CAPÍTULO VIII
El verano

Aunque, en general, el año académico había sido un verdadero chasco, el verano comenzó muy bien para Ranjit Subramanian, tal como manifestaron, por ejemplo, sus calificaciones. Cuando se publicaron, no lo sorprendió el suficiente de cortesía que había obtenido en filosofía (poco importaban los resultados de psicología, puesto que había abandonado la asignatura por causa del aburrimiento), ni tampoco pudo maravillarse, aunque sí complacerse, ante el sobresaliente de astronomía. Sin embargo, el de estadística sí que había sido un completo misterio, sólo comprensible, según sus conjeturas, como fruto de las lecturas complementarias de nivel superior a las que se había entregado cuando decidió que no iba a ser capaz de soportar un solo diagrama de caja o histograma de densidad más. La biblioteca lo había salvado del hastío merced a los textos avanzados sobre materias tales como los métodos estocásticos o el análisis bayesiano.

Lo malo del final del curso era, claro está, que con él acababan también las clases de Astronomía 101. Al menos, eso sí, quedaba el colofón de la fiesta del profesor Vorhulst. Mientras se dirigía a pie de la parada en que lo había dejado el autobús a la dirección que figuraba en la invitación, comenzó a pensárselo dos veces. En primer lugar, aquél era un barrio refinado y, por lo tanto, desconocido para él, pues Gamini y él lo habían evitado durante las excursiones que habían llevado a cabo en los diversos sectores de la ciudad (siendo así que la familia de su amigo vivía también en el vecindario). Y además, la casa del profesor no sólo tenía unas dimensiones mucho mayores de las necesarias para una vivienda unifamiliar, sino que estaba rodeada de solanas por entero innecesarias y erigida en medio de un jardín cuidado con pulcritud exquisita.

Ranjit se llenó los pulmones de aire antes de abrir la verja de entrada y subir los pocos escalones que precedían a la terraza. Una vez en el interior, lo primero que notó fue el frescor que producían los ventiladores de techo, y que tan de agradecer resultaba dado el calor de Colombo. Aún más grato fue ver a Joris Vorhulst, de pie junto a una mujer de dimensiones casi tan descomunales y ostentosas como el edificio en que habitaban ambos. El profesor lo recibió con una inclinación de cabeza acompañada por un guiño.

—¡Ranjit! —le dijo mientras lo llevaba a donde se encontraba ella—. No sabes lo que nos alegra que hayas podido venir. Tengo el placer de presentarte a mevrouw Beatrix Vorhulst, mi madre.

Sin saber bien cómo conducirse a la hora de saludar a una mujer, y en particular a una de piel tan extremadamente blanca, que le sacaba al menos tres o cuatro centímetros de estatura y muchos más kilos de peso, se aventuró a obsequiarla con una leve zalema. Sin embargo, mevrouw Vorhulst no parecía tener intención de conformarse con semejante gesto, y tomando la mano del muchacho, la estrechó entre las suyas mientras exclamaba:

—¡Ranjit, querido! ¡Qué ganas tenía de conocerte! Mi hijo no tiene favoritos en clase, pero si los tuviese (y por favor no le digas que te he dicho esto), estoy segura de que tú serías uno de ellos. Además, he tenido el placer de conocer a tu padre, un hombre extraordinario. Coincidimos en una comisión de tregua, en los tiempos en los que necesitábamos comisiones de tregua.

El joven lanzó un vistazo rápido al doctor Vorhulst con la esperanza de lograr hacerse una leve idea de lo que podía decir a aquella fuerza de la naturaleza perfumada y de aspecto agradable; pero no recibió ayuda alguna, pues el profesor estaba bromeando con tres o cuatro recién llegados. Sin embargo, mevrouw Vorhulst, consciente de las dificultades de Ranjit, decidió tenderle un cable.

—No pierdas el tiempo con esta viuda —le recomendó en consecuencia—. Dentro hay unas cuantas muchachas de aspecto imponente, además de comida y bebida. ¡Hasta esas horribles bebidas deportivas de los norteamericanos a las que tanto se aficionó Joris en California! Aunque yo no te las recomiendo. —Y soltándole la mano con una última palmadita, agregó—: Tienes que venir un día a cenar cuando Joris vuelva de Nueva York. Seguro que viene deprimido, como siempre que intenta convencer a las Naciones Unidas de la necesidad de actuar respecto del ascensor espacial de Artsutanov. Pero, claro —señaló mientras se volvía a fin de recibir a los siguientes invitados—, no podemos echarles toda la culpa a ellos, ¿no es verdad? La gente aún no ha aprendido a trabajar en colaboración.

