No pueden existir muchas novelas de ciencia ficción que terminen con un apéndice de cuarenta páginas llenas de ecuaciones matemáticas y diagramas de circuitos eléctricos. No se preocupe, ésta no es una de ellas; pero un libro así la inspiró, hace medio siglo. Y con un poco de suerte, a lo largo del próximo medio siglo dejará de ser ficción.
Debió de ser en 1937 o 1938, siendo yo tesorero de la Sociedad Interplanetaria Británica, que a la sazón tenía cinco años de antigüedad, cuando nos enviaron un libro con un título muy extraño, escrito por un autor con un nombre aún más extraño. Zero to Eighty (Princeton: Scientific Publishing Company, 1937), de «Akkad Pseudoman» debe de constituir actualmente una rareza: le debo a mi viejo amigo Frederick I. Ordway III (responsable de los diseños técnicos de 2001. Una odisea espacial) el ejemplar que poseo.
El subtítulo que lleva lo dice todo:
«Siendo los actos de toda mi vida, reflexiones e invenciones, también mi viaje alrededor de la Luna».
Por supuesto, en realidad no era Mr. Pseudoman, como aclaraba el prefacio. Éste estaba firmado por E. F. Northrup, y explicaba que el libro había sido escrito para demostrar que puede llegarse a la Luna mediante tecnologías conocidas, sin «invocar rasgos físicos o leyes de la Naturaleza, imaginarios».
El doctor E. F. Northrup fue un distinguido ingeniero electricista y el inventor del horno de inducción que lleva su nombre. Su novela, que evidentemente es una fantasía, describe un viaje a la Luna (y a su alrededor), en un vehículo lanzado desde la Tierra por un cañón gigantesco, como en el clásico de Julio Verne: De la Tierra a la Luna. Sin embargo, Northrup intentó evitar los evidentes defectos de la propuesta ingenua de Verne, que habría convertido rápidamente a Ardan et al., en pequeñas pompas de protoplasma dentro de una esfera de metal fundido.
Northrup utilizaba un cañón eléctrico, de doscientos kilómetros de largo, la mayor parte horizontal pero con la sección final curvada, hacia el Monte Popocatepetl, para que el proyectil estuviera a una altitud de más de cinco kilómetros cuando alcanzara la velocidad de escape precisa, de 11,2 kilómetros por segundo. De esta manera, las pérdidas de resistencia del aire quedarían reducidas al mínimo, pero una pequeña cantidad de energía del cohete quedaría disponible para cualquier corrección necesaria.
Bien, es más sensato que el cañón lunar de Verne, pero no mucho. Incluso con doscientos kilómetros de pista de lanzamiento, los infortunados pasajeros tendrían que soportar treinta G durante más de medio minuto. Y el coste de los imanes, estaciones de energía, líneas de transmisión, etc., sería de miles de millones; los cohetes serían más baratos, y también mucho más prácticos.
Estoy seguro de que a «Akkad Pseudoman» le habría sorprendido —y encantado—, saber que el hombre dio la vuelta a la Luna a bordo del Apollo 8 en Navidad de 1969; la fecha que él daba en su novela era el 28 de junio de 1961. Digamos de paso que no fue el primero en proponer este esquema: el número de invierno de 1930 de la Science Wondetr Quarterly, publica una hermosa ilustración de Frank R. Paul, de electroimanes gigantescos que lanzan una nave espacial en la ladera de una montaña. Habría podido servir muy bien como portada de Zero to Eighty.
Unos años después de leer el libro del doctor Northrup (que sigue lleno de ideas interesantes, incluido un tratamiento notablemente comprensivo —en especial para la época— de la tecnología rusa), se me ocurrió que había cometido un leve error. Había colocado su catapulta eléctrica en un mundo equivocado; no tenía ningún sentido en la Tierra, pero era ideal para la Luna.
En primer lugar, no hay atmósfera que caliente el vehículo o destruya su impulso, de modo que toda la pista de lanzamiento puede trazarse horizontalmente. Una vez se le haya dado velocidad de escape, la carga útil se elevará poco a poco de la superficie de la Luna, y se dirigirá hacia el espacio.
En segundo lugar, la velocidad de escape lunar sólo es una quinta parte la de la Tierra, y por lo tanto puede alcanzarse con una pista de lanzamiento consiguientemente más corta… y un veinticincoavo de la energía. Cuando llegue el momento de exportar mercancías de la Luna, ésta será la manera de hacerlo. Aunque yo pensaba en cargas inanimadas, y catapultas de sólo unos kilómetros de largo, podrían utilizarse sistemas más grandes para pasajeros humanos debidamente protegidos, si hubiera suficiente tráfico que lo justificara.
