Lo primero que necesitamos dilucidar de aquel grande de la galaxia es si era o no varón, o de hecho, persona, y si era, en el fondo, un grande de la galaxia en lugar de una simple fracción de tal ser.
Comoquiera que ninguna de estas preguntas puede contestarse de forma sencilla, será mejor que hagamos caso omiso de los hechos y nos conformemos con respuestas que no nos planteen problema alguno, si no es el de que son erróneas de medio a medio. En primer lugar, diremos que se trata de veras de una persona, a pesar de ser también parte de aquella «persona» de entidad mayor que conformaba la combinación de todos sus congéneres.
De éstos los había en todas partes, desde los confines, en constante aceleración, de la galaxia hasta su centro, relativamente inmóvil, y en todo lugar intermedio imaginable. ¿Cuántos? Ésta es también una pregunta sin sentido. Había muchos, muchísimos; pero puestos a pensar, su multitud también era unicidad, por cuanto, con sólo decidirlo, cada uno de ellos quedaba fundido con cualquiera de los demás o con todos. Tal como habrá podido observar el lector, hemos asignado, de manera arbitraria, un género gramatical, el masculino, a estos seres. Sin embargo, no por ello debe asumir que practicaban suerte alguna de acto sexual tal como podemos entenderlos los humanos, pues no es así; es sólo que tal solución nos evita prolongar de manera indefinida el «ello o él o ella o ellos». Así que cortemos sin consideración este nudo gordiano asignándole el pronombre «él».
Y ya que nos hemos tomado tamaña libertad, permitámonos ir aún más allá y asignémosle también, a «él», un nombre. Vamos a llamarlo, por tanto, Bill. No Bill, puesto que ya son demasiadas las confianzas y, al menos, es de recibo que lo reconozcamos mediante el uso de la cursiva.
Aclarado esto, ¿qué más puede resultar útil que conozcamos acerca de los grandes de la galaxia por el momento? ¿Puede serlo, por ejemplo, saber qué tamaño tienen, o cuando menos, dado que una de sus agrupaciones puede estar a miles, o miles de millones, de años luz de otra, cómo miden la distancia?
Pongamos que va a ser de utilidad, aunque hemos de tener en cuenta que, al igual que ocurre con el resto de preguntas que podemos formular acerca de los grandes de la galaxia, la respuesta está llamada a ser difícil. Y así, hay que empezar diciendo que a estos seres no les gusta el género de unidades de medida arbitrarias de que se sirven los humanos. Éstas se fundan siempre en algún valor propio de la especie, como puede ser la distancia que media entre la punta de uno de los dedos de un hombre hasta su axila o cierta fracción de la que va de un polo del planeta que aciertan a ocupar a su ecuador. Las medidas de los grandes de la galaxia se conforman siempre con la escala de Planck, que resulta, de hecho, bastante diminuta. En ella, la unidad es de 1,616 x 10-35 metros. Para hacerse una idea de lo que tal cosa significa, baste recordar que resulta imposible medir nada que sea más pequeño. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que no puede determinarse la dimensión de algo que no se ve, y no puede verse nada sin que medien esas partículas portadoras de luz que llamamos fotones. Y cualquier fotón lo bastante potente para iluminar una unidad de la escala Planck lo sería en un extremo tal (y poseería, en consecuencia, una masa tal) que se convertiría de inmediato en un agujero negro. La palabra imposible se toma a menudo como un desafío; pero en esta ocasión no es más que un hecho.
En consecuencia, para medir una realidad tridimensional cualquiera, sea la circunferencia de un electrón o el diámetro del mismísimo universo, los grandes de la galaxia sólo tienen que contar el número de longitudes de Planck que existen del punto A al punto B. Tal cosa es, de manera invariable, un número elevado, si bien a ellos no les importa, pues bien mirado, ellos mismos son números bastante elevados.
Y ya que hemos encontrado un modo de identificar, cuando menos, lo incomprensible, volvamos a ese ser muchísimo más simple que responde al nombre de Ranjit Subramanian.
Siendo él muy joven, su padre, persona por demás universal, lo alentó a leer obras un tanto extrañas, entre las que se contaba un libro que escribió James Branch Cabell en torno a la naturaleza de la escritura y los escritores (pues hubo un tiempo en que Ganesh Subramanian pensó que su hijo bien podía optar por semejante ocupación). En opinión de Cabell, muchos autores en cierne trataban de decir al mundo: «Estoy embarazado de palabras, y si no tengo un parto lexicológico, me muero».
Y curiosamente, ésa era, casi con exactitud, la situación en que creía hallarse Ranjit en esos instantes. Llevaba varios días pidiendo ayuda, gritando a los corredores vacíos, explicando a un auditorio inexistente a todas luces que tenía algo que había que comunicar de manera inmediata y sin falta a alguna publicación periódica. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Hasta el anciano rengo había empezado a colocar su comida cerca de la puerta para volver a alejarse de inmediato con tanta rapidez como le permitían sus miembros tullidos.
Poco podía interesarse, por lo tanto, al oír el arrastrar de sus pies por la oquedad de los pasillos. Hasta el día que, junto a aquel sonido, percibió el tac, tac de los pasos de alguien que no cojeaba. Instantes después se abrió la puerta de su celda, y tras ella aparecieron el viejo, sí, y a un paso o dos de cortesía detrás de él, otro hombre, con un gesto de sobresalto y consternación grabado en aquel rostro cuyos rasgos conocía Ranjit tan bien como los de su propio semblante.
—¡Por Dios Todopoderoso, Ranj! —exclamó perplejo Gamini Bandara—. ¿Eres tú?
