En cuanto salga publicado el artículo, vas a ser famoso! ¡Famoso de verdad! —declaró Beatrix Vorhulst tan pronto vio volver a Ranjit aquella noche.
Pero se equivocaba: no iba a hacer falta esperar tanto: el reconocimiento llegó días antes de que la revista diese a la imprenta el original al objeto de tirar los cientos de miles de ejemplares que estaban destinados a procurar a Ranjit renombre mundial. Alguien (quizá del personal mismo de Nature, o tal vez de los expertos que habían evaluado su trabajo) había divulgado la noticia por su cuenta; de manera que no tardaron en comenzar a llamar reporteros de todas partes. Primero, de la BBC; a continuación, de The New York Times, y luego de todos los medios de comunicación imaginables, a fin de oír de boca de Ranjit a qué había estado jugando monsieur Fermat, y por qué había habido que esperar tanto para demostrar que había estado en lo cierto.
Y si bien no le costó responder a nada de ello, comenzó a encontrar dificultades cuando quisieron saber hasta qué punto era cierto el rumor de que había estado en prisión. En este particular, le fue de gran ayuda el consejo de De Sarma:
—Dígales, sin más, que su abogado le ha prohibido hablar de nada de eso por haber un pleito pendiente. Yo haré que sea creíble presentando una demanda en su nombre contra la compañía de cruceros.
—Pero es que yo no quiero que tenga que pagarme nada la empresa.
—No se preocupe, porque no se va a dar el caso. Ya me encargo yo de que así sea. Se trata sólo de buscar una razón para que nadie haga preguntas…, ya que el señor Bandara me ha dejado clara la importancia de que no se mencione dato alguno de todo este asunto.
Si semejante estratagema funcionó a la perfección, lo cierto es que no hizo nada por reducir el número de solicitantes que deseaban concertar con él una entrevista personal (a la que, por descontado, irían acompañados de un equipo de al menos una docena de técnicos de grabación) para que tuviese ocasión de exponerles todo lo relativo a ese tal Fermat y lo que lo había podido llevar a proceder de un modo tan peculiar. A ese respecto, según lo informó De Saram cuando el joven volvió a pedir su ayuda, sólo había un modo de aplacar su curiosidad: comparecer en público; es decir: celebrar una rueda de prensa y revelar, a un mismo tiempo, toda la historia a quien estuviese interesado en ella.
Se hallaban, De Saram, Ranjit, Myra de Soyza y Beatrix Vorhulst, sentados al lado de la piscina de esta última. Comoquiera que los viajes a la casa de recreo de los De Soyza habían dejado de ser cosa apetecible para Ranjit y Myra después de que los moscardones de la prensa hubiesen averiguado su paradero, lo más habitual era que esta última acudiese a la residencia de la tía Beatrix a nadar con él.
—He hablado con el señor Bandara sobre el particular —aseveró De Saram mientras arrimaba su silla a la sombra del gran quitasol de la piscina—, y confía en que la universidad accederá a brindarle el uso de una de sus salas para la conferencia. De hecho, considera que será un honor para la institución.
—¿Y qué puedo decir? —preguntó Ranjit un tanto incómodo.
—Pues lo que ha hecho usted —respondió el abogado—; omitiendo, claro está, los extremos que considera el señor Bandara que deben mantenerse en secreto. —Y dejando la taza sobre la mesa, dijo a mevrouw Vorhulst con una sonrisa—. No, gracias; me encantaría tomar otro té, pero he de regresar al despacho. No se levante, conozco el camino.
La anfitriona permitió que le estrechara la mano, pero no insistió en que se quedara con ellos.
—Parece una idea excelente —comentó a los dos jóvenes—. A mí me encantaría ir a verte. —Y dirigiéndose a Myra, añadió—: Cielo, ¿te acuerdas de la habitación en la que dormías cuando tus padres salían hasta tarde? Sigue ahí, al lado de la de Ranjit; así que si necesitas usarla de cuando en cuando… o siempre que te apetezca… tuya es.
