El año escolar se arrastraba lento hacia su final, y aunque si bien tomaba una velocidad asombrosa durante los períodos, demasiado breves, en que Ranjit se encontraba en clase de astronomía, el resto de las horas de la semana parecía no tener la menor prisa por transcurrir.
En determinado momento, albergó esperanzas de contar aún con un instante prometedor, muy prometedor. Recordando la conferencia en la que se había hablado de lo que llamaron el plan hidrosolar para el mar Muerto de Israel, volvió a asistir a otra de las de aquel ciclo. Aun así, el ponente había centrado la atención en la creciente salinidad de una serie nada desdeñable de pozos costeros de todo el mundo, y en la circunstancia de que algunos de los grandes ríos del planeta habían dejado de desembocar en el mar, en ningún mar, porque se hallaban secos a causa de los regadíos y las cisternas de los inodoros de las ciudades, así como, sobre todo, del césped de los jardines de entrada a las casas urbanas. Ranjit no necesitó mayor motivo para dejar de acudir.
Incluso llegó a acariciar la idea de tomarse en serio sus estudios, o al menos fingir que se los tomaba en serio. Podía entenderlos, por ejemplo, como un juego, uno que no le iba a costar mucho ganar. No cabía decir, por supuesto, que sintiese nada semejante a la sed insaciable de conocimientos que había caracterizado su dedicación al teorema de Fermat. Lo único que tenía que hacer era imaginar qué preguntas era probable que formulase cada uno de sus profesores en los diversos exámenes y buscar las respuestas. Y si bien es cierto que no siempre acertaba, también lo es que no lo necesitaba para obtener un simple suficiente.
Huelga decir que nada de lo dicho era aplicable a Astronomía 101. El doctor Vorhulst seguía ingeniándoselas para convertir cada sesión en una delicia. Fue eso precisamente lo que ocurrió cuando hablaron de la ingeniería planetaria como disciplina dedicada a modificar la superficie de un astro con el propósito de hacerlo habitable al ser humano, y cuando se planteó la pregunta de cómo trasladarse a él para llevar a cabo tal cometido. Ranjit pensó enseguida en cohetes espaciales. Ya tenía la mano medio alzada a fin de responder cuando el profesor lo hizo desistir al suponer:
—Vais a contestar: «Con cohetes espaciales». ¿No es así? —Lo dijo dirigiéndose al común de la clase y, en particular, a la docena aproximada que, como Ranjit, habían levantado la mano—. Bien: vamos a dedicar unos segundos a pensar en ello. Imaginemos que queremos empezar a transformar Marte, y para ello no disponemos más que de una cantidad mínima de maquinaria pesada destinada a remover tierra. Una retroexcavadora enorme, por ejemplo, una pala niveladora, un par de volquetes medianos… Y claro, suficiente combustible para tenerlos en marcha durante… digamos seis meses, que podría ser el tiempo necesario para empezar con la tarea.
Llegado a este punto, se interrumpió al ver que en la segunda fila acababa de asomar una mano.
—¿Sí, Janaka?
El alumno en cuestión se levantó de un salto.
—Pero, señor Vorhulst, ¡si ya hay un proyecto entero destinado a fabricar carburante a partir de los recursos que existen en Marte!
—Tienes toda la razón, Janaka —respondió, sonriente, el profesor—. Si, por ejemplo, hay de veras una cantidad considerable de metano bajo la capa de hielo permanente que recubre la superficie de Marte, tal como piensan muchos, podríamos obtener energía de él… siempre que encontrásemos oxígeno con el que quemarlo. Por supuesto, para hacerlo, haría falta contar con más maquinaria pesada, que necesitaría disponer también de suficiente combustible hasta que estén en marcha las plantas de extracción. —Y adoptando un gesto amable, concluyó—: Quiero decir con esto, Janaka, que si quisieses comenzar en el futuro cualquier plan de modificación planetaria, lo más seguro es que quisieras llevar contigo el combustible. Veamos. —Y volviéndose hacia la pizarra, comenzó a escribir—. Pongamos que podemos empezar con seis u ocho toneladas. Las máquinas destinadas a remover la tierra… ¿cuánto podrían pesar? ¿Veinte o treinta toneladas? Para transportar a Marte todas esas toneladas de cargamento, veintiocho como mínimo, desde la órbita terrestre baja, u OTB, tendremos que recurrir a algún género de nave espacial. No sé lo que podrá pesar una cosa así; pero vamos a suponer que oscila entre las cincuenta y las sesenta toneladas, a lo que hay que sumar el combustible que necesitará para propulsarse. —Dio un paso atrás para observar las cifras que había ido anotando y arrugó el entrecejo—. Me temo que tenemos un problema —anunció a los alumnos mirando a la clase por sobre su hombro—. Todo eso no va a partir de la OTB, ¿verdad? Antes de que pueda poner rumbo a Marte, tendremos que llevar allí la nave. Y me da la impresión de que no va a ser barato.
