CAPÍTULO XVI
A casa

Gamini se negó a oír hablar de desayunos a la estadounidense: se limitó a hacer una señal a las asistentes de vuelo, quienes pusieron ante ellos toda una variedad de platos ceilaneses (fideos de arroz rizados, un guiso delicioso de carne y patatas con curri y una bandeja de tortitas de pan) que hicieron que Ranjit abriese los ojos como platos.

—Dime una cosa, Gamini —preguntó con la boca llena—: ¿Cuándo te han ascendido a Dios? ¿No estamos en un avión yanqui?

El interpelado, bebiendo una taza de té procedente de los campos que rodeaban la ciudad de Kandy, meneó la cabeza.

—No —corrigió—: Es de las Naciones Unidas. Lo que pasa es que la tripulación es estadounidense, aunque ahora no representa ni a la ONU ni a Estados Unidos: nos lo han prestado.

—¿A quién?

Gamini volvió a cabecear con gesto sonriente antes de responder:

—No puedo decírtelo; al menos por ahora. Y es una lástima: sabía que te iba a interesar y, de hecho, estaba planteándome la posibilidad de pedirte que te unieras a nosotros cuando te embarcaste en aquel crucerito…

Ranjit no soltó la cuchara, aunque la dejó inmóvil mientras clavaba en su amigo una mirada sostenida y no muy afable.

—¿Me estás diciendo que te has hecho tan importante que puedes pedir prestado sin más un cacharro como éste para hacer tus recados?

Esta vez, Gamini soltó una risotada.

—¿Yo? ¡Qué va! No lo han hecho por mí, sino por petición de mi padre. Le han dado un puestazo en la ONU, ¿sabes?

—¿Y qué puesto es ése?

—Tampoco te lo puedo decir; así que no preguntes. Tampoco quieras saber de qué país acabamos de sacarte. Dar contigo no nos resultó difícil después de encontrar a Tiffany Kanakaratnam. ¡Vaya! —exclamó al ver la reacción de Ranjit ante el nombre de la niña—. De eso sí puedo hablarte, aunque sea sólo hasta cierto punto. He… Bueno: me he servido de la posición de mi padre para hacer mi propia búsqueda informática con la esperanza de localizarte. Algo parecido a lo que hiciste tú con la contraseña de tu profe de mates. Fui introduciendo el nombre de todo aquél que se me ocurrió que podía tener alguna idea de cuál era tu paradero: Myra de Soyza, Maggie, Pru, todos tus profesores, todos los monjes del templo de tu padre… y los Kanakaratnam. No —añadió, una vez más a modo de respuesta al gesto que había asomado al rostro de su amigo—; no, nada que pueda resultar comprometedor: lo único que buscábamos eran encuentros o conversaciones que pudieses haber mantenido después del día de tu desaparición. No encontramos nada, ni de ti, ni de los dos Kanakaratnam adultos, lo que, a mi ver, quiere decir que debieron de fusilarlos sin más después de juzgarlos el primer tribunal. Sin embargo, seguí añadiendo nombres a medida que se me ocurrían, y con los de los cuatro niños tuvimos más suerte. Los habían arrestado, claro; pero eran demasiado pequeños para procesarlos siquiera por piratería. Así que los mandaron con unos familiares que vivían cerca de Kilinochchi, y Tiffany nos describió a los militares que te sacaron de la playa, los helicópteros y el lugar en el que desembarcasteis. Después, tras mucho investigar, acabamos por encontrarte. Todavía podían haberte tenido allí muchos años.

—Y los que me han retenido ¿quiénes eran?

—¿Otra vez estamos con ésas, Ranj? —protestó Gamini—. No puedo decírtelo con exactitud, aunque sí en términos muy generales, sin mencionar ningún detalle. ¿Has oído hablar de las «entregas extraordinarias»? ¿Y el fallo que emitió sobre la tortura el Tribunal Superior de Justicia británico?

La respuesta fue negativa. Sin embargo, Gamini lo puso al corriente cuando su amigo despertó de un sueño reparador que duró no pocas horas. En los viejos tiempos, algunas de las grandes potencias, entre las que se encontraba Estados Unidos, se habían declarado públicamente contrarias al empleo de la tortura en cuanto medio de obtener información, y sin embargo, se hallaban en posesión de presos que, casi con toda certeza, conocían datos importantes que no pensaban revelar de forma voluntaria. Y aunque el del tormento constituía un método muy poco seguro de hacer que alguien ofreciera respuestas dignas de crédito, pues había pocas personas que no estuviesen dispuestas a declarar, en determinado estadio del proceso, cuanto quisieran oír sus verdugos, fuera o no verdadero, con el único objeto de poner fin a tamaño sufrimiento, dichas superpotencias no tenían a su disposición nada mejor. En consecuencia, concibieron una estratagema al respecto, consistente en entregar a los reos citados a los servicios de información de otros países de los que jamás hubiesen abominado el uso del dolor en calidad de técnica propia de los interrogatorios. A continuación, los agentes de estas naciones transmitían la información obtenida a la superpotencia correspondiente, ya fuera Estados Unidos, ya cualquier otra.

—Es —concluyó Gamini— lo que se conoce como entrega extraordinaria o tortura por poderes.

—¡Ajá…! —respondió Ranjit pensativo—. ¿Y todavía se practica?

—Podría decirse que sí: las grandes potencias ya no hacen encargos así, porque al final se les dio demasiada publicidad. De todos modos, ya no les hace falta, porque hay muchísimos países no alineados que detienen a personas con antecedentes criminales difíciles de explicar y los interrogan. Es lo que ocurre con los piratas, gentes que, para ellos, resultan inaceptables de cualquier modo, y más aún si tratan de ocultar su identidad, tal como creyeron que era tu caso por aquello del cambio de nombre. A continuación, venden la información a los países que se las dan de íntegros, y ahí es donde entra en escena la resolución de los magistrados británicos. Los lores que conforman el Tribunal Supremo del Reino Unido crearon hace mucho tiempo una comisión encargada de investigar datos obtenidos con semejantes métodos y fallaron que, si bien por motivos morales no debían emplearse jamás en proceso legal de ninguna índole, resultaba lícito ponerlos en conocimiento de, por ejemplo, las autoridades policiales.

Alzó la vista al ver que las dos mujeres se dirigían a ellos.

—Y ahora —anunció a continuación—, más nos vale abrocharnos el cinturón, porque creo que estamos llegando al aeropuerto de Bandaranaike. Escúchame: no ibas a creer los arreglos a los que hemos tenido que llegar ni las promesas que hemos tenido que hacer para sacarte de aquella cárcel. Así que te pido que me ayudes a cumplir mi palabra. No reveles a nadie nada, nada en absoluto, que pueda servir para identificar a los que te retenían. Si lo haces, nos pondrás en un aprieto a mí y a mi padre.

—Te lo juro —declaró Ranjit con la mano en el pecho, aunque no pudo evitar añadir en tono malicioso—: Dices que habéis hecho indagaciones sobre las chicas. ¿Cómo le va a la buena de Maggie?

Gamini lo miró con gesto afligido.

—La buena de Maggie está bien —contestó—. Hace un par de meses se casó con un senador estadounidense. De hecho, me envió una invitación para la recepción; así que fui a Harrods y compré una pala para el pescado muy bonita para enviársela. Pero no asistí, claro.