CAPÍTULO IX
Días de holganza

Sopesándolo bien, Ranjit tenía que reconocer que podía estar satisfecho de aquel verano. El trabajo no era difícil, y a nadie parecía importarle que lo llevase a cabo acompañado de sus cuatro polluelos. Aunque Dot había insistido en que sólo debía molestarse en cuidar de ellos los días que ella no tuviese más opción que ausentarse de la vivienda, lo cierto era que los días así no escaseaban, ya porque ella necesitara buscar trabajo (sin demasiado éxito, a decir verdad), ya porque tuviese que vender una porción más de sus posesiones a fin de alimentar y vestir a sus hijos.

Ranjit no pasó por alto que las ausencias se hacían cada vez más frecuentes, y pensó que Dot debía de estar tomando confianza con él. Con todo, no le importó: por interés o sólo por cortesía, los pequeños parecían embelesados con sus historias y sus trucos matemáticos. Los años que había pasado desgranando los misterios de la teoría de los números no habían sido estériles por completo, pues con sus compañeros había aprendido modos de jugar con las cifras desconocidos por entero para los más de los profanos.

Entre ellos se hallaba, por ejemplo, la llamada cuenta del campesino ruso. Como quiera que, de entrada, dio por sentado que la única que había avanzado en la escuela lo bastante para aprender a operar con factores era Tiffany, empezó por decir a los demás:

—No tenéis que preocuparos por no saber multiplicar: antiguamente, había un montón de adultos, sobre todo en sitios como Rusia, que tampoco sabían hacerlo. Por eso inventaron este truco de la multiplicación rusa. Primero hay que escribir los dos números, uno al lado del otro. Vamos a suponer que queremos multiplicar veintiuno por treinta y siete.

Y sacando del bolsillo el cuaderno que había tenido la previsión de llevar consigo, escribió lo siguiente para mostrárselo a los niños:

21 37

—Entonces…, ¿sabéis duplicar un número? Muy bien, pues multiplicamos por dos el de la izquierda, que es el veintiuno; dividimos por la mitad el de la derecha, y escribimos los resultados debajo; de modo que tenemos…

21 37
42 18

»Al dividir el de la derecha, nos sobra una unidad; pero no pasa nada: la olvidamos, y ya está. Entonces, repetimos la operación con los números que han quedado abajo, y con los que resultan de éstos, y así hasta que el de la derecha se haya reducido a la unidad.

21 37
42 18
84 9
168 4
336 2
672 1

»Y ahora, eliminamos todas las líneas que tengan un número par en la columna de la derecha:

21 37
84 9
672 1

»Y sumamos los que han quedado en la de la izquierda:

21 37
84 9
672 1
777

Culminada la operación, escribió triunfante bajo ella:

21 x 37 = 777

—¡Y aquí tenéis la respuesta! —exclamó.

Guardó silencio en espera de la reacción de los niños, y no obtuvo una, sino cuatro distintas: Betsy, la más pequeña, rompió a dar palmadas, emocionada por la proeza de Ranjit; Rosie lo miró con gesto de satisfacción desconcertada; Harold frunció el entrecejo, y Tiffany, educada, quiso saber si podía tomar prestados sus útiles de escritura. Entonces se puso a hacer números bajo la atenta mirada del joven, quien se asomó por encima del hombro de ella para verla apuntar:

37 x 2 = 74

21 : 2 = 10,5

10,5 x 74 = 777

—Sí —anunció la niña—; es correcto. ¿Me das otros dos números, por favor?

Ranjit optó por plantearle una operación sencilla (ocho por nueve), y buscó otra aún más fácil para Harold, quien no sólo supo sacar partido a la oportunidad que se le brindaba sino que, de hecho, parecía dispuesto a pasar un buen rato haciendo una multiplicación tras otra por aquel método de los campesinos rusos. Sin embargo, sus dos hermanas pequeñas habían empezado a alborotarse. Ranjit, en consecuencia, decidió que sería mejor demostrarles otro día que lo que les había enseñado no era sino un ejemplo de aritmética binaria. Satisfecho por el éxito de aquella primera imposición en la teoría de los números, dijo a los niños:

—Ha sido divertido, ¿verdad? ¡Venga, vamos a coger más tortugas!