Se detuvo y miró a la clase, que lo observaba con gesto compungido. Aguardó a que alguno de los estudiantes se pusiera a la altura de las circunstancias, cosa que hizo, al cabo, una de las chicas.
—Porque tendría que salir del campo gravitacional de la Tierra; ¿no es así, señor Vorhulst?
—¡Exacto, Roshini! —respondió él sonriendo de oreja a oreja, mientras reparaba en que el piloto que indicaba la duración de la clase se había puesto de color ámbar—. Como podéis comprobar, ese primer paso ya constituye un obstáculo de tomo y lomo. ¿Hay algo que podamos hacer para volverlo un tanto más sencillo? Trataremos de averiguarlo en la próxima clase. Aun así, si alguno de vosotros es incapaz de esperar hasta entonces, que sepa que para eso están los buscadores de la red.
Y cuando se disponían a levantarse, añadió:
—¡Ah! Otra cosa: estáis todos invitados a la fiesta de fin de curso que voy a celebrar en casa. Venid vestidos como venís a clase, y no traigáis más regalo que vuestra asistencia. Pero no faltéis, por favor, si no queréis dar un disgusto a mi madre.
Una de las cosas que más gustaban a Ranjit del profesor de astronomía (aparte de alegrías tan inesperadas como una fiesta de fin de curso) era que no dedicaba demasiado tiempo a la práctica normal de la docencia. Cuando, al final de cada clase, informaba a los alumnos de cuál iba a ser el contenido de la siguiente, sabía perfectamente que el centenar de apasionados cadetes espaciales que tenía por alumnos iba a buscar el material necesario mucho antes de que comenzase la sesión. (Los pocos estudiantes que se habían matriculado en el curso sin tamaña motivación, llevados de la incierta esperanza de que se tratara de un coladero en el que no iba a ser difícil obtener un sobresaliente, no habían tardado en abandonar la asignatura o quedar contagiados del entusiasmo de sus compañeros). Así, el doctor Vorhulst podía jugar siempre con aquella clase siguiente.
En aquella ocasión, sin embargo, a Ranjit no le fue posible consagrarse de inmediato a la búsqueda por los diversos portales electrónicos, pues tenía otros menesteres. El primero era la hora y media, tediosa hasta extremos casi criminales, de filosofía. Luego, debía engullir a la carrera un detestable bocadillo y el cartón de cualquier variedad anónima de zumo tibio que constituían su almuerzo a fin de coger a tiempo el autobús de las dos y llegar a la biblioteca.
No obstante, en la puerta misma del comedor se encontró con el alumno que ocupaba el asiento contiguo al suyo en Astronomía 101. Estaba charlando con otros compañeros de clase, y tenía noticias para él.
—¿No te has enterado de lo que ha prometido el doctor Vorhulst para el próximo día? Ahora mismo se lo estaba diciendo a ellos. Conoces el proyecto Artsutanov, ¿verdad? Bien, pues, según Vorhulst, ¡puede que lo construyan aquí mismo, en Sri Lanka! El Banco Mundial acaba de anunciar que ha recibido una solicitud de financiación de cierto estudio centrado en la creación de una terminal ceilanesa.
Ranjit estaba justo abriendo la boca para preguntar qué quería decir todo eso cuando se interpuso uno de los otros.
—Pero tú dices que igual no pasa nada de eso, Jude.
El muchacho se abatió de súbito.
—Sí —reconoció—: Son los dichosos estadounidenses, los dichosos rusos y los chinos del demonio los que tienen todo el poder… y también todo el dinero. Lo más seguro es que detengan el proyecto, porque una vez que haya en funcionamiento un ascensor espacial de los ideados por Artsutanov, hasta el país más insignificante del mundo podrá contar con su propio programa espacial. ¡El nuestro mismo, ya puestos! Adiós a su monopolio. ¿Tú qué piensas?