Al entrar al espacioso salón de la residencia, Ranjit advirtió que ya habían llegado, en efecto, varias muchachas de gran atractivo, aunque la mayoría ya había trabado conversación con uno o más de los convidados varones. Saludó con una leve inclinación de cabeza a tres o cuatro compañeros de clase, si bien lo que llamó su atención de un modo más poderoso en aquellos instantes fue la propia casa en la que se hallaban. En poco podía compararse con el modesto hogar que poseía su padre en Trincomali. El suelo estaba hecho de cemento blanco pulido, y en los muros se abrían, aquí y allá, puertas que desembocaban en el extenso jardín, ornado de palmeras y franchipanes y rematado con una piscina de aspecto tentador. Había tomado la precaución de comer antes de la fiesta, de modo que el banquete que habían dispuesto los Vorhulst para los invitados estaba, para él, de más. No sin cierto escalofrío, desdeñó la bebida estadounidense para deportistas que había mencionado la madre del profesor, si bien se alegró al dar con cierta provisión de botellines de la Coca-Cola de toda la vida. Cuando se puso a buscar un abridor, se presentó de la nada un criado que, arrebatándole la botella de la mano, hizo saltar la chapa y vertió el contenido en un vaso alto con hielo que hizo aparecer también como por encantamiento.

Hecho esto, el recién llegado se esfumó y lo dejó solo, pestañeando por la estupefacción, hasta que, desde otro punto de la sala, lo llamó una voz femenina:

—Si los invitados se pusieran a servirse sus propios refrescos, ¿cómo iban a ganarse las habichuelas los escanciadores? ¿Cómo estás, Ranjit?

Al darse la vuelta, reconoció a la joven burguesa que había asistido con él a clase de sociología durante su poco próspero primer año académico. Mary…; no: Martha. No…

—Myra de Soyza —lo ilustró ella—. Nos conocimos el año pasado, en sociología, y la verdad es que me alegra volver a verte. He oído que estás estudiando el teorema de Fermat. ¿Cómo lo llevas?

Una pregunta así, formulada, además, por una joven tan bien parecida como aquélla, no podía sino cogerlo por sorpresa. En consecuencia, optó por dar una respuesta poco comprometedora.

—Me temo que con demasiada lentitud. No sabía que te interesase Fermat.

Al rostro de ella asomó cierta turbación.

—En fin, supongo que debería decir que, en realidad, eras tú quien me interesaba. Cuando supimos que le habías robado la contraseña al profesor de mates… ¿De qué te sorprendes? Todos sus alumnos están enterados. Para mí que, si no hubiese acabado el semestre, te habrían elegido delegado de la clase por aclamación. —Con una sonrisa, retomó el hilo de la charla—. El caso es que no pude evitar preguntarme qué podía haber obsesionado tanto a alguien como tu… Lo de «obsesionar» suena quizá demasiado fuerte, ¿no?

Ranjit, que hacía mucho que había aceptado la descripción técnica de su investigación, fallida hasta entonces, se encogió de hombros.

—Bueno —prosiguió ella—: Digamos que quise saber qué podía ser lo que estaba alimentando el interés que habías puesto en tratar de dar con una demostración de la teoría de Fermat. Lo que tenía éste en la cabeza no podían ser las conclusiones de Wiles, ¿verdad? Aunque sea sólo porque cada uno de sus pasos esté ligado al trabajo que elaboró alguien muchísimo después de estar muerto y bien enterrado el francés, quien no tenía modo alguno de haberlo conocido… ¡Ten cuidado con la Coca-Cola!

Él parpadeó y entendió a qué se refería Myra de Soyza: el giro que había tomado la conversación lo había desconcertado tanto que no se había dado cuenta de que estaba inclinando demasiado el vaso. Enderezándolo de inmediato, dio un ligero sorbo a fin de despejarse la cabeza.

—¿Qué sabes tú de la demostración de Wiles? —le exigió, sin preocuparse siquiera por conducirse con cortesía.

A ella no pareció importarle.

—No mucho, la verdad. Lo bastante para formarme una idea de en qué consiste. Muchísimo menos, por supuesto, de lo que tiene que saber un matemático de veras. ¿Sabes quién es el doctor Wilkinson, el del Foro Matemático de la Universidad de Drexel? En mi opinión, es el que ha dado la mejor explicación, y la más sencilla, de las conclusiones de Wiles.

