Llegado el séptimo día de su estancia en la residencia de los Vorhulst, el mayordomo anunció la llegada de una nueva visita, que no era otra que Myra de Soyza.
—¿Molesto, Ranjit? —preguntó enseguida—. La tía Bea me ha dicho que podía entrar a verte siempre que te dejara descansar.
Lo cierto es que lo acababa de sacar de su reposo; pero no consideró oportuno reconocerlo. Por el contrario, hizo cuanto pudo por buscar algún tema de conversación.
—¿A qué te dedicas ahora? —quiso saber—. ¿Estás todavía en la universidad?
No; de hecho, no había vuelto a pisarla desde los tiempos en que habían estado juntos en clase de sociología. En realidad, acababa de volver de un curso posdoctoral (¡posdoctoral!; no tenía la menor idea de que se hubiera alzado tan arriba en el escalafón académico) en el MIT, en Estados Unidos.
—¿Qué estás estudiando? —preguntó él, como era de esperar.
—Mmm… inteligencia artificial, digamos.
Ranjit optó por hacer caso omiso de aquel críptico «digamos».
—¿Y cómo va todo en el mundo de la inteligencia artificial?
—Si te refieres —respondió ella, sonriendo al fin— a si nos estamos acercando a la posibilidad de hacer que un ordenador mantenga con nosotros una charla medio razonable, fatal; pero si nos remontamos a los proyectos que trataron de llevar adelante los precursores de la disciplina, hay que reconocer que no nos va tan mal. ¿Has oído hablar de un hombre llamado Marvin Minsky?
Él rebuscó en su memoria sin hallar nada.
—Creo que no.
—Una lástima. Era una de las mayores lumbreras que hayan tratado de definir el pensamiento, así como de hallar la forma de conseguir que un ordenador llegue a hacer algo que pueda reconocerse como tal. Gustaba de contar una historia que yo suelo recordar para animarme.
Aquí se detuvo, como dudando de que a su interlocutor pudiera interesarle, y Ranjit, que se habría deleitado oyéndola anunciar retrasos ferroviarios o cotizaciones de cierre de la bolsa de valores, emitió los sonidos necesarios para indicarle que podía continuar.
—El caso es que, en los albores de los estudios relativos a esta materia, él y los demás pioneros tenían el reconocimiento de formas por uno de los distintivos más relevantes de la inteligencia artificial, hasta que quedó resuelto de un modo más bien trivial cuando las cajas de todos los supermercados del mundo comenzaron a leer los precios de cada uno de los artículos que vendían gracias a los códigos de barras. ¿Y qué ocurrió? Pues, sencillamente, que hubo que redefinir la inteligencia artificial, dejando el reconocimiento de formas fuera de la receta, dado que se había logrado sin llegar a conseguir que un ordenador pudiese hacer un chiste o inferir por el aspecto de una persona si tiene resaca.
—¿Y habéis dado ya con el modo de hacerlo bromear?
—Ojalá —respondió ella incorporándose con aire malhumorado, y tras dejar escapar un suspiro, reconoció—: En realidad, yo ya no me centro en ese género de cosas. Ahora me dedico más bien a la creación de objetos útiles; sobre todo, de prótesis autónomas. —Y a continuación, cambiando de expresión y de tema, le espetó sin previo aviso—: Ranjit, ¿por qué llevas todo el rato tapándote la boca?
No había esperado de ella una pregunta tan personal, aunque era muy consciente de que no se había apartado la mano del rostro durante todo aquel rato. Ella insistió:
—¿Son los dientes?
—Sí —reconoció él—. Sé muy bien qué aspecto tengo.
—Yo también, Ranjit: el de un hombre honrado, decente e inteligente en extremo que no ha consentido ir a un odontólogo para que le arregle la boca. —Meneando la cabeza, indicó—: Es la cosa más sencilla del mundo, Ranjit, y no sólo mejoraría tu apariencia, sino que te permitiría masticar mejor. —Dicho esto, se puso en pie—. He prometido a la tía Bea que no iba a entretenerte más de diez minutos, y ella, a cambio, me ha dejado que te pregunte si no te gustaría nadar en el mar por cambiar. ¿Sabes dónde está la playa de Nilaveli? Tenemos una casita allí; así que si quieres…
Por supuesto que quería.
