CAPÍTULO I
El peñón de Svãmi

Ha llegado, por fin, la hora de que conozcamos a Ranjit Subramanian, la persona en torno a cuya vida, tan larga como extraordinaria, gira todo el presente libro.

En aquel tiempo contaba dieciséis años de edad y, pese a ser poco más que un novato de la principal universidad de Sri Lanka, situada en la ciudad de Colombo, se mostraba más engreído, si cabe, que cualquier adolescente medio. Estaban a finales del semestre, y a instancia de su padre, había cruzado al sesgo la isla para hacer el dilatado viaje que lo separaba del distrito de Trincomali, en donde éste gozaba de la enorme distinción de superior del templo hindú de Tirukonesvaram. Lo cierto es que Ranjit adoraba a su padre, y siempre se alegraba de ir a verlo; y sin embargo, en aquella ocasión no podía decir tal cosa, porque apenas le costaba imaginar de qué quería hablar con él el venerable Ganesh.

Ranjit era un muchacho listo; tanto que casi alcanzaba el grado de inteligencia que él mismo se atribuía. También era bien parecido, y aunque no fuese alto como una torre, es de reconocer que la mayoría de los ceilaneses tampoco lo es. Pertenecía al pueblo tamil, y tenía el color de la piel del intenso castaño oscuro de una cucharada de cacao en polvo un instante antes de sumergirse en leche caliente. Lo segundo, sin embargo, no se debía a lo primero: los habitantes de Sri Lanka presentaban una extensa variedad de complexiones, desde el blanco cercano al escandinavo a un negro tan oscuro que rayaba en el púrpura. La ascendencia de su mejor amigo, Gamini Bandara, era cingalesa pura hasta la generación más remota a que nadie se hubiera molestado en remontarse, y aun así, los dos muchachos tenían el mismo tono de piel. Su amistad había comenzado hacía mucho, la noche espeluznante en que el fuego había devorado la escuela de Gamini, probablemente por causa de los cigarrillos que habían dejado olvidados en un trastero dos de los alumnos de más edad.

A Ranjit, como a todo hijo de vecino capaz de recoger un trozo partido de contrachapado y lanzarlo a la parte trasera de un camión, y de hecho, como a todos los estudiantes de su propia escuela, lo habían llamado para ayudar en las labores de emergencia. Había sido una tarea pesada, mucho más que la que estaban acostumbrados a ejercer los músculos en desarrollo de un jovenzuelo, por no hablar ya del dolor provocado por las astillas o por los numerosos cortes recibidos de los cristales rotos que lo cubrían todo. Aquélla fue la peor parte, aunque la experiencia tuvo también momentos buenos, como ocurrió cuando Ranjit y otro muchacho de su edad dieron, al fin, con el origen de ciertos sonidos lastimeros procedentes de un montón de escombros, y rescataron, intacto aunque aterrorizado, al viejo gato siamés del director. Después de que uno de los profesores tomara al animal para llevarlo con su dueño, los dos se miraron sonrientes, y Ranjit, tendiendo la mano a la manera inglesa, anunció:

—Yo me llamo Ranjit Subramanian.

—Y yo —respondió el otro, estrechándola con júbilo—, Gamini Bandara. Menuda hazaña, la nuestra, ¿eh?

Los dos estuvieron de acuerdo, y cuando, por fin, se les permitió dar por concluido el trabajo de aquel día, se pusieron juntos en la cola de la especie de gachas que constituía su cena y no dudaron en colocar uno al lado del otro sus sacos de dormir aquella noche. Desde entonces, habían sido amigos íntimos; a lo cual había ayudado, sin lugar a dudas, el hecho de que, inutilizado el colegio de Gamini por culpa del fuego, sus alumnos se vieran obligados a realojarse en las aulas del centro de Ranjit. Gamini había resultado tener todo lo que pudiera desearse de un buen amigo: hasta en lo tocante a la gran obsesión que dominaba la vida de Ranjit, que no estaba dispuesto a compartir con nadie y por la que su amigo no sentía interés en absoluto.

