CAPÍTULO II
La universidad

Los primeros meses lectivos del año habían constituido las mejores vacaciones que hubiese podido desear Ranjit Subramanian, y no, claro está, por las propias clases universitarias, que le resultaban sumamente aburridas. A la postre, éstas apenas le ocupaban unas cuantas horas al día, tras las cuales Gamini Bandara y él tenían todo el tiempo que no hubiese acaparado ya la universidad para explorar aquella ciudad apasionante, y cada uno de los dos tenía la suerte de poder recorrerla en compañía del otro. La visitaron de cabo a rabo, desde el orfanato de elefantes de Pinnawela y el zoológico de Dehiwala hasta el club de críquet y una docena de lugares de peor reputación. Claro está que Gamini había vivido en Colombo buena parte de su existencia, y hacía mucho tiempo que había ido a todos aquellos sitios y a muchos más; pero el tener que enseñárselos a Ranjit los hacía nuevos. Llegaron a componérselas para entrar en algún que otro museo y en un par de teatros sin tener que hacer un desembolso excesivo, dado que los padres de Gamini poseían abono de temporada o carné de socio de cuanto había en Colombo. Al menos, de todo lo respetable; para las atracciones que no lo eran tanto, ya se bastaban ellos dos. No faltaban, por supuesto, los bares, los antros de copas y los casinos que habían hecho a la ciudad merecedora del título de «Las Vegas del Índico». Por supuesto, los dos amigos los habían probado, aunque lo cierto es que no se sentían demasiado atraídos por el juego, ni necesitaban mucho alcohol para estar a gusto. De hecho, su estado natural era precisamente ése, estar a gusto.

De ordinario, se reunían en el comedor de estudiantes tan pronto acababan las clases matinales. Por desdicha, no compartían ninguna de ellas, circunstancia que había sido inevitable por causa del interés, de inspiración paterna, que profesaba Gamini al derecho y la política. Si no tenían tiempo de ir a la ciudad, lo pasaban igual de bien explorando el propio campus. No tardaron en dar con una entrada de servicio por la que podían acceder a la sala destinada al personal docente de la Facultad de Medicina, objetivo muy prometedor por disponer en todo momento de bandejas de golosinas y de una reserva inagotable de bebidas (sin alcohol, claro). Desgraciadamente, parecía estar siempre fuera del alcance de los dos muchachos, ya que era raro que el lugar no estuviese plagado de profesores. Fue Gamini quien descubrió las rejillas de ventilación del vestuario femenino del gimnasio de Pedagogía, y también quien más uso hizo de tamaño hallazgo, lo que dejó un tanto desconcertado a Ranjit. Además, en una estructura sin acabar y al parecer abandonada adosada al edificio de Queens Road, encontraron un tesoro. A juzgar por los rótulos maltrechos, aquella zona se había proyectado con la idea de que albergase la Facultad de Derecho Indígena, organismo creado durante uno de los períodos en que el Gobierno se había consagrado a tender ramitas de olivo no sólo a los tamiles, sino también a musulmanes, cristianos y judíos.

La estructura en sí había quedado casi acabada, y de hecho, se habían comenzado a construir despachos y aulas, por más que estuviesen en mantillas. La biblioteca se hallaba en un estado mucho más avanzado; tanto que hasta disponía de libros. Al decir de Gamini, que, instigado por su padre, había aprendido de pequeño la lengua árabe común, la sala albergaba obras de las escuelas Hanaf, Malik y Hanbal en el lado destinado a los suníes, y de a’afar, sobre todo, en el que se había dedicado a los chiíes. Y entre las dos secciones, en un apartado de escasa magnitud, aguardaban un par de terminales informáticos silenciosos pero en funcionamiento.

Aquel edificio a medio acabar convidaba a los dos muchachos a aprovecharse de sus instalaciones, y lo cierto es que no dudaron en hacerlo. No tardaron en descubrir un recibidor, amueblado aunque de manera sencilla. La mesa del recepcionista era de madera contrachapada, y las sillas que había pegadas a la pared eran como las plegables que suelen emplearse en las funerarias. Aquél, sin embargo, no fue el descubrimiento más interesante: sobre la mesa encontraron una revista ilustrada estadounidense de las consagradas a la vida de las estrellas de Hollywood, cerca de un hervidor eléctrico con agua en ebullición y un recipiente envuelto en papel de aluminio con el almuerzo de alguien. La guarida privada de los dos amigos no lo era tanto como ellos habían supuesto. Aun así, todavía no los habían cazado, y esta circunstancia los hizo reír entre dientes mientras se apresuraban a abandonarla.

