A la colosal decepción térmica que supuso para Ranjit el clima de Nueva York fue a sumarse lo desalentador, más aún de lo habitual, de las noticias internacionales, que no paraban de irrumpir en la suite, bien provista de aparatos de televisión. Sudamérica, por ejemplo, había puesto fin a la relativa tranquilidad de que había disfrutado en lo tocante a la guerra. Según explicó a Myra y Ranjit uno de sus anfitriones norteamericanos, lo que había cambiado era que Estados Unidos había rebajado la mayor parte de los crímenes relacionados con la droga, y de delitos graves había pasado a considerarlos, a lo sumo, faltas. Tal mudanza había despenalizado casi todas las mercancías de los traficantes colombianos, y en consecuencia, había hecho posible que cualquier adicto estadounidense adquiriese las sustancias que necesitaba en la farmacia más cercana, de un modo barato y sin que hubiesen de mediar las mafias, quienes, por consiguiente, habían acabado por quebrar. Asimismo, había dejado de tener sentido que los camellos de barrio regalasen muestras del material a los niños de doce años, pues tal cosa ya no les garantizaba una cartera de clientes dependientes para el futuro, dado que a ninguno de cuantos pudieran llegar a engancharse se le iba a ocurrir emplearlos de proveedor. De ese modo, la proporción de adictos estadounidenses fue menguando con lentitud a medida que morían o se rehabilitaban los antiguos sin ser reemplazados por otros nuevos en número considerable.
Sin embargo, ésta era sólo la cara amable de la legalización de las drogas. De entre las consecuencias negativas, la peor era que los carteles, privados de los beneficios procedentes de sus plantaciones de coca, pusieron la mira en la sustancia, igualmente adictiva, que estaban exportando sus vecinos venezolanos. A fin de cuentas, el petróleo movía más dinero del que había habido jamás en el ámbito de la droga. Y en consecuencia, los reductos de narcotraficantes que quedaban en Colombia comenzaron a infiltrar grupos armados en los yacimientos del país contiguo. El ejército de Venezuela, relativamente pequeño, y a menudo fácil de comprar, hacía ver en ocasiones que estaba resistiendo; pero la verdadera motivación se hallaba del lado de los colombianos, y otro tanto ocurría con casi todas las victorias.
A todo esto había que sumar, claro está, las últimas diabluras protagonizadas por la Corea del Norte del Adorable Dirigente, amén de los brotes de violencia que habían vuelto a manifestarse en los fragmentos irreconciliables de lo que otrora había sido Yugoslavia, o los conflictos cada vez más brutales que estallaban en diversas partes de la antigua Unión Soviética, en Oriente Próximo…
Todos aquellos elementos negativos tenían su compensación en la ciudad misma de Nueva York, tan distinta de Trincomali o aun de Colombo, y de hecho, de Londres.
—Es tan vertical… —comentó Ranjit a su esposa mientras la contemplaban de pie ante el ventanal de su habitación de hotel, situada en la planta sexagésimo sexta—. ¿Quién me iba a decir a mí que iba a dormir a estas alturas?
Aun así, en la urbe que se extendía ante ellos podía verse al menos una docena de edificios mucho más altos, y cuando caminaban por sus calles, no eran raras las ocasiones en que el sol apenas se veía por causa de ciclópeos muros de hormigón que sólo lo dejaban asomarse cuando se hallaba en lo más alto.
—Pero, eso sí: tiene un parque hermosísimo —señaló Myra con la vista clavada en el lago de Central Park, los gigantescos apartamentos que bordeaban su perímetro a lo lejos y los techos remotos del zoológico.