A Ranjit lo salvó de la vergüenza de tener que admitir que no tenía respuesta para aquello (ya que, de hecho, ni siquiera se había enterado de cuanto estaba exponiendo Jude) el que los cingaleses no vieran la hora de ir a comer. Más tarde, en la biblioteca, mientras navegaba por la red, se consagró a empaparse de información con todas las velas desplegadas. Cuanto más aprendía, tanto más compartía la excitación de su amigo. ¿Difícil, trasladarse de la superficie de la Tierra a la órbita terrestre baja? ¡Con un montacargas Artsutanov no constituía problema alguno!
Cierto era que los estudios de viabilidad no hacían pensar, precisamente, en que pudiese disponerse en breve de nada semejante a un vehículo en el que pudiera uno meterse de un salto a fin de transportarse a gran velocidad a la OTB, ni de los millones de litros de líquido propulsor explosivo necesarios; pero lo importante era que podía ocurrir; que tal vez fuera a ocurrir, más tarde o más temprano, y entonces incluso Ranjit Subramanian podría convertirse en uno de los afortunados que viajarían alrededor de la Luna y por entre los satélites de Júpiter, y acaso llegarían a caminar por los desiertos, áridos en extremo, de la faz de Marte. Al decir de las páginas electrónicas que había visitado, Konstantín Tsiolkovski, el primer teórico ruso que puso la atención sobre los viajes espaciales, concibió por vez primera semejante idea en 1895 mientras observaba la torre Eiffel de París. En aquel momento, se le ocurrió que la construcción de una estructura similar de dimensiones colosales provista de un ascensor podía servir para hacer ascender una nave hasta el extremo superior antes de dejarla vagar por las alturas.
Sin embargo, en 1960, el ingeniero Yuri Artsutanov, nacido en Leningrado, se dio cuenta de inmediato, tras leer el libro de Tsiolkovski, de que su plan no podía funcionar debido a una circunstancia que ya habían descubierto los antiguos egipcios, y varios miles de años después, en el otro extremo del mundo, los mayas: que la altura de una torre o una pirámide estaba limitada por un elemento concreto: la compresión.
En una estructura de compresión, es decir, construida desde el suelo hacia lo alto, cada uno de los niveles que la componen debe soportar el peso de todos los que tiene por encima. Para alcanzar la órbita terrestre baja iban a ser necesarios cientos de kilómetros de pisos, y no cabía imaginar material estructural alguno capaz de resistir tamaño peso sin desmoronarse. Artsutanov tuvo la genial idea de proponer, después de darse cuenta de que la de compresión no era sino una de las formas posibles de construir una estructura, la tensión como una alternativa también viable.
Una estructura fundada en la tensión (conformada por cables unidos a un cuerpo en órbita, por ejemplo) consumía una opción elegante desde el punto de vista teórico, aunque casi inalcanzable si se consideraba desde el de un ingeniero que, para fabricarla, no disponía más que de los materiales existentes a mediados del siglo XX. Aun así, según su argumentación, nadie podía asegurar que décadas más tarde no fuera a ser posible crear cables capaces de acometer tal desafío.
Cuando al fin se fue a acostar aquella noche, Ranjit llevaba impresa en el rostro una sonrisa que no perdió ni siquiera durante el sueño, por cuanto, después de mucho tiempo, había encontrado un motivo verdadero por el que valía la pena sonreír.