Si explorar aquel territorio desconocido constituía todo un placer para Ranjit, estudiar en la universidad no lo era en absoluto. De los muchos conocimientos que había adquirido cuando tocaba a su fin aquel primer año académico, eran pocos los que consideraba que valía la pena poseer. Dentro de la categoría de los desdeñables, por ejemplo, incluía la recién descubierta habilidad para conjugar los verbos regulares del francés y también una porción de los más importantes de entre los irregulares, como era el caso de être. Lo bueno, así y todo, era que se las había ingeniado para obtener, de un modo u otro, un aprobado en aquella asignatura, y tal cosa le permitía conservar un curso más su condición de alumno.

Hasta su odiada biología se volvía casi interesante cuando el no menos detestable profesor se quedaba sin ranas que disecar y abandonaba la discusión teórica de vectores patógenos para abordar alguna historia real recogida por los medios de comunicación de Colombo en torno a una nueva pestilencia, llamada chikungunya, que se estaba extendiendo como la pólvora. Con aquella palabra suajili, que significaba «lo que se estira hacia arriba», se describía el encorvamiento excesivo que adoptaban cuantos padecían el insufrible dolor de articulaciones provocado por esta artritis epidémica. Todo apuntaba a que el virus se hallaba presente desde hacía un tiempo, aunque en cantidades relativamente desdeñables. Sin embargo, había resurgido de repente para infectar las legiones de mosquitos Aedes aegypti con que contaba la región. En las Seychelles y otras islas del océano Índico habían ido apareciendo miles de afectados, aquejados de erupción, fiebre y dolores articulares que les impedían moverse. Y según les recordó el profesor, Sri Lanka seguía poseyendo incontables colonias de dicho insecto y de aguas estancadas, ambiente por demás propicio para su proliferación. No apoyaba, ni tampoco negaba, el rumor que afirmaba que el organismo causante podía haber sido fruto de la investigación destinada a crear armas biológicas (si bien no había nadie dispuesto a determinar qué país era el responsable ni contra qué otro estado pretendía utilizarlas) y haber escapado, de un modo u otro, a las regiones del océano Índico.

Aquello era lo más interesante que había tenido oportunidad de oír Ranjit en el erial de Biología 101. Estados perversos, una enfermedad convertida en arma… Estaba deseando hablar de ello con Gamini, pero le iba a ser imposible: su amigo tenía una de sus clases de ciencias políticas poco antes del almuerzo, y en consecuencia, no iba a estar disponible antes de, cuando menos, una hora.

Aburrido, hizo lo que había estado evitando hacer durante buena parte del semestre: acudir al curso de asistencia voluntaria destinado a aspirantes a filántropos y dedicado a la escasez mundial de agua, al que, por supuesto, faltaba la mayor parte del alumnado pese a las encarecidas recomendaciones del personal docente, pensando que quizás así pudiese dormitar sin que lo molestase nadie.

Sin embargo, el ponente comenzó a hablar del mar Muerto, asunto al que Ranjit no había prestado nunca especial atención y que aquél parecía tener por un tesoro escondido. Propuso que se excavasen acueductos desde el Mediterráneo hasta dicha extensión de agua, sita a una altitud de cuatrocientos metros bajo el nivel del mar, a fin de aprovechar la diferencia de altura para generar electricidad. La cabeza del muchacho comenzó a bullir ante semejante idea, una solución colosal que valía la pena poner en práctica sin lugar a dudas. Ardía en deseos de poner al corriente a Gamini.

Pero cuando éste se presentó, al fin, en el comedor, no dio muestra alguna de hallarse impresionado.

—¡Pues vaya una primicia! —le respondió—. El doctor al-Zasr, un amigo egipcio de mi padre, que fue con él a la escuela en Inglaterra, nos habló una vez de eso durante una comida. Lástima que el proyecto no vaya a hacerse nunca realidad: se trata de una idea israelí, y a las naciones de alrededor no les gustan las ideas israelíes.

—¿Qué? —El profesor había omitido esto último, como también que la propuesta se hubiera formulado veinte años antes, y que si en dos décadas no se había llevado a término, no era probable que fuese a ponerse por obra en aquel momento.