—No, si no me quejo —repuso Ranjit, quien en realidad tenía poco por lo que protestar. Aunque para llegar al despacho de que disponía Dhatusena Bandara en el edificio de las Naciones Unidas apenas había que atravesar la ciudad, el titular se encontraba en otro lugar, consagrado a una misión sobre la que nadie había tenido a bien ofrecer detalles. Así y todo, su oficina había puesto a disposición de la pareja a una joven señorita que los había hecho subir a la última planta del Empire State y probar el suntuoso deleite de la sopa de ostras que servían en la vieja estación de ferrocarriles Grand Central, y se había ofrecido a sacarles entradas para cualquier espectáculo de Broadway que quisieran ver. La idea no resultó demasiado atractiva a Ranjit, quien no había visto jamás más interpretaciones que las de la pantalla; pero Myra estaba encantada. Y eso bastó para complacerlo a él, quien, por otra parte, había descubierto el Museo de Historia Natural a escasas manzanas de allí. La institución era maravillosa por derecho propio en cuanto dechado de las construcciones museísticas a las que tanto se había aficionado el joven, y contaba además con un planetario de grandes dimensiones que ocupaba toda la zona septentrional. En realidad, la estructura erigida en Central Park West superaba con creces cuanto uno pudiese imaginar por «planetario».
—¡Ojalá estuviese aquí Joris! —exclamó él en más de una ocasión mientras recorrían las salas en que se hallaban expuestos los objetos apasionantes que conformaban la colección.
Entonces, cuando hacía ya mucho que Ranjit había dejado de tener esperanzas en verla aparecer, se presentó, de improviso, la única persona capaz de convertir en inolvidable una visita agradable. Al ir a abrir la puerta de la suite, persuadido de que quien había llamado no podía ser sino una camarera pertrechada con un juego de toallas limpias, se encontró con que al otro lado del umbral se hallaba, sonriente, Gamini Bandara sosteniendo en una mano un ramo de rosas para Myra y en la otra una botella de buen aguardiente de cocotero ceilanés para compartir con él. Como era la primera vez que estaban juntos desde la boda, tuvo lugar un rápido bombardeo de preguntas. ¿Les había gustado Inglaterra? ¿Qué opinaban de Estados Unidos? ¿Cómo andaban las cosas por Sri Lanka? Iban los hombres por la tercera ronda de licor cuando Myra reparó en que toda la conversación se había reducido a responder ella y su esposo las interrogaciones que formulaba su amigo.
—¿Y tú, Gamini? —dijo al fin—. ¿Qué estás haciendo en Nueva York?
Sonriente, extendió los brazos.
—Asistir a una puñetera reunión tras otra. ¡A eso me dedico!
—Pero —intervino Ranjit— ¿no estabas en California?
—Sí, es verdad; pero está pasando de todo en el ámbito internacional, y aquí está la sede de las Naciones Unidas, ¿no? —Tras apurar de un trago la tercera copa, adoptó un gesto más serio—. En realidad, he venido a pedirte un favor.
—Tú dirás —respondió enseguida él.
—No te precipites —le reprochó Gamini—. Supone estar comprometido un tiempo, aunque tampoco es mal cometido. Así que, si no te importa, voy a ir al grano. Durante tu estancia en Washington, se va a poner en contacto contigo un tal Orion Bledsoe, un tipo sacado de una película de cine negro que ocupa un puesto significativo en una sección del Gobierno de la que la gente normal no sabe nada. Su hoja de servicios no es de risa: estuvo en la primera guerra del Golfo, en todos los follones que hubo en lo que era Yugoslavia y en la segunda del Golfo, la que tuvo lugar en Iraq y fue mucho peor que la primera. En todos estos conflictos recibió, por este orden, la herida que le valió la pérdida del brazo derecho, la medalla del Corazón Púrpura, la Cruz de la Armada y, por fin, el cargo que ocupa ahora.
—¿Es decir…? —quiso saber Ranjit cuando vio que Gamini hacía ademán de detenerse.
Su amigo meneó la cabeza.
—¡Venga, Ranj! Eso voy a dejar que te lo cuente él mismo. Tengo que respetar ciertas reglas, ¿sabes?
—Pero ¿se trata de un puesto de trabajo de verdad?
Gamini volvió a guardar silencio.
—Sí, sí —aseveró al fin—. Lo que pasa es que tampoco puedo decirte ahora en qué consiste. Lo importante es que vas a hacer algo útil para la humanidad. A Bledsoe sólo lo necesitamos para que te proporcione la habilitación de seguridad que necesitas.
—¿Qué necesito para qué?
