CAPÍTULO V
De Mercurio a la nebulosa de Oort

El curso de Astronomía 101 no se daba en un aula como las demás, sino en una semejante a un teatro en miniatura en cuyos bancos curvos podía acomodarse un centenar de alumnos. Casi todos los asientos estaban ocupados, desde arriba hasta el nivel del suelo, en donde se ubicaban una mesa, una silla y un profesor que no parecía mucho mayor que el propio Ranjit. Se llamaba Joris Vorhulst, y si su condición de burgués saltaba a la vista, no parecía menos obvio que había optado por licenciarse fuera de la isla.

Ranjit también quedó impresionado por la relación de los centros a los que había asistido, lugares que gozaban de la veneración de los astrónomos de todo el mundo. El doctor Vorhulst había cursado estudios de posgrado en la Universidad de Hawái en Hilo, en donde había hecho prácticas en los colosales telescopios del viejo observatorio de Keck, y se había doctorado en el Instituto Tecnológico de California, el Caltech, lo que le había permitido, por si fuera poco, trabajar en el JPL, el Laboratorio de Propulsión a Chorro de Pasadena. En este último, había formado parte del equipo encargado del Faraway, la nave que había pasado por Plutón para internarse en el cinturón de Kuiper (o en el resto del cinturón de Kuiper, tal como lo habría expresado Vorhulst, leal a la decisión, adoptada por el común del gremio, de despojar a aquél de su condición de planeta y convertirlo en una más de las incontables bolas de nieve que conforman el cinturón). De hecho, Vorhulst había aseverado a la clase que, a esas alturas, el Faraway había atravesado la región de cuerpos menores de Kuiper y se aproximaba a los confines más inmediatos de la nebulosa de Oort.

A medida que el profesor explicaba lo que eran todas aquellas realidades desconocidas (cuando menos para Ranjit), el muchacho no pudo menos de quedar fascinado. Entonces, a punto de concluir la clase, participó a los alumnos una buena noticia al anunciar que todos tendrían el privilegio de mirar por el mejor telescopio de Sri Lanka: el del observatorio instalado en la ladera del Pindurutalágala.

—Tiene un excelente reflector de dos metros —aseguró—, regalo del Gobierno del Japón, que nos lo dio en sustitución del que nos había concedido con anterioridad.

El alumnado recibió sus palabras con un sonoro aplauso, que sin embargo, quedó corto ante el que le otorgaron cuando dijo:

—¡Ah!, por cierto: mi clave personal de entrada a la red es Faraway, y os invito a usarla para acceder a todo el material astronómico que hay recogido en ella.

De los vítores que se lanzaron tras estas palabras, pocos fueron tan clamorosos como los que profirió el muchacho cingalés que ocupaba el asiento contiguo al de Ranjit. Cuando Vorhulst, mirando el reloj de la pared, anunció que dedicaría los diez minutos restantes a responder las preguntas que quisiesen plantear, Ranjit fue uno de los primeros en levantar la mano.

—¿Sí —dijo el docente mientras estudiaba la tarjeta de identificación que descansaba sobre su pupitre—, Ranjit?

El joven se puso en pie.

—Me estaba preguntando si ha oído hablar de Percy Molesworth.

—¿De Molesworth? —Vorhulst colocó la mano a modo de visera a fin de verlo con más claridad—. ¿Eres de Trincomali? —Y ante el gesto afirmativo del alumno, añadió—: Allí es donde está enterrado, ¿no? Sí: he oído hablar de él. ¿Has visto alguna vez el cráter lunar que lleva su nombre? Pues hazlo: con Faraway puedes acceder a la página del JPL.

Y eso fue precisamente lo que hizo no bien acabó la clase. Corrió a la hilera de ordenadores del vestíbulo y localizó de inmediato el Laboratorio de Propulsión a Chorro en la Red, tras lo cual descargó una imagen espléndida del cráter Molesworth. Aquella depresión de casi doscientos kilómetros de diámetro resultaba de veras impresionante. Pese a presentarse como poco menos que una simple planicie, contenía en su interior una docena de cráteres menores de los auténticos, provocados por meteoritos, y entre ellos había uno con un magnífico pico central. No pudo menos de recordar las visitas que había hecho con su padre a la tumba del astrónomo, y pensar en lo maravilloso que habría sido participarle que había tenido oportunidad de ver el cráter lunar. Sin embargo, esto último parecía imposible.