Escribí esta idea, con los cálculos necesarios, en un artículo titulado «Lanzamiento electromagnético como gran contribución al vuelo espacial», que fue publicado en el Journal of the British Interplanetary Society (noviembre, 1950); puede localizarse más fácilmente en mi Ascent to Orbit: A Scientific Autobiography (Wiley, 1984). Y, como una buena idea debe ser explotada de todas las maneras posibles, lo utilicé en novela en dos ocasiones: en el capítulo «The Shot from the Moon» (Islands in the Sky, 1952) y en el relato «Maelstrom II» (Playboy, abril 1965, reimpreso en The Wind from the Sun, 1972). Ésta es la historia que Paul Preuss ha convertido ingeniosamente en Venus Prime, volumen 2.
Unos veinte años después de la publicación de «Lanzamiento electromagnético» por el BIS, el concepto fue llevado mucho más lejos por Gerald O’Neill, que lo convirtió en un elemento clave de sus proyectos de «colonización del espacio» (ver The High Frontier, 1977; Gerry O’Neill está molesto, con razón, por la apropiación del título por parte de los Guerreros de las Estrellas). Demostró que los grandes hábitats del espacio que él imaginó, podían construirse de manera muy económica con materiales extraídos y prefabricados en la Luna, y puestos después en órbita mediante catapultas electromagnéticas a las que daba el nombre de «conductores de masa». (Yo le he desafiado a producir algún dispositivo de propulsión que no entre en esta descripción).
El otro elemento científico de «Torbellino II», tiene una historia mucho más larga; es la rama de la mecánica celestial conocida como «teoría de la perturbación». He podido ir mucho más allá, desde que mi profesor de matemáticas, el cosmólogo doctor George C. McVittie, me introdujo en el tema en el Kings College, Londres, a finales de los años cuarenta. Sin embargo, sin darme cuenta, había tropezado con ello en las queridas Wonder Stories, casi dos décadas antes. He aquí un reto para el lector: localizar el defecto en el siguiente guión…
La primera expedición ha aterrizado en Fobos, la luna interior de Marte. Allí la gravedad sólo es una milésima la de la Tierra, de modo que los astronautas se divierten mucho viendo cómo pueden saltar. Uno de ellos salta demasiado y excede la velocidad de escape del pequeño satélite, de unos treinta kilómetros la hora. Se aleja en el cielo, hacia el rojo paisaje de Marte; sus compañeros comprenden que tendrán que ir a rescatarle antes de que se estrelle en el planeta que se halla sólo seis mil kilómetros más abajo.
Una situación dramática que inicia el serial de 1932, de Lawrence Manning, The Wreck of the Asteroid. Manning, uno de los escritores de ciencia ficción más precavido de los años treinta, fue uno de los primeros miembros de la American Society, y era muy cauto con su ciencia. Pero esta vez, me temo, decía tonterías: su personaje, que saltaba tan alto habría estado perfectamente a salvo.
Examinemos su situación desde el punto de vista de Marte. Si el hombre simplemente está de pie en Fobos, está orbitando el planeta a casi ocho mil kilómetros la hora (una luna tan cercana a su planeta primario tiene que moverse bastante de prisa). Como los trajes espaciales son objetos voluminosos, y no están diseñados para acontecimientos atléticos, dudo que el descuidado astronauta pudiera alcanzar esos críticos treinta kilómetros por hora. Aunque lo hiciera, sería menos del cincuenta por ciento de la velocidad que ya tiene, relativa a Marte. Por lo tanto, saltara como saltara, no cambiaría prácticamente su situación; seguiría viajando en casi la misma órbita que antes. Retrocedería unos kilómetros de Fobos, y volvería al punto de partida, ¡sólo una revolución más tarde! (Por supuesto, entretanto podría quedarse sin oxígeno, pues el viaje en torno a Marte le llevaría siete horas y media, Así que sus amigos deberían ir tras él… con toda comodidad).
Éste es quizás el ejemplo más simple de la «teoría de la perturbación», y yo la desarrollé mucho más en «Júpiter V» (reimpreso en Reach for Tomorrow, 1956). Esta historia se basaba en lo que a principios de los años cincuenta parecía una idea ingeniosa. Una década antes, LIFE Magazine había publicado las famosas pinturas de los planetas exteriores del artista espacial Chesley Bonestell. ¿No sería hermoso, pensé, que en el siglo veintiuno, LIFE enviara allí a uno de sus fotógrafos, para fotografiar la realidad y la comparara con las visiones que tuvo Chesley, cien años atrás?
Poco imaginaba yo que, en 1976, la sonda espacial Voyager haría precisamente esto; y que, felizmente, Chesley aún estaría aquí para ver el resultado. Muchas de sus pinturas, cuidadosamente investigadas, acertaron; aunque no podía anticipar sorpresas tan grandes como los volcanes de Io, o los múltiples anillos de Saturno.
Mucho más recientemente, la Teoría de la Perturbación tiene un papel clave en 2061: Odisea tres; y no prometo no volver a utilizarla algún día. Ofrece toda clase de oportunidades para sorprender al lector.
ARTHUR C. CLARKE
Colombo. Sri Lanka