CAPÍTULO XIV
Rendirse al mejor postor

Aunque él no había tenido ocasión de saber de ninguna de ellas, fuera de los muros que lo retenían habían ocurrido no pocas cosas. Habían saltado por los aires catedrales y descarrilado trenes, e incluso se habían contaminado bloques enteros de oficinas mediante la introducción de polvo radiactivo en los sistemas de ventilación. También habían proliferado, claro que sí, los asesinatos por degollación o defenestración; por disparo con pistola, escopeta o fusil de asalto, y por envenenamiento, administrado en ocasiones del modo más ingenioso imaginable. En cierta ocasión, se acabó con la vida de una persona dejándole caer un piano sobre la cabeza, y en otra, sentándose sobre su pecho para retenerlo contra el fondo de su bañera mientras los grifos la llenaban de agua tibia. Y por supuesto, había habido guerras. Una de ellas, la más violenta quizá, fue a reabrir una herida que parecía cauterizada cuando los suníes emprendieron una incursión en territorio kurdo y amenazaron con desencadenar de nuevo la confusión que caracterizó el período posterior a la ocupación de Iraq.

Con todo, también habían ocurrido cosas buenas, y así, bajo la estrecha supervisión de cuatro de las cinco naciones que conformaban la región escandinava (Islandia, que debía hacer frente a sus propios disturbios intestinos, había quedado fuera del grupo), habían entrado en fase de remisión, cuando menos momentáneamente, algunos de los conflictos más furiosos. En Myanmar, denominación oficial del Estado conocido comúnmente como Birmania (por todos menos por la propia camarilla gubernamental intransigente del país), se había liberado sin previo aviso a todos los prisioneros políticos e invitado a los diplomáticos extranjeros a participar en calidad de observadores en los próximos comicios. Por último (y este suceso habría hecho saltar de alegría a Ranjit si hubiese podido tener conocimiento de él), después de muchos rodeos, el Banco Mundial había ofrecido una digna concesión inicial de mil millones de dólares para la construcción del ascensor espacial de Artsutanov. Verdad es que de ahí a ver las plataformas subiendo y bajando por los cables a fin de transportar a trescientos kilómetros por hora el material que debía alcanzar la órbita terrestre baja había un trecho más que largo; pero por algo había que empezar.

Aquéllos, por supuesto, no eran los únicos datos relevantes para su propia existencia que él desconocía. Así, por ejemplo, ignoraba por qué lo habían llevado a aquel lugar y por qué le habían dado tormento. Y tampoco supo decir por qué cesó el maltrato. Jamás había oído hablar de las «entregas extraordinarias» ni del trascendental fallo sobre la tortura que habían emitido, décadas antes, los magistrados del Tribunal Supremo británico.

No hace falta decir que los captores de Ranjit podían haberle proporcionado información de haberlo deseado; pero lo cierto es que no quisieron.

Después del primer día sin recibir castigo alguno, no volvió a ver a Bruno, el tipo de las manotadas en el estómago y el cable eléctrico; pero con el Bizqueras sí trató a menudo, aunque sólo después de haberle prometido que dejaría de preguntarle por qué lo habían torturado y si pensaban liberarlo algún día. De hecho, él no le permitía solicitar la respuesta de ninguna de las cuestiones que de verdad le interesaban. Aunque sí es verdad que despejó una de sus incógnitas:

—¿Bruno? Bueno, pues… lo han ascendido a la planta de arriba. Lo único que sabe hacer con los prisioneros es hacerles daño, y todo parece indicar que a ti no vamos a tener que volver a tratarte de ese modo.

Ranjit hubo de reconocer que aquél no era un dato nada desdeñable, pues suponía una gran mejora respecto del régimen de palos y ahogamientos a que lo habían sometido hasta entonces. Sin embargo, la situación se volvió bastante aburrida (y más aún cuando el Bizqueras dejó de visitarlo por causa de su incapacidad para mantener la promesa de dejar de hacer preguntas comprometidas). El muchacho no quedó privado por entero de compañía humana, pues había un vejete cojo que le llevaba comida y retiraba el orinal. No obstante, de nada servía esmerarse por trabar conversación con él, pues si bien debía de hablar un idioma concreto u otro, no era ninguno que conociese él.

No supo precisar el momento en que comenzó a mantener largos monólogos con sus amigos. Sus amigos ausentes, se entiende, dado que ninguno de ellos se hallaba físicamente en su celda. Es obvio, por lo tanto, que ninguno llegó a oír jamás lo que les decía, aunque no habría dejado de resultar interesante en el caso de Myra de Soyza, por ejemplo, o el de Pru Sinapellido. No tanto, verdad es, en el de Gamini Bandara, íntimo suyo de toda la vida, a quien, después de referirle algún pormenor de su vida ociosa, vacía y monótona, no tuvo más que decir aparte de que lo que tenía que haber hecho era dedicarle a él, a Ranjit, más tiempo en lugar de entretenerse con una estadounidense a la que, al fin y al cabo, nunca iba a volver a ver.