Había, claro está, otro aspecto importante de la persona de Gamini, y era precisamente éste el asunto sobre el que quería hablar con él su padre, por más que el joven no lo desease en absoluto.

Ranjit torció el gesto. Tal como le habían instruido, se dirigió de inmediato a una de las entradas laterales del templo; pero no para encontrarse con su padre, sino con un monje de edad anciana llamado Surash, quien se limitó a comunicarle (de un modo más bien oficioso, según imaginó) que habría de esperar un poco. Y esperó, durante un período que consideró bastante largo, sin más ocupación que la de escuchar el bullicio procedente del edificio sagrado en que trabajaba su padre y que a él le provocaba emociones encontradas, pues si por una parte había brindado a su procreador un motivo para vivir, no poco prestigio y un quehacer profesional gratificante, también lo había incitado a perseguir el estéril designio de persuadir a su hijo a seguir sus pasos. Ranjit jamás iba a hacer tal cosa: ya desde niño, le había resultado imposible creer en la compleja cohorte de deidades, masculinas y femeninas, del hinduismo con cuyas imágenes, provistas algunas de cabezas de animales y de un número insólito de brazos, se hallaban exornados los muros del templo. Sabía el nombre de todos ellos, y también enumerar sus poderes especiales y los principales días de ayuno consagrados a cada uno, desde que tenía seis años; pero no por fervor religioso, sino por su afán por complacer a su queridísimo padre.

Recordaba haberse despertado, de niño, a primera hora de la mañana para verlo levantarse al alba con la intención de hacer su ablución en el pozo del templo. Lo observaba desnudarse de cintura hacia arriba de cara al sol naciente, y lo escuchaba pronunciar un om largo y resonante. Siendo algo mayor, aprendió a articular por sí mismo dicho mantra, así como la ubicación de las seis partes del cuerpo que tocaba, y a ofrecer agua a las estatuas de la sala de la pūjā. Después, sin embargo, se fue de casa para asistir al colegio, y dado que no se le exigían observancias religiosas, éstas acabaron por desaparecer. Con diez años, tenía claro que jamás abrazaría el credo de su padre.

No es que la suya no fuese una profesión magnífica. Bien cierto era que el templo de Ganesh Subramanian no era ni tan antiguo ni tan grandioso como el edificio al que había tratado de sustituir. De hecho, aunque se le había asignado, no sin arrojo, la misma denominación del centro de culto original, Tirukonesvaram, ni siquiera su superior se refería a él con otro nombre que el de «el templo nuevo». Hubo que esperar a 1983 para verlo acabado, y en lo que al tamaño se refiere, no podía compararse, ni por asomo, con el célebre «templo de las mil columnas», cuyos comienzos contaban con el amparo de dos milenios de historia.

Finalmente recibieron a Ranjit, aunque no fue su padre, sino el viejo Surash, quien se dirigió a él en tono de disculpa.

—Es por esos peregrinos —le hizo saber—. ¡Son tantos…! Más de cien, ¡y tu padre, el sacerdote principal, se ha propuesto dar audiencia a todos! ¿Por qué no vas a sentarte en el peñón de Svāmi a ver el mar? Él irá a buscarte dentro de una hora, quizá; pero en este instante… —Y dejando escapar un suspiro, meneó la cabeza y se dio la vuelta para seguir ayudando a su superior a hacer frente al aluvión de peregrinos, dejando a Ranjit que se las arreglara solo.

Lo que, de hecho, no estaba nada mal, ya que el muchacho agradecía la posibilidad de pasar todo ese tiempo en solitario en el peñón. Una hora antes el peñón debía de haber estado plagado de parejas y familias enteras que habrían ido a comer al aire libre o a disfrutar de la vista o de la brisa fresca de la bahía de Bengala; pero a esas alturas, una vez que el sol había comenzado a ocultarse tras las colinas occidentales, estaba poco menos que desierto.

