Ranjit, en realidad, no vio gran cosa del derramamiento de sangre, pues se hallaba enfrascado por entero en las dificultades, tan desagradables como humillantes, que le habían sobrevenido. Amén de hacer que se sintiera como si hubiese recorrido su aparato digestivo una piara de cerdos furiosos, los dispositivos subsónicos lo habían llevado (tal como pretendían) a hacerse encima con profusión, proceso que no había vuelto a repetirse desde su primera infancia y cuyo carácter repugnante había olvidado ya.
Se las compuso para despojarse de la ropa manchada y anduvo tambaleante hasta introducirse en la calidez de las olas, en donde se restregó el cuerpo con las prendas que habían quedado menos sucias hasta dejarlo casi limpio. Entonces, siguió el plan que había trazado: saqueó la bolsa de ropa de George Kanakaratnam que le había dado Dot, y aunque no había zapatos y había resuelto no ponerse los calzoncillos de otro hombre, encontró en ella cuanto necesitaba por lo demás: pantalones, jerséis… y hasta calcetines gruesos de lana con los que esperaba poder protegerse los pies de las aristas de las piedras que poblaban la playa. Acto seguido, salió de su escondite para evaluar la situación.
El conjunto tenía un aspecto terrible y olía peor aún. Los helicópteros habían aterrizado, posicionándose de manera conveniente, y de ellos habían surgido cuando menos un centenar de soldados armados, indios o paquistaníes, en su opinión, aunque no conocía lo bastante ninguno de los dos estados para determinar a cuál de ellos debían de pertenecer. Fueran de donde fueren, lo cierto es que habían reunido con eficiencia a los antiguos ocupantes del crucero en cuatro grupos diferentes. Dos de ellos estaban conformados por el pasaje masculino y el femenino, delimitados por ringleras de sábanas extendidas a la carrera a lo largo de la orilla. Media docena de militares ofrecían toallas y mantas a los turistas, que se habían aseado a voluntad. Ranjit advirtió que los que ayudaban al sector femenino eran mujeres, por más que los uniformes y las armas hiciesen difícil su adscripción a uno u otro sexo.
Unos veinte metros más allá, siguiendo la costa, podían verse dos o tres decenas de hombres y mujeres, sin custodia alguna, haciendo también cuanto estaba en sus manos por lavarse. Aunque no tenían a nadie que les tendiese toallas, los soldados habían colocado un montón de ellas sobre la arena para que se sirvieran. Ranjit los identificó como tripulantes a partir de los pocos a los que pudo reconocer, aunque no le habría costado hacerlo de todos modos por la expresión de alivio y entusiasmo que asomaba al rostro de aquellas almas que habían visto la salvación en el último instante.
Había aún otro grupo a cuyos integrantes no habían permitido lavarse ni cambiarse de ropa. Se hallaban tendidos boca abajo, con los dedos de las manos entrelazados sobre la cabeza, y los vigilaban tres o cuatro militares listos para disparar de ser necesario. No cabía dudar de quiénes eran los que lo conformaban. Ranjit examinó las formas postradas; pero si entre ellas se contaba alguno de los Kanakaratnam, le fue imposible reconocerlo por la espalda. Asimismo, ninguno de ellos parecía lo bastante bajito para ser ninguno de los más pequeños de la familia.
Uno de los soldados que los supervisaba reparó en él y le gritó algo que él no logró entender mientras agitaba el rifle de un modo muy elocuente. El joven consideró evidente que el hecho de hallarse solo debía de haber provocado no poco recelo en el militar.
—De acuerdo —respondió alzando la voz, con la esperanza de creer saber a qué estaba asintiendo, y recorrió el lugar con la mirada a fin de hacerse una idea de las opciones que se le ofrecían.
Aun cuando no resultaba fácil determinar a qué grupo pertenecía en realidad, saltaba a la vista que quienes mejor trato estaban recibiendo eran los antiguos pasajeros, y en consecuencia, no dudó en hacer un breve saludo al soldado y caminar en dirección a los que hacían cola para conseguir prendas limpias en el lado de los hombres y sumarse a ellos, haciendo una discreta cortesía al vejete que aguardaba delante de él.
Éste, sin embargo, en lugar de corresponder al gesto, abrió la boca y atrajo con un grito la atención de los soldados. Entonces, cuando llegaron a su lado dos de ellos, les comunicó a voz en cuello:
—¡Éste no es del pasaje! ¡Es uno de ellos! Él fue el que intentó que le dijese cuánto iban a estar dispuestos a pagar mis hijos por mi rescate.