Gamini, a quien tampoco interesaba la fiebre chikungunya, sintió que había llegado el momento de instruir a su clínico.

—Tu problema —le hizo saber— es lo que llaman síndrome de GSSM. ¿Sabes lo que es eso? Claro que no; y si embargo, es precisamente lo que te ocurre. Se trata de tu afán de hacerlo todo a la vez, Ranj. Te partes en demasiados trozos. Mi profesor de psicología dice que hay muchas probabilidades de que eso te vuelva estúpido, porque, por lo visto, te interrumpes cada vez que cambias de una a otra de tus ocupaciones, y eso, a la larga, puede afectar de forma permanente a la corteza prefrontal de tu cerebro y provocarte ADD.

Ranjit arrugó el entrecejo mientras jugueteaba con el portátil de Gamini, pues hacía poco que se había propuesto aprender cuanto le era posible de informática.

—¿Y qué es ADD? Bueno; ya puestos, también podrías explicarme qué es el síndrome de GSSM.

—Deberías tratar de distraerte menos, Ranj —respondió Gamini con una mirada reprobatoria—. El ADD es el trastorno de falta de atención, y GSSM son las iniciales de los cuatro científicos que dirigieron la investigación en torno al síndrome que sufren quienes tratan de embarcarse en demasiadas tareas a la vez. Uno de ellos se llamaba Grafman, y los otros, Stone, Schwartz y Meyer. También había una joven llamada Yuhong Jiang, aunque supongo que ya no debía de haber sitio para más iniciales. El caso es que me da la sensación de que te preocupan demasiado cosas que no puedes dominar.

Estupendo. Sin embargo, aquella noche, antes de acostarse, se empeñó en ver las noticias, aunque fuese sólo para demostrar que no iba a permitir que las ideas de su amigo guiasen su conducta. No eran muy prometedoras. Aún había una veintena larga de estados que propugnaban con ensañamiento su derecho a poner en práctica cualquier programa de defensa nuclear que les viniese en gana, y la mayoría, de hecho, los estaba poniendo en práctica. Corea del Norte, como de costumbre, se presentaba como dechado de «país perverso». En Iraq, nación siempre agitada, la incursión de los chiíes en territorio kurdo rico en petróleo amenazaba con desencadenar uno más de los trastornos habituales en aquella región. Y así sucesivamente.

Al día siguiente, durante el almuerzo, habría de sumarse a la lista de malas noticias una de índole personal.

Ranjit no se dio cuenta de manera inmediata. Al ver a Gamini, sentado frente a él mientras examinaba con escepticismo lo que el personal del comedor consideraba, con no poca benevolencia, la especialidad del día, sólo sintió alegría por volver a encontrarse con él. Sin embargo, al tomar asiento, reparó en la expresión de su rostro.

—¿Pasa algo malo? —le preguntó.

—¿Malo? ¡No, claro que no! —contestó su amigo de inmediato antes de soltar un suspiro—. ¡Joder! —exclamó a continuación—. La verdad, Ranjit, es que necesito contarte algo. Se trata de una promesa que le hice a mi padre hace años.

A Ranjit lo invadió una repentina sensación de recelo, pues supo, por el tono de voz de su interlocutor, que de semejante género de compromiso no podía esperar nada bueno.

—¿Qué promesa?

—Le dije al viejo que iba a solicitar el traslado a la Escuela de Economía de Londres tras cursar mi primer año aquí. Hace unos años pasó un tiempo allí, y según él, no hay en todo el mundo un centro de enseñanza mejor en lo que a ciencias políticas se refiere.

—¿Ciencias políticas? —replicó Ranjit, entre indignado y sorprendido—. ¿En una escuela de economía?

—En realidad, su nombre completo es el de Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres.

Ante tal justificación, no pudo menos de responder con su universal:

—Ajá… —A lo que, no obstante, añadió en tono malhumorado—: Así que vas a pedir que te admitan en ese centro extranjero para poder mantener la promesa que le hiciste a tu padre, ¿no?

Gamini tosió.

—No exactamente. Quiero decir que no lo voy a hacer, sino que ya lo he hecho. Hace ya varios años, de hecho. Fue idea de mi padre, que estaba convencido de que cuanto antes estuviese mi nombre en la lista de aspirantes, más posibilidades tendría. Y parece ser que tenía razón. El caso, Ranjit, es que me han aceptado: recibimos la carta la semana pasada, y tengo que mudarme a Londres tan pronto acabe el año académico.