Él lo prefería así. Le encantaba aquel lugar. Siempre le había gustado, aunque, pensándolo mejor, había de reconocer que a la edad de seis o siete años no se había sentido tan atraído por el peñón mismo como por las lagunas y las playas que lo rodeaban, en donde podía coger crías de tortuga estrellada para ponerlas a competir entre sí. Pero eso era entonces; con dieciséis años, ya se consideraba un hombre adulto en toda regla, y tenía cosas mejores en las que pensar.

Encontró un banco de piedra libre y se sentó en él, recostándose para disfrutar tanto de la calidez del sol que comenzaba a ponerse a sus espaldas como del viento suave proveniente del mar que se extendía ante él, mientras se disponía a pensar en los dos asuntos que ocupaban su mente. Al primero, en realidad, no tuvo que dedicarle mucho tiempo. Lo cierto es que no lo había decepcionado la ausencia de su padre: Ganesh ya le había dado a entender sobre qué quería hablar con él, y Ranjit estaba seguro, mal que le pesara, de saber qué era.

Se trataba de algo vergonzoso, y lo peor de todo era que podía haberlo evitado por completo con sólo haberse acordado de cerrar con llave su habitación para impedir que el conserje de la residencia universitaria en que vivía topase con los dos aquella tarde. Sin embargo, no lo había hecho, y aquél los había sorprendido. Ranjit sabía que Ganesh Subramanian había hablado con aquel hombre hacía mucho tiempo, con la única intención, a su decir, de asegurarse de que su hijo no necesitaba nada. Aquellas conversaciones, sin embargo, tenían la ventaja adicional de mantener al sacerdote bien informado de cuanto ocurría en la vida del muchacho.

Dejando escapar un suspiro, deseó poder eludir la discusión que estaba a punto de estallar; pero eso no era posible, y en consecuencia, optó por poner su atención en el segundo de los dos asuntos, el que predominaba sobre el resto de sus pensamientos.

Desde la posición elevada que le ofrecía la cumbre del peñón de Svāmi, que se alzaba a un centenar de metros de las calmas aguas de la bahía de Bengala, dirigió la mirada al este. Sobre la superficie, iluminada por el crepúsculo, no se veía otra cosa que el mar, y de hecho, no había nada más en un millar largo de kilómetros, a excepción de un puñado de islas dispersas, hasta alcanzar el litoral de Tailandia. Aquella noche había amainado el monzón del nordeste y el cielo se encontraba totalmente despejado. Hacia levante, a escasa altura, vio una estrella brillante cuya luz se presentaba ligeramente teñida de un tono rojo anaranjado. Ninguna resplandecía como ella, y Ranjit, distraído, se preguntó cuál sería su nombre. Su padre tenía que saberlo, por supuesto: como buen sacerdote, Ganesh Subramanian creía, con devoción sincera, en la astrología; pero además, había sentido siempre un gran interés por todas las ciencias seculares. Conocía los planetas del sistema solar, así como los nombres de muchos de los elementos, y sabía cómo se generaba la energía eléctrica suficiente para iluminar una ciudad a partir de unas cuantas barras de uranio. Además, había sabido transmitir a su hijo parte de su entusiasmo. Aun así, en el corazón de Ranjit no habían anidado tanto la astronomía, la física y la biología como una disciplina que las ligaba a todas: las matemáticas.

Ranjit era consciente de que esta afición también se la debía a su padre, ya que había sido él quien le había regalado, al cumplir trece años, el libro de G. H. Hardy Apología de un matemático. Fue allí donde dio por vez primera con el nombre de Srīnivāsā Rāmānujan, modesto oficinista que, pese a carecer de adiestramiento formal alguno en la materia, se convirtió en el mayor genio del mundo matemático durante los sombríos años de la primera guerra mundial. Fue Hardy precisamente, quien, tras recibir una carta suya en la que recogía un centenar de los teoremas que había descubierto, lo llevó a Inglaterra e hizo que alcanzase fama mundial.

