CAPÍTULO VI
Entre tanto, en la Tierra…

La vida parecía sonreír a Ranjit Subramanian…, siempre, claro está, que se dejaran a un lado el hecho de que Gamini seguía a nueve mil kilómetros de él y el de que su padre bien podía hallarse a una distancia similar. Por otro lado, la situación había vuelto a caldearse en Iraq, en donde un contingente de musculosos matones cristianos armados de fusiles de asalto custodiaba una de las cabezas de un puente a fin de impedir que lo cruzasen los islamistas, en tanto que la otra estaba guardada por mahometanos radicales no menos fornidos ni peor pertrechados que no estaban dispuestos a permitir que los cristianos contaminaran su margen del río.

Estaban sucediendo muchas otras cosas como ésta, aunque ninguna, claro, contribuía al estado de felicidad provisional en que se encontraba el joven. No faltaban, sin embargo, las que sí. Así, por ejemplo, la asignatura de Astronomía 101 no sólo le estaba resultando amena, sino que le iba a pedir de boca en el plano académico. Cuando el profesor preguntaba en clase, jamás bajaba del notable alto, y a juzgar por los halagos que recibían sus preguntas y comentarios, la estimación que le tenía el doctor Vorhulst merecía una calificación aún mayor. Había que reconocer que éste encontraba siempre un modo de alabar a casi todos los demás alumnos de la clase, aunque Ranjit tenía claro que tal cosa no se debía a que fuese un educador indulgente o desidioso, sino, más bien, a que entre los matriculados no había uno solo a quien no fascinase la idea de ver, en algún momento, sea donde fuere, a un ser humano salir a explorar alguno de aquellos mundos extraordinarios. Tras obtener su tercer diez en clase, Ranjit pensó, por vez primera, que quizá poseía los elementos necesarios para convertirse en el género de estudiante capaz de enorgullecer a su padre.

En consecuencia, y a modo de experimento, trató de tomarse un tanto más en serio el resto de las disciplinas. Y así, repasó la bibliografía complementaria que les había proporcionado el profesor de filosofía y eligió un libro que, cuando menos, tenía un título interesante. Sin embargo, el Leviatán, la gran obra de Thomas Hobbes, dejó de resultarle tan atractivo no bien comenzó a leerlo. ¿Sostenía que el intelecto humano era comparable a una máquina? Ranjit no lo tenía muy claro, ni tampoco lograba entender, por ejemplo, la diferencia entre el meritum congrui y el meritum condigni. Asimismo, si bien estaba convencido de saber lo que quería decir Hobbes al ensalzar el «Estado cristiano» en cuanto la forma de gobierno más elevada posible, era evidente que semejante idea no podía resultar cautivadora al hijo porfiadamente agnóstico del superior de un templo hindú. En realidad, no había en su obra nada que pareciese pertinente a la vida de nadie que él conociera. Abatido, devolvió el libro a la biblioteca y se dirigió a su habitación sin más pretensiones que la de poder disfrutar de una hora de sueño.

Allí lo esperaban dos cartas. Una de ellas iba en un sobre de tacto sedoso que llevaba estampado el sello de oro de la universidad, y pensó que debía de ser una notificación remitida por los encargados de los asuntos financieros de los estudiantes a fin de informarlo de que su padre le había abonado un trimestre más de residencia. Pero la otra procedía de Londres, y por lo tanto era de Gamini; así que Ranjit no dudó en abrirla de inmediato.

Sin embargo, si esperaba que el hecho de tener noticias de su amigo iba a alegrarle aquel día poco satisfactorio, estaba abocado a una nueva decepción. La carta era breve, y en ella, Gamini no decía en ningún momento estar echándolo de menos. Sobre todo, hablaba de la representación de una de las comedias menos divertidas de Shakespeare a la que había asistido en un teatro llamado el Barbican. Por un motivo u otro, el director había vestido a todo el elenco de un blanco de lo más anodino, de tal manera que Madge y él habían pasado buena parte de la obra sin poder decir quién estaba hablando en cada momento.

Mientras se disponía a abrir el sobre de la universidad reparó en que aquélla era la tercera, acaso la cuarta vez que su amigo mencionaba a aquella tal Madge, y estaba planteándose las implicaciones que podía tener este hecho cuando, tras extraer el contenido, escrito en una hoja del mismo papel sedoso, apartó de su cabeza por entero la posible debilidad de Gamini. La nota llevaba el membrete del decano de estudiantes, y decía:

Tenga a bien apersonarse en el despacho del decano a las 14.00 del martes próximo. Se han formulado contra usted acusaciones de haber hecho, durante el pasado curso, uso ilegítimo de la contraseña informática de uno de los integrantes del claustro, y por consiguiente, se le recomienda encarecidamente que lleve consigo cualquier documento u otro material que considere relevante respecto al particular.