Lo que en aquel momento paralizaba las cuerdas vocales de Ranjit era que él mismo se había sentido, en la época en que empezaba a tratar de entender semejante prueba, muy agradecido con el doctor Wilkinson por aquella misma exposición. Se percató de que debía de haber hecho alguna clase de sonido más o menos articulado al ver que su interlocutora lo miraba con gesto interrogativo.

—A ver —aclaró—: ¿Me estás diciendo que has sido capaz de seguir el comentario de Wilkinson?

—Pues claro —confirmó ella con dulzura—. Resulta muy esclarecedor. Sólo me hizo falta leerlo… en fin —reconoció—, cinco veces. También tuve que recurrir cada dos por tres a los libros de consulta, y aunque no me cabe duda de que debí de perderme un buen número de detalles, creo que capté bastante bien la idea general. —A continuación, lo observó unos instantes en silencio antes de preguntar—: ¿Sabes lo que haría yo en tu lugar?

—Ni idea —respondió él con total sinceridad.

—En vez de molestarme en analizar nada de lo que hizo Wiles, estudiaría la obra que produjeron otros matemáticos durante los treinta o cuarenta años que siguieron a la muerte de Fermat. ¿Sabes lo que quiero decir? Trabajos de los que él pudo haber tenido noticia cuando sólo estaban en estado embrionario, o que estuviesen basados en su propia obra. O… ¡Vaya! —exclamó, cambiando abruptamente de tema mientras miraba por lo alto del hombro derecho de Ranjit—. Ahí viene Brian Harrigan, a quien hace mucho que he perdido, con la copa de champán que le he pedido hace siglos.

El tan esperado Brian Harrigan, otro de aquellos estadounidenses de dimensiones imponentes, llegó a la zaga de una belleza que debía de frisar en los veinte años, y miró a Ranjit durante un microsegundo.

—Lo siento, cielo —se disculpó ante Myra de Soyza a través del espacio ocupado por Ranjit Subramanian, como si éste no existiera—; pero me he puesto a hablar con… mmm… ¿Devika? Me parece que se ha criado, o algo así, en esta casa, y ha prometido enseñármela. Tiene algún que otro elemento de diseño extraordinario. ¿Te has fijado en el suelo de cemento? Así que, si no te importa…

—Ve con ella —respondió Myra de Soyza—; pero dame antes el champán, si es que no se ha calentado.

Y así lo hizo él: se alejó del brazo de la joven, que no había dirigido una sola palabra a Ranjit ni a Myra de Soyza.

Lo mejor de la marcha de Brian Harrigan era que lo dejaba en posesión exclusiva de la compañía de aquella muchacha sorprendente, desconcertante y, en general, muy poco común. (Ranjit estaba seguro, eso sí, de que no era tan joven: debía de tener al menos dos o tres años más que él, como mínimo). No tuvo aquella conversación por nada semejante a una cita amorosa: estaba demasiado ayuno de tales menesteres para dar un salto así, y de cualquier modo, debía tener también en cuenta a aquel tal Brian Harrigan que la trataba de «cielo» como si tal cosa. Tras un par de indirectas, De Soyza lo ayudó a completar el retrato de él que se había hecho. Así, resultó que no era de Estados Unidos, sino del Canadá. Trabajaba para una de esas cadenas de hoteles que tienen representación por todo el mundo, y se hallaba planificando la construcción de otro establecimiento de lujo en las playas de Trincomali. Su interlocutora, sin embargo, omitió el único dato que suscitaba la curiosidad del muchacho, quien hubo de recordarse a sí mismo que, al fin y al cabo, no era asunto suyo si se acostaban juntos o no.

La joven pareció azorarse al verlo reaccionar cuando mencionó el nombre de Trincomali.

—¡Vaya, claro! No había caído en que es tu ciudad. ¿Sabes de qué hotel habla Brian?