Gamini Bandara llegó a Sri Lanka el mismo día que había previsto. En cambio, al llamar a Ranjit, tuvo que admitir, en tono de disculpa, que tenía la agenda mucho más llena de lo que había podido imaginar de antemano, y que, por lo tanto, le iba a resultar imposible visitar Trincomali en esta ocasión. En consecuencia, quiso saber si no le importaba a él acudir a Colombo.

—No lo sé —respondió su amigo, sin hacer gran cosa por ocultar su enojo—. No creo que me vayan a dejar ausentarme del trabajo.

Sin embargo, Gamini supo ser lo bastante persuasivo, y a la postre, el capataz de la obra no tuvo inconveniente alguno en que se tomara los días que estimase conveniente, pues tenía un cuñado al que no le importaría ocupar su puesto (y recibir su sueldo) mientras él estuviese fuera. Por su parte, Ganesh Subramanian se mostró muy dispuesto a ayudar. Los temores de Ranjit habían sido infundados: a su padre no le había disgustado la idea de ver aparecer de nuevo a Gamini en escena, pues, al parecer, una visita tan breve no constituía motivo alguno de preocupación, y más aún si tenía lugar a una distancia considerable. El sacerdote, por ende, trató de ponérselo lo más fácil posible.

—¿En autobús? —dijo con gesto de desdén—. ¡Ni se te ocurra! Yo nunca uso la furgoneta que me han asignado; así que puedes llevártela y quedártela mientras la necesites. A lo mejor tienes suerte, y la insignia del templo que lleva pintada en las puertas evita que algún malintencionado te desinfle las ruedas.

Así fue como llegó el joven a Colombo, equipado con una bolsa en la que había metido mudas para varios días antes de colocarla en la parte trasera del vehículo. Gamini le había hecho saber que pensaba alojarse en un hotel en lugar de en casa de los suyos, y aunque Ranjit entendía a la perfección su elección de aquel establecimiento en particular (cuya cafetería habían visitado con bastante frecuencia los dos mientras exploraban la ciudad), no pudo por menos de sorprenderse ante el hecho de que su padre lo hubiera dejado dormir fuera siquiera una noche.

Cuando el recién llegado pidió que anunciasen su presencia, el recepcionista se limitó a menear la cabeza al tiempo que señalaba la cafetería. Y allí estaba Gamini; aunque no lo aguardaba solo, sino acompañado de dos muchachas, sentadas a uno y otro lado de él, y una botella de vino casi vacía sobre la mesa.

Los tres se levantaron para saludarlo. La joven rubia se llamaba Pru, y la otra, por nombre Maggie, tenía el cabello de un color de lápiz de labios jamás producido por gen humano alguno.

—Las he conocido en el avión —le hizo saber Gamini después de presentárselas—. Son estadounidenses, y dicen que están estudiando en Londres, aunque en realidad asisten a la Universidad de las Artes, y allí los alumnos no aprenden otra cosa que a ponerse guapos. ¡Ay!

La interjección última la había provocado el tirón de orejas que le había propinado Maggie, la del tono pelirrojo imposible.

—No te creas nada de lo que dice este calumniador —advirtió a Ranjit—. Pru y yo estamos en la Facultad de Camberwell, y allí sí te hacen trabajar. Gamini no duraría ni una semana en ella.

Suponiendo que había llegado su turno, Ranjit les tendió la mano, y las dos se la estrecharon con entusiasmo, una detrás de otra.

—Yo me llamo Ranjit Subramanian —declaró.

—¡Eso ya lo sabemos! —exclamó la tal Maggie—. Gamini nos ha contado tu vida y milagros: que eres una persona bajita de nombre largo, que dedicas tu tiempo a resolver un único problema matemático… Él dice que, si alguna vez lo logra alguien, vas a ser tú.