Y ésa fue la segunda desgracia que sobrevino a la amistad de Ranjit Subramanian y Gamini Bandara. La peor de todas, con diferencia.

Ranjit no vio mejorar su situación. Al final, llegó la remesa de ratones blancos embalsamados que había pedido el profesor de biología, y se reanudó, en consecuencia, la horripilante labor de disección, sin que jamás volviesen a salir conversaciones relativas a asuntos como el chikungunya. Hasta la asignatura de matemáticas, que tanto le había ayudado a hacer soportables las demás, comenzaba a defraudarlo.

Al acabar su primera semana en la universidad, se había persuadido de que ya sabía toda el álgebra que jamás iba a necesitar. La solución del colosal enigma de Fermat no dependía de las secciones cónicas ni de la notación de Einstein. Así y todo, había cursado los primeros meses con los ojos cerrados, pues cosas como hallar la factorización de un polinomio o el uso de funciones logarítmicas le resultaban, al menos, moderadamente entretenidas. Sin embargo, llegado el tercer mes, había quedado patente que el doctor Christopher Dabare, el profesor auxiliar de matemáticas, no tenía intención alguna de enseñar nada relacionado con la teoría de los números, disciplina de la que, de hecho, daba la impresión de no saber demasiado. Y lo que era peor: ni pretendía aprender, ni tampoco hacer nada por ayudarlo a adquirir conocimientos al respecto.

Durante un tiempo, se las arregló con los recursos disponibles en la biblioteca de la universidad; pero los volúmenes que poblaban sus estanterías tenían un número finito, y cuando se agotaran, sabía que habría de echar mano de alguna de las publicaciones periódicas consagradas a la materia, si no de todas ellas: el mismísimo Journal of Number Theory, publicado por la Universidad Estatal de Ohio, o el bordelés Journal de Théorie des Nombres de Bordeaux, para el cual acaso iban a serle útiles, a fin de cuentas, los rudimentos de francés que con tanto sudor había obtenido. Sin embargo, la biblioteca no se hallaba suscrita a ninguna de aquellas revistas, y Ranjit no tenía ningún otro modo de acceder a ellas. El doctor Dabare podría facilitarle las cosas con sólo permitirle hacer uso de su contraseña privada de docente; pero dudaba mucho que fuese a estar dispuesto a hacer tal cosa.

A medida que se acercaba el final del curso sentía la necesidad de un amigo a quien hacer partícipe de sus decepciones; pero tampoco podía contar con eso. Si ya era penoso hacerse a la idea de que Gamini fuese a estar el año siguiente a nueve mil kilómetros de allí, para empeorar aún más la situación, ni siquiera iba a poder compartir con él aquellas últimas semanas, pues el señorito Bandara debía atender, por encima de todo, a sus obligaciones familiares. Primero, tuvo que pasar un fin de semana en Kandy, la «gran ciudad» que había sido en otro tiempo la capital de la isla y hogar de la parentela de Gamini. En ella había permanecido, tenaz, parte de ésta después de que el poderoso «gran imán» en que se había trocado la bulliciosa Colombo arrastrase a los intelectuales, los poderosos y los ambiciosos sin más al centro en que residía entonces el poder. Después, pasó otro fin de semana en Ratnapura, donde tenían un primo supervisando los intereses que poseía la familia en las preciadas canteras del lugar, y otro más en el municipio en que su anciana abuela dirigía sus plantaciones de canela. Ni siquiera cuando estaba en la ciudad se libraba de las visitas de cumplido, y en esos momentos tampoco podía albergar la menor esperanza de estar con él.

Entre tanto, pues, no tenía otra cosa que hacer que asistir a clases aburridas de asignaturas poco atractivas que ningún interés le suscitaban. Y fue entonces cuando empezaron a surgir preocupaciones más apremiantes.

Ocurrió al final de una de las clases de sociología que tanto había aborrecido. El profesor, por el que siempre había sentido una aversión todavía mayor, era un tal doctor Mendis. Cuando se disponía a salir del aula, se lo encontró de pie ante la puerta, sosteniendo el cuaderno de tapas negras en el que anotaba las calificaciones.

—Acabo de repasar los resultados del examen de la semana pasada —lo informó—, y los suyos me han parecido muy poco satisfactorios.