Sonriendo, su amigo volvió a cabecear, y a continuación un tanto turbado, señaló:
—Tengo que advertirte que Bledsoe es uno de esos carrozas que parecen de los tiempos de la guerra fría, y que es un poco capullo. Pero una vez que estés metido en el ajo, no tendrás que volver a verlo mucho. Además —añadió—, ya que cuando estoy en Estados Unidos suelo alojarme a menos de media hora de coche de esa parte del mundo, lo más seguro es que nos veamos mucho más, si es que eso te parece soportable. —Y tras hacer un guiño a Myra, se disculpó haciendo saber que llegaba tarde a otra de sus dichosas reuniones en la punta opuesta de la ciudad, expresó su deseo de volver a verlos cualquier día en Pasadena y se marchó.
Ranjit y su esposa se miraron.
—¿Dónde está Pasadena? —preguntó él.
—En California, si no me equivoco —respondió Myra—. ¿Crees que es allí donde vas a trabajar? Si aceptas el empleo, claro.
Él sonrió con cierta exasperación.
—Quizá no estaría mal pedir al padre de Gamini que nos diese más información.
Y eso hicieron, o cuando menos, dejaron recado de ello en su despacho. Sin embargo, no recibieron respuesta alguna de inmediato. En realidad, no supieron nada hasta dar el saltito que separaba el aeropuerto neoyorquino de La Guardia del Aeropuerto Nacional Ronald Reagan de Washington, en donde los recibió la comitiva de las Tres Aes y Una Ce, y hallarse instalados en su nuevo hotel, desde donde podían contemplar el Capitolio y llegar caminando al National Mall. Para colmo, todo lo que decía la comunicación del señor Bandara era: «Gamini me ha asegurado que la persona que quiere que conozcas puede serte de gran ayuda». Pero no especificaba para qué, o qué interés tenía su amigo al respecto; así que Ranjit acabó por darse por vencido con un suspiro. Aquello, en realidad, no fue una gran decepción, puesto que Washington resultó estar llena de cosas que le llamaban la atención de un modo más poderoso que el trabajo incierto que pudiese ofrecerle una persona a la que aún no había conocido y que respondía por Orion Bledsoe.
La primera de dichas cosas era el célebre conjunto museístico (célebre a despecho de Ranjit, quien no había oído hablar jamás de él antes de pisar la ciudad) que recibía la denominación colectiva de Smithsonian Institution, y al que llegaron escoltados por voluntarios entusiastas de la AAAC. Si el Museo Británico de Londres y el de Historia Natural de Nueva York lo habían fascinado, la estructura de la Smithsonian y el ingente material que contenía lograron dejarlo atónito. Sólo tuvo tiempo de visitar el Museo del Aire y del Espacio y echar una mirada rápida a uno o dos de los otros; pero en la colección dedicada a la astronáutica tuvo ocasión de contemplar, entre muchísimas otras cosas, una maqueta en funcionamiento (aunque no a escala) del ascensor espacial de Artsutanov que en aquel momento empezaba a desplegarse en dirección al firmamento que se extendía sobre Sri Lanka.
A todo esto había que sumar la dichosa convención de la AAAC, cuya conferencia inaugural pronunció con éxito notable, y en cuyos actos podía curiosear a su antojo. Téngase en cuenta que este genio a quien se tenía por uno de los cerebros más respetados del planeta, tal como hacían patente los tres doctorados que le habían sido concedidos por sendos centros académicos de entre los más prestigiosos del mundo (pese a que, en realidad, jamás había llegado a acabar la licenciatura), este moderno Fermat o aun Newton redivivo, nunca había tenido la suerte de participar en convención científica de ningún género, si no era para ejercer de ponente principal, y por lo tanto no tenía la menor idea de que fuese posible aprender tantas cosas de tantas materias diferentes. Una vez cumplidos sus propios menesteres, tenía la potestad de disfrutar con total libertad de semejante oportunidad, y no pensaba desaprovecharla. Así, asistió a sesiones que giraban en torno a cosmología o tectónica marciana (y venusiana o aun del satélite de Júpiter llamado Europa) y hasta a una titulada «Inteligencia mecánica y conciencia del yo», que atrajo sobre todo a Myra, aunque también logró maravillarlo a él, amén de a otras consagradas a sabe Dios qué más aspectos recónditos de cuántas otras áreas de la investigación humana antes desconocidas (por él) y presentes, sin embargo, en el sugestivo menú que ofrecía la convención.
