La Costa Este de Estados Unidos podía considerarse el centro del poder, el Gobierno y la cultura de la nación (lo cual dependía, por supuesto, de la ciudad de dicho litoral que se tomara como ejemplo: Nueva York, Washington o Boston). Sin embargo, había un aspecto nada desdeñable en el que era, sin lugar a dudas, inferior a la otra orilla del subcontinente norteamericano. Lo que cautivó a los Subramanian de California no fueron las palmeras y las flores que se abrían por dondequiera, pues, al fin y al cabo, su isla natal rebosaba en vegetación exótica; sino, por encima de todo, la calidez del clima. El frío nunca llegaba a ser desagradable, y en especial en torno a la zona de Los Ángeles, en donde, en realidad, nunca llegaban a bajar de veras las temperaturas.
En consecuencia, Pasadena, que era el lugar en que habría de trabajar Ranjit, resultó ser un lugar excelente para vivir. Si se hacía caso omiso, claro está, del peligro de terremotos, de incendios capaces de arrasar barrios enteros durante un año de sequía, o de inundaciones que podían arrastrar los que hubiesen sido erigidos en terreno escarpado por estar construidas ya todas las áreas llanas, y que parecían siempre dispuestas a hacerlo cada vez que un fuego relativamente menos violento acababa, durante la temporada seca, con la cantidad de maleza necesaria para debilitar la estabilidad de que pudiera gozar el terreno sobre su sustrato.
Todo eso era lo de menos: a la postre, bien podía no llegar a suceder, al menos antes de que la familia hubiese hecho las maletas para trasladarse a otro lugar. Entre tanto, aquel sitio era excelente para ver crecer en él a una criatura. Así, mientras Myra empujaba el carrito de Natasha en dirección al supermercado más cercano para encontrarse con otras muchas madres en la misma situación, no pudo por menos de convencerse de que jamás se había sentido tan afortunada.
Ranjit, por su parte, albergaba ciertas dudas.
Verdad es que la parte positiva de su estancia en el sur de California le encantaba tanto como a Myra, y que disfrutaba como ella de las excursiones que hacían a los lugares de interés de la zona, tan diferentes de los de Sri Lanka, como las pozas de alquitrán del Rancho La Brea, situadas en el centro de la ciudad, y en las que habían quedado atrapadas generación tras generación de bestias milenarias, conservadas así para admiración de aquellos seres humanos de bien entrado el siglo XXI; los estudios cinematográficos, pródigos en visitas guiadas y exposiciones (Myra se había mostrado renuente a llevar a Tashy a un lugar tan arriesgado, aunque al final, la niña acabó por pasarlo en grande); el observatorio Griffith, dotado de sismógrafos y telescopios, así como de un colosal merendero desde el que se dominaba la ciudad…
Era su trabajo lo que no le gustaba. Le aportaba todo lo que T. Orion Bledsoe le había prometido, ¿a qué negarlo?, y también cierto número generoso de cosas que Ranjit ni siquiera había esperado. Disponía de su propio despacho privado, espacioso (de tres metros por más de cinco) aunque sin ventanas (ya que, como el resto de las instalaciones en que operaba, se hallaba a más de veinte metros por debajo del nivel del suelo), y amueblado con un escritorio de grandes dimensiones y un amplio sillón de piel, amén de otros asientos más modestos, destinados, junto con una mesa de madera de roble de excelente acabado, a visitas y reuniones. Asimismo, contaba con al menos tres terminales informáticos desde los que tenía acceso ilimitado a casi todo. Ahora sólo le hacía falta pulsar unas cuantas teclas para obtener ejemplares de cualquier publicación matemática del planeta. Además de las revistas, impresas cuando era posible o en edición electrónica cuando la editorial no usaba otro medio de distribución, recibía traducciones (carísimas, aunque costeadas por la agencia, que parecía disfrutar de una cuenta bancaria inagotable) de por lo menos el sumario de las que veían la luz en lenguas que Ranjit ni siquiera albergaba la esperanza de llegar a comprender algún día.