Rāmānujan sirvió de inspiración a Ranjit, pues su caso demostraba que el talento matemático podía hallarse dentro de cualquiera, y el libro de Hardy logró inculcarle un interés específico y subyugador por la teoría de números; en particular, por las ideas extraordinarias que dominaron la obra del genio Pierre de Fermat, nacido siglos atrás, y de un modo aún más concreto, aquella cuestión imponente que había dejado a la posteridad: la demostración de la existencia, o la inexistencia, de su celebérrimo último teorema.

Ésa era la obsesión de Ranjit, y el asunto sobre el que se había propuesto reflexionar en el transcurso de aquella hora que tenía por delante. Por desgracia, no llevaba consigo la calculadora; pero había sido su mejor amigo quien lo había advertido del peligro que corría de haberla incluido en su equipaje.

—¿Te acuerdas de mi primo Charitha —le había preguntado—, el que sirve de capitán en el ejército? Dice que algunos de los guardias de los trenes confiscan calculadoras para luego venderlas por lo que puedan sacarles: la tuya de doscientos dólares de Texas Instruments puede acabar, por diez nada más, en manos de alguien que sólo la quiera para seguir la pista a sus inversiones monetarias. Así que más te vale dejarla en casa.

Y él había tenido la sensatez de seguir su consejo. Aun así, el engorro que suponía su ausencia no era demasiado importante, ya que lo más maravilloso del último teorema de Fermat era, precisamente, su simplicidad. Después de todo, ¿qué podía ser más sencillo que a2 + b2= c2? El cuadrado de la longitud de uno de los catetos de un triángulo rectángulo, sumado al cuadrado de la longitud del otro, es igual al cuadrado de la hipotenusa (el caso más simple es el que presenta dos catetos de tres y cuatro unidades respectivamente y una hipotenusa de cinco; pero existen muchos otros ejemplos con números enteros).

Cualquiera es capaz de comprobar por sí mismo esta sencilla ecuación usando sólo una regla y escasos rudimentos de aritmética. Pero lo que había hecho Fermat para obsesionar a generaciones enteras de matemáticos era aseverar que semejante relación se verificaba sólo en el caso de cuadrados, y no en el de cubos ni potencias mayores. Además, decía poder probarlo. Sin embargo, jamás llegó a publicar su demostración[1].

Ranjit se desperezó y, bostezando, sacudió la cabeza para zafarse de sus ensoñaciones. Entonces, tomó un guijarro y lo lanzó con todas sus fuerzas para oírlo caer al agua poco después de perderlo de vista en la oscuridad del crepúsculo. Sonrió al reconocer para sí que parte de lo que, por lo que sabía, decían de él no era del todo falso. Así, por ejemplo, no erraba por entero quien aseguraba que estaba obsesionado. Hacía tiempo que había elegido a qué quería ser fiel, y fiel a ello se había mantenido; de modo que, a esas alturas, se había convertido en lo que podría calificarse de fermatiano. Si Fermat decía haber demostrado el teorema, Ranjit Subramanian, como muchos otros matemáticos antes que él, tenía por artículo de fe que dicha prueba debía de existir.

Pero con ello Ranjit no se refería a ninguna aberración como la que había dicho hallar Wiles y él había tratado de hacer que analizase en la universidad su profesor de matemáticas. Si aquel viejo fiasco (databa ya de las postrimerías del siglo XX) podía llamarse «prueba» —término que él dudaba en emplear para referirse a algo que era incapaz de leer ningún ser humano biológico—, él no negaba su validez técnica. Tal como había hecho saber a Gamini Bandara poco antes de que aquel condenado conserje abriera la puerta y los encontrara, saltaba a la vista que no era la demostración de la que se había jactado Pierre de Fermat en las notas marginales de su ejemplar de la Aritmética de Diofanto.