Por ende, cuando Ranjit se fue a dormir aquella noche, hubo de reconocer que aquél había sido un día magnífico. No tenía demasiada experiencia en lo que a hablar en público respectaba, y eso lo preocupaba un tanto; pero al reparar en que la cabeza de Myra descansaba en la almohada de al lado, hubo de reconocer que, al cabo, las cosas no le iban precisamente mal.
El auditorio que cedió la universidad para su rueda de prensa tenía unas dimensiones considerables, y lo cierto es que no podía ser de otro modo, pues no había quedado libre ninguno de los cuatro mil trescientos cincuenta asientos disponibles. Y no sólo por la asistencia de los medios de comunicación, por cuanto, además de los varios centenares de periodistas que habían acudido a la cita, daba la impresión de que media Sri Lanka había decidido estar también presente. A los cuatro mil trescientos cincuenta afortunados del auditorio había que sumar otro millar de personas que presenciaron el acontecimiento en otra sala del campus dotada con pantalla de televisión, amén de un número nada desdeñable de gentes de consideración (al menos a su decir) que hubieron de conformarse, indignadas, con verlo (¡vaya por Dios!) en las noticias.
A Ranjit Subramanian, que observaba a la concurrencia a través de una abertura del cortinaje, le pareció un grupo muy nutrido, y ya no era sólo el número de seres humanos que se había congregado en aquella sala, sino la categoría de muchos de ellos. En primera fila se encontraba el mismísimo presidente de Sri Lanka, y también habían ido a verlo dos o tres de los posibles candidatos a ocupar su puesto tras las elecciones venideras, los Vorhulst, y —se crea o no— su antiguo profesor de matemáticas. Lejos de tener siquiera la decencia de mostrarse tan avergonzado como habría correspondido a sus actos, este último sonreía y saludaba con ligeras inclinaciones de cabeza a cuantos ocupaban asientos menos prominentes que el suyo.
Cuando comenzó a alzarse el telón, el hombre que ocupaba el sillón contiguo lo miró con gesto tranquilizador.
—Vas a hacerlo muy bien —le dijo el honorable señor Dhatusena Bandara, quien había sorprendido a todos al abandonar por un momento sus secretísimos menesteres en las Naciones Unidas y viajar al país para poder presentar al joven—. Ojalá estuviese aquí Gamini. A él le hubiese encantado, pero está ocupado reclutando gente en Nepal. —En ese momento, el telón había llegado arriba y los focos los bañaban con su luz; de modo que el señor Bandara se acercó al atril sin explicarle qué diantre podía ser lo que estaba haciendo exactamente Gamini en tierras nepalesas.
Entonces, mucho antes de lo que hubiese imaginado posible, fue él mismo quien tuvo que situarse ante el atril. En la sala no hubo un solo par de manos que no rompiese a aplaudir en aquel instante. Ranjit aguardó paciente a que cesara la ovación, y entonces, cuando el ruido dio la impresión de empezar a decaer, se aclaró la garganta y respondió:
—Gracias; muchas gracias a todos.
Viendo que cedía, al menos un tanto, el palmoteo, comenzó a decir:
—El hombre que me planteó (a mí y a la humanidad entera) este problema fue Pierre de Fermat, abogado francés que vivió hace unos siglos…
Cuando llegó a la célebre anotación marginal que había dejado escrita en una página de la obra de Diofanto, había callado ya el aplauso, y el auditorio escuchaba con atención sus palabras. Lejos de permanecer en silencio durante la conferencia, los presentes rieron cuando señaló que el mundo se habría ahorrado muchos quebraderos de cabeza si el ejemplar que estaba leyendo aquél hubiese tenido márgenes más amplios, y volvieron a batir palmas, aunque de un modo menos revoltoso, cuando describió cada uno de los pasos que fue dando hasta comprender por fin adonde pretendía llegar Fermat. Entonces, cuando expuso la obra de Sophie Germain y el modo como se había convertido para él en la clave de todo ello, volvieron a aplaudir con sonoro entusiasmo, y repitieron el gesto cada vez que tuvieron oportunidad de hacerlo hasta que Ranjit llegó al momento en que se había convencido, casi por entero, de que había hallado, al fin, una demostración defendible del último teorema de Fermat.