Lo que no tenía gracia era que, en realidad, no tenía nada que hacer. Los primeros días sí hubo cierto ajetreo, ya que lo llevaron a los lugares en los que se generaba el papeleo a fin de crear algunos documentos más en su honor: tarjetas de identificación, escritos que firmar y todas las fruslerías inevitables de cualquier empresa de relieve del siglo XXI. Y luego, nada.
Cuando tocaba a su fin el primer mes, Ranjit, que no era precisamente un ser gruñón, se levantaba de mal humor casi todos los días laborables. Tenía, eso sí, un paliativo: una dosis de Natasha, sumada a una de Myra, según prescripción, solía bastar para paliar los síntomas antes de que hubiese acabado el desayuno, aunque lo cierto es que cuando volvía a casa a comer se habían vuelto a manifestar. Huelga decir que se deshacía en disculpas:
—No quiero hacéroslo pagar a Tashy y a ti, Myra; pero aquí no hago otra cosa que perder el tiempo. Nadie me dice qué es lo que tengo que hacer, y cuando encuentro a alguien a quien preguntárselo, me responde en tono de deferencia fingida: «De eso debería encargarme yo, ¿no?».
Sin embargo, después de cenar, mientras bañaba a la pequeña, le cambiaba el pañal o jugaba con ella haciéndola saltar sobre una rodilla, le resultaba imposible mantener su enojo. De hecho, desplegaba su jovialidad habitual hasta que llegaba la hora de levantarse de nuevo para no trabajar.
Tal estado de depresión se agudizó más aún al concluir el segundo mes, y ya no se mitigaba con tanta facilidad:
—¡Es peor que nunca! —exclamó, o por mejor decir: repetía a su esposa un día tras otro—. Hoy he acorralado a Bledsoe (no es cosa fácil, porque casi nunca está en su despacho), y le he preguntado qué clase de trabajo se supone que debería estar haciendo. Y con mirada asesina ¿sabes lo que me ha dicho?
»—Si consigue averiguarlo, haga el favor de ponerme al corriente.
»Parece que los de arriba le dieron órdenes de contratarme, pero sin revelarle cuál iba a ser mi misión.
—Te querían porque eres famoso y aportas distinción a la operación —le hizo saber ella.
—Puede que tengas razón: yo también lo había pensado. Pero no lo creo, el proyecto es tan secreto que nadie sabe siquiera a quién tiene trabajando en el despacho de al lado.
—Entonces, ¿estás pensando en dimitir?
—Mmm… Bueno, no sé. En realidad, no sé si puedo, porque, además de que no estoy demasiado seguro de lo que he firmado, se lo prometí a Gamini.
—En ese caso —repuso Myra—, tendrás que hacer algo para acostumbrarte al puesto. ¿Por qué no resuelves el enigma de N es igual a NP del que hablabas? De todos modos, mañana es sábado: ¿por qué no llevamos a Tashy al zoo?
El zoológico, por supuesto, resultó ser una gozada, aunque en el resto del mundo las cosas no habían mejorado en absoluto. ¿Qué estaba ocurriendo? Pues en Argentina, por ejemplo, el ganado vacuno, tan copioso en la región, sucumbía a millares por causa de una nueva variante del virus de la lengua azul. Se acababa de confirmar que la plaga la había producido una cepa modificada para emplearse como arma biológica, aunque aún no se sabía quién la había desatado. Algunos de los de la agencia atribuían la responsabilidad a Venezuela o a Colombia, por cuanto las autoridades argentinas habían tenido no poco peso en la fuerza internacional que estaba tratando de separar a los ejércitos de ambas naciones, cuya inquina se habían atraído pese al escaso éxito de la empresa. El resto del planeta seguía tan alterado como siempre. En Iraq, las explosiones de coches bomba y las decapitaciones ponían de relieve que las dos ramas enfrentadas del islamismo pretendían garantizar la existencia de un solo credo mahometano mediante el exterminio del otro. En África, el número de guerras reconocidas con carácter oficial había aumentado a catorce, exclusión hecha de varias docenas de refriegas tribales. En Asia, la Corea del Norte del Dirigente Adorable publicaba un comunicado tras otro a fin de acusar al resto de estados de propagar infundios en su contra.