Myra se mantuvo a su lado casi en todo momento, tan embrujada como él por aquel abanico de erudición humana. Una de las excepciones, la principal, fue la de la siesta diaria que debía dormir a instancia de su marido, pues así se lo había recomendado uno de los médicos del matrimonio.
—Te estás preparando para tener un niño —le recordaba a diario, por más que ella nunca hubiese dudado tal cosa.
Entonces, un día, estando ya cerca el último de la convención, Ranjit la estaba arropando cuando llegó a ellos un pitido suave procedente de su teléfono. Se trataba de un mensaje que rezaba:
Le estaría agradecido si pudiésemos vernos en mi suite en algún momento del día para discutir cierta propuesta que creo que puede interesarle.
T. O. Bledsoe, Tte. Cnel. Cim EE. UU.(res.)
Ranjit y Myra se miraron.
—Es el hombre del que nos habló Gamini en Nueva York —anunció él, y ella lo corroboró agitando la cabeza con gesto enérgico.
—Claro que sí. Venga: ve a verlo, entérate de qué es lo que quiere y ven luego para contármelo todo.
El conjunto de habitaciones en que se alojaba T. Orion Bledsoe, teniente coronel en la reserva, era mucho más espacioso que el que les había proporcionado la AAAC a ellos dos. Hasta la fuente de fruta que habían dispuesto sobre la mesa de la sala principal era mayor, amén de estar acompañada por una botella sin abrir de Jack Daniel’s, hielo, vasos y bebidas con las que combinarlo.
El tal T. Orion Bledsoe no era mucho más alto que Ranjit, lo que para un estadounidense no era tener precisamente una gran estatura, y contaba al menos cuatro lustros más que él. Sin embargo, conservaba aún todo el cabello, y estrechaba la mano con gran vitalidad, aunque para ello y para hacer entrar al recién llegado hubo de servirse de la izquierda.
—Pase, pase, señor… mmm… Tome asiento. ¿Le está gustando nuestro Distrito de Confusión? —Sin esperar respuesta alguna, lo condujo hasta la mesa—. ¿Le apetece una copa? Siempre que el amigo Jack no le resulte demasiado fuerte, claro.
Ranjit reprimió una sonrisa, pues costaba imaginar que nadie que hubiese pasado los dieciséis años de edad bebiendo aguardiente de cocotero pudiera arredrarse ante ninguna bebida estadounidense.
—Sí, gracias —respondió—. Su mensaje decía algo de una propuesta que…
Bledsoe lo miró con gesto de reproche.
—Dicen que los estadounidenses andamos siempre con prisas; pero la experiencia me dice que son ustedes, los extranjeros, quienes más se precipitan. Claro que quería hablarle de algo, pero antes de hacer negocios me gusta conocer algo más a la gente. —Mientras pronunciaba estas palabras, sostenía con la mano derecha, la misma de la que no había hecho uso al entrar él, la botella al tiempo que rompía el precinto con la otra. Entonces, al advertir que Ranjit tenía la mirada fija en ella, soltó una risita—. Es una prótesis —reconoció, aunque en su voz había mucho de alarde—. Tiene un diseño de lo mejorcito. Hasta podría dar la mano con ella si quisiese, aunque prefiero no hacerlo: si no puedo sentir el tacto de la mano que me ofrecen, ¿qué gracia tiene? Además, si apretase más de la cuenta por un descuido, puede que el otro tuviera que echar a correr a una ortopedia para hacerse con otra.
Aquel brazo artificial era de veras eficaz, según pudo comprobar mientras hacía propósito de contárselo a Myra. Una vez abierta la botella, la mano sirvió la misma cantidad de whisky, unos dos dedos, en cada vaso antes de tender a Ranjit el suyo. Entonces, Bledsoe observó con atención si su invitado tenía intención de mezclarlo con alguno de los refrescos, y al ver que no, hizo un leve gesto de aprobación y tomó un sorbo de su propio licor.