Se detuvo, sonriente, y meneó la cabeza mientras añadía:
—¿Tienen ustedes la menor idea de lo difícil que resulta memorizar una demostración matemática de cinco páginas? No tenía nada con lo que confiarla al papel; no podía escribirla: lo único que me era dado hacer era repasarla, una y otra vez, repitiendo cada uno de los pasos que había ido dando. Cien veces, mil…; no sé cuántas. Cuando me rescataron, no pensaba en otra cosa que en tener ante mí un ordenador y redactarlo todo de inmediato…
»Y eso fue lo que hice —concluyó, y dejó que aquellos pazguatos se machacaran las palmas de las manos hasta cansarse. Hubo de esperar mucho, aunque al fin se las compuso para decir sobre el murmullo—: Por eso, entre las personas a las que debo expresar mi agradecimiento, figura en un lugar especial Gamini Bandara, mi mejor amigo, y el más antiguo, y también su padre, el doctor Dhatusena Bandara. —Hizo un gesto hacia el citado, quien aceptó con educación la ración de aplausos a él destinada—. También estoy en deuda con más personas. La primera es mi difunto padre, Ganesh Subramanian, superior del templo de Tirukonesvaram, en Trincomali, y la otra se encuentra presente, aunque entre bastidores. Sin embargo, fue ella quien me dio a entender que la clave del descubrimiento de Fermat debía buscarse en los procedimientos matemáticos que, por lo que sabemos, se empleaban en la época en que vivió él, y que el método adecuado debía consistir, por lo tanto, en tratar de averiguar lo que él pudo inferir de ellos. No sé qué habría hecho sin ella, y no tengo la menor intención de volver a correr ese riesgo. Así que hágame el favor de venir aquí, doctora Myra de Soyza, y darme la mano…
Ella obedeció, y aunque Ranjit seguía hablando cuando irrumpió en escena, no fue nada fácil distinguir sus palabras, dado que el público se dispuso a otorgarle una ovación sólo comparable con la que había recibido el propio orador, ya porque había sabido leer lo que llevaba escrito en el semblante al hablar de ella, ya porque, sin más, no había allí nadie que pudiera equipararse a Myra en belleza. Él habría dejado que el aplauso se prolongara hasta el infinito si ella no hubiese meneado la cabeza para decir:
—Gracias, pero creo que deberíamos oír el resto de lo que tiene que decir Ranjit. —Y a continuación, se retiró y se sentó a escuchar en el asiento a él reservado.
El ponente volvió a dirigirse a la multitud.
—Eso es todo lo que quería decir —anunció—, pero he prometido que respondería a vuestras preguntas.
Cuando acabó el acto, había logrado eludir todas las cuestiones relativas al lugar en el que había estado confinado y el motivo que lo había llevado allí. Regresaron a la residencia de los Vorhulst junto con cierto remanente mínimo de los invitados del salón de actos de la universidad, lo que comportaba poco menos de las dos primeras filas del auditorio y alguno que otro de cuantos habían ocupado el resto de los asientos. A ello había que sumar el grupo de camareros contratado para la ocasión a fin de que los convidados dispusieran en todo momento de bebidas y refrigerio, y de que quienes conformaban el servicio habitual de mevrouw Vorhulst pudiesen asistir en calidad de invitados a la fiesta, siendo así que cada uno de ellos se sentía responsable de al menos parte de lo que en ella se celebraba. Ranjit y Myra se habían sentado juntos, cogidos de las manos y muy felices de estar allí. De hecho, el resto de los presentes compartía en tal grado su dicha que el champán que servía el personal parecía casi superfluo.
El señor Bandara, claro está, se encontraba ya de camino de vuelta a Nueva York en su propio BAB-2200. Aun así, antes de marchar había llamado aparte a Ranjit para hablar con él.
