Pese a haberse convertido en todo cuanto podía haber soñado con ser, es decir, un hombre libre, renombrado y casado con Myra de Soyza, Ranjit tenía la impresión de que su mundo personal no dejaba de prosperar mejorías. Con todo, en un plano mucho más general aún había elementos que seguían entrometiéndose en sus meditaciones privadas, y eso resultaba negativo en muchos sentidos.
Ahí estaba, por ejemplo, la situación de Corea del Norte. Si bien es cierto que se había producido un cambio de régimen —Kim Jongil, dirigente fanfarrón y gran amigo del lujo, había pasado a la historia—, tal noticia tenía también su lado negativo; siendo así que, por chiflado que estuviese Kim Jongil, había que reconocer que era de los que siempre se lo pensaban dos veces poco antes de emprender un ataque a gran escala contra sus vecinos. Sin embargo, el elemento que había ido a ocupar su cargo… Se hacía llamar el Dirigente Adorable. Si tenía nombre y apellidos como está mandado, al parecer éstos debían de ser demasiado valiosos para compartirlos con el decadente mundo occidental.
De cualquier modo, si su identidad seguía siendo un secreto, no podía decirse lo mismo de sus actos. Los cohetes nucleares que acababa de construir eran capaces, al decir de sus generales, de atravesar sin dificultad las regiones septentrionales del océano Pacífico, lo que hacía posible acometer suelo estadounidense (Alaska, cuando menos, y aun el área del estado de Washington más cercana al norte). Por si fuera poco, aquellos mismos estrategos se permitían jactarse de la total infalibilidad de aquellas armas, y semejantes baladronadas estaban haciendo que las naciones vecinas se mostraran cada vez más nerviosas. De hecho, las que aún no disponían de su propio arsenal nuclear comenzaban a sentirse compelidas a hacerse con uno.
El resto del mundo tampoco se encontraba mucho mejor. El continente africano, por ejemplo, parecía haber regresado a los peores días del siglo XX. Una vez más podían verse ejércitos de niños guerreros que en ocasiones ni siquiera habían entrado en la adolescencia. Sentaban plaza después de haber visto morir a sus familias y luchaban por el censurable comercio de diamantes o por el más execrable aún de marfil…
Un panorama de lo más desalentador.
Había, no obstante, una cuestión que preocupaba de veras a Ranjit cuando se detenía a pensar en ella, y surgió un día que mevrouw Beatrix Vorhulst interrumpió una conversación con el abogado De Saram para preguntar:
—¿Qué vais a querer para comer?
Y aunque era la misma interrogación de todas las mañanas, en aquella ocasión recibió una respuesta diferente. Myra se volvió para mirar con gesto inquisitivo a Ranjit, quien, arqueando una ceja, soltó un suspiro antes de decir a su anfitriona:
—Hay algo de lo que nos gustaría hablar contigo, tía Bea. Hemos estado pensando que debes de estar deseando poder disponer de nuevo de tu casa.
Aquélla fue la primera vez que el joven vio indignarse a Beatrix Vorhulst.
—Pero ¿qué dices, criatura? En absoluto: estamos encantados de teneros aquí el tiempo que gustéis. Vosotros sois de la familia, y lo sabes. Vuestra compañía nos alegra la vida y, además, nos honra, y…
De Saram, tras escrutar el rostro de Myra, había empezado a menear la cabeza.
—Tal vez estamos perdiendo de vista lo principal, mevrouw —terció—. Son una pareja de recién casados: necesitan tener su propio hogar, no una porción del de usted, y están en su derecho. ¿Qué les parece a todos si tomamos otra taza de té y consideramos las opciones? En lo que respecta a un lugar en el que vivir, usted ya dispone de uno, Ranjit, pues como sabe, la casa que habitaba su padre en Trincomali es suya ahora.
El joven miró a su esposa, y se encontró con la expresión que había imaginado.
—No creo que a Myra le entusiasme la idea de vivir en Trinco —informó con tristeza al grupo.
—Trinco es muy bonito —replicó ella cabeceando—, y me encantaría tener allí una casa; pero… —y aquí se interrumpió.
—¿Qué? —quiso saber, desconcertado, el jurista.
Ranjit respondió por ella:
—La casa de allí es perfecta para un hombre mayor solo; pero para nosotros, es decir, para un matrimonio que posiblemente quiera contar con lavadora, lavavajillas y toda una serie de aparatos con los que mi padre no tenía necesidad alguna de bregar… ¿Tú qué dices, Myra? ¿Quieres que empecemos a hacer cambios en la casa de mi padre?
Tras tomar aire, ella logró compendiar en una palabra la respuesta:
—Sí.