Y lo firmaba el decano en persona. A juzgar por la placa que llevaba inscrito su nombre, la mujer que ocupaba la mesa de la antesala de éste era de origen tamil, lo que resultaba alentador. Sin embargo, debía de tener la misma edad que su padre.

—Lo están esperando —le comunicó mientras le lanzaba una mirada fría—. Vaya directo al despacho privado del decano.

Ranjit no había tenido nunca, hasta entonces, la ocasión de visitar a quien ocupaba aquel cargo, si bien no ignoraba qué aspecto tenía, dado que la nómina de profesores de la página electrónica de la universidad ofrecía una foto de cada uno de ellos, y no le cabía la menor duda de que no era el señor de edad avanzada que leía el periódico sentado ante aquel colosal escritorio de caoba. Sea como fuere, aquel hombre dejó el diario y se puso de pie, no con una sonrisa en los labios, pero sí, sin lugar a dudas, sin el gesto de censor catoniano que Ranjit había esperado encontrar en su rostro.

—Entre, señor Subramanian —lo llamó—, y siéntese. Soy el doctor Denzel Davoodbhoy, jefe del Departamento de Matemáticas, y dado que todo apunta a que mi disciplina representa un papel importante en este asunto, el decano me ha pedido que sea yo quien tenga con usted esta entrevista de su parte.

Aquello no era ninguna pregunta, y como Ranjit no tenía la menor idea de cuál podía ser la respuesta más adecuada, se limitó a mirar de hito en hito al matemático con una expresión que, según esperaba, manifestaba una gran preocupación aunque no revelaba admisión alguna de culpa. Al doctor Davoodbhoy pareció no importarle.

—En primer lugar —declaró—, hay un par de preguntas formales que debo formularle. ¿Se ha servido usted de la contraseña del doctor Dabare para obtener un dinero al que de otro modo no habría tenido acceso?

—¡Por supuesto que no, señor!

—¿Acaso para modificar sus calificaciones?

Esta vez, el interpelado no pudo por menos de ofenderse.

—¿Cómo que…? Quiero decir: no, señor. Jamás se me habría ocurrido hacer algo así.

El inquisidor dio a entender, inclinando la cabeza, que había esperado ambas respuestas.

—Creo que puedo revelarle que no se ha presentado prueba alguna en apoyo de ninguno de estos dos cargos. Por último, dígame exactamente cómo obtuvo la clave.

Ranjit no veía ningún motivo para ocultar cualquier detalle. En consecuencia, y con la esperanza de no estar equivocándose, lo reveló todo, desde el momento en que supo que el profesor iba a ausentarse del país durante un tiempo considerable hasta el instante en que regresó al ordenador de la universidad y se encontró con que lo aguardaba la solución en la pantalla. Cuando hubo acabado, Davoodbhoy lo observó en silencio antes de comunicarle:

—¿Sabe, Subramanian? No le costaría ganarse la vida trabajando en el ámbito de la criptografía; al menos, le luciría mejor el pelo que si malgasta su existencia tratando de demostrar el último teorema de Fermat.

Miró al joven como si esperase una respuesta, y al ver que Ranjit optaba por no concederle ninguna, añadió:

—No es el único, ¿sabe? Cuando yo tenía su edad, también me sentí fascinado, como cualquier otro estudiante de matemáticas del planeta, por ese enigma. Resulta apasionante, ¿verdad? Sin embargo, con los años renuncié a ello, ya que… Lo sabe, ¿no es así? Es muy probable que Fermat no tuviese, en realidad, la prueba que decía haber encontrado.

Ranjit no estaba dispuesto a verse hostigado, así que se mantuvo atento con gesto cortés y la boca cerrada.

—Lo que quiero decir —prosiguió el veterano— es que, tal como debe usted de saber, Fermat pasó buena parte de su tiempo, hasta el día mismo de su muerte, tratando de demostrar que el teorema también era válido para exponentes de la tercera, la cuarta y la quinta potencias. Párese a pensar en ello. ¿Tiene algún sentido hacer una cosa así? Es decir: si ya tenía una prueba general de que la regla era aplicable a todos los exponentes mayores de dos, ¿para qué iba a molestarse en demostrar unos cuantos ejemplos aislados?