Ranjit, que seguía sufriendo accesos ocasionales de culpa por haber abandonado el teorema de Fermat, no supo bien qué responder. Miró a Gamini en busca de ayuda, pero el semblante de éste lo convenció de que él estaba aún más mortificado.

—Mira, Ranj… —Su voz comunicaba con más elocuencia aún que su rostro el arrepentimiento que lo afligía—. Más vale que te dé la mala noticia lo antes posible: cuando te escribí, tenía la esperanza de que pudiésemos pasar por lo menos un par de días juntos. —Y meneando la cabeza, añadió—: Pero no va a ser posible: a partir de mañana, mi padre va a tenerme todo el día de compromiso en compromiso. Ya sabes cómo es mi familia.

Ranjit no había olvidado los días que precedieron al momento en que su amigo salió en dirección a Londres. Decepcionado a ojos vista, repuso:

—Yo estoy libre una semana entera, con furgoneta y todo.

—No tengo escapatoria —sentenció Gamini encogiendo los hombros con gesto rebelde—. Hasta quería que cenase con él esta noche; pero ahí me he cerrado en banda. —Tras observar unos instantes a su amigo, exclamó con una sonrisa—. Pero ¡qué me cuelguen si no me alegro de verte! ¡Dame un abrazo!

Ranjit se prestó a hacerlo, en primer lugar, por no desairarlo delante de las dos muchachas, aunque enseguida se dejó llevar por la calidez del cuerpo de Gamini y correspondió con afecto verdadero.

—Pero ¡bueno! —dijo este último al fin—. Todavía no has bebido nada. Pru, ¿te importa encargarte de eso?

El que las dos estudiasen algo relacionado con el arte le dio pie para trabar conversación con Maggie.

—Así que quieres ser artista, ¿no?

—¿Y morirme de hambre? —contestó ella con gesto incrédulo—. ¡Ni pensarlo! Acabaré dando clases en algún centro universitario medio cercano a Trenton, en Nueva Jersey, que es donde vive mi familia, o donde esté destinado mi marido, cuando lo tenga.

Entonces intervino Pru, la rubia.

—A mí sí me encantaría ser artista, Ranjit; pero no voy a lograrlo nunca, porque no tengo ningún talento. De todos modos, tampoco quiero volver a Shaker Heights con los míos: lo que espero es conseguir trabajo de subastadora en Sotheby’s o cualquier otra sala parecida. Con eso ganas dinero, trabajas con gente interesante y te rodeas de arte aunque no seas capaz de crearlo.

Riendo, Maggie tendió a Ranjit el aguardiente de cocotero con Coca-Cola que había pedido mientras decía:

—Mucha suerte vas a necesitar.

Pru puso una pierna sobre la de Gamini para asestar un puntapié a su amiga.

—¡Serás cochina…! —exclamó—. No digo enseguida: tendré que empezar de alumna en prácticas, y a lo mejor la primera misión que me confían es la de tomar los números de los cartones que levantan los postores del fondo. A ésos, el subastador ni los mira. Ranjit, ¿no te gusta el coco con cola?

El joven no encontró respuesta convincente alguna para semejante pregunta. De hecho, era una de sus bebidas preferidas en los tiempos en que había estado explorando Colombo con Gamini; pero desde su partida, no la había vuelto a probar. Con todo, le fue resultando más agradable a medida que apuraba la copa, y lo mismo le ocurrió con la siguiente.

Aunque la noche no estaba transcurriendo como había esperado, lo cierto es que no podía decir que estuviese desarrollándose tan mal. En determinado momento, la tal Pru se había despegado de Gamini para instalarse al lado de él, lo que le permitió conocer tres cosas de ella: tenía un tacto cálido; la piel, suave, y olía muy bien. No tanto como Myra de Soyza, claro, y ni siquiera quizá como (en un plano completamente distinto, por supuesto) mevrouw Beatrix Vorhulst; pero aun así, tenía un olor muy agradable.