—Por supuesto. ¿Y no preferirías echarla abajo y hacer una de nueva planta? Estupendo. En ese caso, lo primero que vamos a hacer es pedir a Surash que busque un arquitecto que nos haga los planos, pues no hay un solo tamil en Trinco al que él no conozca. Luego, lo invitaremos a venir con el proyecto para que tú y él podáis comenzar a trabajar. Yo estaré disponible para hacer aportaciones creativas cada vez que se me requiera. Entretanto, Myra, vamos a mudarnos a un hotel. ¿Qué te parece?
Ranjit jamás había visto a Beatrix Vorhulst un ceño tan marcado como el que adoptó entonces.
—No es necesario —espetó—. A nosotros no nos supone molestia alguna teneros aquí hasta que veáis arreglada la casa de Trincomali.
El joven miró a su esposa y, extendiendo los brazos, señaló:
—Está bien, aunque todavía tengo otra propuesta. Myra, cariño, ¿no te he oído decir algo de un viaje de novios…? Ella puso gesto de sorpresa.
—No, pero tengo que reconocer que sería maravilloso. Eso sí: yo no he dicho nada de eso…
—Después de casarnos, no —convino Ranjit—. Sin embargo, tengo grabado en la memoria lo que me dijiste, en esta misma casa, hace unos cuantos años. Me hablaste de todas las partes hermosas de Sri Lanka que nunca he visitado yo. ¿Por qué no vamos a verlas mientras los demás hacen los arreglos necesarios para que seamos felices en el futuro?
Para Myra, elegir el primer sitio al que debían ir era lo más sencillo. Y así, determinó que, antes de nada, viajarían al criadero de tortugas de Kosgoda, lugar que le había encantado de pequeña y que, además, se hallaba lo bastante cerca para empezar; luego, a Kandy, majestuosa ciudad inmemorial de la isla. Con todo, una semana más tarde, cuando volvieron a la residencia de los Vorhulst después de haber visitado aquellos dos lugares, ninguno de ellos fue capaz de ofrecer una respuesta entusiasta cuando el servicio quiso saber si les habían gustado. Al llegar al primero los habían reconocido, y habían pasado el día acosados por una modesta multitud que los había seguido a todas partes. Y en Kandy había sido peor aún, pues la policía local les había enseñado la ciudad en uno de sus vehículos, y aunque la habían visto de cabo a rabo, no habían podido pasear a voluntad por ella.
Durante el almuerzo, Beatrix Vorhulst escuchó comprensiva a Ranjit decir que, aunque no podía quejarse de que lo hubiesen llevado y traído en coche de un lado a otro, lo que de verdad le habría gustado era confundirse entre el gentío.
—No sé —le contestó con un suspiro— si eso va a ser posible. Te has convertido en el mejor monumento que pueda verse por esas calles. El problema es que en Sri Lanka andamos algo escasos de celebridades. Tú eres todo lo que tenemos.
—No exageres —objetó Myra—, tenemos también al escritor…
—Sí, vale; pero apenas sale de su casa. ¡Y no es lo mismo! Si estuviésemos en uno de esos sitios plagados de estrellas de cine y toda suerte de famosos, como Los Ángeles o Londres, bastaría con que salieses a la calle con gafas de sol para pasar totalmente inadvertido. —Al decir esto, mudó por completo el gesto—. Y ahora que lo pienso, ¿por qué no?
Cuando logró captar la atención de todo el mundo, se explicó:
—Te han llegado invitaciones de todo el planeta, Ranjit. ¿Por qué no aceptas unas cuantas?
Él pestañeó al oír la propuesta y, volviéndose a Myra, preguntó:
—¿Qué opinas tú? ¿Quieres que hagamos un viaje de novios de verdad? Por Europa, América… Por donde te apetezca.
Ella lo miró y, con aire pensativo, recorrió con la vista a cuantos estaban sentados a la mesa antes de decir:
—Me parece estupendo, Ranjit. Pero si vamos a hacerlo, tiene que ser cuanto antes.
Él la observó con curiosidad, aunque enseguida se volvió para preguntar sobre las invitaciones disponibles. De hecho, estaban ya a punto de irse a dormir cuando se le ocurrió preguntarle:
—Te hace ilusión, ¿no? Porque si no quieres…
Ella lo hizo callar colocándole un dedo sobre los labios y besándolo a continuación de forma inesperada.
—Lo que pasa es que si vamos a hacer un viaje largo, creo que será preferible que lo hagamos pronto. Más tarde podría ser más complicado. No tenía intención de decírtelo hasta que lo confirmase el médico, pero como no voy a verlo hasta el viernes, te diré que estoy casi segura de estar embarazada.