Ranjit hubo de reconocer que de aquellos edificios turísticos de Trinco sólo sabía decir que eran carísimos. Ella, no obstante, le preguntó a continuación por el templo de su padre, sobre el que parecía no estar nada mal informada (según pudo comprobar, maravillado de nuevo). Sabía que se había erigido sobre lo que llamaban «la colina sagrada de Siva»; que había sido (o por lo menos, el templo grande que saquearon los portugueses en 1624) uno de los lugares de culto más ricos de todo el Sudeste Asiático, abundantísimo en oro, seda, joyas y todo género de artículos valiosos que habían ido acumulando los monjes a lo largo de su milenaria historia. Hasta sabía de aquel día terrible de 1624 en que el caudillo lusitano Constantino de Sá de Menezes ordenó al sumo sacerdote del santuario despojar el templo de todo objeto de valor y hacer llegar los tesoros a las naves portuguesas fondeadas en el puerto bajo amenaza de volver hacia el templo los cañones que montaban. El superior no tuvo más opción que acatar las instrucciones…, tras lo cual De Sá bombardeó igualmente el lugar hasta que no quedaron más que cascotes.

—Ajá… —exclamó Ranjit al acabar ella—. Sabes una barbaridad de aquel tiempo, ¿no?

—Eso parece —confirmó la joven con cierta turbación—, aunque supongo que la información que poseo no es la misma que debes de tener tú, ya que, de hecho, mis antepasados se contaban, por lo general, entre los saqueadores.

Él no tuvo más respuesta para eso que otro: «Ajá…». Mientras conversaban, habían salido al jardín de franchipanes y jengibres en flor para sentarse uno al lado del otro como amigos bajo un grupo de palmeras. Desde allí veían la amplia piscina de los Vorhulst, en cuyo interior jugaba al balonvolea un puñado de compañeros de clase de Ranjit que, de un modo u otro, se habían hecho con bañadores para todos. Uno de los criados había vuelto a llenar la copa de champán de Myra y el vaso de Coca-Cola de Ranjit, y mientras paseaban hasta allí, algunos de los invitados habían saludado a la muchacha, y también uno o dos habían hecho otro tanto con él. Aun así, De Soyza no había dado signos de querer poner fin a la tertulia, ni tampoco Ranjit parecía tener el menor interés en acabarla. No pudo por menos de reparar en lo curioso de tal cosa, pues era la primera vez que deseaba prolongar charla alguna con una chica.

Supo de ella que había viajado con sus padres por toda la isla de Sri Lanka, y que no había rincón de ella que no la apasionase. Ella quedó maravillada al oír que Ranjit apenas había salido de Trincomali, si no había sido durante alguna que otra excursión escolar y para estudiar en Colombo.

—¿Nunca has ido a Kandy? ¿No has visto a los recolectores subir a los árboles por la savia con la que hacen el licor de palma?

Y su respuesta había sido siempre la misma:

—No.

En esto estaban cuando pasó por allí Mevrouw Vorhulst, quien iba de un lado a otro a fin de cerciorarse de que sus invitados se hallaban bien atendidos.

—Parece que vosotros dos no os aburrís, ¿eh? —Y clavando en ellos la mirada, se ofreció—: ¿Queréis que os traiga algo?

—No, gracias, tía Bea —respondió De Soyza—. La fiesta es estupenda.

Entonces, cuando la anfitriona se hubo alejado, contestó la pregunta que vio formulada en la mirada de Ranjit.

—Los burgueses nos conocemos todos, y la tía Bea es casi familia mía. De pequeña, pasaba tanto tiempo aquí como en mi casa, y Joris ha sido siempre el hermano mayor que nunca he tenido: el que siempre se aseguraba de que no me ahogase cuando me llevaba a la playa y de que estuviera en casa a tiempo para dormir la siesta. —Entonces, advirtiendo el gesto de perplejidad de él, quiso saber—: ¿Te pasa algo?

—Sólo estoy un poco confundido —aseguró él en tono de disculpa—. La acabas de llamar Bea, ¿no? Y yo creía que se llamaba… mevrouw, ¿verdad?

Myra tuvo la condescendencia de no sonreír demasiado.

—Mevrouw significa «señora» en neerlandés. Su nombre es Beatrix. —Dicho esto, miró su reloj con gesto de preocupación—. Pero no quiero impedir que te diviertas con tus amigos. ¿Seguro que no prefieres darte un chapuzón en la piscina? Los Vorhulst tienen toda una selección de bañadores en los vestuarios…

No le cabía la menor duda al respecto. Lo que no habría sabido decir era cuánto tiempo podían haber seguido hablando. Myra de Soyza no daba la impresión de tener prisa por acabar, aunque de eso ya se encargaría, algo más tarde, el casi olvidado Brian Harrigan, quien hizo patente su existencia al asomarse a escudriñar al jardincito de palmeras antes de entrar en él.