Para Ranjit, tal cosa no constituyó sorpresa alguna.

—Lo siento —respondió con aire distraído mientras veía desaparecer a la carrera a sus compañeros—. Intentaré mejorar —añadió, resuelto a salir tras ellos.

Pero el doctor Mendis no había acabado.

—Quizá no lo recuerde —dijo—, pero al principio del semestre dejé claro cómo pensaba calcular la nota final. Voy a tener en cuenta el examen parcial de mitad de evaluación; las preguntas formuladas en clase de cuando en cuando; la asistencia y participación, y el examen final, conforme a una proporción del veinticinco, el veinte, el veinticinco y el treinta por ciento respectivamente. Y he de comunicarle que su comportamiento y las respuestas que ha ido ofreciendo en clase distan tanto de la media aceptable que, a menos que obtenga un resultado razonable en el parcial, habrá de superar usted el ochenta por ciento del examen final si quiere raspar el suficiente. Si he de serle sincero, dudo que sea capaz de lograrlo. —Tras estudiar por un instante las anotaciones que había ido recogiendo en su cuaderno, lo cerró de golpe mientras meneaba la cabeza—. En consecuencia, le recomiendo que estudie la posibilidad de abandonar la asignatura. —Dicho esto, alzó la mano como si quisiese atajar las objeciones de Ranjit, aunque él no tenía intención de plantear ninguna—. Ya sé que con un No Presentado va a ser muy difícil que pueda renovar la beca; pero estará de acuerdo conmigo en que es mejor eso que un suspenso. ¿O no?

El muchacho no tuvo más remedio que asentir, aunque se negó a complacer al doctor Mendis haciéndolo en voz alta. Cuando al fin salió de la clase, no quedaba en la residencia más alumno que una estudiante burguesa, bastante agraciada y algo mayor que él. Ranjit sabía que estaba con él en el curso de sociología, aunque la había tenido por poco más que una de las piezas del mobiliario de que estaba dotada el aula. Nunca se había relacionado demasiado con los burgueses o burghers, que era como se denominaban los individuos de la reducida fracción de ciudadanos ceilaneses que descendía de alguno de los colonizadores europeos de la isla; y en particular con los integrantes de sexo femenino.

Aquel integrante en particular estaba hablando por teléfono, aunque cerró el móvil al verlo acercarse.

—¿Subramanian? —le preguntó.

—¿Sí? —respondió con un gruñido Ranjit, que no estaba de humor para conversaciones triviales.

—Me llamo Myra de Soyza —le anunció ella, sin dar la impresión de haberse ofendido ante el tono que había empleado él—. He oído lo que te ha dicho el doctor Mendis. ¿Piensas seguir su consejo de no presentarte?

Molesto de verdad con ella, contestó:

—Supongo que no. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Es que no deberías hacerlo, lo único que necesitas es que alguien te eche una mano. No sé si te habrás dado cuenta, pero yo he estado sacando sobresaliente en todo; y si quieres, podría darte clases particulares.

Aquella proposición, por completo inesperada, lo hizo recelar de inmediato.

—¿Y qué te mueve a hacer algo así? —inquirió.

Ella, fuera cual fuere el motivo real —quizá sólo el que Ranjit era un joven apuesto—, respondió:

—Que creo que Mendis no está siendo justo contigo.

Así y todo, la contestación de él parecía haberla defraudado, y aun se diría que la había ofendido, a juzgar por la brusquedad con que añadió:

—Si no quieres que te ayude, no tienes más que decirlo. Pero deja que te informe de que lo que el doctor Mendis llama sociología no es más que memorizar lo que dice el libro, y casi siempre, las partes que se refieren a Sri Lanka. Yo podría explicártelo todo con tiempo de sobra para el examen final.

El muchacho sopesó por unos instantes la oferta.

—Gracias —dijo al fin—, pero creo que puedo arreglármelas. —E inclinando la cabeza a fin de mostrar el reconocimiento suficiente para no parecer desconsiderado, se dio la vuelta y se marchó.

Aun así, no pudo hacer caso omiso de lo que le había dicho la joven que había dejado tras sí. Lo cierto es que no andaba errada: a fin de cuentas, ¿quién era aquel profesor para decirle que no iba a ser capaz de obtener un buen resultado en el examen final? Aquel maestrucho cingalés y aquella burguesa no eran los únicos que conocían la historia de Sri Lanka, y él estaba convencido de saber de un lugar concreto en el que se almacenaba dicha información, así como de que los encargados estarían encantados de compartirla con él.