Aún tenía el mismo gesto a la mañana siguiente, durante el desayuno, y no veía la hora (y eso que aún quedaban casi ciento cuarenta) de comenzar la siguiente clase de Astronomía 101. No le cabía la menor duda de que aquella asignatura constituía el punto más brillante de su año académico…
¿Y por qué no cambiar, en consecuencia, las matemáticas por la astronomía como asignatura principal? Dejó de masticar a fin de pensar en ello, aunque no llegó a ninguna conclusión satisfactoria: dentro de su cabeza había algo que le impedía renunciar a aquélla. Con razón o sin ella, tenía el íntimo convencimiento de que tal cosa equivaldría a abandonar el teorema de Fermat. Por otra parte, no dejaba de ser extraño, tal como le había hecho ver su orientadora académica durante la única sesión que él se había dignado concederle, que un futuro licenciado en matemáticas no estuviese matriculado en ningún curso de dicha materia. Con todo, sabía cómo resolverlo, y tenía toda una mañana libre para hacerlo. Así que, no bien estuvo en su despacho la orientadora, se presentó ante ella para esclarecer su situación, y al mediodía se hallaba ya matriculado, de forma tardía, en un curso de fundamentos de estadística. ¿Por qué de estadística? Pues porque, al fin y al cabo, no dejaba de formar parte de las matemáticas. Y ¿no iba a suponer un problema integrarse estando tan avanzado el año académico? Ninguno, según aseguró a la orientadora: no había curso de matemáticas con el que él no fuese capaz de hacerse al instante. En consecuencia, llegada la hora de comer, había solventado cuando menos uno de sus problemas, por más que ni siquiera lo hubiese considerado lo suficientemente importante para afanarse demasiado en hacerle frente. De cualquier modo, se lanzó a dar cuenta de su almuerzo con gran júbilo.
Y fue entonces cuando comenzaron a torcerse las cosas. Algún memo había dejado las noticias de la radio a todo volumen en lugar del murmullo de música que soportaban voluntariosos los estudiantes durante la comida, y todo apuntaba, además, a que nadie sabía cómo apagar el aparato. Era, claro, inevitable que los principales sucesos de aquel día perteneciesen, precisamente, al género de historias con las que Ranjit no quería perder el tiempo, por cuanto eran las habituales del panorama mundial.
Sea como fuere, ya que las estaba oyendo, se dispuso, obediente, a escucharlas. Tal como cabía predecir, eran poco halagüeñas: el planeta seguía ardiendo en guerras menores, y aún quedaban, como siempre, conflictos por desatarse. Las nuevas se centraron entonces en asuntos locales de Colombo, que no lograron interesar en demasía al joven hasta que captó su atención una palabra, que no era otra que «Trincomali».
En aquel instante, volcó en la noticia toda su curiosidad. Al parecer, habían detenido a un hombre de su ciudad natal por no haber cedido el paso con su vieja furgoneta a un coche policial que circulaba con la sirena activada (aunque, en realidad, había resultado que los agentes que lo ocupaban se dirigían al lugar en que tenían planeado comer). La policía, como era de esperar, echó un vistazo al vehículo al que acababa de detener, y dio en su interior con un cargamento de tostadoras, licuadoras y otros electrodomésticos de escaso porte, sin que el conductor fuese capaz de ofrecer una explicación admisible de cómo los había conseguido.
Ranjit quedó inmóvil, con la cuchara a medio camino entre el plato de arroz y su boca, al oír al locutor anunciar la identidad del sospechoso: Kirthis Kanakaratnam. El dato lo dejó peor de lo que estaba, pues aunque le sonaba vagamente el nombre, no conseguía ubicarlo. ¿Alguien de la escuela; del templo de su padre, quizá…? Podría haber sido de cualquier sitio, pero, por más que lo intentara, no lograba ponerle cara. Más tarde, mucho después de almorzar y cuando se hallaba a un paso de darse por vencido, la radio informó de que el sospechoso había dejado atrás a su esposa y cuatro niños pequeños. Y aunque Ranjit trató de convencerse de que aquello no era asunto de su incumbencia, tampoco podía asegurarlo del todo, puesto que no sabía con seguridad quién era aquel tal Kirthis Kanakaratnam, que no era conocido suyo.
Aquél fue el motivo que lo llevó a llamar a la policía, marcando el número de la comisaría central desde un teléfono situado en cierta zona del campus que raras veces visitaba. Lo atendió la voz de una mujer que no daba la sensación de ser joven ni de estar muy acostumbrada a ofrecer información. ¿Un detenido llamado Kirthis Kanakaratnam? Sí, tal vez: había un buen número de personas encerradas en una u otra de las prisiones de Colombo, y no siempre daban sus nombres verdaderos. ¿Sabía algo más acerca de él? El nombre de algún cómplice, por ejemplo… ¿Era familia suya? ¿Tal vez socio suyo en algún género de empresa? O…
El joven colgó con discreción y se alejó de aquel lugar. No es que creyera que existiese una probabilidad demasiado alta de que fuera a perseguirlo por los pasillos una brigada de la policía de Colombo; pero tampoco podía estar completamente seguro de que no hubiese una en los alrededores, y no estimaba prudente quedarse allí para averiguarlo.