—Me he recorrido todo el edificio buscándote —anunció amostazado.

Myra se puso en pie sonriente.

—Pues a mí me ha dado la impresión de que estabas muy bien acompañado.

—¿Te refieres a la chica que me estaba enseñando la casa? Ha sido todo un detalle. Este edificio es magnífico. Con muros de noventa centímetros de ancho como éstos, hechos de arena, coral y yeso, ¿quién necesita aire acondicionado? Pero ¿no te acuerdas de que tenemos una reserva para cenar?

Myra, que lo había olvidado por completo, no pudo sino disculparse. Entonces, tras hacer saber a Ranjit cuánto había disfrutado hablando con él, desapareció.

El prefirió seguir en la fiesta, pero ésta no le resultó ya tan agradable. Consideró, y descartó a renglón seguido, la idea de darse un baño en la piscina; se sumó durante un rato al grupo de estudiantes que se había congregado en torno a Joris Vorhulst para discutir acerca de las mismas cosas de las que ya habían tratado en clase, y se sentó unos instantes con un puñado de convidados que veían y comentaban las noticias del televisor instalado en el entoldado de escasas dimensiones contiguo al muro del jardín. El contenido, claro está, distaba mucho de ser divertido. En Asia oriental, un grupo de norcoreanos provocadores había soltado una jauría de perros agresivos y probablemente rabiosos cerca de la frontera que separaba el Estado septentrional del meridional de su península, si bien los animales no habían llegado a morder a nadie: tres de ellos murieron cuando uno pisó una mina, y el resto no tardó en ser abatido por las ametralladoras de un destacamento de la República de Corea del Sur. Todos coincidían en que había que hacer algo con Corea del Norte.

A Ranjit, de hecho, le resultó sorprendente la facilidad con la que trabó conversación con aquellos extraños en torno al estado lamentable en que se hallaba el planeta, a la necesidad de construir ascensores espaciales, a lo acogedores que eran los Vorhulst y a una docena más de asuntos distintos. Tanto fue así, que sólo cuando los invitados comenzaron a despedirse entendió que había llegado la hora de que él dejara también la fiesta.

Lo había pasado muy bien, y en particular durante la primera parte; y no le cabía la menor duda de que se lo debía al hecho de haber conocido a Myra de Soyza. De camino al campus, se sorprendió pensando en lo maravillosa que era ella (aunque no como lo consideraría alguien dispuesto a dar inicio a una relación sentimental; claro que no) y preguntándose cuál sería el mejor modo de asesinar a Brian Harrigan.

De cualquier modo, se alegró al regresar a Trincomali llegadas las vacaciones de verano. Ganesh Subramanian había dado por supuesto que su hijo iba a querer pasar el tiempo acometiendo de nuevo el enigma de Fermat, misterio esquivo hasta extremos desconcertantes. Sin embargo, si estaba en lo cierto era sólo en parte, pues aunque Ranjit no había olvidado el teorema, que seguía rondándole la cabeza en los momentos más inoportunos, y con más frecuencia aún desde que Myra de Soyza había avivado el recuerdo, lo cierto es que hacía lo posible por rehuirlo. Ranjit Subramanian sabía reconocer que había fracasado.

Fuera como fuere, tenía otras cosas en las que ocupar sus pensamientos. Uno de los monjes le había dicho que estaban restaurando uno de los hoteles turísticos más antiguos de las playas de Trincomali, y que no debía de ser difícil para un estudiante universitario de vacaciones hacerse con un trabajo bien remunerado. Ranjit fue a echar un vistazo, consiguió que lo empleasen y, por primera vez en los dieciocho años que llevaba de existencia, se vio recibiendo un sueldo con el que abrirse camino en el mundo.

La ocupación que le asignaron prometía no ser difícil, y no lo era en absoluto. Su denominación técnica era la de «gestor de suministro», y consistía, primero, en hacer inventario del contenido de cada uno de los camiones que llegaban cargados de material; segundo, en acudir de inmediato al capataz para ponerlo al corriente en caso de que alguno de ellos pretendiese salir del recinto sin haber dejado en tierra toda la carga, y tercero, en inspeccionar con diligencia cada mañana, nada más llegar al puesto de trabajo, todo el material de construcción que se hubiera recibido la víspera a fin de asegurarse de que no hubiese desaparecido una porción considerable durante la noche. Los guardas de la empresa privada de seguridad que había contratado el hotel tenían órdenes de prestarle ayuda cada vez que la necesitase. Éstos tenían motivos de sobra para hacer bien su trabajo, ya que sabían que habrían de pagar de su bolsillo cualquier efecto sustraído.