De todas las preguntas que pudo haber formulado a aquel visitante imprevisto de su pasado, eligió la más sencilla:
—¿Qué estás haciendo aquí, Gamini?
—¿Tú qué diablos crees? He venido a sacarte de aquí, y si piensas que ha sido fácil, es que estás más loco de lo que pareces. Luego, voy a llevarte al dentista. ¿Qué te ha pasado en los dientes? No, no: primero, deberíamos ir a que te vea un médico… ¿Qué?
Ranjit se había puesto de pie y temblaba casi de la emoción.
—¡No; a un médico, no! ¡Si puedes sacarme de aquí, ponme delante de un ordenador!
—¿Un ordenador? —preguntó el otro con desconcierto—. Supongo que se podrá hacer algo; pero antes tendríamos que asegurarnos de que estás bien.
—¡Maldita sea, Gamini! —gritó Ranjit—. ¿No me estás oyendo? Creo que he logrado demostrarlo, y necesito un ordenador, ¡ya! ¿Tienes la menor idea del terror que me produce la posibilidad de olvidar parte de la demostración antes de que pueda mandarla a evaluar?
Al final, consiguió el ordenador y la revisión médica, aunque hubo de esperar a que Gamini lo sacara de la prisión en que estaba retenido y lo llevase a un helicóptero que los aguardaba a ambos con las aspas en movimiento. Cuando subió a la aeronave, el recién liberado vio a un par de hombres que observaban la escena a no mucha distancia. Uno de ellos era el Bizqueras, quien, pasmado y algo inquieto, ni siquiera hizo amago alguno de despedida. A continuación volaron en descenso unos veinte minutos por entre elevadas montañas tocadas con brillantes casquetes de nieve. Durante el trayecto, Ranjit no pudo evitar asaltar a su acompañante con preguntas, aunque en esta ocasión fue Gamini quien no parecía dispuesto a hablar.
—Luego —respondió señalando con un gesto al piloto, cuyo uniforme era la primera vez que veía.
Aterrizaron en un aeropuerto de verdad, a doce metros escasos de un aeroplano, y no de un aeroplano cualquiera, según pudo comprobar, sino de un BAB-2200, el avión más veloz y, en algunas variantes, el más lujoso que hubiese construido jamás la empresa surgida de la fusión de Boeing y Air-bus, y para colmo, lucía el planisferio y la corona de laurel que conformaban la insignia de las Naciones Unidas. El interior resultaba aún más sorprendente, pues tenía por asientos cómodos sillones de piel, y por tripulación, a un piloto (ataviado con el uniforme de coronel de la fuerza aérea estadounidense) y dos hermosísimas asistentes de vuelo (que llevaban en el uniforme el distintivo propio de los capitanes y, sobre él, un delantal blanco de material mullido).
—¿Ponemos rumbo a casa, señor? —preguntó el primero a Gamini antes de desaparecer por la puerta de la cabina al verlo inclinar la cabeza en señal de asentimiento.
Una de las asistentes llevó a Ranjit hasta un asiento (giratorio, según pudo comprobar) y le abrochó el cinturón de seguridad.
—Ésta es Jeannie —lo informó Gamini mientras se ajustaba el suyo—. Es médica, así que más te vale que te eche un vistazo…
—El ordenador… —objetó él.
—Sí, sí: van a darte el dichoso ordenador, Ranjit; pero antes tendremos que despegar. Vamos a tardar un minuto.
A esas alturas, las dos mujeres se habían retirado a sus asientos plegables, dispuestos en uno de los mamparos, y el avión comenzaba a moverse. Tan pronto se hubo apagado la señal que avisaba de la necesidad de llevar puesto el cinturón, la segunda ayudante, que se presentó con un sencillo: «¡Hola! Yo soy Amy», hizo aparecer, como por arte de magia, un ordenador portátil de la mesa que había al lado de Ranjit, en tanto que la que tenía por nombre Jeannie se aproximaba con un estetoscopio, un esfigmomanómetro y otros aparatos de diagnosis.
El pasajero no protestó: dejó a la facultativa examinar, pinchar y auscultar a voluntad mientras él se afanaba por redactar con torpeza un escrito de casi seis páginas, deteniéndose cada dos líneas más o menos para pedir, por ejemplo, a Gamini que le buscase la dirección de la revista Nature.
—La redacción está en Inglaterra, pero no sé dónde exactamente.
O para clavar la mirada en el teclado con el ceño arrugado mientras removía su memoria en busca de las palabras siguientes. Y aunque el proceso fue lento, cuando Gamini se aventuró a preguntarle si quería comer algo, Ranjit le respondió, con una ferocidad que hacía impensable toda réplica, que cerrase el pico.
—Necesito sólo diez minutos —le exigió—, o media hora a lo sumo; pero ahora no puedo detenerme.
Huelga decir que no fueron diez minutos, ni tampoco treinta: aún habría de transcurrir más de una hora antes de que, con un suspiro, levantara la cabeza de la pantalla y anunciase a Gamini:
—Me gustaría comprobar algo; así que será mejor que mande una copia a tu casa. Dime tu dirección de correo electrónico.
Introducida ésta, seleccionó el icono correspondiente al envío y se reclinó en el asiento.
—Gracias —dijo—. Siento haberme comportado como un pelma, pero esto era muy importante para mí. Desde el momento en que lo descifré, hace ya cinco o seis meses, he estado temiendo que pudiese olvidárseme alguna parte antes de mandarlo a evaluar. —De pronto dejó de hablar y se pasó la lengua por los labios—. Otra cosa: llevo mucho pensando en comida de verdad. ¿Tenéis zumo natural de cualquier clase en este aparato? ¿Y algo así como un bocadillo de jamón o, digamos, un par de huevos revueltos?