—A esto lo llamamos whisky de degustación. Uno puede tomárselo de un trago si quiere (estamos en un país libre); pero vale la pena darle una oportunidad. ¿Conoce Iraq?
Ranjit, sorbiendo una porción del licor como muestra de cortesía ante su anfitrión, meneó la cabeza.
—Allí fue donde me gané esto —afirmó mientras daba golpecitos al brazo de imitación con la mano de verdad—, mientras los chiíes y los suníes se esforzaban en matarse unos a otros y todavía sacaban tiempo para matarnos a nosotros. Una guerra equivocada, en el lugar equivocado y por motivos equivocados.
El convidado hizo lo que pudo para mostrarse interesado en cuanto le exponía Bledsoe, y se preguntó si no iría a añadir que la de Afganistán, o quizá la de Irán, habían sido guerras acertadas. Pero no.
—Lo que teníamos que haber hecho era machacar a los de Corea del Norte —proclamó su anfitrión—. Con diez misiles lanzados en otros tantos lugares estratégicos los habríamos dejado fuera del juego.
Ranjit tosió.
—Por lo que tengo entendido —dijo, tomando otro trago de su Jack Daniel’s—, el problema de luchar con Corea del Norte es que tienen un ejército grande y muy moderno, y lo tienen apostado en la frontera misma, a menos de cincuenta kilómetros de Seúl.
Bledsoe agitó la mano con ademán desdeñoso.
—¡Dios, pues claro que habría bajas! Muchas, sin duda. ¿Y qué? Al menos, caerían surcoreanos, y no estadounidenses. Bueno —se corrigió, haciendo una mueca al percatarse del inconveniente—, sí: allí también hay algún que otro soldado de Estados Unidos; pero ¡qué diablos! Para hacer una tortilla, habrá que cascar los huevos; ¡digo yo!
El joven tuvo la sensación de que la fiesta se estaba volviendo poco agradable, y creyó hallar el motivo cuando Bledsoe arrugó una servilleta y la lanzó a la papelera. Al caer, la pelota de papel rebotó en una botella de whisky vacía, lo que le hizo sospechar que aquélla no debía de ser la primera conversación que mantenía el veterano aquel día.
—En fin, señor Bledsoe —comentó aclarándose la garganta—; yo vengo de un Estado pequeño que tiene sus propias preocupaciones, y no pretendo criticar la actitud política de su país.
El norteamericano inclinó la cabeza a guisa de asentimiento.
—¡Ésa es otra! —exclamó, y se interrumpió para ofrecerle más licor. Al ver que rehusaba, se encogió de hombros y volvió a llenar su propio vaso—. Su islita, Shriii… Shriii…
—Sri Lanka —lo corrigió él con educación.
—Eso. ¿Saben ustedes lo que tienen allí?
—En mi opinión —aseveró tras considerar la pregunta—, debe de ser la isla más hermosa del…
—No le estoy hablando de toda la puñetera isla, ¡por Dios bendito! Hay un millón de islas bonitas en todo el mundo, y yo no daría un centavo por ninguna de ellas. Me refiero a ese puerto que tienen en… ¿cómo se llama…? Trincam… Trinco…
—Trincomali —apuntó con lástima el invitado—. Allí nací yo.
—¿Sí? —Y tras sopesar aquel detalle y no hallar motivo alguno para retenerlo, prosiguió—: De todos modos, no me interesa en absoluto la ciudad: es el puerto el que es una maravilla. ¿Sabe en qué podría convertirse? Podría ser la mejor base del mundo para una escuadra de submarinos nucleares, señor Sub… Subra…
Había vuelto a llenarse el vaso, y comenzaban a hacerse patentes los efectos del whisky de degustación. Ranjit suspiró y volvió a tenderle un cable.