—Supongo que querrás buscar trabajo, ¿no? —quiso saber.
—Gamini —respondió él asintiendo con la cabeza— dijo algo de colaborar con él.
—Y espero que tengas pronto la oportunidad de hacerlo; pero me temo que no podrá ser por el momento. Entretanto, tengo entendido que la universidad está dispuesta a ofrecerte un puesto para que des clase a algún que otro curso avanzado y aun lleves a cabo tu propia investigación si así lo deseas.
—¿Cómo voy a ejercer de profesor, si ni siquiera me he licenciado?
—Para ser profesor —repuso Dhatusena Bandara en tono paciente— sólo es necesario que la universidad lo contrate a uno como tal. En cuanto al título, no te preocupes: en adelante te van a ofrecer tantos como te plazcan.
Ni que decir tiene que Ranjit consultó la propuesta con Myra; pero Beatrix Vorhulst, que se hallaba sentada al lado de ella, no parecía tenerlo tan claro.
—¿Estás seguro —señaló— de que vas a necesitar siquiera un puesto de trabajo? Mira esto —agregó mientras sostenía en el aire un fajo de papeles con la relación que había elaborado su secretario personal, a quien había sido necesario asignar un ayudante a fin de que se hiciera cargo de la correspondencia que estaba generando Ranjit—. Todo el mundo quiere que vayas a ofrecerles una conferencia, concederles una entrevista o simplemente a declarar que bebes su cerveza o vistes sus camisas. ¡Y están dispuestos a pagarte! Con que lleves su calzado deportivo, ya piensan darte un buen pellizco de dólares estadounidenses. Los del programa 60 Minutes también están deseando pagarte por que hables con ellos, y los de la Universidad de Harvard, por que vayas a dar una charla. No han dicho cuánto, pero tengo entendido que son ricos.
—¡Frena, tía! —la interrumpió Myra entre risas—. ¡Deja que respire el pobre!
Sin embargo, el encargado de filtrar todas aquellas ofertas se había puesto ya a agitar ante los ojos de su patrona otra hoja recién salida de la impresora, y ella, escrutando el contenido, no pudo por menos de morderse el labio y replicar:
—Bueno; éste no ofrece dinero, aunque creo que te va a interesar, Ranjit. Y a ti, Myra.
—¿A mí? —contestó ella—. ¿Y a mí por qué?
Cuando Ranjit, estupefacto después de leer el documento, se lo entregó, la joven no necesitó más respuesta. La nota procedía del anciano monje del templo, y rezaba:
Tu padre estaría aún más orgulloso de ti, y tan complacido como estamos nosotros ante la noticia de que tienes intención de contraer matrimonio. ¡Por favor, no lo retrases mucho! ¿No querrás esperar a que lleguen los meses aciagos de Aashād, Bhādrapad o Shunya? Y por lo que más quieras, no elijas para la ceremonia un martes ni un sábado.
Myra levantó la mirada y se encontró con la de Ranjit, que la tenía clavada en ella con gesto confuso.
—¿Yo he dicho algo de matrimonio? —preguntó él, con lo que provocó la aparición de un leve rubor.
—Bueno —reconoció ella—, sí que has dicho un par de cosas bonitas acerca de mí.
—Pero no recuerdo haber dicho nada de eso. Debe de haber sido mi subconsciente. —Y tras llenarse los pulmones de aire, prosiguió—: Lo que demuestra que mi subconsciente es más listo que yo. ¿Tú qué dices, Myra? ¿Te casas conmigo?
—¡Pues claro que sí! —respondió ella como si le hubiesen hecho la pregunta más estúpida jamás oída. Y eso fue todo.
Más tarde, cuando, llevados de la curiosidad, volvieron a ver las grabaciones de la rueda de prensa, pudieron constatar que lo que él había dicho había sido el clásico tópico de que no imaginaba el resto de su vida sin ella. Con todo, aquello fue suficiente; y de cualquier modo, a esas alturas ya llevaban un tiempo casados.