Cuando Ranjit regresó a su habitación aquella noche, encontró lo que más podía alegrarlo después del mismísimo Gamini en persona: un mensaje de correo electrónico procedente de Londres. También había una nota que le indicaba que lo había llamado su padre y deseaba que le devolviese la llamada cuando llegara. La noticia, a su vez, era excelente, porque quería decir que el viejo estaba dispuesto a hablar con él, y sin embargo, fue la carta de su amigo lo primero a lo que prestó atención.
Todo apuntaba a que Gamini se lo estaba pasando en grande en la capital de Inglaterra. La víspera había ido andando al campus del University College porque Madge quería ir a ver a cierta persona. Y había que reconocer que la experiencia había sido interesante… siempre y cuando, claro está, a uno le haga gracia ver cadáveres, por acartonados que estuviesen; porque lo que había expuesto allí no era otra cosa que el cuerpo, mitad embalsamado y mitad de cera, de Jeremy Bentham, filósofo utilitarista fallecido dos siglos antes. Aunque, al decir de Gamini, el pensador se hallaba siempre allí, por lo común estaba encerrado en la vitrina de madera que constituía lo que él había llamado su «autoicono». Cierto adjunto de la escuela universitaria la había abierto como favor especial para Madge, de quien estaba perdidamente enamorado. Bentham, según exponía Gamini, había sido un pensador de veras adelantado de principios del siglo XIX que había llegado a firmar un sesudo argumento en favor de hacer extensiva la tolerancia (cierta tolerancia, todo sea dicho) a los homosexuales. Sin embargo, dado que su carácter revolucionario no iba en menoscabo de su cautela, en lugar de publicar el escrito había optado por guardarlo bajo llave; y así permaneció durante un siglo y medio, hasta que, por fin, alguien lo había dado a la imprenta en 1978.
A esas alturas, Ranjit estaba empezando a cansarse de Jeremy Bentham y a preguntarse por qué le contaba Gamini todo aquello. ¿Tal vez por ser aquél uno de los primeros personajes de relieve que había escrito con cierta comprensión acerca de los homosexuales? Y de ser así, ¿qué quería hacer ver a Ranjit al respecto? Sin duda no era que ninguno de ellos dos se reputara por tal, porque no era el caso.
Viendo que no le resultaba agradable meditar sobre el asunto en particular, optó por seguir leyendo, aunque, en realidad, no quedaba gran cosa de la carta. Había ido con un grupo de sus compañeros, entre quienes debía de figurar (Gamini no la mencionaba, aunque Ranjit habría estado dispuesto a apostar una suma elevada al respecto) esa tal Madge, a visitar Stratford-upon-Avon, y por fin, a punto de acabar y después de un breve añadido de última hora, llegó el momento de la gran noticia:
Por cierto —decía—: Tengo que asistir a algún que otro curso de verano, pero mi padre quiere que vuelva a casa unos días para ver a mi abuela antes de que nos deje, porque parece que no anda bien de salud. Así que estaré unos días en Lanka. ¿Dónde vas a estar tú? No sé si tendré tiempo de ir a Trinco, aunque quizá podamos vernos en otro lugar.
¡Esa sí que era una buena noticia! Aun así, hubo de moderar su exultación ante la necesidad de devolver la llamada a su padre.
Éste cogió el teléfono a la primera, y respondió con voz jovial, afectuosa y satisfecha:
—¡Ranjit, hijo! ¿Por qué ocultas información a tu padre? ¡No me habías dicho que Gamini Bandara se había ido a Inglaterra!
Aunque no había nadie presente, el joven puso los ojos en blanco. Si había omitido el dato, había sido sólo porque estaba convencido de que sus observadores se habían asegurado de hacérselo llegar. Lo que sí lo había sorprendido fue que hubiera tardado tanto en saberlo. Ranjit sopesó unos instantes la conveniencia de anunciarle que su amigo iba a volver, si bien durante un breve período, al país, y al final, tras decidir que lo mejor era dejar la labor de información al personal de la residencia, repuso con cautela:
—Sí: se ha ido a estudiar a la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres. Su padre opina que es la mejor del mundo, creo.
—Sí que lo es —convino el sacerdote—. Al menos, para cierta clase de estudios. Sé que debes de echarlo de menos, Ranjit; pero también tengo que confesar que a mí me ha quitado un peso de encima, porque a nadie le va a preocupar que tengas lazos tan estrechos con un muchacho cingalés habiendo un océano o dos de por medio.
