Aunque en los documentos del Pentágono tenía su propio nombre, quienes lo inventaron, quienes lo construyeron y quienes lo pusieron en marcha lo conocían como el Trueno Callado.
Amparado por la oscuridad de la noche, el aparato despegó del lugar en el que había sido creado, el viejo campo de aviación que la compañía Boeing poseía en las afueras de Seattle (Washington), y puso rumbo al oeste a una velocidad que alcanzó sin dificultades los mil kilómetros por hora. Si volaba en aquel momento del día no era para evitar ser visto por ningún enemigo, pues tal cosa era imposible ya que todo el mundo, hostil o amigable, tenía el cielo plagado de satélites de observación con los que seguir cada uno de los movimientos del resto del planeta. Sea como fuere, aún no había clareado cuando, varias horas más tarde, acabó de cruzar el Pacífico y cayó («como una piedra», según definición del piloto) hasta quedar a nivel del mar. Una vez allí, se deslizó sobre las aguas que se extendían entre las islas de Honshu y Hokkaido y entró así en el mar del Japón.
Fue entonces cuando la nocturnidad se trocó en ventaja para la dotación del Trueno Callado, pues al impedir que fuera visto con nitidez por los periodistas de ninguna de las islas, evitaría que su imagen se colara en las casas de todos los espectadores a la hora del desayuno. Los radares de las modestísimas fuerzas armadas japonesas de Aomori y Hakodate se iluminaron, claro, a su paso; pero poco importaba: la nación carecía del armamento necesario para hacer frente a algo como aquello, y de todos modos, doce horas antes, en el más estricto de los secretos, se había notificado a los generales nipones que Estados Unidos tenía intención de enviar una aeronave experimental, y se les había hecho saber que la nación estaría por demás agradecida si hacían la vista gorda.
Una vez internado en el mar del Japón, el Trueno Callado volvió a alzarse hasta alcanzar los doce mil metros. Las costas occidentales de aquellas aguas eran, efectivamente, rusas, y los radares en ellas apostados, mucho más numerosos y potentes, por supuesto, que los del Japón. No obstante, los espadones de aquel Estado tampoco se alertaron, pues sabían que dicho aparato no representaba amenaza alguna (al menos para ellos).
Cuando el piloto y el navegante coincidieron en que habían alcanzado su objetivo, el Trueno Callado redujo la velocidad al mínimo necesario para mantenerse en el aire y comenzó a poner en batería su armamento. Éste no era más que una bomba nuclear de modesto rendimiento y un tubo de cobre hueco que apenas alcanzaba el ancho de un cuerpo humano. Y aunque tales elementos habrían desconcertado incluso a los especialistas militares de dos lustros antes, eran cuanto necesitaba el aparato para hacer su trabajo.
En el sistema de orientación de aquel ingenio apareció un mapa de la Corea del Norte del Dirigente Adorado, y sobre él, un óvalo largo y estrecho que representaba la huella del arma. Con todo, ninguno de los seres humanos que tripulaban el Trueno Callado tenía la mirada puesta en él de manera directa, por la sencilla razón de que allí dentro no había nadie: su capitán y el resto de la dotación se hallaban en Washington, y lo observaban desde una pantalla de televisión.
—Correcto, en mi opinión —dijo el piloto, de origen estadounidense, al bombardero, quien curiosamente era de nacionalidad rusa—. Despliegue el demarcador.
—De acuerdo —respondió éste con los dedos en el teclado numérico.
En torno a los límites del óvalo comenzaron a hacerse visibles formas negras que coincidían con el curso del río Yalu, al norte y al oeste, y al sur y al este, con la frontera surcoreana y con el litoral del Pacífico. No representaban, obviamente, nada tangible, pues nada hecho de materia alguna podría resistir tal cometido. De hecho, la creación de los campos electrónicos que iban a desempeñar la función de delimitador había constituido una de las partes más complicadas de la construcción del Trueno Callado.