—Entonces, lo solucionaremos —aseveró ella antes de sorprenderlo con un abrazo—. Te hemos echado de menos —le dijo, y a continuación dio un paso atrás para mirarlo—. Gamini me ha dicho que quisiste saber de su antigua novia. ¿Tienes alguna pregunta parecida para mí?
—Pues… Bueno: sí. Supongo que te refieres al canadiense aquel.
Ella sonrió.
—Sí, imagino. Bien, pues el canadiense estaba en Bora Bora la última vez que tuve noticias suyas. Se ve que estaban haciendo allí un hotel aún más grande; pero de eso hace ya mucho: ya no estamos en contacto.
Ranjit ni siquiera sabía que Gamini y Myra pudieran conocerse, y menos aún que se trataran con tamaña confianza. Pero ahí no acababa su ignorancia. El número de visitas se hizo mayor, y el abogado del despacho del señor Bandara no dejaba de aparecer con más documentos que debía firmar.
—No es que la herencia de su padre tenga la menor complicación —se disculpó—. El problema radica en que, cuando se comunicó su desaparición, alguno de los burócratas de la Administración interpretó que había que suponerle muerto. Por tanto, lo primero que tenemos que hacer es aclarar eso.
También iba a verlo la policía, no porque se hubieran presentado cargos contra él (De Saram se había asegurado de tal extremo antes de permitir interrogatorio alguno), sino porque aún tenían cabos sueltos acerca de la piratería, y Ranjit era el único que podía brindarles alguna ayuda para poder atarlos.
Por otro lado, estaba el asunto de las «prótesis autónomas» de Myra de Soyza, fueran éstas las que fueren. La búsqueda de datos que había emprendido no le había resultado demasiado útil. Verdad es que gracias a ella había podido conocer la escritura correcta de la palabra en inglés: prostheses; pero aún no había logrado elucidar qué relación guardaba la inteligencia artificial con la fabricación de miembros postizos o audífonos.
Beatrix Vorhulst se lo aclaró:
—No estamos hablando de patas de palo inteligentes, Ranjit. Se trata de algo más sutil: la fabricación de robots tan diminutos que puedan inyectarse en el torrente sanguíneo y programarse para reconocer y destruir, por ejemplo, las células cancerígenas.
—Ajá… —respondió él mientras examinaba la idea con no poco agrado. Aquélla era, claro, la suerte de proyecto que podía interesar a Myra de Soyza—. ¿Y funcionan?
Mevrouw Vorhulst le dedicó una sonrisa triste.
—Si los hubiesen tenido hace unos años, yo no estaría viuda. No: aún no han pasado de ser una ilusión. No tienen fondos suficientes para investigar. Myra lleva mucho tiempo esperando el dinero necesario para financiar su propio proyecto; pero no llega. Es verdad que se destina mucho capital a la ciencia, aunque sólo si se trata de estudiar alguna clase de arma.
Cuando, al fin, estuvo en situación de aceptar la invitación de Myra de Soyza, Beatrix Vorhulst se prestó encantada a proporcionarle un vehículo con conductor. Llevaban ya un buen trecho recorrido en dirección a la playa cuando comenzó a reconocer diversos puntos de referencia. Gamini y él habían visitado, por supuesto, aquel lugar durante el período en que exploraron cuanto tenía que ofrecerles la región, y allí no había cambiado gran cosa. Las playas seguían teniendo su cupo generoso de muchachas atractivas ataviadas con bañadores ligeros.
Ranjit no tenía la menor idea de cuál podía ser el aspecto de la casa de De Soyza hasta que el conductor le señaló una vivienda con cubierta de tejas, terraza con cerramiento en torno a la entrada y hermosas flores de colores vivos. Fue necesario que se abriese la puerta y apareciera Myra de Soyza vestida con una bata holgada sobre un biquini tan a la moda y tan ligero como el resto de los que había visto en la playa para que se convenciera de que no se había equivocado de lugar.
¿O sí? Porque detrás de ella había una niña de unos cinco o seis años que hizo que su cabeza se pusiera a reorganizar, de forma frenética y consternada, sus ideas. ¿Una criatura de seis años? ¿De Myra? ¿Tanto tiempo había estado él ausente? No: Ada Labrooy era hija de la hermana de Myra, quien se hallaba en avanzado estado de gestación del siguiente retoño y, en consecuencia, había accedido de buen grado a dejar que la pequeña pasase el mayor tiempo posible con su tía favorita. Myra también estaba contenta de tenerla consigo, sobre todo por el hecho de que su hermana había tenido a bien enviar con su sobrina a la niñera para asegurarse de que no fuese a causar problemas.
