En total, Ranjit estuvo en manos de sus interrogadores poco más de dos años, aunque la mayor parte de las preguntas se formularon sólo en los seis primeros meses. Su estancia, sin embargo, no fue cómoda en ningún momento.
La primera sospecha que tuvo de que le ocurriría tal cosa llegó en el momento en que le vendaron los ojos, lo amordazaron y lo esposaron a uno de los asientos del helicóptero del oficial que lo estaba juzgando antes de despegar. No pudo precisar adonde lo llevaron a continuación, aunque sí que tardaron menos de una hora en llegar. Luego, aún con la vista tapada, lo ayudaron a bajar los escalones de algún género de superficie pavimentada y recorrió veinte o treinta metros antes de empezar a subir otras escaleras para introducirse en un nuevo aparato, en donde volvieron a maniatarlo antes de alzar el vuelo.
En esta ocasión no se trataba de un helicóptero, pues pudo sentir las sacudidas que se producían a medida que el aparato ganaba velocidad en la pista, y acto seguido, la transición repentina al vuelo libre. El trayecto no fue ni breve ni sociable. Pudo oír a los de la dotación hablar entre sí, aunque le fue imposible adivinar en qué idioma se expresaban. Cuando trató de gritar para anunciar que necesitaba ir al baño, no fueron palabras lo que emplearon para responder, sino una bofetada repentina y violenta en la cara para la que no había tenido ocasión de prepararse.
Al final, no obstante, le permitieron servirse del modesto lavabo del aeroplano, aunque con la venda en los ojos y la puerta abierta. También le dieron de comer, o por mejor decir, abrieron la bandeja de su asiento y, tras colocar algo en ella, le ordenaron:
—Come.
Por el tacto logró determinar que le habían servido alguna clase de bocadillo, tal vez de una variedad de queso que desconocía. De cualquier modo, a esas alturas llevaba ya casi veinte horas sin alimento, y no dudó en devorarlo sin bebida alguna. Verdad es que quiso correr el riesgo de pedir agua, y también que volvió a recibir una bofetada.
No supo cuánto tiempo duró el viaje, toda vez que acabó por sumirse en un sueño agitado del que sólo salió cuando los inquietos rebotes del avión le hicieron saber que estaban aterrizando, y en una pista mucho peor que la anterior. En esta ocasión, tampoco le quitaron la venda de los ojos, y lo ayudaron a descender para introducirlo después en un vehículo en el que estuvo más de una hora.
Al final lo condujeron, aún a oscuras, a un edificio, y tras atravesar un pasillo, lo introdujeron en una habitación en la que lo obligaron a sentarse. Uno de sus captores le ordenó entonces en un inglés brusco y de acento tosco:
—Extiende las manos. ¡Así no: con las palmas hacia arriba!
Y cuando obedeció, lo golpearon con algo extremadamente pesado que le produjo un dolor agudo y lo hizo gritar. Entonces, volvió a oír aquella voz, que le decía:
—¡Ahora, di verdad! ¡Tu nombre!
Aquélla fue la primera pregunta que se le hizo bajo presión, y la que más veces formularon. Los interrogadores no parecían dispuestos a creer aquella sencilla realidad: que se llamaba Ranjit Subramanian y que daba la casualidad de que llevaba puestas las ropas de otra persona, cuyo nombre, tal como declaraban las etiquetas que llevaban cosidas, era Kirthis Kanakaratnam. Cada vez que decía la verdad, recibía un castigo por mentir.
Éste dependía del interrogador. Así, el individuo achaparrado y sudoroso que respondía por Bruno gustaba de buscar la verdad con un trozo de cable eléctrico de cuatro o cinco centímetros de grosor capaz de infligir dolores insoportables en cualquier parte del cuerpo en que se empleara. También era aficionado a asestarle violentas palmadas con la mano abierta en el vientre desnudo, lo que, amén de atormentar a Ranjit, lo llevaba a preguntarse, a cada golpe, si no le habría perforado el apéndice o el bazo. Aun así, las técnicas de Bruno tenían algo que lo consolaba, pues, cuando menos, no le arrancaba las uñas, le quebraba los huesos ni le sacaba los ojos, ni le hacía nada, según opinaba esperanzado el joven, que fuese a ocasionar lesiones permanentes, lo que le permitía aferrarse al convencimiento de que, a la postre, albergaban la intención de liberarlo.