—Hecho —comunicó el bombardero al piloto.
—¿Seguimos en posición? —preguntó entonces este último al navegador chino para santiguarse en cuanto oyó su respuesta afirmativa (pues, si bien se tenía por católico no practicante, seguía habiendo ocasiones en que se sentía tan devoto como el que más)—. Dispare —ordenó al bombardero.
A continuación, por primera vez en la historia del mundo, perdió la guerra una nación (de forma total e irrevocable) sin que hubiera un solo herido.
En realidad, tal cosa no es del todo cierta, pues en los dominios gobernados por el Dirigente Adorable murieron algunos enfermos de corazón que, por desgracia para ellos, llevaban marcapasos en el momento de la explosión electromagnética, portadora de más energía que un relámpago (con todo, los únicos norcoreanos que disfrutaban de la posibilidad de adquirir avances tecnológicos tan costosos —tan «occidentales»— eran, casi en su totalidad, oficiales de alta graduación a los que, por cierto, nadie echó de menos). También hubo un puñado de desventurados que volaban en avioneta en aquel momento y también perecieron al estrellarse en consecuencia (y que, al ocupar puestos tan elevados como los anteriores, tampoco fueron objeto de duelo). En total, el último cambio de régimen de Corea del Norte se produjo con muchas menos víctimas que las que tenían lugar cualquier fin de semana en las carreteras de Occidente.
Bastó una fracción de segundo para que quedasen inutilizados todos los sistemas telefónicos del Dirigente Adorable. Las más de sus líneas eléctricas sufrieron cortocircuitos, y toda arma de complejidad mayor que una escopeta quedó condenada a no efectuar jamás un solo disparo (y el país poseía una cantidad ingente de todo género de armas). Sin teléfono ni radio, nadie podía saber lo que estaba ocurriendo sino hasta donde alcanzaba la voz. La nación había dejado de ser una amenaza para nadie, porque en aquel trozo de tierra no había quedado nada que pudiese considerarse nación en toda regla.
En aquella guerra inexistente se dio, cierto es, una batalla de escasa envergadura. El causante fue un coronel obstinado apostado en las afueras de Kaesong. Incapaz de comprender, claro, lo que estaba ocurriendo, reconoció al menos que sus fuerzas se hallaban en peligro, e hizo lo que habrían hecho muchos de cuantos gozaban de su misma graduación: repartió entre sus hombres los pocos fusiles y pistolas que aún estaban en condiciones de hacer fuego y les ordenó atacar en dirección a la frontera.
No llegaron muy lejos. De hecho, ni siquiera pudieron alcanzar la mitad de los densos campos de minas que protegían la línea de demarcación entre naciones. Media docena de cuantos avanzaban en primera línea murieron al estallar éstas, y una veintena más, cuando las tropas surcoreanas comenzaron a disparar al verla aproximarse. Poco después bajaron las armas al ver que los atacantes seguían acercándose, pero con paso mucho más lento y cauto y las manos sobre la cabeza.
A esas alturas, todo el planeta había empezado a tener noticia de cuanto estaba ocurriendo. Y también fuera de nuestro planeta estaban tomando nota.
El resto de la galaxia sólo oyó el fragor electrónico de aquella arma cuando llegó hasta ellos con la lentitud (trescientos mil kilómetros por segundo, o ciento ochenta y seis mil millas, que seguían diciendo los más anticuados y los estadounidenses) propia de la luz. La flota de los unoimedios, que se hallaba a quince años luz de la Tierra en aquel momento, acabó por toparse con aquel estruendo, y supo que lo habían originado los mismos seres a los que ellos iban a aniquilar.