Por ese motivo, instantes después, Ranjit se encontraba tumbado boca abajo con las manos en la cabeza entre dos de los piratas más corpulentos y hediondos, pues no habían tenido la ocasión de limpiarse. Y allí, en semejante postura, habría de pasar horas enteras. No puede decirse que en su transcurso no ocurriera nada, pues durante la primera aprendió dos cosas importantes. En primer lugar, que no debía alzar la cabeza lo suficiente para tratar de localizar a los Kanakaratnam, pues al hacerlo, había recibido un porrazo poco más arriba de la oreja izquierda, al tiempo que el autor del golpe le espetaba:
—¡No te muevas!
El dolor fue como el estampido del rayo.
Lo segundo que aprendió fue que no era conveniente intentar recabar información de quienes se hallaban a su lado. Aquella acción lo hizo merecedor de una patada en la última costilla derecha. El dolor fue indescriptible, y el autor del puntapié, un soldado, claro está, que sin lugar a dudas debía de llevar calzado militar con refuerzo de acero.
Dos horas más tarde, cuando el sol tropical se había elevado en el firmamento y Ranjit comenzaba a tener la sensación de que los estaban asando vivos, sucedió algo. Llegó al lugar una segunda flota de helicópteros, de mayor porte y aspecto mucho más confortable que los primeros, para embarcar de inmediato a todos los pasajeros, junto con las posesiones que se habían recuperado, y transportarlos a un lugar más agradable, sin lugar a dudas, que aquél. Una hora después, aproximadamente, llegó a ellos el sonido de potentes motores por entre la maleza, e irrumpieron en la arena un par de camiones de remolque descubierto a fin de trasladar a la dotación rescatada. Más tarde aún (mucho más, pues el sol había dejado ya a medio cocer a los indefensos piratas, entre quienes se hallaba incluido plenamente Ranjit), fue el turno de los detenidos. De nuevo se eligieron helicópteros para recogerlos, aunque los de esta ocasión, grandes también, no daban la impresión de ser tan cómodos. No costaba adivinar que quien se hallaba al mando era el militar del uniforme cargado de adornos metálicos en éste y la gorra que llegó en su propia aeronave y para el que dispusieron los otros soldados una silla y una mesa antes de que él tuviese tiempo de salir del vehículo. Cumple precisar, para ser fieles a la verdad, que la tribuna desde la que debía administrar justicia consistía, más bien, en una caja volcada.
Uno a uno, los acusados recibieron órdenes de ponerse en pie y responder a las preguntas del oficial. Ranjit no pudo oír éstas ni las contestaciones que daban los piratas, aunque el dictamen que recibía cada uno se pronunciaba en voz lo bastante clara para que llegase a oídos de todos:
—A la prisión central de Rawalpindi —dijo al primero, y lo volvió a repetir ante el segundo y el tercero—: A la prisión central de Rawalpindi.
Fue entonces cuando Ranjit hubo de comparecer ante aquel ministro de justicia. Aprovechó los instantes que mediaron entre el momento de levantarse y el de presentarse ante el militar para buscar con apresuramiento algún indicio de los niños entre los piratas; pero fue incapaz de identificarlos entre los presentes. Una vez ante el oficial, no se atrevió a seguir mirando. El interrogatorio fue breve. El juez escuchó lo que tenía que decirle al oído otro de los soldados.
—Dígame su nombre —pidió a continuación al joven, quien comprobó agradecido que el inquisidor hablaba inglés.
—Me llamo Ranjit Subramanian y soy hijo de Ganesh Subramanian, superior del templo de Tirukonesvaram, situado en la ciudad ceilanesa de Trincomali. Y no me cuento entre los piratas…
—¡Espere! —lo detuvo el oficial, y tras decir algo inaudible a su ayudante, recibió de él una respuesta no mucho más perceptible. Entonces, meditó en silencio unos instantes e, inclinándose hacia delante para acercar la cabeza al reo, inspiró profundamente antes de asentir con la cabeza.
Ranjit había pasado con éxito la prueba del olor, y podía, por lo tanto, tolerarlo en calidad de compañero de viaje.
—Para interrogatorio —sentenció—. Llévenlo a mi helicóptero. ¡Siguiente!