Tal ilusión, sin embargo, no duró mucho, y fue a desvanecerse el día que Bruno, exasperado, lanzó el cable al otro extremo de la habitación y, agarrando una porra corta de madera de la mesa en la que se hallaban dispuestos los útiles de tortura, le cruzó la cara con ella de forma reiterada. Aquello le costó un ojo morado y un incisivo roto, y echó por tierra su tenue esperanza de excarcelación.
El segundo de los torturadores que más le visitaban era un hombre mayor que jamás reveló su nombre y que tenía un ojo a medio cerrar. Por eso Ranjit le asignó el apelativo de Bizqueras. Raras veces dejaba marca, y tenía una conversación curiosa por tranquilizadora. El día que lo conoció, el joven se hallaba en el suelo boca arriba, retenido por dos ayudantes de gran fortaleza.
—Lo que vamos a hacerte —le advirtió con amabilidad el sayón, que sostenía un trapo cuadrado en la mano— te va a dar la impresión de que ha llegado tu hora. Pero no te va a matar: no vamos a dejar que mueras. Eso sí: vas a tener que ser muy sincero conmigo. —Y dicho esto, le cubrió el rostro con el paño y derramó sobre él el agua fría que llevaba en una jarra metálica.
Ranjit nunca había tenido experiencia de nada semejante. Lo que sintió fue, más que dolor, un terror embrutecedor e incapacitador. Había oído y había entendido la promesa del Bizqueras, quien le había asegurado que no iba a morir de aquello, y aun así, su cuerpo parecía haber hecho su propia interpretación, pues, sabedor de que lo estaban ahogando hasta extremos agónicos, sólo deseaba que el proceso cesara de inmediato.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Basta! ¡Soltadme!
En realidad, lo que brotó de su boca no fue más que un escupitajo borbolleante de retazos acuosos de sonido en los que difícilmente podía reconocerse palabra inglesa alguna. Entonces se detuvo el chorreo, le retiraron el trapo de la cara y lo incorporaron para volver a sentarlo.
—Y ahora dime: ¿cómo te llamas? —le preguntó con educación el Bizqueras.
El interpelado intentó dejar de toser el tiempo suficiente para poder declarar:
—Ranjit Sub… —Pero ni siquiera había acabado cuando lo golpearon en los hombros y volvieron a derribarlo de espaldas al suelo para colocarle de nuevo el trozo de tela en el rostro y dejar caer sobre él más agua.
Consiguió aguantar cuatro sesiones más antes de comprender, descorazonado, que resultaba imposible seguir oponiendo resistencia. Jadeando, logró decir:
—Me llamo como queráis que me llame. Pero ¡basta ya, por favor!
—Bien —respondió el Bizqueras en tono alentador—. Vamos progresando, Kirthis Kanakaratnam. Dime: ¿para qué país trabajas?
Había, claro está, otras muchas formas de hacer que un detenido se aviniera a colaborar; pero huelga decir que ninguna de ellas le hizo confesar crimen alguno, ya que no tenía crimen alguno que confesar. Tal cosa no hizo sino exasperar a sus interrogadores.
—Nos estás haciendo quedar muy mal, Ranjit, o Kirthis, o comoquiera que te llames —rezongó el hombre al que había bautizado como el Bizqueras—. Escúchame: todo te va a resultar mucho más fácil si dejas de negar que eres Kirthis Kanakaratnam.
Ranjit trató de aceptar el consejo, y en adelante, su situación mejoró, aunque sólo un tanto.