitantes del planeta había afligido el derrocamiento del Dirigente Adorable, hombre tímido, dado a prodigar encantadoras proclamaciones de disculpa y poseedor, sí, de un ejército de un millón de soldados bien pertrechado de cohetes y armas nucleares. No obstante, la alegría no lograba acallar las preguntas. ¿Qué derecho tenía Estados Unidos a destruir a otra nación? Y ¿cómo diablos lo había hecho?
Nadie parecía dispuesto a dar una respuesta. El Gobierno estadounidense se limitó a asegurar que estaba estudiando el asunto y que pensaba hacer pública una declaración oficial al respecto; pero no dijo cuándo. Los científicos militares de todo el mundo rabiaban por disponer de los restos del Trueno Callado a fin de poder estudiarlos. Aun así, el único rastro que dejó aquella arma fue una bruma de partículas de metal líquido al rojo blanco que no tardaron en enfriarse.
Las agencias de noticias hacían cuanto podían por informar de lo ocurrido. Una hora después de que el Trueno Callado hubiese apagado de un soplo la Corea del Norte del Dirigente Adorable, tenían helicópteros llegados del país meridional vecino y del Japón sobrevolando aquella zona cuyos aparatos electrónicos habían quedado mudos. Pese al silencio, había mucho que ver; y así, sus cámaras tomaron vistas de la multitud que se arremolinaba en las avenidas, amplias y por lo común desiertas, de Pyongyang; de los grupos, mucho menos nutridos, que permanecían impotentes al lado de sus aeroplanos inutilizados en bases aéreas no menos superfluas, y de los conjuntos, aún menores, que, ebrios por la ira y la confusión, trataban de desfogarse descargando contra los intrusos sus insignificantes armas.
Algunos camarógrafos recogieron otras imágenes, como, por ejemplo, las de otros helicópteros que se alzaban fuera del alcance de cualquiera que pudiese llevar armas ligeras. Aunque provenían de las mismas ciudades que los periodistas, tenían una misión diferente: la de informar a la población merced a los potentes altavoces de que estaban dotados. En cada uno de ellos viajaba un antiguo refugiado norcoreano, de uno u otro sexo, encargado de hacer llegar a su pueblo o barrio de procedencia, tras presentarse por su nombre, el siguiente mensaje cuatripartito:
El reino del llamado Dirigente Adorable ha llegado a su fin, y él va a ser juzgado por los crímenes cometidos: traicionar, maltratar y hacer pasar hambre a toda una generación de nuestras gentes.
El Ejército norcoreano ha quedado disuelto y no está en condiciones de actuar. Nadie va a atacaros, y los soldados son libres de regresar a sus hogares y a las ocupaciones que ejercían en tiempo de paz.
En este momento, viene hacia aquí un suministro abundante de víveres y otros productos de primera necesidad. Desde ahora, todos y cada uno de vosotros disfrutaréis de por vida de una dieta que os permita subsistir y crecer.
Por último, todos tenéis, desde ahora, el derecho de elegir, mediante votación secreta, a la persona encargada de gobernaros.
A esto añadían muchos de los locutores, a menudo con el rostro empapado en lágrimas:
—Y otra cosa: ¡por fin vuelvo a casa!