Y lo cierto es que aprobó, y no con el ocho sobre diez que el doctor Mendis consideraba imposible y que tan divertido parecía resultarle, sino con un nueve con uno (lo que situaba la suya entre las cinco calificaciones más elevadas de aquel año). ¿Algo que decir, doctor Mendis?

Ranjit había confiado en que el hecho de que su padre no le hablara no comportase que fuera a negarse a ayudar a su hijo, y había estado en lo cierto. Tras exponer a Surash, el monje que había atendido su llamada, lo que necesitaba, había recibido la respuesta que esperaba:

—Debo consultar con el superior —había dicho el anciano con cautela—. Vuelve a llamar dentro de una hora.

Sin embargo, sabedor de antemano de cuál iba a ser la contestación, él ya había metido en su mochila el cepillo de dientes, una muda limpia y las demás cosas que iba a necesitar para quedarse en Trincomali antes de volver a telefonear.

—Sí, Ranjit —había dicho el religioso—: Ven en cuanto puedas, que vamos a darte lo que necesites.

El único modo que había hallado para viajar a Trincomali había sido subiendo a dedo en un camión que olía al curri del conductor y a su carga de aromática canela. Aquello había hecho que llegase al templo mucho después de la medianoche. Su padre, claro está, llevaba tiempo dormido, y el sacerdote auxiliar que había quedado en vela no se ofreció a despertarlo. Sí se mostró, en cambio, dispuesto a otorgar al joven todo cuanto pidió: una celda y un lecho en que dormir, tres comidas al día (sencillas aunque apropiadas) y acceso al archivo del edificio.

Los documentos no se hallaban escritos en pergaminos antiguos ni en vitela tal como había temido Ranjit: el templo de su padre, siempre al día, contaba con todo género de artículos modernos. Y así, cuando se despertó al día siguiente, se encontró con que, sobre la mesilla situada al lado del catre, habían dejado un ordenador portátil con el que poder consultar toda la historia de Sri Lanka, desde los días de los vedas tribales, primeros habitantes de la isla, hasta su presente. Había mucha más información de la que había mencionado su profesor; pero Ranjit se había preocupado de llevar consigo el libro de texto, no para estudiar, sino con la intención de tener una idea de cuáles eran las partes del pasado de la nación de las que podía hacer caso omiso sin temor. Sólo disponía de cinco días antes de tener que regresar a la universidad, y sin embargo, aquel tiempo resultaba más que suficiente para un joven tan brillante y motivado como Ranjit Subramanian si consagraba toda su atención al estudio de aquella asignatura (puesto que no se había dejado arrastrar por la diversificación de actividades: un punto para la teoría del síndrome de GSSM). También había aprendido cierto cúmulo de cosas que no iban a aparecer en el examen final, como el expolio del ingente tesoro de perlas y oro que habían perpetrado los portugueses en el templo de su padre antes de derribarlo. Asimismo, había descubierto que en determinada ocasión, los tamiles habían ejercido su gobierno sobre toda la isla durante cincuenta años, y que el general que los había derrotado para «liberar» a su pueblo seguía gozando, como era de esperar, de un gran respeto entre los cingaleses modernos (incluida la familia del mismísimo Gamini, dado que a su padre, Dhatusena Bandara, le habían puesto su nombre).

Cuando la furgoneta del templo lo dejó en la universidad, Ranjit se dirigió de inmediato a la habitación de su amigo. Al llamar a la puerta, se sonrió pensando que sería divertido hacérselo saber. Sin embargo, le fue imposible, porque Gamini no estaba. No dudó en despertar al conserje nocturno, quien, adormilado, lo informó de que el señor Bandara había abandonado la residencia dos días antes. ¿Para visitar la casa de su familia en Fort? No, no: para viajar a Londres, capital de Inglaterra, en donde tenía planes de completar sus estudios.

Cuando, al fin, llegó a su propia habitación, topó con que lo aguardaba una carta que le había dejado Gamini para comunicarle lo que él ya sabía: que habían adelantado unos días su vuelo al Reino Unido; que iba a tomarlo, y que lo echaría de menos.