Sin embargo, en Pasadena no había nadie luchando contra nadie, y la pequeña Tashy Subramanian no dejaba de ser la delicia de sus padres. ¿Qué otra criatura intentaba darse la vuelta en la cuna a una edad tan temprana? ¿Y cuál dormía de forma tan precoz casi toda la noche de un modo tan continuado? Myra y Ranjit no abrigaban la menor duda de que Natasha estaba llamada a ser una persona de gran inteligencia, por más que el doctor Jingting Jian, el pediatra que habían encontrado gracias a la ayuda del servicio consultivo de la agencia, asegurase que no cabía decir nada del intelecto de un niño hasta que hubiera alcanzado, cuando menos, los cuatro o los cinco meses de edad.
Pese a las lagunas que parecía tener acerca de aquel particular, el doctor Jian resultaba ser un especialista muy confortador, siempre dispuesto a dar consejos relativos a la diagnosis del llanto infantil e indicarles qué variantes exigían la actuación inmediata de los padres y cuáles requerían hacer caso omiso de la criatura hasta que se hubiese cansado de llorar. Aun tenía grabaciones de muchos de los estilos posibles de llanto para ayudarlos a distinguir unos de otros. De hecho, el equipo asesor había hecho todo cuanto cabía hacer por Myra y Ranjit. Habían puesto a su nombre el hermoso apartamentito en que vivían, situado en una urbanización cerrada y dotado de cuatro habitaciones, lavadora y secadora, acceso a la piscina comunitaria y una terraza ornada de flores con vistas a la ciudad de Los Ángeles, así como de uno de los elementos más necesarios en los tiempos que corrían: un servicio de vigilancia de veinticuatro horas encargado de comprobar todas las salidas y entradas. Por si fuera poco, los habían ayudado a elegir la mejor lavandería, el mejor establecimiento de reparto de comida rápida, los mejores bancos y las mejores agencias de alquiler de automóviles (cosa necesaria hasta que se decidieran a adquirir un par de vehículos propios, momento que, sin embargo, no había llegado todavía).
Incluso habían proporcionado a Myra el nombre de tres agencias distintas de asistentas, pero a la postre ella las había rechazado a todas.
—El apartamento no es muy grande —dijo a Ranjit—. ¿Qué hay que hacer: pasar la aspiradora, cocinar, hacer la colada, lavar los platos…? No es gran cosa, para nosotros dos.
Él estuvo de acuerdo.
—Seguro que te las arreglas —anunció, haciéndose así merecedor de una mirada glacial de ella, quien corrigió:
—Seguro que nos las arreglamos. Veamos: yo voy a encargarme de la cocina, que se me da mejor que a ti, y tú podrías lavar después la vajilla, ¿verdad? En cuanto a la ropa… Sabes cómo funcionan la lavadora y la secadora, ¿no? De todos modos, en las instrucciones lo explican todo a la perfección. Y en lo que respecta a cambiar a la niña y darle de comer, cuando estés en casa podemos turnarnos, y cuando no, lo hago yo.
Uno a uno, fueron repasando todos los quehaceres domésticos, desde cambiar bombillas o reponer los rollos de papel higiénico hasta el pago de las distintas facturas. No resultó difícil, pues ninguno de ellos deseaba tener al otro atado a una labor que lo mantuviese alejado de sí un minuto más de lo necesario y lo privara así de su voz y su compañía.
En aquel momento, la flota de los unoimedios navegaba por el espacio a su velocidad máxima, que equivalía a la de la luz multiplicada por 0,94 (es decir, 0,94c). En la escala temporal de la mayoría de los seres extraterrestres, estaban a punto de llegar a su destino. Sin embargo, comoquiera que la humanidad desconocía este hecho, los nueve mil millones de personas que la conformaban siguieron ocupándose de sus menesteres cotidianos.