Después de que Ranjit se cambiara y se dejara embadurnar de protector solar, lo que constituyó, en sí mismo, una de las experiencias más agradables que hubiese conocido en el pasado reciente, los dos cruzaron paseando la calidez de la arena en dirección a las frescas aguas del golfo. Lo más maravilloso de las playas de Sri Lanka, además de la compañía, en aquel caso, era la suavidad con que se acrecentaba la hondura del mar. Así, a muchas decenas de metros de la tierra aún se hacía pie.
En realidad, sólo se adentraron hasta la cintura, y no nadaron tanto como juguetearon entre las olas. Ranjit no pudo sustraerse a la tentación de demostrar que podía recorrer casi un centenar de metros buceando; mucho menos, claro, que cuando iba, siendo adolescente, al peñón de Svāmi; pero lo bastante para hacerlo merecedor de los halagos de Myra, que era, a fin de cuentas, lo que había pretendido.
A continuación se hizo patente lo sagaz del acuerdo al que debía de haber llegado la joven con la niñera. Cuando se hubieron duchado y cambiado, ya los aguardaba en la mesa un almuerzo delicioso, y acabado éste, la criada se llevó a Ada para que durmiese la siesta antes de retirarse a dondequiera que se retirara cuando no estaba de servicio.
Aquélla fue una de las partes del día más agradables para él. Y cuando Myra anunció que necesitaba nadar de veras, cuando menos doscientos metros, y que en aquella ocasión no debía acompañarla él, ya que no podía exponerse demasiado al sol hasta que su piel volviera a habituarse a él, tuvo, sin embargo, la certeza de que volvería. En el transcurso de los veinte minutos últimos, había comenzado a preguntarse si había desarrollado correctamente una de las proposiciones de Sophie Germain. Y estaba casi persuadido de no haber cometido error alguno cuando regresó Ada de su reposo. Miró a su alrededor en busca de su tía, y se tranquilizó cuando Ranjit agitó un brazo en la dirección del lugar en que los brazos de Myra la impulsaban en coordinación con sus piernas.
Entonces, tras servirse un zumo de frutas, la niña se sentó a supervisar lo que fuera que estuviese haciendo él. De ordinario, Ranjit prefería que no lo observaran mientras bregaba con las matemáticas; pero Ada parecía tener sus propias reglas en lo tocante a la contemplación del quehacer de los demás. No se quejó por haberse quedado en tierra; ni siquiera se mostró malhumorada. Cuando Ranjit le dio un helado comprado a uno de los vendedores ambulantes de la playa, ella se limitó a comérselo con lentitud sin despegar los ojos de cuanto escribía él en su libreta. Al acabar, echó a correr hasta la orilla para lavarse las manos, cuyos dedos había dejado pegajosa la golosina, antes de preguntar en tono educado:
—¿Me dejas que vea lo que estás haciendo?
A esas alturas, había quedado por demás convencido de la validez del uso que había hecho de la formulación de Germain. En consecuencia, abrió el cuaderno sobre la mesa que tenía ante sí, llevado de la curiosidad por saber qué pensaría la pequeña de la identidad de la francesa.
Tras estudiar la línea de símbolos por un instante, anunció:
—Me parece que no lo entiendo.
—Es complicado —convino Ranjit—, y me temo que no voy a ser capaz de explicártelo. Pero… —Se detuvo para estudiarla, y concluyó que, aunque era mucho más pequeña que Tiffany Kanakaratnam, contaba con la ventaja de haber recibido una educación más completa por parte de una familia más refinada—. Tal vez pueda enseñarte algo —dijo al fin—. ¿Sabes contar con los dedos?
—¡Pues claro! —respondió en un tono al que poco faltaba para rayar en la indignación—. Mira —dijo mientras levantaba por turnos los dedos de las manos—: Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez.
—Eso está muy bien —repuso Ranjit—; pero sólo has llegado a diez. ¿Te gustaría saber cómo contar hasta mil veintitrés?
Cuando hubo acabado de enseñar a la criatura cómo hacer la representación binaria de mil veintitrés con los diez dedos extendidos, Myra ya había regresado de su baño y lo escuchaba con tanta atención como Ada.
Concluida la demostración, la niña miró a la recién llegada, que en ese momento se secaba el cabello con la toalla.