Además, Ranjit disponía de cuatro ayudantes propios, pequeños aunque muy activos. No figuraban en la plantilla del hotel, y de hecho, ni ellos ni su madre habían formado parte de los planes que tenía el muchacho para el verano: se había hecho con sus servicios un buen día que Ganesh Subramanian había dado a su hijo un par de bolsas de comida a punto de echarse a perder si nadie la aprovechaba, al decir del cocinero.

—Llévaselas a la señora Kanakaratnam —dijo el sacerdote—. Sabes quién es, ¿no? La mujer de Kirthis Kanakaratnam. ¿Te acuerdas de Kirthis? Lo detuvieron en Colombo por posesión de lo que consideraron bienes robados.

Ranjit asintió con la cabeza al caer en la cuenta.

—Me temo que su familia está pasando apuros —prosiguió—, y les he dejado usar la antigua casa de huéspedes. Te acuerdas de dónde está, ¿verdad? Entonces, hazme el favor de dejar esto allí.

El joven no tuvo nada que objetar. Tampoco le resultó difícil dar con el lugar. Uno de sus amigos de infancia, hijo de un ingeniero del ferrocarril que se había encargado de las reparaciones de escasa relevancia del templo, había vivido allí siendo él pequeño; de modo que recordaba bien la casa.

No había cambiado mucho. Encontró el jardincito que la mujer del ferroviario había mantenido en el patio delantero ocupado a partes iguales por hortalizas y malas hierbas. El edificio en general habría agradecido, a su parecer, una mano de pintura. Estaba conformado por tres piezas no muy amplias; disponía de un retrete exterior en la parte trasera y un pozo con bomba en el extremo de la propiedad más alejado a la casa, y era más reducido de lo que creía recordar.

No había nadie dentro, y estaba considerando la conveniencia de entrar estando todos ausentes cuando paró mientes en que no podía dejar sin más la comida en el suelo. Por lo tanto, tras llamar a la puerta, que no estaba cerrada con llave, y dar una voz a modo de saludo, pasó al interior.

La primera habitación con que topó fue la cocina, que no tenía mucho más que una hornilla de propano; un fregadero, sin grifos aunque con desagüe, una jarra enorme de plástico a medio llenar de agua, y una mesa con sillas. Al lado había una pieza más pequeña, dotada de un sofá con almohadas y un montón de sábanas dobladas dispuesto al fondo que hacía evidente su condición de dormitorio. La última era la más espaciosa, aunque también la más poblada, ya que acogía dos cunas, dos catres, tres o cuatro cómodas, un par de sillas… Y algo más.

Había algo que había cambiado desde el tiempo en que frecuentaba la casa de niño. Entonces reparó en que en un rincón del cuarto de los pequeños había vestigios de algo en la pared, y cuando se fijó mejor, notó que se trataba de un cartel religioso casi destruido escrito en sánscrito. ¡Claro! Aquél era el extremo nordeste de la casa, dedicado en otro tiempo a la ofrenda; el lugar sacrosanto de devoción y plegaria de que disponía el hogar de toda familia hindú temerosa de los dioses. Pero ¿qué había sido de él? ¿Dónde estaba el ídolo de Siva (o de cualquier otra deidad) y su modesto estante? ¿Y el incensario y la bandeja en la que se depositaban las flores, o el resto de objetos rituales necesarios para llevar a cabo la adoración? ¡No había nada! Ranjit no se consideraba religioso, en ningún sentido, desde hacía mucho tiempo; pero al mirar el montón de ropa de niño, limpia aunque sin doblar, que ocupaba lo que había sido en el pasado el altar, sagrado, impoluto, destinado a la ofrenda, se vio invadido por una sensación rayana en… la repugnancia. No era ése el modo de proceder propio de gentes que se preciaran de un origen hindú, por ateos que pudiesen ser.

