CAPÍTULO XXIII
«Bill» el hortelano

En otra parte del cosmos, lejos, muy lejos de allí… No puede decirse que los grandes de la galaxia se hubieran olvidado de los revoltosos terrícolas, ya que, por constitución, eran incapaces de olvidar nada. Lo que ocurría era, sin más, que habían relegado al planeta Tierra al último recoveco de su mente colectiva para centrar su atención en asuntos más importantes o, cuando menos, más interesantes.

Bill, por ejemplo, debía ocuparse de su huerta (tal vez debamos entrecomillar el término, por cuanto en ella no crecía nada que pudiera considerarse orgánico). Resulta extraño ver a los grandes de la galaxia como horticultores; pero lo cierto es que fomentaban determinados cultivos, y no deja de ser curioso que los campesinos humanos de la Edad Media hiciesen algo muy parecido en sus modestas parcelas.

El bancal que había suscitado a Bill el interés suficiente para ir a visitarlo era cierto volumen de espacio de varios años luz de lado. A simple vista, cualquier astrónomo podría haber pensado que no era más que una extensión vacía. De hecho, no otra cosa habían supuesto los expertos humanos al observarlo por primera vez. Sin embargo, no se hallaba del todo desierta. Observaciones más precisas, efectuadas una vez que el hombre logró dar con mejores telescopios, demostraron que había algo que desviaba la luz y refractaba un espectro azul en una dirección, y otro rojo, en la otra. Y ese «algo», que los grandes de la galaxia conocían desde siempre, no era otra cosa que polvo interestelar.

Aquélla no era, claro, la primera visita que hacía Bill a la huerta. No hacía mucho (apenas unos cuantos millones de años antes) la había explorado con detenimiento para hacer inventario de las partículas de polvo (conforme a la expresión que habrían empleado los humanos) y determinar qué porcentaje representaban las que medían menos de una centésima de micra, así como el resto de categorías que iban desde ésta hasta la mayor, constituida por partículas de diez micras o aún más. Asimismo, tomó nota de su composición química, del número de neutrones que las conformaban y de su estado de ionización.

Si bien aquélla era una de las partes más sencillas de los deberes que se habían impuesto los grandes de la galaxia, Bill la había tenido siempre entre las que podían calificarse de más agradables. Al fin y al cabo, el registro que estaba efectuando iba a contribuir a uno de los grandes objetivos que se habían propuesto.

En consecuencia, lo que estaba haciendo no era sino recorrer sus campos como habría hecho cualquier barón normando en el siglo XI. El bancal de polvo era lo que los siervos sajones de éste habrían considerado tierra de barbecho, dejada sin labrar un tiempo a fin de que el suelo pudiese descansar y recuperar su fertilidad.

En el haza de Bill no crecían el maíz ni la avena, sino sólo astros, grandes, pequeños y de todo género, si bien los grandes de la galaxia preferían los primeros, los que los seres humanos denominaban con las letras A,B u O, pues eran los que quemaban con mayor rapidez sus reservas iniciales de hidrógeno en los hornos nucleares de su centro. A continuación harían lo mismo con el helio, el carbono, el neón, el magnesio y el resto de los elementos, cada uno más pesado que el anterior, hasta llegar al hierro, con el que se completaba la serie.

Cuando el núcleo de uno de ellos se trocaba en hierro, el horno nuclear se iba debilitando hasta que se volvía incapaz de rechazar el terrible abrazo gravitacional que ejercía el peso muerto de sus capas externas. Entonces, el astro se replegaba sobre sí mismo, lo que se traducía en una explosión titánica durante la que salían despedidos nuevos tesoros en forma de elementos más pesados aún, creados gracias a tal calor, que se convertían en partículas diminutas capaces de enriquecer la parcela de gas interestelar contigua.

Eso era lo que debía ocurrir, más tarde o más temprano, inevitablemente, si se sucedían de forma normal los acontecimientos. Para ello, por tanto, no hacía falta intervención alguna de Bill: ya lo hacían todo las sencillas leyes newtonianas-einstenianas de la gravitación universal, leyes que los grandes de la galaxia no habían visto razón alguna para cambiar.

Hemos dicho «más tarde o más temprano», y no hace falta señalar que ellos preferían esto último. Por lo tanto, Bill se resolvió a acelerar las cosas, y ocurrió que, escrutando un volumen considerable de espacio adyacente, tuvo la suerte de dar con un hilo de materia oscura en los alrededores, lo convenció para que fluyese hasta su bancal… y vio que era bueno, pues había dado un gran paso hacia la consecución de una de las metas fundamentales de los grandes de la galaxia.

¿Y cuál era esa meta? Aunque no existe modo alguno de expresarlo en términos que pueda comprender ningún ser humano, cabe decir que uno de los logros que conducía hacia ella consistía en un incremento de la proporción de elementos pesados frente a los ligeros, entendiéndose en este caso por «pesados» los que poseían al menos una veintena de protones en su núcleo, amén de una multitud de neutrones. Estamos hablando, claro está, del género de elementos que se habían omitido por entero durante la creación original del universo.

Para trocar todos esos elementos ligeros en pesados iba a ser necesario mucho trabajo, y muchísimo tiempo… Pero, a la postre, éste estaba en manos de los grandes de la galaxia.