Aquélla no fue la única desilusión de Ranjit, pues si bien podía entender que el personal del templo no hubiese querido molestar a su padre a su llegada a tan altas horas de la noche, no le parecía tan normal que él tampoco hubiera querido molestarse siquiera en ir a verlo en los cinco días que había estado alojado en el edificio que dirigía.

Al ir a apagar la luz que tenía al lado de la cama, pensó que resultaba casi cómico que no lo hubiese perdonado por la estrecha relación que lo unía a Gamini Bandara cuando, en realidad, éste se encontraba a nueve mil kilómetros de distancia. Había perdido a sus dos seres más queridos, y se preguntaba qué iba a hacer con su vida en adelante.

En aquel momento estaba teniendo lugar otro acontecimiento de relieve más, aunque ni él ni ningún otro ser humano tenían noticia de ello. Ocurrió a muchos años luz, en las inmediaciones de una estrella que los astrónomos de la Tierra conocían sólo por los números correspondientes a su ascensión recta y su declinación. Uno de los colosales hemisferios de protones en expansión, procedente tal vez de Eniwetok, o debido acaso a una de las monstruosas bombas de los soviéticos, llegó, al fin, al lugar en que sus pulsaciones dieron origen a una decisión que iba a resultar fatídica para los terrícolas. Aquellas señales habían alarmado a ciertos sabios eminentísimos (o a uno de ellos, pues su naturaleza hacía difícil determinar el modo como habrían de llamarse con propiedad) que habitaban (si no todos, sí cierta fracción de ellos) un remolino de riachuelos de materia oscura de aquella parte de la galaxia.

Una vez alertados, aquellos pensantes, a los que se conocía como los grandes de la galaxia, elaboraron todo un abanico de contingencias imaginables, y la muestra que resultó de ello fue a coincidir con sus peores suposiciones. Aquellos seres albergaban muchos planes y objetivos, aunque los humanos de la Tierra apenas habrían sido capaces de comprender un puñado de ellos. Una de sus ocupaciones principales consistía en observar el funcionamiento de las leyes físicas naturales de la galaxia. Los terrícolas también lo hacían, pero en tanto que su intención era la de tratar de entenderlas, los grandes de la galaxia pretendían, por encima de todo, asegurarse de que no hacía falta cambiar dichas leyes. Además, tenían otros intereses aún más recónditos. Aun así, uno de ellos, cuando menos, sí podía exponerse de un modo sencillo: «Preservar a los inofensivos —sería una traducción aproximada—, poner en cuarentena a los peligrosos y destruir a los perniciosos, siempre después de haber guardado una muestra en un lugar seguro».

Aquello era, precisamente, lo que preocupaba a los grandes de la galaxia en aquel momento: las especies que desarrollaban armamento de cualquier género eran muy propensas a ponerlo a prueba con otras especies, y ellos no podían consentir algo así. En consecuencia, y por decisión unánime (que era el modo de acuerdo al que llegaban en todo caso), cursaron una serie de órdenes a una de las razas a las que habían convertido en satélites suyos de forma más reciente, pero que era, a la vez, la más útil de todas: la de los eneápodos. Las instrucciones emitidas constaban de dos partes. La primera consistía en preparar un mensaje de radio para la Tierra, en cada uno de los varios miles de lenguas y dialectos de dicho planeta que se emplearan en las comunicaciones que pudiesen recoger e interpretar sus expertos por haberse emitido de forma electrónica. El mensaje debía decir, en definitiva, algo como: «Depongan su actitud». (Los eneápodos destacaban precisamente en idiomas, y esta característica no era nada frecuente entre las razas satélites de los grandes de la galaxia, quienes preferían no animar a los miembros de unas a hablar con los de otras).

La segunda parte les instaba a seguir vigilando de cerca la Tierra como hasta entonces, y aun con más celo. Un observador ajeno tal vez habría considerado curioso el hecho de que los grandes de la galaxia otorgasen tamaña responsabilidad a una especie de cuyos servicios, al cabo, llevaban relativamente poco tiempo sirviéndose. Sin embargo, ya habían dispuesto de ellos en otras empresas durante el puñado de milenios que había transcurrido desde que habían añadido la suya a la lista de especies satélites, y habían tenido oportunidad de observar la persistencia, la curiosidad y la minuciosidad que desplegaban a la hora de desempeñar sus cometidos. Y a los grandes de la galaxia, que tenían en gran estima cualidades como aquéllas, no se les pasó por la cabeza que los eneápodos podían poseer, además, cierto sentido del humor.