Huelga decir que el resto de las asignaturas no era, ni mucho menos, tan interesante como la de Astronomía 101. Se había matriculado en un curso de antropología con el convencimiento de que le sería fácil aprobarlo sin tener que pensar demasiado en el contenido, y aunque si bien era cierto que no revestía una gran complejidad, tuvo ocasión de averiguar que, además, resultaba tedioso hasta lo sumo. También había escogido psicología con la intención de conocer más detalles acerca del síndrome que, al parecer, padecía. Sin embargo, el profesor le había dejado claro ya en la primera clase que no creía en el GSSM, con independencia de lo que pudiesen afirmar los docentes de otros cursos.

—Si la circunstancia de hacer muchas cosas a la vez los volviera estúpidos —había sentenciado—, ¿cómo se las iba a ingeniar ninguno de ustedes para acabar la licenciatura?

Por último, se había inscrito en filosofía porque daba la impresión de pertenecer al género de materias en las que era posible capear el temporal sin estudiar demasiado. Y se había equivocado: el profesor De Silva era aficionado a preguntar en clase semana sí, y semana también, y si tal hecho podía llegar a resultar tolerable, Ranjit se había dado cuenta enseguida de que pertenecía a la clase de docentes que exigían a sus alumnos la memorización de datos. Al principio, trató de interesarse por la asignatura, convencido de que ni Platón ni Aristóteles constituían, en el fondo, una pérdida de tiempo. Sin embargo, cuando el profesor De Silva se internó en la Edad Media y la obra de gentes como Pedro Abelardo o santo Tomás de Aquino, la cosa fue empeorando. ¡Tanto se le daba a él la diferencia entre la epistemología y la metafísica, la existencia de Dios o lo que era en realidad la realidad! Así que la débil llama de su interés acabó por apagarse del todo.

Aun así, el placer de explorar los otros mundos del sistema solar no dejaba de tornarse cada vez más maravilloso. En particular cuando, durante la segunda clase, el doctor Vorhulst señaló que era posible visitar algunos planetas (quizá, cuando menos, uno o dos de los menos inhóspitos), y los repasó uno por uno. Mercurio, no: ¿quién iba a querer viajar a un astro tan ardiente y seco, por factible que fuera dar con agua (o más bien con hielo) en uno de sus polos? Venus resultaba aún menos deseable, dado que el manto de dióxido de carbono que lo envolvía tenía la virtud de atrapar el calor.

—Se trata de la misma clase de capa —les comunicó el profesor— que está provocando aquí, en la Tierra, el calentamiento del planeta, del que espero que seamos capaces de librarnos algún día. Por lo menos, de los efectos más negativos.

Se refería, según añadió, a la temperatura que había alcanzado en consecuencia la superficie venusiana, capaz de derretir el plomo.

A continuación se hallaba la Tierra.

—Ésa ya no hace falta que la colonicemos —bromeó Vorhulst—, porque todo apunta a que alguien o algo ya lo hizo hace mucho tiempo. —Y sin dar tiempo siquiera a que ninguno de sus alumnos reaccionase ante el comentario, prosiguió—: Pasemos, pues, a Marte. ¿Nos interesa visitarlo? O lo que es más interesante: ¿hay vida allí? El hombre lleva años planteándose esta pregunta.

El astrónomo estadounidense Percival Lowell se había persuadido no sólo de que la había, sino de que quienes habitaban el planeta eran gentes por demás civilizadas poseedoras de sorprendentes avances tecnológicos que les habían permitido construir la gigantesca red de canales que había observado sobre su faz Giovanni Schiaparelli. Sin embargo, la llegada de telescopios más potentes, y la ayuda del capitán Percy Molesworth, cuyo cuerpo yacía en Trincomali, dieron al traste con aquella idea al demostrar que los canali del italiano no eran sino marcas casuales que su ojo había tomado por líneas rectas. Al final, las tres primeras misiones del programa Mariner de la NASA zanjaron el debate al fotografiar su superficie árida, fría y llena de cráteres.

—Sin embargo —concluyó el profesor—, desde entonces se han tomado instantáneas más precisas del planeta que muestran indicios de la existencia de corrientes de agua. No es que las haya aún, claro; pero sí que las hubo, con certeza, en algún punto del pasado. Los partidarios de la existencia de vida en Marte volvían a tener motivos para estar eufóricos después de que el péndulo volviese a estar de su lado. Y ¿quién tiene razón? —Tras recorrer con la mirada a la concurrencia, concluyó sonriente—: Creo que el único modo de determinarlo consistirá en enviar a un grupo de exploración, dotado, a ser posible, de herramientas de excavación.