Ranjit volvió a dejar asomar al rostro una sonrisa triste al recordar que lo siguiente que había dicho a su amigo era que estaba dispuesto a hallar por sí mismo la demostración de Fermat. Aquel comentario había sido, precisamente, el que había dado origen a las risas, las burlas y las payasadas amistosas que habían desembocado en la escena con que se había topado el portero al entrar. Tan ensimismado se hallaba rememorando aquel momento, que no oyó los pasos de su padre, ni llegó siquiera a reconocerlo hasta que él, posando una mano sobre su hombro, le preguntó:

—¿Soñando despierto?

La presión de la mano de Ganesh le instó a permanecer sentado. El sacerdote, tomando asiento a su lado, escrutó con ademán metódico el rostro, el atuendo y la figura de su hijo.

—Estás muy delgado —se lamentó.

—Tú también —contestó Ranjit, sonriendo, aunque también un tanto preocupado al advertir en el semblante de su padre una expresión que jamás había visto antes: un desasosiego y un pesar que no se ajustaban al optimismo habitual del anciano—. Tranquilo: en la universidad me dan de comer bastante bien.

—Sí. —Ganesh hizo un gesto de asentimiento con el que reconoció tanto la precisión del comentario como el hecho de que sabía de buena tinta que la alimentación que recibía su hijo era la adecuada—. ¿Y qué más hacen por ti?

La pregunta se prestaba a ser interpretada como una invitación a decir algo respecto del derecho que poseía de tener su propia vida sin que lo anduviese espiando el personal de servicio. Sin embargo, prefirió aplazar aquel asunto tanto como le fuera posible.

—Sobre todo —improvisó a la carrera—, me han tenido ocupado las matemáticas. Sabes lo del último teorema de Fermat… —En aquel momento, asomó por vez primera el interés al rostro de Ganesh—. Claro que lo sabes —añadió su hijo—. ¡Si fuiste tú quien me dio el libro de Hardy! El caso es que se tiene la comprobación de Wiles por la verdadera prueba. ¡Menuda abominación! ¿Cómo la construye Wiles? Se remite al vínculo que dijo haber descubierto Ken Ribet entre la formulación de Fermat y la conjetura de Taniyama-Shimura, que afirma que…

Ganesh lo interrumpió con una palmada en el hombro.

—Sí, Ranjit —dijo con dulzura—. No hace falta que te molestes en explicarme lo de Taniyama-Shimura.

—Vale. —Y tras meditar unos instantes, prosiguió—. Voy a simplificar: la médula del argumento de Wiles descansa sobre dos teoremas: el primero afirma que una curva elíptica dada es semiestable, pero no modular; el segundo, que todas las curvas elípticas semiestables poseedoras de coeficientes racionales son, en realidad, modulares. La contradicción es evidente, y…

Ganesh soltó un suspiro afectuoso.

—Te interesa de veras ese tema, ¿no es así? —observó—. Pero sabes que, en matemáticas, estás mucho más adelantado que yo. Así que, ¿por qué no hablamos de otra cosa? ¿Qué me dices del resto de tus estudios?

—¡Ah! —exclamó él, algo perplejo, pues tenía por cierto que su padre no lo había hecho viajar a Trincomali para charlar sobre sus clases—. Claro, claro: las demás asignaturas. —En lo que a temas de conversación se refería, aquél no era tan malo como el que podía haberle revelado el conserje a su padre; pero tampoco podía considerarse de lo más apasionante. En consecuencia, soltó aire y se decidió a hacer frente a la situación—. ¿Para qué voy a aprender francés? —dijo al fin—. ¿Para ponerme a vender recuerdos en el aeropuerto a los turistas llegados de Madagascar o Québec?

Su padre sonrió.

—El francés es una lengua de gran importancia cultural —señaló— que, por cierto, también hablaba tu héroe, monsieur Fermat.

—Aja… —fue la respuesta de Ranjit, quien, aun admitiendo que había mucho de cierto en ello, seguía sin convencerse del todo—. Pero ¿qué me dices de la historia? ¿A quién puede importarle eso? ¿Para qué queremos saber lo que dijo a los portugueses el rey de Kandy?; ¿o si expulsaron los holandeses a los ingleses de Trincomali o fue al revés?