No era ningún tonto, y sabía bien que la fragancia de una mujer estaba constituida principalmente por un elemento que podía adquirirse en cualquier droguería. Así y todo, tanto se le daba, pues, además de oler bien, Pru tenía otros dones, entre los que se incluían el delicioso roce que producía el contacto con su brazo y lo divertida que resultaba su conversación. Todo ello lo llevó a la conclusión de que no lo estaba pasando mal.

Sin embargo, a medida que avanzaba la velada, comenzaron a rondar su cabeza algunas preguntas para las que aún no había encontrado respuesta, y que tuvo ocasión de resolver, en parte, cuando las dos estadounidenses se levantaron para ir al escusado. En primer lugar, quiso saber si las había tratado Gamini en Londres. Su amigo se mostró sorprendido.

—Nunca las había visto antes de que embarcasen en el avión de Dubái y nos pusiésemos a hablar.

—Entiendo —repuso Ranjit, aun cuando, en realidad, no podía decir que lo hubiese comprendido. Entonces, a fin de aclararse, preguntó—: ¿Y qué me dices de tu amiga Madge?

Gamini lo miró de hito en hito con aire divertido.

—¿Sabes cuál es tu problema, Ranjit? Te preocupas demasiado. Madge está en Barcelona, supongo que con quienquiera que sea quien le envía mensajes a todas horas. Tómate otra copa, anda.

Ranjit aceptó la oferta, y Gamini lo acompañó; y las dos jóvenes siguieron su ejemplo tan pronto regresaron. Sin embargo, algo había cambiado. El primero tenía ante sí su bebida sin acabar, y del resto podía decirse lo mismo. Entonces, Maggie susurró algo al oído de Gamini.

—De acuerdo —respondió él, y dirigiéndose a su amigo, añadió—: Me temo que se ha hecho tarde. Me ha alegrado mucho verte, pero mi padre y yo tenemos que ir a ver a mi abuela a primera hora de la mañana. Así que nos vamos a la cama. —Dicho esto, se puso en pie sonriendo—. ¿Nos abrazas?

Ranjit se obligó a ello y recibió a cambio un estrujón de Gamini y otro de Maggie.

—Por cierto —añadió su amigo cuando ya se volvía para marcharse—, no te preocupes por la cuenta: todo va a cargo de mi padre. Hasta luego, chicos.

Mientras Maggie y su amigo se abrían paso por entre las mesas hasta llegar a la puerta, Ranjit entendió por qué había usado el plural. Allí estaba, solo con la tal Pru, sin la experiencia necesaria para saber qué podía esperarse de él en semejante circunstancia. Con todo, sí había visto un número suficiente de películas estadounidenses para hacerse una ligera idea.

—¿Quieres otra copa? —preguntó, en consecuencia, en tono educado.

La joven meneó la cabeza con una sonrisa, y señalando con un gesto al vaso que descansaba casi lleno frente a ella, declaró:

—Casi no he tocado la última. Además, ¿no te parece innecesario seguir bebiendo?

La respuesta era afirmativa, pero tenía que admitir que se estaba quedando sin ideas en lo tocante al siguiente paso. En las películas, aquél era el momento en que el hombre preguntaba a la mujer si quería bailar. Sin embargo, aunque en aquella cafetería hubiese habido clientes entregados a dicha actividad, el baile no era un arte que él dominara precisamente.

Pru salvó la situación diciendo:

—Me lo he pasado muy bien esta noche, Ranjit Subramanian; pero mañana me gustaría levantarme temprano para ver la ciudad. ¿Podrá pedirme un taxi el camarero?

—¡Ah! —respondió él sorprendido—. Pero ¿no estáis en este hotel?

—Reservamos alojamiento antes de salir de Londres, y nos conformamos con lo que nos ofrecieron. Está a cinco minutos de aquí.

Ahí sí supo qué hacer, y lo hizo. Y a Pru le encantó la idea de viajar en la furgoneta del templo de su padre, pese al ligero estado de embriaguez en que se hallaba el conductor, y se interesó por la posición del sacerdote y aun por la historia, tan extensa como atractiva, de Tirukonesvaram. Tanto fue así que no dudó en invitar a Ranjit a tomar una taza de café a fin de despejarse una vez llegados al hotel.