Al no saber qué responder a ello, el joven tuvo la sensatez de permanecer callado.
—El caso —prosiguió su padre— es que te he echado mucho en falta, Ranjit. ¿Sabrás perdonarme?
Él no tuvo que pensar la respuesta.
—Te quiero, papá —dijo al punto—. No hay nada que perdonar: entiendo que tuvieses que actuar así.
—En ese caso, ¿vas a venir a Trinco a pasar las vacaciones de verano?
Ranjit le aseguró que estaba deseándolo, aunque comenzaba a sentirse incómodo por el cariz delicado que estaba tomando la conversación. Por consiguiente, no pudo por menos de alegrarse al recordar una duda que su padre tal vez podía despejar:
—Papá, han detenido en Colombo a un hombre de Trinco, un tal Kirthis Kanakaratnam, y tengo la sensación de conocerlo de algo. ¿Sabes quién es?
Ganesh Subramanian dejó escapar un hondo suspiro, si bien su hijo fue incapaz de determinar si le había resultado alarmante la pregunta o era simplemente que, como a él, lo aliviaba el haber cambiado de asunto.
—Claro que sí. ¿No te acuerdas de Kirthis, Ranjit? El inquilino aquel que tenía tantos hijos pequeños, y una mujer algo delicada de salud… Normalmente trabajaba de conductor de autobús para uno de los hoteles de la playa, y su padre hacía chapuzas en el templo antes de morir…
—¡Ya me acuerdo!
No mentía: era un hombre menudo y tan oscuro de piel como él mismo, y había ocupado, junto con toda su familia, la casa diminuta que había en uno de los confines de la propiedad de Ganesh Subramanian: un edificio en el que el más optimista no habría podido contar más de tres habitaciones en total (para dos adultos y cuatro renacuajos) ni dar con instalación alguna de fontanería. A su memoria acudió con claridad la imagen de la madre lavando la ropa de los hijos en un barreño metálico gigantesco con aire abatido… y la de las criaturas que gimoteaban a su alrededor, ensuciándose y ensuciando cuanto llevaban puesto.
Después de colgar, Ranjit se preparó para irse a dormir, reconciliado al fin con el mundo. Todo parecía ir a pedir de boca: había hecho las paces con su padre; iba a ver a Gamini, aunque fuese brevemente, y además, había resuelto el misterio de la identidad de aquel tal Kirthis Kanakaratnam, de quien jamás iba a tener que preocuparse en el futuro. O al menos, eso pensaba.
La de estadística no era una asignatura tan aburrida como él había temido, aunque había que admitir que tampoco era muy divertida. Mucho antes de entrar en clase, ya sabía bastante bien cuál era la diferencia entre promedio, mediana y moda, y conocía la definición de desviación típica. Además, no tardó mucho en aprender a dibujar toda suerte de histogramas a petición de la profesora, quien, sorprendentemente, resultó tener cierto sentido del humor. De hecho, cuando no estaba exponiendo al alumnado lo que eran un diagrama de tallo y hojas o cualquier otro modo de representación estadística, podía llegar a ser (en ocasiones, eso sí) casi tan amena como el mismísimo Joris Vorhulst.
No; mejor pensado, no. Eso era decir demasiado, pues pese a ser una persona bastante agradable, no disponía en sus clases de material alguno que pudiera compararse con el de Astronomía 101. Para llegar a semejante conclusión, sólo tenía que pensar en el ascensor espacial y las maravillas relacionadas con él.
Y tan fantástico artilugio era sólo una de las posibilidades. En cierta ocasión, uno de los alumnos quiso saber si no sería más recomendable algo semejante al acelerador de Lofstrom. Éste hacía innecesario el requisito de poner en órbita un satélite gigantesco, por cuanto quedaba instalado sobre la faz de la Tierra, desde donde lanzaba al cielo las cápsulas espaciales.
No obstante, el doctor Vorhulst puso coto a las conjeturas de sus alumnos.
—¿Y la fricción? No lo olvidéis. Tened presente lo que supuso para un buen número de las naves espaciales primitivas el hecho de volver a entrar en la atmósfera terrestre. De emplear un acelerador de Lofstrom, sería necesario hacer que la cápsula alcanzase la velocidad de escape de once kilómetros por segundo de la que hablamos el otro día antes de soltarla, y la fricción del aire la calcinaría.