—Subramanian, señor Bledsoe. Y sí, sabemos bien lo que podría dar de sí ese puerto convertido en base naval. Durante la segunda guerra mundial sirvió de cuartel general de la flota aliada, y mucho antes, el mismísimo lord Nelson lo había considerado el fondeadero más grande del mundo.
—¿Y qué coño pinta aquí Nelson? ¡Él hablaba de veleros, por Dios, y yo me estoy refiriendo a submarinos nucleares! Ese puerto es lo bastante profundo para que puedan sumergirse muy por debajo del braceaje necesario para que no los detecte, ni los ataque, claro, el enemigo. ¡Podríamos apostar allí decenas de embarcaciones, si no cientos! ¿Y qué hacemos? Vamos y dejamos que la India se quede con todo el dichoso puerto firmando un chollo de tratado. ¡La India, por Dios santo! Y yo me pregunto: ¿para qué demonios quiere la India una flota…?
Ranjit determinó que ya había oído bastante de aquel beodo testarudo. Gamini podía pensar lo que quisiera, pero él no tenía por qué aguantarlo. Por consiguiente, se puso en pie y dijo:
—Muchas gracias por el whisky, señor Bledsoe; pero me temo que tengo que irme.
Le tendió la mano para despedirse, aunque el anfitrión no le correspondió: alzando la mirada hacia él, volvió a tapar la botella con gesto deliberado y repuso:
—Discúlpeme un segundo: tenemos un asunto pendiente.
Y dicho esto, se introdujo en uno de los baños de la suite. Ranjit oyó correr agua y, pensándoselo mejor, se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo. Con todo, hubo de esperar mucho más de un segundo. De hecho, habían transcurrido casi cinco minutos cuando volvió a aparecer T. Orion Bledsoe convertido en otra persona. Tenía la cara lavada y el cabello peinado, y llevaba una taza mediada de café solo humeante que debía de haberse servido, sin lugar a dudas, de la máquina que parecía formar parte de todos los cuartos de baño de los hoteles estadounidenses.
Sin ofrecer a su invitado otra taza ni explicación alguna, se sentó y, mirando la botella de whisky como asombrado de hallarla allí, preguntó en tono enérgico:
—Señor Subramanian, ¿le dicen algo los nombres de Whitfield Diffie y Martin Hellman?
Un tanto confuso por la brusquedad con que había cambiado tanto de tema como de conducta, aunque alentado en igual grado al ver que la conversación había entrado en un ámbito del que tenía, al menos, nociones, respondió:
—Claro, estamos hablando de criptografía de claves públicas. Son los creadores del procedimiento de Diffie, Hellman y Merkle.
—Exacto —respondió Bledsoe—. Creo que no hace falta que le diga que se encuentra en grave peligro por culpa de la informática cuántica.
Tenía razón. Aunque Ranjit jamás se había interesado de forma particular por la creación y el descifrado de códigos, si se exceptúa la proeza de dar con la contraseña de su profesor, no había en todo el planeta un solo matemático que no estuviese al tanto de aquel ámbito.
El procedimiento ideado por Diffie y Hellman se basaba en una idea muy sencilla, pero tan difícil de ejecutar que no había servido para nada hasta la aparición de ordenadores potentes de veras. El primer paso que había que dar para cifrar cualquier mensaje que quisiera tenerse en secreto consistía en representarlo como una serie de números. El modo más sencillo de hacer tal cosa consistía, por descontado, en sustituir la letra a con un 1; la b, con un 2, y así sucesivamente, hasta la z, a la que equivaldría el 26. (Evidentemente, a ningún criptógrafo del mundo de más de diez años de edad se le podía ocurrir tomar en serio un sistema tan trivial de sustituciones). A continuación, esos números podían combinarse con otro número de porte colosal, al que llamaremos N, de modo que quedara oculta la sencilla permuta original. Bastaría, por lo tanto, añadir los números sustituidos a aquel N gigante.