—¡Ese truco ha estado muy bien! ¿Verdad, tía Myra? —Y volviéndose de nuevo a Ranjit, le preguntó—: ¿Te sabes más?
Él vaciló al recordar uno que no le había enseñado siquiera a Tiffany Kanakaratnam. Sin embargo, en aquella ocasión tenía entre su auditorio a Myra.
—Lo cierto —respondió— es que sí. —Dicho esto, se apartó de la zona entarimada de la terraza del bungaló a fin de trazar un círculo en la arena.
—Esto es una rupia —declaró—. Bueno; ya sé que es sólo el dibujo de una rupia; pero digamos que es una moneda de verdad. Si la lanzamos al aire, puede caer de dos modos distintos: por la cara o por la cruz.
—O de canto, si cae en la arena —apuntó la niña.
El la miró, y al ver la inocencia que se traslucía en su rostro, contestó:
—En ese caso, tendremos que tener cuidado de no lanzarla en la playa. Vamos a lanzarla, mejor, en la mesa de juego de un casino. Ahora, si en vez de una tenemos dos…
»Cada una de ellas puede darnos la cara o la cruz; lo que significa que tenemos cuatro resultados posibles: cara y cara; cara y cruz; cruz y cara, y cruz y cruz. Y si tenemos tres…
»… las posibilidades serán ocho: cara, cara y cara; cara, cara y cruz; cara…
—Ranjit —lo interrumpió Myra sonriente, sin que en su voz pudiese detectarse el menor atisbo de irritación—, Ada sabe muy bien cuánto es dos elevado al cubo.
—Por supuesto; por supuesto —dijo él en tono sumiso—. Pues vamos allá: toma este palo y añade tantas monedas como quieras a esta hilera sin que yo las vea. Luego, cuando acabes, me comprometo a averiguar, en diez segundos o menos, el número exacto de resultados que podría darse en caso de que las lanzásemos al aire. Y —añadió alzando un dedo— para hacerlo más interesante, voy a dejar que tapes el número de monedas que quieras, a partir del extremo que tú elijas, para que me sea imposible saber cuántas hay.
Ada, que había estado escuchándolo con atención, exclamó:
—¡Anda ya! ¿De verdad puede hacer eso, tía Myra?
—No —respondió ella con firmeza—. A no ser que lo mire a hurtadillas o haga trampas de cualquier otro modo. —Y a Ranjit—: ¿No vas a mirar?
—No.
—Y sin saber el número de monedas que hay en la fila…
Apretando los labios, él contestó:
—Yo no he dicho nada de lo que puedo saber…; pero no: sin saberlo.
—En ese caso, es imposible —declaró ella.
Aun así, cuando Ranjit la invitó a ponerlo a prueba, no dudó en hacer que se volviera mientras ponía a Ada a vigilar sus ojos para asegurarse de que no hacía uso de ninguna ventana a modo de espejo. Entonces, borró con rapidez la mayor parte de las monedas que había estado dibujando la niña para dejar sólo tres, y lanzando un guiño a su sobrina, tendió sobre ellas la toalla de tal manera que ocultase dos de ellas, así como todo un metro de arena en el que no había nada. Hecho esto, dijo:
—Cuando quieras.
Ranjit se dio la vuelta con lentitud, como quien dispone de todo el tiempo del mundo, y Ada no pudo evitar chillar:
—¡Date prisa! ¡Sólo tienes diez segundos! Cinco, ahora… ¡No! A lo mejor sólo dos…
—No te preocupes —pidió sonriendo con gesto tranquilizador, y a continuación, se inclinó hacia delante y miró por vez primera al lugar en que había estado la línea de círculos, tomó el palo y trazó una línea recta en el extremo de la fila. Acto seguido, mientras retiraba la toalla, anunció—: Ahí tienes la respuesta —y volvió a sonreír—. ¡Vaya! —añadió al ver el resultado—. ¡Qué astucia!
Esperó a ver cómo reaccionaba Myra ante el dibujo que había quedado en la arena:
1000
Ella se mostró desconcertada unos instantes, y a continuación se le iluminó el gesto.
—¡Dios mío, claro! Es la representación binaria del número… espera… ¡del ocho en decimal! ¡Y la respuesta correcta, por supuesto!
Sonriendo aún, Ranjit asintió con la cabeza y miró a continuación a Ada, quien parecía un tanto inquieta; y considerando estaba si tendría que mostrarle otra vez el funcionamiento de la notación binaria (1, 10, 11, 100… en lugar de uno, dos, tres, cuatro…), cuando vio que los labios de la niña cambiaban de posición por la alegría.