Algunos de los amigos ausentes más queridos eran gentes que no había llegado a conocer en carne y hueso. Entre ellos se contaba, por ejemplo, el difunto Paul Wolfskehl, magnate alemán decimonónico del mundo empresarial que había sufrido un desengaño al ver cómo la persona amada rechazaba su propuesta de matrimonio. Aquel hecho provocó que, a pesar de toda su riqueza y su poder, perdiese todo interés por vivir y se resolviera, en consecuencia, a suicidarse. Semejante plan se frustró, sin embargo, cuando, aguardando al momento exacto de ponerlo en práctica, cogió, por hacer algo, un libro y se puso a leer.

Aquel volumen resultó ser un tratado sobre el último teorema de Fermat escrito por un tal Ernst Kummer. Según parece, el enamorado había asistido a un par de conferencias del autor sobre la teoría de los números, y la curiosidad lo llevó a leer aquel trabajo recién publicado.

Y como ocurrió a otros muchos matemáticos aficionados antes y después que él, quedó conquistado de inmediato. Desechó toda idea de quitarse la vida, menester para el que no le quedó tiempo después de sumergirse en el desentrañamiento de los misterios que encerraba aquella a al cuadrado que, sumada a b al cuadrado, era igual a c al cuadrado, y la paradoja de que, de estar las cantidades elevadas al cubo, jamás se realizarían.

También tenía entre sus amistades a Sophie Germain, muerta mucho antes que el alemán, pues pasó la adolescencia en los tiempos aterradores de la Revolución francesa. Aunque no resulta del todo claro por qué contribuyó tal circunstancia a hacer que consagrara su vida a las matemáticas, todo apunta a que fue así. Lo que sí es manifiesto es que aquélla no era empresa sencilla para una mujer, tal como lo expresó en cierta ocasión Isabel I de Inglaterra, quien sostuvo que sobre Sophie pesaba la maldición de poseer hendidura en lugar de festón, y que, por ende, había de esforzarse en todo cuanto se proponía muchísimo más que sus colegas festoneados.

Entonces, cuando fue perdiendo vigor la conversación de sus interlocutores imaginarios, comenzó a asaltarlo algo que había dicho Myra de Soyza. Pero ¿qué era? ¿Se trataba de algo relativo a las herramientas que poseían otros matemáticos en el momento en que Fermat hizo aquella dichosa anotación engreída en el margen de su libro?

¿Y qué herramientas eran? Recordó que de Sophie Germain se decía que era la primera persona, de uno u otro sexo, que había hecho algún progreso en lo tocante a la demostración del teorema de Fermat. Pero ¿qué era lo que había conseguido?

Evidentemente, él no tenía modo alguno de averiguarlo. En la universidad, pertrechado con una clave de acceso, sólo habría necesitado pulsar unas cuantas teclas del ordenador que hubiese tenido más a mano para hacerse con los escritos que pudiera haber publicado aquella mujer de Dios en toda su vida. Pero allí sólo disponía de su memoria, y no podía asegurar que estuviese a la altura de tamaña tarea.

Sí que recordaba lo que era un «número primo de Sophie Germain»: todo número primo p en el que se diera la circunstancia de que 2p+1 fuese también primo. El 3 era el más pequeño de todos, siendo así que 3x2 + 1 = 7, y 7 era un número primo; pero la mayoría de los demás eran demasiado grandes para resultar divertidos. Ranjit no pudo por menos de congratularse por recordar aquello, aunque, por más vueltas que le diese, no veía el modo cómo el número primo de Sophie Germain podía llevarle a la solución del problema de Fermat.

Aún había otra cosa: tras mucho trabajar, Germain había elaborado su propio teorema: siendo x, y y z números enteros, si x5 + y5 = z5, x, y o z debían ser divisibles por 5. Como todas las demás piedras angulares que había conseguido extraer de la cantera de su cerebro, ésta resultó decepcionante. La ecuación no tenía sentido, pues si todo el teorema de Fermat demostraba, supuestamente, la inexistencia de una igualdad como x5 + y5= z5, ¿qué utilidad podía tener…?

Tal vez sí que pudiera ser útil, siempre que hiciera caso omiso del teorema en sí, que descartaba por inservible, para preguntarse cómo había llegado a él la matemática francesa. ¿Y no era eso mismo lo que le había propuesto Myra en la fiesta del doctor Vorhulst, en la época en la que podía asistir a fiesta alguna?

Aún había otra persona (o algo semejante) con la que jamás había tenido trato alguno, al menos hasta entonces, y que podía proporcionarle datos muy útiles. Y acaso ha llegado el momento de que pasemos algún tiempo más con él (o con ellos, si no con ello o aun con ella).