Cuando oyó voces del exterior y salió a fin de presentarse, comenzó a dudar que aquella familia pudiese considerarse perteneciente a dicha religión. La mujer que la encabezaba, la esposa de Kirthis Kanakaratnam, no llevaba las vestiduras propias de una hindú, sino mono y botas de hombre, y tiraba de un carro de juguete en el que viajaban, amén de otros artículos de menor porte, dos recipientes de plástico como el de la cocina y una niña. Con ellas caminaban otros tres menores: una pequeña de diez o doce años que llevaba a cuestas a otra cría, la más chiquita, y un varón que acarreaba al hombro un saco de lona con gesto animoso.

—Hola —dijo Ranjit sin mirar a ninguno de ellos en concreto—, soy Ranjit Subramanian, el hijo de Ganesh Subramanian. Mi padre me ha mandado traerles unas bolsas. Las he dejado en la mesa. Usted debe de ser la señora Kanakaratnam.

La mujer no lo negó. Dejó en el suelo el asidero del carro de juguete y, mirando a la pasajera que en él dormía para cerciorarse de que no se había despertado, tendió una mano para estrechársela.

—Sí, soy la esposa de Kanakaratnam —confirmó al fin—. Gracias. Tu padre se está portando muy bien con nosotros. ¿Puedo ofrecerte un vaso de agua? No tenemos hielo, pero seguro que te ha dado sed acarrear todo ese peso hasta aquí.

Tenía razón. Agradecido, bebió el líquido que ella le sirvió de una de las jarras. Según le explicó, tenían que traer de fuera toda el agua potable, ya que el maremoto de 2004 había inundado el pozo con agua salada proveniente de la bahía, y aunque podían lavar con ella los platos y hacer determinados guisos, seguía siendo demasiado salobre para aplacar la sed.

La señora Kanakaratnam debía de haber superado la treintena, parecía estar sana y no carecía de atractivo. Tampoco daba la impresión de que le faltase inteligencia: simplemente estaba malquistada con un mundo que se había vuelto en su contra. Otro aspecto importante de la señora Kanakaratnam era que no le hacía demasiada gracia que la llamasen «señora Kanakaratnam». Según hizo saber a Ranjit, ni ella ni su esposo querían seguir atollados en aquel culo del mundo llamado Sri Lanka, sino vivir en donde pasan cosas, con lo que, sin duda, debía de referirse a Estados Unidos. Sin embargo, como la embajada se había negado a expedirles los visados necesarios, habían tenido que poner la mira en otro país y emigrar a un lugar diferente de medio a medio: Polonia, donde tampoco les había sonreído la suerte.

—Así que —concluyó con un aire desafiante— hemos hecho lo poco que teníamos en nuestras manos: nos hemos puesto nombres americanos. Mi marido ya no me deja que lo llame Kirthis: ahora se llama George, y yo, Dorothy, o Dot, que es más corto.

—Es un nombre muy bonito —señaló Ranjit en tono complaciente. En realidad, aquel antropónimo no le merecía opinión alguna, buena o mala; pero deseaba apaciguar la hostilidad que teñía la voz de ella.

Y todo apunta a que lo logró, por cuanto la mujer se volvió más locuaz. Así, le refirió que habían seguido la misma costumbre con los niños, asignándoles un nombre anglosajón en el momento de nacer. Al parecer, había habido un período en que Dot Kanakaratnam había puesto uno en el mundo cada año impar. La primera fue Tiffany, que contaba once años; luego, el único varón, Harold, que tenía nueve, y al fin, Rosie y Betsy, de siete y cinco años respectivamente. Mencionó, como si tal cosa, que su esposo estaba en la cárcel, y el modo como le comunicó la noticia hizo que Ranjit estimase más conveniente omitir todo juicio de valor al respecto. En lo que sí se permitió formarse una opinión fue en lo tocante a los pequeños, que parecían razonablemente buenos, pacíficos a ratos, aunque también descarados de un modo que resultaba divertido; pero siempre afanándose con empeño en la labor, nada fácil, de crecer. Hubo de reconocer que le habían caído bien; tanto que, antes de salir del hogar de los Kanakaratnam, se ofreció para llevarlos a la playa cuando tuviese un día libre.