Dicho esto, se detuvo antes de continuar:

—Supongo que ahora os estaréis preguntando: «¿Y en busca de qué van a excavar?». Pero antes de responder, quisiera saber si alguien piensa que nos hemos saltado algún planeta en la lista que hemos hecho hasta ahora.

El silencio se apoderó de la sala mientras el centenar de alumnos contaba con los dedos (Mercurio, Venus, la Tierra, Marte), hasta que una joven de la primera fila inquirió:

—¿Se refiere a la Luna, señor Vorhulst?

Mirando su nombre en la placa de identificación, inclinó la cabeza a tiempo que reconocía:

—Eso es, Roshini. Pero antes de visitar la Luna, os voy a enseñar unas fotos de un lugar en el que sí he estado yo. Me refiero a Hawái.

A continuación se volvió hacia la pantalla que tenía desplegada a sus espaldas, y en la que ya podía verse una instantánea nocturna de una oscura loma que descendía hasta el mar. Se mostraba salpicada de manchas de color rojo encendido como las fogatas del campamento de un ejército, y en el punto en que alcanzaban la costa se apreciaban violentos fuegos de artificio producidos por los ardientes meteoritos que saltaban sobre su superficie.

—Esto es Hawái —anunció el profesor—, la isla. El volcán Kilauea ha entrado en erupción, y lo que veis es la lava que corre hacia el mar. Cada uno de los ríos comienza a solidificarse por la parte de fuera a medida que desciende, con lo que forma una tubería de piedra endurecida por la que fluyen las deyecciones. De cuando en cuando, eso sí, la lava rompe el conducto. ¿Veis las manchas de materia incandescente?

Dejó transcurrir unos instantes a fin de dar tiempo a la clase a preguntarse qué hacían observando Hawái cuando tenían que tratar de la Luna, y acto seguido volvió a accionar el mando para hacer aparecer en la pantalla una fotografía en la que aparecía él mismo con una joven de no poco atractivo provista de un exiguo traje de baño. Ambos se hallaban a la entrada de lo que parecía una cueva plagada de maleza en medio de una selva tropical.

—La que está conmigo es Annie Shkoda —hizo saber a los alumnos—, mi directora de tesis en Hilo. Y que nadie se imagine nada, porque un mes después de la foto se casó con otro. Aquí estamos a punto de entrar en lo que los estadounidenses llaman el «túnel volcánico de Thurston». A mí me gusta más la denominación Hawaiana de Nahuku, porque, en realidad, el tal Thurston no tenía nada que ver con aquella formación: fue sólo un editor de periódico que hizo campaña en favor de la creación del Parque Nacional de los Volcanes. En fin: lo que ocurrió fue que, hace quizá cuatrocientos o quinientos años, entró en erupción el Kilauea, o tal vez el Mauna Loa, más antiguo. La lava que despidió formó conductos, y al apagarse el volcán, la materia que permanecía en estado líquido siguió deslizándose hasta salir de ellos, en tanto que aquellas gigantescas cañerías de piedra quedaron en el sitio. Con el tiempo, fueron a cubrirse de barro, tierra y Dios sabe qué más; pero seguían allí. —Se detuvo y alzó la vista para mirar a las filas de alumnos—. ¿Alguien se atreve a adivinar qué tiene que ver todo esto con la Luna?

Como movidas por un resorte, se levantaron al instante veinte manos. Vorhulst eligió al muchacho que había sentado al lado de Ranjit.

—¡Dime, Jude!

El joven se puso en pie con gesto de entusiasmo.

—En la Luna también había volcanes.

El profesor asintió con la cabeza.

—Que no te quepa la menor duda. En tiempos recientes, no, ya que la Luna es muy pequeña y se enfrió hace mucho; pero aún salta a la vista que los hubo, ¡y de unas proporciones tremendas! Los ríos de lava basáltica que vemos aún se extienden por cientos de kilómetros cuadrados, y la Luna está llena de colinas (en terreno llano o en el interior mismo de los cráteres) que pueden ser de origen volcánico. Si hay regueros y elevaciones, es porque hubo lava, y si hubo lava, tuvo que haber… ¿qué?

—¡Túneles volcánicos! —exclamó a un tiempo una docena de estudiantes, entre quienes se encontraba Ranjit.