Su padre volvió a darle una palmadita.

—Aun así, la universidad te exige que apruebes una serie de asignaturas si quieres obtener el título: ya tendrás tiempo de especializarte en lo que quieras cuando accedas a un grado superior. Además de las matemáticas, ¿no hay nada que te interese de lo que te enseñan en la facultad?

Ranjit se animó un tanto.

—Ahora mismo, no; pero el año que viene, al menos, me libraré de la biología. ¡Menudo tostón! Entonces podré elegir una asignatura científica diferente, y pienso matricularme en astronomía. —Aquello le trajo a la memoria la reluciente estrella roja, y al alzar la vista hacia ella pudo comprobar que en aquel momento dominaba con su luz el horizonte oriental.

El sacerdote no le defraudó.

—Sí, es Marte —anunció siguiendo la mirada del muchacho—. Hoy brilla con más intensidad de lo habitual: esta noche va a ser espléndida para mirar las estrellas. —Y volviendo la vista a su hijo, agregó—: Ya que hablamos del planeta Marte: ¿recuerdas quién fue Percy Molesworth? Hemos visitado su tumba a menudo.

Ranjit buscó entre sus recuerdos de infancia y halló, satisfecho, la pista que estaba buscando.

—Claro, el astrónomo. —Ambos se referían al capitán del ejército británico que había estado apostado en Trincomali a finales del siglo XIX—. Era especialista en asuntos marcianos, ¿no? —Feliz al ver que aquella conversación resultaba agradable a su padre, siguió diciendo—: Él fue quien demostró lo de… mmm…

—Los canales —lo ayudó su padre.

—¡Eso: lo de los canales! Demostró que no eran construcciones reales de una civilización marciana avanzada, sino un ejemplo más de lo que pueden llegar a engañarnos nuestros ojos.

Ganesh asintió con un gesto alentador.

—Fue un astrónomo eminente, e hizo la mayor parte de su trabajo aquí, en Trinco. Además, fue…

Se detuvo antes de completar la frase, y volviéndose para mirar de hito en hito a su hijo, suspiró.

—¿Te das cuenta, Ranjit —le preguntó—, de que lo único que estoy haciendo es retrasar lo inevitable? No te he pedido que vengas a verme para hablar de astrónomos: lo que quiero que tratemos es algo muchísimo más serio. Se trata de tu relación con Gamini Bandara.

Había llegado el momento. El joven se llenó de aire los pulmones antes de exclamar:

—¡Créeme, papá: no es lo que piensas! Gamini y yo sólo lo hacemos por juego. No significa nada.

De súbito, el sacerdote adoptó una expresión de sorpresa.

—¿Qué no significa nada? ¡Claro que lo que estabais haciendo no significa nada! ¿O es que acaso piensas que no estoy al tanto de todos los modos que gustan de emplear los jóvenes para experimentar con toda clase de comportamiento? —Meneando la cabeza en ademán de reproche, le espetó—: Créeme, Ranjit: lo que importa no es que estuvieses experimentando con conductas sexuales, sino la persona con quien lo hacías. —Su voz volvía a sonar tensa, como si a las palabras les estuviese costando salir—. Recuerda, hijo mío, que tú eres tamil, y Bandara, cingalés.

En un principio, al muchacho le costó creer lo que estaba oyendo de labios de su padre. ¿Cómo era posible que él, que siempre le había educado en la convicción de que todos los hombres eran hermanos, le estuviese diciendo algo semejante? Ganesh Subramanian había permanecido fiel a sus principios pese a que las heridas que habían abierto los disturbios étnicos que estallaron en la década de los ochenta aún iban a tardar generaciones en cicatrizar. Los desmandamientos de la multitud habían provocado la muerte de varios de sus familiares más cercanos, y él mismo había estado a punto de perder la vida en más de una ocasión.