Ranjit apretó los dientes. Él también se había preguntado lo mismo no pocas veces mientras consagraba largas noches y días de frustración a aquel asunto, y no había dado con una respuesta satisfactoria. Aun así, dio a Davoodbhoy la que había empleado para intentar contentarse a sí mismo:

—¿Quién sabe? ¿Qué probabilidades hay de que alguien como usted o como yo acierte a comprender por qué tomaba tal dirección o tal otra, según su antojo, un cerebro como el de Fermat?

El matemático lo miró con un semblante que expresaba tanto tolerancia como, en cierto grado, respeto.

—Permita —dijo al fin con un suspiro al tiempo que extendía las manos— que le exponga una tesis diferente de lo que debió de ocurrir en realidad, Subramanian. Supongamos que en… en 1637, ¿no? Supongamos que Fermat acabó de completar lo que él tenía por una demostración. Imaginemos que aquella misma noche, mientras leía en su biblioteca a fin de conciliar el sueño, no pudo evitar, en un arranque de euforia, hacer aquella anotación apresurada en el libro que tenía en la mano.

Llegado a este punto, se detuvo y miró al estudiante con un gesto que sólo podía calificarse de socarrón. Aun así, cuando retomó el hilo de su discurso, adoptó un tono que habría podido resultar igual de apropiado ante un colega respetado que ante un graduando que sabe que va a recibir una reprimenda.

—Supongamos que, un tiempo después, revisa su demostración a fin de comprobar que es correcta y topa con un error garrafal. No habría sido la primera vez, ¿no es verdad? Con anterioridad ya había reconocido la incorrección de algunas de sus «demostraciones». —Davoodbhoy demostró no poca indulgencia al añadir sin esperar respuesta alguna de Ranjit—: En consecuencia, se afanó por enmendar aquel desacierto por todos los medios; pero, por desgracia, no lo consiguió. Entonces, con la esperanza de rescatar cuanto le fuese posible de su error, se propuso la labor, menos ambiciosa, de probar lo acertado de su argumento para un caso más sencillo, como p igual a tres, y lo logró, y también tuvo éxito con el de p igual a cuatro. Jamás llegó a dar con la solución en el de p igual a cinco, aunque estaba convencido de que debía de existir. Y también aquí estaba en lo cierto, por cuanto llegó a demostrarse tras su muerte. Durante todo aquel tiempo, la anotación que había hecho en una de las páginas de su Diofanto dormía en uno de los anaqueles de su biblioteca. Si en algún momento llegó a acordarse de ella, tal vez se le pasó por la cabeza que debía borrarla por errónea; pero al fin y al cabo, ¿qué probabilidades había de que nadie fuese a dar con ella? Luego, cuando murió, alguien la vio mientras hojeaba sus volúmenes… sin saber que aquel gran hombre había cambiado de opinión.

—Sin duda —contestó Ranjit sin mudar su expresión— se trata de una teoría muy sensata, aunque no creo que fuese eso lo que ocurrió en verdad.

Davoodbhoy soltó una carcajada.

—Está bien, Subramanian. Dejémoslo ahí. Y no vuelva a hacer nada parecido. —Entonces, echando un vistazo a los documentos que tenía ante sí, cerró la carpeta que los contenía y anunció—: Ahora, puede volver a sus clases.

—Sí, señor. —El muchacho vaciló unos instantes tras recoger su mochila, y al fin preguntó—: ¿No me van a expulsar?

—¿Expulsarle? —replicó el matemático con aire sorprendido—. No, no: nada de eso. Ésta ha sido su primera falta, y por lo general no se echa a nadie si no ha cometido un delito muchísimo más grave que robar una contraseña. Además, el decano ha recibido varias cartas de apoyo entusiasta en extremo en su favor. —Dicho esto, volvió a abrir el expediente de Ranjit para hojearlo—. Sí, aquí están. Una es de su padre, quien asegura estar convencido de que, en general, es usted un joven de buena condición. No hace falta que le diga que, de suyo, la opinión que tenga una persona de su hijo cuando éste es único no constituye un testimonio de peso; pero lo cierto es que a ella hay que sumar esta otra, tan elogiosa como la de su padre, aunque procedente de alguien que, pese a no hallarse ligado a usted, en mi opinión, por un lazo tan estrecho, posee una gran importancia en el seno de esta institución. De hecho, no es otro que el abogado de la universidad: Dhatusena Bandara.

Ranjit quedó así con otro misterio sobre el que meditar. ¿Quién podía haber sospechado que el padre de Gamini iba a esforzarse por salvar al amigo de su hijo?