—No has dicho que fueras a adivinarlo en números binarios, pero tampoco que no fueras a hacerlo; así que supongo que vale. Buen truco.
Emitió semejante veredicto con la suficiente gravedad adulta para mantener el gesto de satisfacción de Ranjit, a quien, sin embargo, devoraba la curiosidad.
—Dime una cosa, Ada: ¿de verdad tienes claro lo que son los números binarios?
—¡Pues claro, Ranjit! —respondió ella con falsa indignación—. ¿O es que no sabes por qué convenció mi tía a mis papás para que me llamasen Ada?
Fue Myra quien despejó la expresión de asombro del joven.
—Sí: me confieso culpable —reconoció—. Mi hermana y mi cuñado no se ponían de acuerdo con el nombre de la niña, y fui yo quien propuso el que tiene ahora. Ada Lovelace era mi heroína, el modelo que yo quería imitar. Todas mis amigas tomaban como ejemplo a Siva, la Mujer Maravilla o Juana de Arco, y yo sólo deseaba ser, cuando creciese, como la condesa Ada Lovelace.
—La condesa… —comenzó a decir Ranjit. A continuación, hizo chascar los dedos y exclamó—: ¡Claro! La informática del… del siglo XIX, ¿no? La hija de lord Byron, que escribió el primer programa del que se tenga noticia para la calculadora de Charles Babbage.
—Ésa, sí —confirmó Myra—. Claro que aquella máquina no llegó a construirse, porque tal cosa era imposible con los medios con que contaban entonces; pero el programa era válido. En su honor bautizaron Ada al lenguaje de programación.
La visita diaria a la playa se convirtió en una institución, y Ranjit no tardó en dar con un modo de hacerla aún más deseable. De Saram había abierto una línea de crédito bancario fundándose en la previsión de la herencia paterna, lo que quería decir que, desde entonces, disponía no sólo de una cuenta de verdad con rupias de verdad para gastar, sino también de tarjeta de crédito. En consecuencia, Ranjit, que no había pasado por alto los restaurantes situados detrás de la línea de árboles, decidió llevar a Myra a cenar.
El conductor se detuvo ante uno de los establecimientos dispuestos a lo largo de la carretera; pero el olor que percibió Ranjit al abrir la portezuela con el fin de investigar no tenía mucho de alentador. El del segundo parecía mejor. De hecho, no dudó en entrar y pedir la carta, y tras olfatear a conciencia, informó a quien fue a llevársela que volvería, aunque no dijo cuándo. En el tercero, sin embargo, apenas hubo de mirar siquiera la relación de platos, pues los aromas que procedían de la cocina y el modo como se recreaban los escasos clientes con el té y los dulces de la sobremesa lo llevaron a hacer allí la reserva tras una honda inspiración. Cuando, al fin, formuló la invitación a Myra, ella se mostró indecisa un instante antes de decir:
—Claro; ¡qué idea tan buena!
Ranjit tenía aún todo el día por delante antes de ser él quien se diera el gusto de agasajarla a ella.
Ada no estaba; de modo que pudieron nadar juntos y adentrarse en el mar mucho más de lo habitual, y cuando regresaron, hablar a placer después de vestirse y sentarse a beber en la terraza cubierta.
—Esto tenía antes mucha más vida —dijo ella, clavando la mirada en la arena casi vacía que se extendía frente a la casa—. Cuando yo era un renacuajo, había dos hoteles de lujo en la playa, y muchos más restaurantes.
El la observó con curiosidad.
—¿Echas de menos los días de bullicio?
—En realidad, no. Me gusta más ahora que está más tranquilo; pero mis padres iban allí a bailar, y ya no queda nada.
Ranjit hizo un gesto de asentimiento.
—El maremoto de 2004, ¿no? —respondió con aire conocedor.
—Mucho antes —replicó ella meneando la cabeza—, en 1984. Aquí se libraron algunas de las primeras batallas de la guerra civil. Los Tigres del Mar desembarcaron aquí para poder hacerse con el aeropuerto. Como el ejército se había apoderado de los hoteles para disparar desde allí, los Tigres atacaron los edificios. Mis padres estaban aquí, en la casa, y no pudieron salir hasta que las cosas se calmaron y volvieron a abrir las carreteras. Mi madre decía que las balas trazadoras parecían fuegos de artificio cuando las veían llegar, silbando con estruendo, desde las embarcaciones de asalto o salir de los hoteles en dirección al mar. Lo llamaban «el espectáculo».