La agencia de viajes londinense había asignado a las dos muchachas un establecimiento destinado a la juventud, y la afluencia de integrantes de dicho colectivo hacía del vestíbulo un lugar demasiado ruidoso para conversar. Por consiguiente, Pru le ofreció subir a su habitación, en donde hablaron, sentados a muy escasa distancia el uno de la otra, y en donde semejante proximidad obró maravillas: una hora más tarde, Ranjit había perdido la virginidad… cuando menos con el otro sexo. Y le gustó Y a Pru, también; lo bastante para repetir dos veces más antes de irse, al fin, a dormir.

El sol se había elevado ya y calentaba la atmósfera cuando los despertó el ruido de una llave en la cerradura. Era Maggie, y no puede decirse que le sorprendiera encontrar a Ranjit y a Pru en una de las dos camas de que disponía la habitación. ¿Gamini? Hacía mucho que se había ido: había saltado de la cama para vestirse en un suspiro cuando llamaron de recepción para anunciar que lo esperaba su padre en el vestíbulo.

—De todos modos —añadió la recién llegada, mirando a su amiga con ojos inquisitivos—, se suponía que el primo que tenía en la embajada tu profesor de anatomía natural nos tenía que llevar a comer, y son ya las diez y cuarto.

Ranjit, que se estaba poniendo la ropa con la mayor prontitud que le era posible, tomó el comentario por una señal para hacer mutis. Lo que no supo muy bien era cómo debía despedirse de Pru, quien en esta ocasión no resultó de gran ayuda, pues, si bien le dijo adiós con un beso por demás efusivo, no supo hacerlo encajar en los compromisos que había contraído para aquel día (ni en los de ningún otro, en realidad) cuando él dio a entender tímidamente que estaría libre en caso de que necesitasen a alguien que les enseñara la ciudad.

Captó enseguida el mensaje, y besándola de nuevo, con una intensidad muy menguada en esta ocasión, se despidió de Maggie con un gesto de la mano y salió de la habitación. Una vez en la furgoneta, se detuvo a considerar que tenía aún una semana por delante, si no más, para disfrutar de su libertad y de aquel vehículo; y aun así, dado que no había nada que lo retuviese en Colombo ni que pudiera interesarle en el resto de Sri Lanka, acabó por encogerse de hombros, y tras arrancar el motor, se dispuso a emprender el dilatado viaje que lo llevaría de vuelta a Trinco.

Una hora más tarde, se encontraba ya fuera de los confines de la ciudad, preguntándose qué iba a decir su padre cuando le devolviera tan pronto la furgoneta. Con todo, el asunto que ocupaba su atención en mayor grado era el de la señorita PruVayausteasaberelapellido y de por qué se había comportado de ese modo (mejor: de tantos modos contradictorios) durante la relación que habían mantenido, breve aunque, al menos para él, significativa en extremo. Hubo de recorrer casi treinta kilómetros de carretera antes de llegar a una respuesta satisfactoria.

Quizá «satisfactorio» no fuera el adjetivo más adecuado: estaba casi seguro de tener una explicación; pero el problema era que no le gustaba en absoluto, pues había llegado a la conclusión de que el proceder de Pru se debía más al poco tiempo que iba a permanecer en la ciudad que a ningún deseo particular de entablar una relación adulta. En consecuencia, durante la hora siguiente se le llenó el magín de pensamientos sombríos, que, no obstante, acabaron por apartarse para dar cabida a otros, pues, fueran los que fueren los que ocupaban la cabeza de Pru, lo cierto era que las cosas que había hecho con su cuerpo en el entretanto resultaban lo bastante agradables para quedar grabadas en su memoria. De hecho, Ranjit hubo de reconocer que aquélla había sido una de las experiencias más gratas e intensas de su vida. Sí: todo apuntaba a que no iba a repetirse con aquella muchacha en particular; pero ¿es que no había más mujeres en todo el planeta? Entre éstas, además, cabía incluir a algunas a las que acaso podía importarles menos lo que podían obtener de él antes de marcharse del país.