Entonces, cierta noche, mientras los Subramanian acababan de lavar los platos después de la cena, llamaron al portero automático.
—¿Señor Subramanian? Soy Henry, el conserje. Hay aquí un señor que pregunta por usted. No ha querido dar su nombre, pero dice que usted sabrá quién es si le digo que es el ex novio de Maggie. ¿Lo hago pasar?
—¡Gamini! —gritó Ranjit dando un salto—. ¡Claro que sí! Deje entrar a ese hijo de perra, pero pregúntele antes qué va a querer beber.
Aun así, cuando llegó el visitante pudieron comprobar que no se trataba de Gamini Bandara, sino de un hombre mucho mayor que llevaba un maletín cerrado encadenado a la muñeca derecha. Lo abrió y, sacando de él un circuito integrado, se lo entregó a Ranjit.
—Reprodúzcalo, si es tan amable —le pidió—. Yo no estoy autorizado a verlo; así que esperaré fuera. En cambio, la señora Subramanian sí tiene permiso, y —añadió con una sonrisa educada— no me cabe dudar de que la pequeña no va a revelar ningún secreto.
Una vez que el mensajero se retiró al pasillo, Myra introdujo el circuito en el reproductor, y entonces apareció Gamini en la pantalla con gesto sonriente.
—Siento haber tenido que usar esta artimaña de novela negra, pero estoy andando en la cuerda floja. Estamos respondiendo ante cinco gobiernos nacionales diferentes, además del personal de seguridad de la propia ONU, y… Bueno; ya os lo contaré todo en otra ocasión. El caso es que el otro trabajito del que habíamos hablado está ya disponible, en caso de que lo quieras. Dudo que digas que no: tendrías que estar muy loco. De todos modos, antes de responder todos los interrogantes, aún tiene que ocurrir una cosita… No, no: a decir verdad, lo que tiene que ocurrir es grandísimo. No puedo decirte lo que es, pero lo sabrás cuando lo veas en las noticias, y entonces podrás despedirte de Pasadena. Relájate, Ranjit: eso es lo único que me dejan decir los servicios de información, aparte de que os quiero a todos.
Y con esto volvió a apagarse la pantalla.
Diez minutos más tarde, después de que el mensajero recuperase el circuito y se marchara, Myra sacó de lo alto de un mueble la botella de vino que guardaban para las grandes ocasiones y, tras llenar dos copas y haber quedado satisfecha después de aguzar el oído en dirección al dormitorio en que descansaba Natasha, preguntó:
—¿Sabes qué está ocurriendo?
Ranjit brindó con ella y bebió un sorbo antes de responder.
—No. —Entonces, tomó asiento en silencio y sonrió—. De todos modos, si no puedo confiar en Gamini, ¿en quién voy a confiar? Vamos a esperar a ver qué pasa.
Myra asintió con un gesto y, tras apurar el vino, se levantó para ver a la niña mientras decía:
—Al menos, da la impresión de que no va a haber que esperar mucho más.
Y estaba en lo cierto. Tres días después, Ranjit (que hacía cuanto podía por hallar unos cuantos números primos más con los que pudiesen manejarse los criptógrafos, dado que su conciencia apenas lo dejaba trabajar) oyó un gran tumulto provocado por la mitad del personal, que trataba de acceder a la sala situada al fondo del pasillo. Todos se arracimaban en torno a las noticias, que mostraban una procesión de veintenas de vehículos militares que atravesaban un hueco abierto en una valla desconocida.
—Es Corea —informó uno de los que estaban más cerca de la pantalla a fin de acallar las preguntas—. Están entrando en Corea del Norte. Callaos, que oigamos lo que dicen.
En efecto: estaban irrumpiendo en tierras del Dirigente Adorable, y ninguna de las unidades de su ingente ejército parecía tener el menor interés en detenerlos.
—Pero ¿qué locura es ésta? —quería saber el hombre que había al lado de Ranjit—. Ha tenido que pasar algo gordo.
Aunque no había mirado a Ranjit en busca de la respuesta, éste contestó sonriente:
—Seguro que sí: algo muy gordo.