Se detuvo y dejó vagar la mirada por entre los alumnos, con la expresión amable de siempre, aunque con cierto brillo que hizo a Ranjit esperar la llegada de una nueva sorpresa.
—En fin —añadió en tono sociable—; ¿ha pensado alguno de los aspirantes a astronauta qué clase de propulsión va a llevar su nave?
Ranjit no había pensado en nada más complejo que la combinación clásica de combustible y oxidante, y sin embargo, prefirió mantener la boca cerrada, sabedor, por el simple hecho de haber sido él mismo quien había planteado la pregunta, de que el profesor ya tenía la respuesta en la cabeza. Su compañero, pese a ser también consciente de esto, reaccionó de un modo distinto.
—No está usted pensando —dijo alzando la mano— en un cohete químico, ¿verdad, señor Vorhulst? ¿De qué se trata, entonces?; ¿de uno impelido por energía nuclear, tal vez?
—Buen intento —respondió el profesor—, aunque no creo que ésa sea la mejor opción. Al menos, lo que tengo en la mente no es el género de energía nuclear que tú te imaginas. Ya sé que hay quien ha diseñado cohetes impulsados por bombas atómicas destinadas a estallar en sucesión, y podemos hablar de ellos, si quieres; pero creo que para ir de la órbita terrestre baja a Marte existen dos posibilidades mucho mejores. Las dos son idóneas para emplearlas con alguna clase de ascensor espacial que las lleve hasta la OTB, ya que ambas son demasiado débiles para propulsar nada de la superficie de la Tierra al espacio. Una de ellas es la vela solar, y la otra, el cohete eléctrico.
Diez minutos más tarde, el doctor Vorhulst había aducido motivos tan convincentes como sucintos para evitar el uso de explosiones nucleares a fin de impeler un cohete. Por un lado, tal cosa hacía necesario instalar complejos sistemas destinados a proteger a los astronautas de tan terribles radiaciones, y por el otro, ¿qué sentido tenía lanzar al espacio varios centenares de bombas atómicas? Por su parte, las velas solares, a las que había que reconocer numerosas ventajas, resultaban lentas en extremo y no muy manejables. Sin embargo, el cohete eléctrico, pese a tardar también en cobrar velocidad, no requería almacenamiento de energía ni provocaba consecuencias no deseadas. ¿De dónde provenía la electricidad? Vorhulst admitió que era posible construir a bordo una central nuclear, aunque no resultaba más complicado obtenerla directamente del Sol; del Sol tal como se ve en el espacio, en donde no existen las noches ni los nublados que le impidan mostrar siempre todo su esplendor.
—¿Y qué hacer con toda esa energía? Pues emplearla para ionizar un fluido o un gas como, por ejemplo, el xenón. Al arder, saldría impelido por las toberas de nuestro cohete a una velocidad altísima, y… ¡allá vamos!
Se detuvo para tomar aliento.
—Sí —reconoció—: Ya sé que un cohete eléctrico no iba a ser muy rápido en tomar velocidad.
Sin embargo, sí podría incrementar dicha aceleración tanto como se deseara, y aumentar a cada paso su marcha. Cuanto mayor fuese aquélla, más notable sería ésta. La tripulación podría ir acelerando hasta alcanzar la mitad del trayecto, y a continuación, dar media vuelta e ir desacelerando hasta llegar al planeta de destino. ¿Alguien se había percatado de lo que comportaba tal cosa?
El profesor dejó unos instantes para que reflexionasen, pero nadie dio con la respuesta.
—Significa —les reveló— que cuanto más prolongado sea el viaje, tanto mayor será la velocidad que alcance la nave. No tiene sentido emplear un cohete eléctrico para llegar a la Luna: el trayecto es muy corto, y no da lugar a tomar aceleración; pero para Marte resulta ideal. Y para planetas más alejados del Sol… pongamos Urano o Neptuno… ¡no íbamos a tardar mucho más en hacer el viaje! Si, además, queremos llegar a una región remota de verdad, como la nebulosa de Oort, ¡la aceleración sería tal que convertiría en factible un recorrido tan monstruoso!
Entonces guardó silencio con una sonrisa.