Para ello sólo hubo de esperar cuarenta y ocho horas. Él pasó la mayor parte de aquel lapso preguntándose si iba a ser capaz de afrontar tal responsabilidad. ¿Qué iba a hacer, por ejemplo, si alguno de ellos necesitaba…, ya saben? Llegado el momento, Tiffany asumió el mando sin que él tuviera que pedírselo. Y así, cuando asaltaron a Rosie las ganas de orinar, su hermana la llevó hasta el lugar en que espumaban con suavidad las olas por causa de la resaca, y en donde la colosal disolución de la bahía de Bengala hizo innecesaria toda medida higiénica adicional. Y cuando Harold tuvo que hacer lo otro, la mayor lo condujo a uno de los servicios portátiles de que disponían los trabajadores de la construcción sin que Ranjit tuviera que ocuparse de nada. Entre tanto, marcharon por donde se encuentran la arena y el agua, haciéndola chapotear mientras avanzaban como hilera de ánades con el adolescente a la cabeza. Hurtaron bocadillos de los destinados a los albañiles, a quienes apenas les importó, pues también ellos sentían simpatía por aquellos niños. Cuando más picaba el sol, los pequeños sestearon bajo las palmeras que crecían por encima de la marca de la pleamar, y cuando Tiffany anunció que había llegado el momento de relajarse, todos se sentaron a escuchar las historias portentosas que les participó Ranjit acerca de Marte y la Luna, así como de la nutrida prole que conformaban los satélites de Júpiter.

Huelga decir que en otras partes del mundo, las cosas no se desarrollaban con tanta cordialidad. En los patios de recreo de las escuelas israelíes, las niñas palestinas de diez años hacían saltar por los aires sus propios cuerpos y cuanto las rodeaba. En París, cuatro norteafricanos fornidos manifestaban la opinión que les merecía la actitud de los políticos franceses matando a dos guardas de la torre Eiffel y arrojando a once turistas desde el último piso. En la ciudad italiana de Venecia y en Belgrado, la capital de Serbia, ocurrían sucesos igual de infaustos, y en Reikiavik (Islandia) tenían lugar otros aún peores… Y los escasos dirigentes del mundo cuyos propios países no estaban (aún) en llamas se devanaban los sesos buscando un modo de hacer frente a la situación. A Ranjit, sin embargo, no le importaba nada de aquello en el fondo…

En realidad, no era así: le importaba, y mucho, cada vez que se paraba a pensar en ello; pero hacía cuanto estaba en sus manos por no hacerlo muy a menudo. En esto se asemejaba mucho a los cortesanos atolondrados del cuento que Edgar Allan Poe tituló La máscara de la muerte roja. Su mundo, como el de ellos, estaba próximo a sucumbir; pero mientras llegaba el momento, el sol se mostraba cálido, y los niños, entusiasmados después de que los enseñase a capturar tortugas estrelladas para tratar de hacerlas competir y cuando les contaba cuentos. Ellos disfrutaban oyéndolos casi tanto como él relatándolos.

Por curioso que pueda resultar, en aquel mismo instante, algunos de los grandes de la galaxia (cuando no todos ellos, pues raras veces resultaba posible determinar tal cosa) hacían por inculcar una lección similar, en cierto sentido, a un filo de seres vivos totalmente distinto. Claro está que estas últimas criaturas no eran tortugas, si bien tenían en común con ellas la dureza de sus caparazones y lo limitado de su cociente intelectual. En lo que estaban tratando de instruirlas los grandes de la galaxia era en el manejo de ciertas herramientas.

Ésa era una de las muchas, muchísimas ocupaciones que se habían impuesto los grandes. Los humanos la habrían calificado de afán por aumentar la calidad de cuantos seres vivos habitaban la galaxia. A los primeros, sea como fuere, los movía el convencimiento de que, aprendiendo a usar una palanca, un anzuelo o una piedra con la que golpear, aquellos seres duros de caparazón podían estar haciendo sus primeros pinitos en dirección al despertar de la inteligencia. Una vez alcanzado tal estadio, no iba a ser difícil hacerlos avanzar más aún bajo la estrechísima tutela de los grandes de la galaxia. De hecho, podían llegar a cotas altísimas en el ámbito de la tecnología sin descubrir jamás distracciones tan indeseadas como la subyugación, la explotación o la guerra.

Verdad es que semejante proyecto podía tardar mucho en completarse; pero también lo es que los grandes tenían tiempo de sobra, y que, a su entender, valía la pena intentarlo: ningún empeño habría sido vano si, en un futuro remoto de la historia del universo, se lograba que una sola especie fuera capaz de evolucionar lo bastante para dominar elementos tales como la transmisión de la materia y la creación de colonias espaciales sin haber aprendido en el proceso el arte de matar. Y es que, si los grandes de la galaxia eran, sin lugar a duda, seres inteligentes y poderosos, en ocasiones también podían ser muy ingenuos.