Y también, claro, a Myra de Soyza. Aquella idea se le acababa de pasar por la cabeza, y le resultó harto interesante. A modo de experimento, asignó a su imaginación la tarea de repasar los recuerdos que poseía de la noche que había pasado en la cama con Pru Loquesea y poner en su lugar a la mismísima Myra en el papel de compañía femenina. Aunque jamás había pensado en ella de ese modo, descubrió que no era nada difícil. Tampoco era poco agradable, y sin embargo, de pronto comenzaron a asaltarle imágenes de Brian Harrigan, el experto canadiense en hoteles, y concluyó que aquella parte no tenía ninguna gracia. A regañadientes, abandonó el experimento y se obligó a centrar la atención en la carretera.

La tarde caía ya cuando llegó al fin a Trincomali. Ranjit pensó en regresar a la soledad de su cuarto; pero lo que necesitaba era alguien con quien hablar (no de Pru Sinapellido, claro: sólo hablar). Optó por probar suerte en la casa de la familia Kanakaratnam, y la tuvo.

Estaban todos dentro, aunque a través de la puerta cerrada sólo llegó a él la voz de Dot. Tiffany fue a abrir y lo invitó a pasar, y el recién llegado pudo ver a su madre sentada a la mesa y hablando por un teléfono móvil de cuya existencia nada sabía él. Al verlo en el umbral, concluyó la llamada con unas palabras apresuradas y cerró el aparato. En su gesto había algo que preocupó a Ranjit, a quien fue imposible, sin embargo, determinar si se trataba de ira o de tristeza.

—¡Qué pronto has llegado, Ranjit! Pensábamos que ibas a pasar más tiempo con tu amigo.

—Yo también —respondió él con cierta tristeza—; pero se ha torcido la cosa. De todos modos, lo he pasado bien. —No tenía intención de revelarles hasta qué punto, sino más bien de hablarles de lo interesante que era la ciudad de Colombo. Sea como fuere, la expresión de todos lo hizo callar—. ¿Ha pasado algo? —quiso saber.

Dot respondió en nombre de todos:

—George, mi marido, se ha fugado.

Semejante noticia superaba todo cuanto pudiese haber dicho él. En consecuencia, no dudó en pedir más detalles.

Al parecer, a George Kanakaratnam lo estaban trasladando, por motivos que sólo la policía debía de conocer, de una prisión a otra cuando se había producido un accidente de circulación. En él habían muerto el guardia y el conductor, pero no George, quien se había limitado a irse de allí.

—La policía de Trinco se ha pasado todo el día aquí —intervino Harold cuando su madre calló para tomar aliento—. Dicen que mi papá puede haber escapado en barco, porque cerca de allí la carretera pasa sobre un puente que atraviesa un río muy grande.

—Pero no había sangre —añadió triunfal Rosie.

Ranjit quedó algo desconcertado, pues no acababa de imaginar cómo era posible tal cosa si había dos muertos. Fue Tiffany quien lo aclaró todo.

—Quiere decir que, dentro del autobús, sólo había sangre alrededor de los asientos delanteros. O sea, que lo más seguro es que a nuestro padre no le haya ocurrido nada.

Dot miró al joven con gesto hostil.

—Para ti, George es carne de prisión; pero ellos lo ven sólo como su padre. Y lo quieren mucho, claro —lo informó antes de adoptar un tono mucho más amigable y añadir—: ¿Quieres una taza de té? Estamos deseando saber de tu viaje.

Respondiendo al gesto, Ranjit tomó asiento, aunque no tuvo ocasión de contar su historia, ya que Tiffany no dejaba de agitar la mano para tomar la palabra, que dirigió no al convidado, sino a su madre.

—¿No deberíamos decirle lo de la carta? —preguntó.

Dot miró a Ranjit con gesto afligido.