—En fin —prosiguió—; no quiero presentaros el cohete eléctrico como algo perfecto, porque lo cierto es que tiene un fallo importante: que no disponemos de ninguno. —Haciendo caso omiso del rumor provocado por los gruñidos de decepción, añadió—: La teoría es válida, claro; pero nadie ha llegado a construir uno, porque jamás va a funcionar si tiene que partir de la superficie de la Tierra: necesita algo que lo eleve hasta la órbita terrestre baja antes de poder ponerse a menear el palmito. Algo como el ascensor espacial de Artsutanov, que como ya sabéis, aún no ha llegado a hacerse realidad.
A continuación, con gesto triste, aunque sin dejar de sonreír, les prometió:
—Algún día lo tendremos, y cuando llegue ese día, vamos a poder contar con tropecientos mil cohetes eléctricos. Apostaría lo que fuese a que más de uno de vosotros los usará para viajar a toda clase de lugares extraños y maravillosos. Pero ahora, no; porque en el presente no existen.
Bastaba detenerse a pensar en ello para reparar en que era cierto, cuando menos en lo que respectaba a la escasa cantidad de espacio más cercano a la Tierra. Aun así, no iba a ser necesario esperar mucho tiempo.
De hecho, a cierta distancia de allí había ciento cincuenta y cuatro de esos cohetes eléctricos que ya habían puesto rumbo directo a la Tierra, y quienes los ocupaban no los tenían, en absoluto, por aparatos poco comunes.
Pertenecían a la raza de los unoimedios, y llevaban muchísimas generaciones viajando de astro en astro a bordo de naves como aquéllas, siempre con el mismo cometido. Y todo ello porque los suyos ocupaban un lugar especial entre las especies racionales subordinadas a los grandes de la galaxia, quienes los empleaban como sus sicarios.
A simple vista quizá no parecían ofrecer el aspecto más idóneo para tal menester, pues sin su armadura y sus prótesis no eran mucho mayores que un gato terrestre. Cierto es que no eran muchas las posibilidades de verlos de esta guisa; pero también que los ingenios protectores que les eran indispensables apenas abultaban como la mitad del porte de su propio cuerpo (circunstancia que los había hecho merecedores, precisamente, del nombre de unoimedios), y que sin ellos no podían vivir. Algunos de aquellos dispositivos protegían al frágil ser orgánico que los ocupaba contra la radiación de los residuos ionizadores de las centrales atómicas que poseían o de las numerosas guerras nucleares en las que llevaban participando desde antiguo, o aun contra los rayos ultravioleta de intensidad letal que procedían de su estrella y para los que ya no contaban con la defensa que había supuesto, en otro tiempo, la capa de ozono de su planeta, desaparecida de resultas de sus actividades pasadas. Algunos de los procesadores químicos que poseían eliminaban sustancias tóxicas del aire que respiraban y de los alimentos y el agua que ingerían; otros evitaban, sin más, que enloqueciesen por el fragor insoportable que inundaba cada palmo de su mundo (y que hacía necesario el uso de absorbentes acústicos combinados con anuladores de frecuencia), y otros atenuaban los exasperantes centelleos y llamaradas propios de su industria.
En el planeta de los unoimedios había unos cuantos lugares aislados en los que el hecho de estar desnudo no suponía un peligro para su supervivencia, y no eran otros que las salas de cría y de parto, así como cierta variedad de sitios en los que se llevaban a término operaciones quirúrgicas y sanitarias en general. Estas áreas no eran numerosas: tantas eran las cosas contra las que había que protegerse en aquel mundo devastado, tantas las que neutralizar o prevenir, que resultaban muy caras.
Así las cosas, cabría preguntarse por qué una especie que tan avanzada estaba en el ámbito tecnológico no había optado por construirse una flota de vehículos espaciales que le permitiera comenzar una vida nueva en algún planeta bien conservado de cualquier otro rincón del espacio. Y lo cierto es que sus integrantes ya lo habían hecho en una ocasión; pero el proyecto no había dado los frutos deseados. Si bien es cierto que habían inventado y construido las naves necesarias, y que habían dado con un astro que gozaba de unas condiciones lo bastante benignas para instalarse en él, todo se malogró, sin embargo, cuando intervinieron los grandes de la galaxia, hasta tal grado que, pese a haber transcurrido muchos miles de años desde entonces, los unoimedios no se habían propuesto jamás volver a intentarlo.