—En efecto: túneles volcánicos —convino Vorhulst—. En la Tierra, los túneles como el Nahuku raras veces alcanzan más de un par de metros de diámetro; pero la Luna es harina de otro costal. Dado que allí la gravedad es insignificante, pueden tener diez veces el tamaño de los de aquí, lo que los haría comparables al túnel que une Inglaterra y Francia por debajo del canal de la Mancha. Y allí siguen, esperando a que se presente cualquier ser humano, cave hasta dar con uno de ellos, lo selle a conciencia y lo llene de aire para alquilarlo a inmigrantes llegados de la Tierra. —Dicho esto, y viendo que la luz que había sobre la pantalla a fin de indicar el tiempo restante de clase había comenzado a parpadear tras pasar del verde al ámbar y al rojo, anunció—: Hemos terminado por hoy.

Tal cosa fue, sin embargo, imposible, porque aún había al menos una docena de manos alzadas. En consecuencia, el doctor Vorhulst miró compungido a la implacable luz roja y acabó por ceder.

—Está bien: una pregunta más.

Los alumnos bajaron la mano para mirar con entusiasmo al muchacho que Ranjit había visto cerca de Jude, el compañero que tenía al lado.

—Doctor Vorhulst —dijo enseguida, como si hubiese estado aguardando la oportunidad de hacerlo—, a algunos de nosotros nos gustaría saber cuál es su opinión respecto de cierto asunto. A menudo da la impresión de que esté convencido de que en la galaxia sea algo común la vida inteligente. ¿Es eso lo que cree?

El profesor lo miró con gesto socarrón.

—¡Venga, hombre! ¿Cómo sé yo que ninguno de vosotros no tiene un cuñado periodista, y que si digo lo que queréis que diga no vamos a leer un titular que rece: «Astrónomo universitario revela la existencia de incontables razas alienígenas dispuestas a competir con la humanidad»?

—Pero ¿lo cree? —El estudiante seguía en sus trece.

Vorhulst soltó un suspiro.

—Está bien —dijo—: Una pregunta razonable merece una respuesta razonable. No conozco motivo científico alguno por el que en nuestra galaxia no pueda existir cierto número, tal vez bastante amplio, de planetas habitados por seres vivos, ni tampoco por el que parte de éstos no puedan haber desarrollado civilizaciones dotadas de avances científicos significativos. Ésa es la verdad, y yo nunca la he negado. No hace falta que diga —agregó— que no estoy hablando de los individuos sobrenaturales de los tebeos, chalados que quieren convertir a los humanos en sus esclavos, cuando no exterminarlos por completo. Como… ¿Cómo se llamaban los enemigos de Supermán, a los que capturó su padre antes de que reventara su planeta para meterlos en una prisión espacial flotante que parecía un pisapapeles cúbico, hasta que ocurrió algo que los sacó de allí?

Apenas había acabado cuando se elevó de las últimas filas una voz que decía:

—¿Se refiere usted al general Zod?

A ésta fue a sumarse otra que añadió:

—¡Y Ursa, la mujer!

Tras lo cual completaron la información media docena más de estudiantes que gritaron a una:

—¡Y Non!

El profesor sonrió.

—Me alegra comprobar que sois muchos los que estáis versados en los clásicos. De cualquier modo, quiero que confiéis en mi palabra cuando digo que no existen; ningún alienígena espacial de aspecto repugnante va a proponerse exterminarnos. Y ahora, más nos vale ir saliendo antes de que llamen a la policía del campus.

Pese a desconocer por entero la existencia de los grandes de la galaxia o de cualquiera de sus especies satélites (de hecho, de haber tenido noticia de ellos, su respuesta habría sido, acaso, bien diferente), el doctor Joris Vorhulst seguía estando en lo cierto, al menos técnicamente: ningún alienígena espacial iba a decidir exterminar a la especie humana, pues los únicos interesados ya habían tomado dicha resolución para ocuparse, a renglón seguido, de asuntos más amenos.

Lo que movía a los grandes de la galaxia a mantener su zona de influencia libre de especies enemigas no era el deseo de vivir en paz y concordia, sino el anhelo, por demás satisfecho, de que los distrajesen lo menos posible de sus intereses principales. Algunos de ellos iban ligados a los planes que albergaban de conseguir un entorno galáctico ideal, cosa que esperaban lograr antes de que transcurriesen otros diez o veinte mil millones de años; pero también los había más cercanos a lo que los humanos calificarían de apreciación de la belleza.