Con todo, los terrícolas no tenían noticia alguna de este hecho, como ninguno de los archivados, ni de ninguna otra raza de cuantas se hallaban sometidas a la hegemonía de los grandes de la galaxia, tenía conocimiento de lo que acababa de ocurrir en Corea del Norte. En consecuencia, al oír aquel estridente eructo electrónico, extrajeron conclusiones razonables aunque no por ello menos erróneas. En realidad, hicieron falta años para que aquel ruido blanco electromagnético llegase a los planetas en que habitaba cualquiera de tales especies, y en particular a aquel repliegue de las corrientes de materia oscura que servía de hogar al grupo más cercano de grandes de la galaxia. Y lo cierto es que esto último no tuvo un efecto muy positivo; de hecho, pudo llegar a tener consecuencias trágicas, muy trágicas.
El motivo era la naturaleza del arma que sus propietarios llamaban Trueno Callado. Hasta aquel momento, los ingenios militares humanos no habían supuesto peligro alguno para ellos: poco podía su efecto, al depender de explosiones químicas o nucleares, preocupar a aquellos seres no bariónicos. Las partículas con que funcionaba el Trueno Callado, sin embargo, eran harina de otro costal, por cuanto podían hacer mucho daño a parte del arsenal de los grandes de la galaxia. No la menudencia primitiva que acababa de dejar fuera de combate al Dirigente Adorable, por supuesto, sino las variantes mucho más avanzadas que, sin lugar a dudas, iban a desarrollar en breve aquellos latosos humanos si se lo permitían. Y por descontado, no iban a permitírselo, siendo así que ya habían hecho las diligencias necesarias para exterminarlos por entero. Consumado este cometido, habrían acabado con el problema.
Lo que significa, por citar las palabras que puso hace mucho el célebre William Schwenck Gilbert en boca de Ko-Ko a fin de justificar sus infracciones ante el emperador japonés en la ópera El mikado: «Cuando se da una orden, es como si ya se hubiese ejecutado; por tanto, ya se ha ejecutado». Hasta aquel momento, los grandes de la galaxia no habían acabado de resolver, en cierto sentido, la cuestión de si debían o no aniquilar a la especie humana. Ello es que, si bien habían dado las instrucciones oportunas para que así se hiciera, no habían dejado de examinar la situación con la esperanza, remota, de que cambiasen las circunstancias y les fuera preferible invalidar la orden.
Aquello, sin embargo, acabó de decidirlos a dar por imposible tal contingencia: no había motivo alguno que justificase el que siguieran rompiéndose la cabeza (de haberla tenido, claro) con aquella cuestión. Por consiguiente, la borraron de su conciencia (o de sus conciencias) para centrar su atención en asuntos más urgentes y, sin lugar a dudas, más entretenidos. El primer lugar de la lista lo ocupaba una enana blanca que estaba en sazón para robar a la gigante roja más próxima la suficiente materia para convertirse en una supernova de la clase Ia; el segundo, ciertas comunicaciones recibidas de quienes desempeñaban en otras galaxias una función semejante a la suya, a las que habían de dar, cuando menos, el enterado, y el tercero, la pregunta de si debían destacar otra fracción de sí mismos, semejante a la que hemos llamado Bill, al objeto de que estudiase de cerca una galaxia menor que se movía a gran velocidad y en una órbita que podía llevarla a chocar con la suya propia en cualquier momento (es decir, antes de que transcurriesen cuatro o cinco millones de años).
Relegado al final de aquella relación quedó, por lo tanto, todo lo que tuviese que ver con aquel planetita repulsivo que sus ocupantes llamaban Tierra. ¿Por qué iban a tener que preocuparse? La experiencia, al fin y al cabo, no carecía de precedentes, pues en los miles de millones de años que llevaban, quiérase o no, erigidos en señores supremos de aquella parte del universo habían conocido unas doscientas cincuenta y cuatro especies igual de peligrosas, de las cuales habían acabado con unas doscientas cincuenta y una. A las otras tres, por haber incurrido en transgresiones menores, habían acabado por darles una segunda oportunidad.
Nada indicaba que la especie humana fuese a ser la cuarta.