¿Acaso ocurrió todo a la medida del deseo de aquellos dos enamorados? Podría decirse que casi. La gran pregunta que hubieron de resolver no era si debían unirse en matrimonio, pues sobre el particular no podía caber duda alguna, ni tampoco cuándo debían hacerlo, dado que la respuesta no era otra que cuanto antes. En realidad fueron dos: quién iba a casarlos y dónde. Y si al principio pudo dar la impresión de que ambas cuestiones tenían fácil contestación, por cuanto los Vorhulst, los Bandara y los De Soyza tenían acceso a todas las iglesias de la ciudad de Colombo, por no hablar ya de las oficinas del registro civil, lo cierto es que cuando llevaban bien avanzado el proceso de eliminar las menos atractivas, Myra advirtió que Ranjit observaba todo aquello con cierta mirada ausente.
—No pasa nada, de verdad —le aseguró él cuando ella quiso conocer el motivo—. Nada.
Ante la insistencia de ella, sin embargo, se dio por vencido y le mostró otro mensaje del viejo monje en el que decía: «A tu padre le hubiese hecho tanta ilusión verte desposado en su templo…». Myra lo leyó dos veces y, sonriendo, repuso:
—Pues ¡qué diablos! Dudo mucho que al presbiterio de Ceilán le vaya a importar. Yo me encargo de comunicárselo a todos.
Y por supuesto, «todos» entendieron que la joven tenía la intención de hacer valer los deseos de su prometido, y así se hizo. Y si en determinados círculos de Colombo pudo existir cierta desilusión, en otros de Trincomali se recibió la noticia con gran regocijo. El anciano religioso entendió enseguida que habría de ser una ceremonia sencilla, aunque no se abstuvo de imaginar, con aire melancólico, el paalikali thalippu tan hermoso que podían haberle ofrecido a la novia, de haber sido siquiera factible, y la magnificencia con que podían haber celebrado, con agasajo de las mejores frutas y flores, la llegada del janavasanam de ella al templo. Lo cierto es que la ocasión podría haberse convertido en un verdadero desfile, y algo así habría atraído la atención de todo el mundo, que era precisamente lo que quería evitar la pareja. En consecuencia, habría que prescindir de paalikali thalippu y de janavasanam, aunque el monje se aseguró de que la comitiva de la novia llevase la provisión necesaria de parupputenga y otros confites para ella.
Lo mejor de tanta sencillez era que todo se llevaría a cabo de un modo muy rápido, motivo por el cual no hubo de transcurrir siquiera una semana antes de que ambos se encontrasen en Trincomali (ocultos en Trincomali, a decir verdad, por cuanto trataron por todos los medios de evitar mostrar en público dos rostros tan fáciles de reconocer como los suyos).
Por esa misma razón, no fueron muchos los que vieron a Ranjit pronunciar las palabras que había escrito para él el monje ni a Myra dejar que éste atase en torno a su cintura el cordón sagrado que la guardaría de todo mal en una sala llena de flores e invadida del trompeteo de los nadaswaram y el repique de los timbales. Cuando todo hubo acabado, la pareja, unida por los lazos indisolubles del matrimonio, regresó en vehículo policial para emprender el largo camino que los llevaría a la residencia de los Vorhulst. «¡Qué vivan muchos años!», gritaron los monjes al verlos alejarse, y los dos se convencieron de que así sería.
Sin embargo, mucho más lejos, alguien tenía proyectos bien diferentes. Los unoimedios, sicarios de los grandes de la galaxia, se disponían a ejecutar el mandato de acabar con el desorden que reinaba en el planeta número tres de aquella insignificante estrella amarilla, en dirección al cual avanzaba su flota. Dado que sus naves estaban hechas de material físico, no podían superar la velocidad de la luz. En consecuencia, aún tenían por delante años de viaje y unos cuantos días de exterminio, tras lo cual los recién casados, al igual que todo otro ser humano, con independencia del lugar en que se hallara, habrían de morir.
Acaso la suya no iba a ser, a la postre, una vida tan larga.