Según ellos, eran muchas las cosas que podían considerarse hermosas, incluidas materias que los terrícolas habrían llamado numeración, física nuclear, cosmología, teoría de cuerdas (y también de gravedad cuántica de bucles), causalidad y muchas otras. El disfrute que les producían los aspectos fundamentales de la naturaleza los podía llevar a consagrar siglos enteros, y aun milenios, si se lo proponían, a la contemplación de los abundantes cambios espectrales que tenían lugar a medida que determinado átomo iba perdiendo, uno a uno, los electrones de su órbita. Asimismo, podían optar por estudiar la distribución de los números primos mayores de 1050, o la lenta maduración de una estrella, proceso que seguían desde el momento en que no es más que un cúmulo de gas enrarecido y partículas dispersas hasta la iniciación de la explosión nuclear con que se origina; la fase terminal de su existencia, en que se convierte en una enana blanca en curso de enfriamiento, o el momento en que vuelve a quedar reducida a una nube de gases y partículas.

Tenían, por supuesto, otras ocupaciones. Una de ellas, por ejemplo, era el proyecto de aumentar la proporción de elementos pesados en relación con el hidrógeno primordial de la composición química de la galaxia. Tenían sus motivos para hacerlo, y lo cierto es que éstos no carecían de validez, aunque ningún ser humano de entre sus contemporáneos habría podido llegar jamás a entenderlos. Otras de las cosas que los preocupaban habrían resultado aún menos incomprensibles a los habitantes racionales de la Tierra. Sea como fuere, consideraban una labor útil la de suprimir las civilizaciones que podían suponer peligro alguno.

Por ende, no iban a quedarse de brazos cruzados ante los datos relativos al planeta Tierra. La orden de deponer su actitud que habían enviado a quienes lo poblaban aún iba a tardar años en alcanzar su objetivo a la calmosa velocidad de la luz, y eso era demasiado tiempo. De cualquier modo, se hacía necesario emprender acciones más urgentes, pues aquellos presuntuosos vertebrados bípedos poseían no sólo los conocimientos necesarios para poner en práctica la fisión y la fusión nucleares en el grado necesario para crear armas capaces de causarles molestias, sino también fábricas de armamento repartidas por todo el planeta con las que construirlas. La situación resultaba aún más enojosa de lo que habían imaginado los grandes de la galaxia, y cumple decir que no eran seres muy inclinados a tolerar inconveniencia alguna. A aquélla, en particular, se hallaban resueltos a ponerle fin.

Los grandes de la galaxia podían elegir entre varios sistemas a la hora de transmitir órdenes a alguna de sus razas satélites. Así, por ejemplo, disponían de la sencilla radio, un medio eficaz aunque lento hasta la exasperación. No había señal electromagnética (luz, radar y ese género de cosas) capaz de alcanzar una celeridad mayor que la amadísima c del doctor Einstein, que supone una velocidad máxima absoluta de unos trescientos mil kilómetros por segundo. Y aunque habían diseñado máquinas más rápidas, destinadas a colarse por los resquicios de la relatividad, lo cierto es que no pasaban de cuadruplicar o quintuplicar dicho valor.

No podía decirse que ellos mismos (ni tampoco ninguna de las partes que de ellos podían extraerse) adoleciesen de tales limitaciones, dado que eran seres no bariónicos hasta extremos inefables. Por motivos vinculados a la geometría del espacio-tiempo decadimensional, sus viajes estaban compuestos por una serie de etapas: de a a b; de b a c, y de c, quizás, al destino fijado. Sin embargo, el tiempo de tránsito correspondiente a cada una era cero, con independencia de que se tratara de salvar el diámetro de un protón o de trasladarse del corazón de la galaxia al más remoto de sus brazos espirales.

Optaron, en consecuencia, por dar el incómodo paso de destinar un fragmento de ellos mismos a hacer llegar las instrucciones a los unoimedios, quienes, por lo tanto, recibieron el mandato de ponerse en marcha en el instante mismo en que se lo propusieron los grandes de la galaxia. Y dado que los unoimedios habían previsto cuál iba a ser su decisión, para cuando recibieron la orden ya se habían puesto manos a la obra. No tenían motivo alguno para retrasarse: su ejército de invasión estaba listo para emprender la ofensiva, y no dudaron en dar la orden de atacar.

Eso sí: la suya era una raza por entero material, sometida, por ende, al imperio de la velocidad de la luz; de modo que aún habría de nacer en la Tierra, aproximadamente, una nueva generación humana antes de que sus huestes alcanzasen su objetivo y exterminaran a aquella especie indeseable. Sea como fuere, los combatientes ya se habían puesto en camino.