—¡Vaya, lo siento! Hemos tenido tanto movimiento, que se me había olvidado por completo. —Y tras revolver unos instantes el montón de papeles que descansaba sobre la mesa, tomó un sobre y se lo tendió—. Lo trajo uno de los monjes. Llevaba una semana en el correo del templo, porque nadie les había dicho dónde estabas.

—Y esta mañana, cuando cayeron en la cuenta, fueron a llevártela al cuarto y no te encontraron —completó Tiffany—. Mamá les dijo que la dejasen aquí, que nosotros te la daríamos.

Dot parecía incómoda.

—Sí —reconoció—. Estaba aquí la policía, y yo estaba deseando ver a todo el mundo fuera de casa…

Desistió al percatarse de que el joven había dejado de escuchar. El sobre llevaba remite del hotel que se erigía cerca de la obra de la playa. Las mismas señas figuraban en el membrete de la nota que encontró en el interior, en la que pudo leer:

Querido Ranjit:

Voy a estar aquí unos días. ¿Crees posible que nos veamos para tomar una taza de té o cualquier otra cosa?

Llevaba la firma de Myra de Soyza. Ranjit no esperó siquiera a que la señora Kanakaratnam le sirviera la bebida.

—Hasta luego —dijo mientras se encaminaba a la puerta.

No tardó más de veinte minutos en llegar al hotel. No obstante, y pese a su actitud servicial, la joven recepcionista sólo pudo decirle:

—¡Vaya! Pues la señorita De Soyza y el señor Harrigan se marcharon ayer. Creo que deben de haber regresado a Colombo.

Al volver a la furgoneta, Ranjit no pudo por menos de admitir cuánto le pesaba no haber podido verla… y cómo aborrecía la idea de que estuviera viajando con el canadiense. Deprimido, volvió conduciendo a escasa velocidad. Al llegar al cruce que debía tomar para ir a casa de los Kanakaratnam se detuvo unos instantes antes de coger el camino opuesto. En cierto modo, resultaba interesante que el marido de Dot se las hubiera arreglado para escapar de una prisión federal, y además, estaba deseando hablar a los niños del viaje, o al menos, de parte de él.

Sin embargo, aquél no era el momento más propicio, pues no tenía ganas de hablar con nadie de nada.

Se reincorporó al trabajo al día siguiente, y aunque al cuñado del capataz no le hizo la menor gracia, la alegría con que lo recibieron los hijos de los Kanakaratnam cuando fue a recogerlos le sirvió de compensación. Llegado el momento de narrar historias, les gustó tanto oír cómo habían mantenido a raya los reyes de Kandy a los invasores europeos durante tantos años (según había leído Ranjit en su ordenador a primera hora de la mañana) que no mostraron el menor interés por hablar de su padre fugado.

A la madre le ocurrió lo mismo, al menos por unos días, hasta que, una mañana, al ir a recoger a sus hijos, Ranjit hubo de cambiar de planes. Dot Kanakaratnam se hallaba sentada a la mesa, ensacando ropa y enseres mientras las cuatro criaturas hacían sus hatillos. Al ver el gesto interrogativo del recién llegado, la mujer lo obsequió con una amplia sonrisa.

—¡Tengo buenas noticias, Ranjit! ¡Inmejorables! Unos amigos de hace mucho me han encontrado trabajo. ¡Y aquí, en Trinco! Pero está en el puerto. No estoy segura de lo que voy a tener que hacer exactamente, pero me han dicho que pagan bien ¡y que el puesto va con alojamiento incluido!

—¡Qué… maravilla! —repuso él ante la mirada expectante de ella, haciendo lo posible por complacerla. Se sorprendió preguntándose cómo era posible que no supiese de qué iba a trabajar. Sin embargo, reparando en lo desesperado de la situación de Dot, dejó a un lado todo asombro y agregó—: Y ¿cuándo empiezas?

—En cuanto lleguemos, casi. Quisiera pedirte algo, Ranjit. ¿Tienes todavía la furgoneta de tu padre? Los taxis no son baratos; ¿te importaría llevarnos al puerto?