Sin embargo, N encerraba también un secreto. Los criptógrafos lo creaban multiplicando dos números primos elevados, cosa que cualquier ordenador decente podía hacer en una fracción de segundo. No obstante, una vez obtenido el producto, tratar de descubrir cuáles habían sido los factores constituía una labor descomunal para la que aun las computadoras más rápidas podían necesitar no pocos años. De ahí que se denominara cifrado ratonera, pues en ésta resulta fácil entrar y casi imposible salir. Aun así, la criptografía de clave pública poseía una gran virtud: cualquiera podía codificar cualquier mensaje sirviéndose de la multiplicación de los dos números primos (hasta, pongamos por caso, un integrante angustiado de la resistencia francesa durante la segunda guerra mundial que fuese un paso por delante de la Gestapo y quisiera comunicar la dirección en que se movía un puñado de divisiones acorazadas alemanas); en tanto que sólo podía leerlo quien conociese los dos números primos.
Bledsoe tomó un sorbo de aquel café que comenzaba a enfriarse con rapidez.
—Se da la circunstancia, Subramanian, de que en este momento tenemos cierto tráfico de gran relevancia repartido por el mundo… No me pregunte de qué se trata, porque sólo tengo una ligerísima idea de lo que es y ni siquiera eso puedo revelarle. El caso es que en este momento importa más que nunca que dispongamos de un código indescifrable. Cabe la posibilidad de dar con un sistema de cifrado que no implique toda esa historia de multiplicación de números primos, y de ser así, nos gustaría contar con su ayuda.
Ranjit hizo cuanto pudo por no echarse a reír: le estaban pidiendo que encontrase lo que habían estado buscando todas y cada una de las agencias del mundo consagradas a la codificación desde 1975, año de la publicación del artículo de Diffie y Hellman.
—¿Y por qué han pensado en mí? —quiso saber.
—Cuando vi —respondió el otro pagado de sí mismo— las noticias relativas a su demostración del último teorema de Fermat, el asunto me recordó algo. ¿No es verdad que los matemáticos que investigan la cosa esa de las claves públicas usan lo que llaman «test de Fermat»? En ese caso, ¿quién podía saber más de eso que la persona que acababa de demostrar su teorema? Como había otros interesados en usted, comenzamos a hacer las gestiones necesarias para enrolarlo en nuestro equipo.
Al considerar todos los aspectos que volvían ridícula semejante idea, estuvo tentado de levantarse e irse, pues si bien era cierto que el test de Fermat servía de base a muchos métodos que se empleaban para identificar números primos, la de que la persona que había demostrado su último teorema fuera capaz de servir de ayuda en un proyecto relacionado con el desciframiento de claves públicas era, sin más, una conclusión ridícula.
De cualquier modo, aquélla era precisamente la oferta que le había pedido Gamini que aceptase, y ese hecho bastó para hacer que dominara sus ganas de reírse en la cara de Bledsoe y respondiera:
—¿Lo de «enrolar» quiere decir que me está ofreciendo trabajo?
—¡Claro, Subramanian, por Dios bendito! Se le proporcionarán todos los recursos que necesite, y al Gobierno de Estados Unidos no le faltan. Además, recibirá un salario generoso. ¿Qué le parecen…?
No pudo por menos de pestañear ante la cifra propuesta, suficiente para mantener a varias generaciones de Subramanian.
—Aceptable —se limitó a contestar—. ¿Cuándo empiezo?
—Ahora mismo no, me temo —declaró el otro con aire desabrido—. Hay que gestionar su habilitación de seguridad. No hay que olvidar que, en su país, pasó usted un par de meses en la trena bajo sospecha de haber participado en actividades terroristas.
—¡Menuda memez! —exclamó él, a punto de estallar—. Si yo no…
Bledsoe levantó la mano.
—Lo sé. ¿Cree usted que de lo contrario le estaría encomendando una misión así? Pero los encargados de dar el visto bueno a los que trabajan con nosotros se ponen de los nervios cuando oyen hablar de una banda de terroristas convictos como la de esos piratitas de usted. No se preocupe: está todo casi resuelto. Hemos tenido que recurrir a lo más alto; hasta ha hecho falta que intervenga la Casa Blanca. Tendrá usted su habilitación, aunque va a tener que esperar todavía un tiempo.