Aun así, todo aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, cuando Ranjit ni siquiera había nacido —de hecho, su difunta madre había visto la luz no hacía mucho—, y en aquel momento reinaba una tregua que se había sabido mantener durante años. El joven alzó la mano.

—¡Por favor, padre! —rogó—. Eso no es propio de ti. Gamini no ha matado a nadie.

Inexorable, Ganesh Subramanian repitió aquellas terribles palabras:

—Gamini es cingalés.

—Pero ¡padre! ¿Y todo lo que me has enseñado? ¿Y el poema del Puranānūru, que hiciste que me aprendiera de memoria? «A nuestro ver, todas las ciudades son una, y todos los hombres parientes nuestros, porque tal nos han revelado las visiones de los sabios».

En realidad, sabía que se estaba engañando al esperar que su padre se dejara persuadir por unos versos tamil de hacía dos milenios. Ni siquiera respondió: se limitó a sacudir la cabeza; pero su semblante hizo ver a Ranjit que a él también se le hacía muy doloroso.

—Está bien —cedió Ranjit, compungido—. ¿Qué quieres que haga?

—Nada menos que lo que debes hacer, hijo. —La voz del sacerdote tenía un tono severo—. No puedes mantenerte cerca de un cingalés.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora?

—No tengo elección —respondió su padre—. Debo anteponer a todo lo demás los deberes propios del superior del templo, y este asunto está siendo causa de discordia. —Y tras dejar escapar un suspiro, añadió—: Sé que tu educación te lleva a ser leal, Ranjit, y no me sorprende que quieras permanecer al lado de tu amigo. Lo único que espero es que logres hallar el modo de ser fiel también a tu padre, aunque tal vez te esté pidiendo un imposible. —Meneando la cabeza, se puso en pie y miró a su hijo—. Ranjit —dijo—, tengo que decirte que no eres bienvenido en mi casa: uno de los monjes te buscará un lugar en el que dormir esta noche. Si te decides a poner fin a tu relación con Bandara, házmelo saber por teléfono o por carta; hasta entonces, no hay motivo alguno por el que debas volver a ponerte en contacto conmigo.

Al verlo dar media vuelta y alejarse, Ranjit se sumió de súbito en el desconsuelo…

Acaso valga la pena examinar más de cerca dicho estado, pues si bien se encontraba de veras triste por el abismo que se acababa de abrir de forma repentina entre él y su amadísimo padre, nada de cuanto había ocurrido lo hacía pensar que pudiese estar transitando el camino equivocado. Después de todo, sólo tenía dieciséis años.

A unos veinte años luz de allí, sobre la faz de un planeta tan corrompido y sucio que apenas cabe imaginar que pudiese vivir en él criatura orgánica alguna, subsistía, sin embargo, una raza constituida por seres de aspecto extraño conocidos como unoimedios. Y la pregunta que bullía en su mente colectiva mientras se disponían a acatar las órdenes ineludibles de sus señores, los grandes de la galaxia, no era otra que cuánto tiempo iban a ser capaces de prolongar su supervivencia.

Cierto es que aún no habían recibido las instrucciones pertinentes para ponerse en marcha; pero sabían bien lo que estaba a punto de ocurrir, pues también ellos habían detectado las lamentables emisiones procedentes de la Tierra al ver pasar cerca de ellos las sucesivas oleadas de fotones. Asimismo, sabían en qué momento iban a alcanzar éstas a sus señores y, por encima de todo, conocían bien cuál iba a ser la reacción más probable de los grandes de la galaxia, y la sola idea de lo que comportaría tal cosa para ellos bastaba para hacer que se estremecieran dentro de su armadura.

La única esperanza real que les quedaba a los unoimedios consistía en ser capaces de llevar a término cuanto les exigieran los grandes de la galaxia. No obstante, una vez acabada su misión, aún habría de quedar con vida el número necesario de congéneres para mantener la existencia de la raza.