El comandante esperaba a Sparta y a Blake cuando éstos descendieron de la lanzadera, en Newark. Iba vestido con el uniforme azul. Ellos llevaban ropa de vacaciones.
El saludo de Sparta no fue cálido.
—Nuestra cita es mañana en su despacho.
—Ha sucedido algo —dijo roncamente el comandante. Volvió la mirada hacia Blake—. Hola, Redfield.
—Blake, es hora de que sepas quién es este hombre realmente. Es mi jefe, el comandante…
—Lo siento, pero no hay tiempo para presentaciones —dijo él, interrumpiendo a Sparta y dándole a Blake un rápido y fuerte apretón de manos—. Tendremos que hablar por el camino —dijo a Sparta.
Blake miró a ésta.
—¿Estoy incluido?
—No lo sé —respondió ella—. No me pierdas de vista.
Se apresuraron para poder seguir al comandante, abriéndose paso entre los demás pasajeros del transportador de gran velocidad, para llegar a su lado.
—Alguien ha arrojado una bomba en el Museo Hespérido —dijo el comandante, turbado—. Proboda salvó a Forster. Tiene quemaduras graves en el setenta por ciento del cuerpo; nada que la medicina no pueda arreglar en pocos días. Merck murió; no quedó suficiente cuerpo para reconstruirlo.
—¿Qué ocurrió?
—No estamos seguros. A Forster le cuesta un poco recordar los últimos minutos anteriores a la explosión.
—¿Proboda le salvó?
—Llegó allí al cabo de tres minutos, entró como pudo, sufrió quemaduras. Vik no es un intelectual, pero acaba de ganarse otra recomendación. —El comandante cogió a Sparta del brazo para indicarle que debía torcer a la derecha, cuando llegaron a donde el corredor se ramificaba hacia la helipista.
—¿Vamos a las oficinas centrales en helicóptero?
—No vamos a las oficinas centrales —dijo el comandante—. Nos tienen preparada una lanzadera cargada. Va a regresar en cuanto estés a bordo.
Sparta se quedó callada un momento.
—Ahí va el permiso que usted me ha estado prometiendo —dijo al fin.
—Te lo deberemos.
Sparta miró a Blake y, por un momento, se le humedecieron los ojos. Blake nunca la había visto llorar, y ahora tampoco iba a hacerlo. Con torpeza. Sparta le cogió la mano. Se miraron fijamente mientras el transportador avanzaba, pero ella no se acercó a él y él no se acercó a ella.
El comandante apartó la mirada y permaneció en silencio, hasta que al fin se aclaró la garganta y dijo:
—Cuidado. Vamos a girar a la derecha.
Blake y Sparta se separaron. Sparta no dijo nada; tenía un nudo en la garganta por el esfuerzo que realizaba para controlar sus emociones.
—La bomba arrojada en el museo parece parte de un patrón —dijo el comandante—. Material arqueológico. En todo el museo. Algunas cosas robadas, otras destruidas. —Su tono indicaba que no podía imaginar que a nadie le interesara el «material arqueológico»—. ¿Y usted, Redfield? ¿Tiene alguna idea?
—Bueno, señor…
—¿Lo que le contó a Troy que hacía en París, por ejemplo? —Miró a Sparta—. ¿Dejaste de poner algo en ese informe, Troy?
—Nada de importancia, señor. —Lo dijo con un susurro, pero en tono desafiante.
—Ahora que se ha descubierto su pretexto, Redfield, probablemente deberíamos reclutarle; pero eso deberá esperar.
—¿Adónde me envía, señor? —preguntó Sparta con sequedad.
—Lo que está causando más agitación, es esa placa marciana.
—¿La placa marciana?
—Desapareció ayer de Labyrinth City. Tú vas a recuperarla.
—Marte. —Tragó saliva—. Comandante, me pregunto si me permitiría hablar unos minutos con Blake, antes de embarcar.
—Lo siento, no hay tiempo.
—Pero, señor —dijo enojada—, si me envía a Marte, estaremos meses sin vernos.
—Eso depende de él —dijo el comandante—. Hay dos asientos, pero él es civil. No tiene que ir contigo si no quiere.
Tardaron un momento en comprender. Después, Blake lanzó un grito y Sparta sonrió. Se abrazaron. El comandante no sonrió en ningún momento.