Con un suspiro, Ranjit optó por enfrentarse a la realidad.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Tres semanas, quizá. Como mucho un mes. Lo mejor va a ser que siga con las charlas que tiene concertadas; yo me pondré en contacto con usted cuando tenga noticias para que venga a California.
No parecía quedar más alternativa.
—De acuerdo —aceptó—. Voy a necesitar su dirección para tenerlo al tanto de mi paradero.
Bledsoe sonrió enseñando dos pródigas hileras de dientes que Ranjit consideró semejantes a los de un tiburón.
—No se preocupe: sabré dónde encontrarlo.
Las tres semanas se trocaron en seis, y luego en dos meses. Ya había empezado a preguntarse cuánto duraría la generosidad de la fundación que se había hecho cargo de las cuentas de los hoteles en que se alojaban, y seguía sin noticias de Bledsoe.
—Es lo típico de la burocracia gubernamental —lo consolaba Myra—. Gamini te pide que aceptes el trabajo; tú dices que sí, y ahora no nos queda más remedio que ajustarnos a su calendario.
—Pero ¿dónde demonios está Gamini? —preguntó él enfurruñado.
Su amigo no había vuelto a dar señales de vida, y el mensaje que había enviado por correo electrónico al despacho de su padre a fin de solicitar su dirección había recibido por única respuesta la siguiente: «Se encuentra en el campo y no existe modo de localizarlo». Myra, al menos, pudo solazarse visitando a sus antiguos compañeros del MIT; pero Ranjit ni siquiera tenía eso. Cuando regresó al hotel, extenuada, resoplando y, por qué no decirlo, caminando como un pato, pero cargada de noticias sobre los logros impresionantes de algunos de sus colegas, la recibió con una pregunta inesperada:
—¿Qué me dices de coger el próximo avión a Sri Lanka?
Ella y su barriga tomaron asiento.
—¿Qué ocurre, cariño?
—Aquí no pintamos nada —anunció, guardando para sí el que, además, fuera hacía un frío espantoso—. He estado dándole vueltas a lo que dijo el señor Bandara. La de profesor titular de universidad no es mala vida. Además, voy a tener la posibilidad de investigar, y los dos sabemos que aún quedan por resolver otros muchos problemas de relieve. Si quieres que seamos ricos, podría tratar de dar con las imperfecciones de la ecuación de Black-Scholes, o si deseo un reto de verdad, siempre puedo recurrir al de N es igual a NP. Quien lo resuelva está llamado a revolucionar las matemáticas.
Myra se revolvió en la silla, tratando de ponerse cómoda, y al ver que no era posible, se inclinó hacia delante y estrechó entre las suyas la mano de su esposo.
—¿Qué es eso de N es igual a NP? —preguntó—. ¿Y la otra ecuación…?
La situación era peor de lo que ella había imaginado: Ranjit no mordió el anzuelo.
—El caso es —contestó él— que aquí estamos perdiendo el tiempo, y que no hay nada que nos impida dejarlo todo y volver a casa.
—Se lo prometiste a Gamini —le recordó ella—. Vamos a esperar sólo unos días más.
—Pocos —repuso con terquedad—: Una semana a lo sumo, y nos vamos de aquí.
Al final, no hizo falta tanto. Al día siguiente llegó un mensaje de teletexto que tenía por remitente al ex teniente coronel T. Orion Bledsoe. «Concedida habilitación —decía—. Preséntese en Pasadena cuanto antes». Y lo cierto es que los dos estaban más que dispuestos a librarse de las inclemencias del clima de Boston. Sin embargo, estando listo ya el equipaje, a la espera de la limusina que iba a trasladarlos al aeropuerto Logan para que tomasen el vuelo que aterrizaría en el de Los Angeles, Myra se llevó de pronto la mano al vientre.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Creo que eso ha sido una contracción!
Y estaba en lo cierto. Una vez que consiguió que Ranjit entendiese lo que estaba ocurriendo, no supuso complicación alguna hacer que el vehículo cambiara de rumbo para llevarlos al Hospital General de Massachusetts, en donde, seis horas después, se presentó ante el mundo por vez primera la pequeña Natasha de Soyza Subramanian.