Ranjit quiso responder, pero no supo cómo, pues no le salían las palabras, y lo que de veras deseaba era rodearla con un brazo. Al final, se decidió por algo semejante a un primer paso posando una mano sobre la de ella, que descansaba en el brazo del asiento. A ella no pareció importarle.
—Siendo yo pequeña, las ruinas de los edificios seguían aquí; y ¿sabes qué fue lo que acabó con ellas al final? El maremoto: si no, creo que aún podríamos verlas.
Se volvió hacia él sonriente, con un gesto que hacía pensar que estaba deseando que la besasen. Así que Ranjit optó por probar.
Y resultó que no andaba errado. De hecho, fue ella la que le tomó la mano y lo llevó al interior de la casa, en donde los esperaba un diván por demás acogedor, en el que cabían a la perfección dos personas y en el que tuvo oportunidad de descubrir que mantener relaciones sexuales con una mujer, acto agradable de por sí, lo era en grado sumo cuando se trataba de alguien querido y respetado, en cuya compañía se hacía deseable pasar todo el tiempo del mundo.
La cena que corrió a su cargo también fue a pedir de boca. Aquel día de playa constituyó, en consecuencia, un éxito completo, y Myra y Ranjit no dudaron en hacer planes para repetirlo muy a menudo. Sin embargo, no fue posible, pues al día siguiente ocurrió algo que iba a cambiar por entero sus designios.
Ada Labrooy se hallaba con ellos aquel día, y también su niñera, que no dejaba de mirar al soslayo a Myra y a Ranjit, a quien acabó por persuadir de que debían llevar escrito en la cara cuanto había ocurrido la víspera. Todo se había desarrollado con normalidad (si se exceptúa el hecho de que, a su llegada, la anfitriona lo besó en los labios en lugar de en la mejilla como siempre); hasta el momento en que, de vuelta de su excursión por la playa, se disponían a tomar su refrigerio en albornoz.
Ada vio algo. Con la mano colocada a modo de visera a fin de protegerse del sol, preguntó:
—¿No es aquél el hombre que trabaja para los Vorhulst?
Ranjit se puso en pie para ver mejor, y comprobó que, en efecto, se trataba del mayordomo, que corría en su dirección con una presteza inusitada mientras sostenía en una mano un puñado de papeles. Parecía nervioso; no ya nervioso, sino impaciente por entregárselos a Ranjit. Tanto que, al encontrarse aún a cinco o seis metros de él, no pudo evitar gritar:
—¡Señor! ¡Creo que puede ser lo que estaba esperando!
Y sí que lo era.
O al menos, algo semejante: se trataba de un análisis prolijo de su artículo, o más bien, de cinco diferentes, elaborados, a todas luces, por otras tantas personas anónimas que habían comentado (con detalle riguroso y casi ilegible) cada uno de los pasajes en los que él había detectado ya algún error o imprecisión. Además, habían dado con no menos de once partes de su exposición que, pese a requerir enmienda, había pasado él por alto al examinarla. En total había cuarenta y dos páginas, llenas todas de palabras y ecuaciones. A medida que hojeaba cada una de ellas y pasaba con premura a la siguiente, se las iba dando a Myra al tiempo que arrugaba cada vez más la frente.
—¡Por Dios bendito! —exclamó al fin—. ¿Qué es esto? ¿Una declaración de los motivos que tienen para rechazar mi condenado escrito?
Myra se mordía el labio mientras leía por cuarta o quinta vez la última página. Entonces, asomó a su rostro una amplia sonrisa.
—Cariño —dijo mientras tendía la hoja a Ranjit, sin que ninguno de los dos se percatara, por la emoción del momento, de que era la primera vez que se dirigía a él con tal apelativo—. ¿No has leído la última palabra del mensaje?
Él le arrebató la hoja.
—¿Qué palabra? —quiso saber—. ¿Ésta de aquí abajo? ¿«Enhorabuena»?
—Ésa —confirmó ella con una sonrisa tan franca y tierna como la más dulce que jamás habría podido desear ver él en el rostro de Myra de Soyza—. ¿Conoces a alguien al que hayan felicitado nunca por un fracaso? ¡Van a publicártelo, Ranjit! ¡Están convencidos de que lo has conseguido!